Read Memorias de un amante sarnoso Online
Authors: Groucho Marx
Uno de los realizadores de televisión que trabajaban para su agencia, dudaba de que su opción fuera estimada para la temporada siguiente. Pero, en cambio, estaba seguro de que nuestro héroe, Mr. Fred Schultz, era omnipotente, y sabía que bastaba una palabra suya para asegurar la renovación del contrato.
Para evitar su identificación, llamaremos Joe Cool a este realizador.
Cierto día, Joe telefoneó a Mr. Schultz.
—Amigo Freddie —dijo—, soy Joe Cool, su viejo amigo. Me he enterado por mi agente de que acababa de llegar, y como sé lo solitario que se siente usted cuando está lejos del hogar, me he permitido buscarle una jovencita para que le haga compañía.
—Joe —dijo Mr. Schultz—, voy a decirle algo que nunca he dicho a nadie y que espero usted no comente, especialmente con mi esposa. —Y subrayó con una carcajada su demostración de ingenio, suponiendo que lo tenía.
Joe Cool, pensando en la renovación de su contrato, rió entusiasmado la gracia.
—Ya sé, Fred, que usted las tiene a montones. No en vano anda metido en negocios teatrales.
—Joe —prosiguió Schultz—, voy a ser franco con usted y le voy a hablar con el corazón en la mano. Es cierto que he salido con una porción de chicas en esta ciudad. Pero el caso es que, me avergüenza decirlo, nunca he conseguido nada de ellas. ¡Oh, sí! Salen conmigo a cenar y me acompañan a un cine o a una revista, pero cuando llega el momento de ir al grano —ya sabe lo que quiero decir— entonces me salen siempre con que les duele la cabeza o que tienen que madrugar a la mañana siguiente. Ya sabe usted que no pretendo ser un adolescente; me doy cuenta de que tengo sesenta años y de que he echado un poco de tripa, pero todavía conservo completa la dentadura y me siento tan fuerte como un toro. Pues, aun así, todo lo que consigo, en el mejor de los casos, es un besito y unas palabras de gratitud por la velada. La única mujer con quien consigo expansionar mis ardores, es mi propia esposa, y usted comprenderá que, después de treinta años de matrimonio, me resulta tan aburrida como ver treinta veces la misma película.
—Freddie, amigo mío —dijo Joe—, no ha de preocuparse más por este problema. Le tengo preparado algo que le satisfará enteramente.
Y casi pudo ver la sonrisa de Mr. Schultz a través del teléfono.
—¡Joe, es usted mi padre! —exclamó Schultz.
Su voz se quebró y el auricular registró un sonido que hizo pensar a Joe que acababa de tragarse dos tabletas de bencedrina.
—La chica es una rubia de veintidós años, con unas proporciones… pero ¿para qué vamos a entrar en detalles? Tiene el mismo tipo que Jayne Mansfield y es soltera. Si la hace beber tres martinis, se le subirá por las paredes. Y no vaya a pensar que es una cualquiera; es una buena chica, pero se siente muy sola.
Mr. Schultz estaba tan excitado por la breve descripción, que se estaba haciendo incoherente. Aquello dejó de ser una conversación.
—¿Quién es? —resolló—. ¿Dónde está? ¿Cuándo puedo verla?
—Todo está preparado ya —dijo Joe.
(Espero que los lectores me perdonarán esta accidental vulgaridad.)
—Irá a buscarle al hotel a las siete y media. Y no se preocupe por no ser demasiado joven. A ella le gustan los hombres maduros.
Eran las cinco.
Schultz marchó a toda prisa a su hotel y pidió que subieran a su habitación vodka, gin, bourbon, whisky escocés, coñac, ginger ale y hielo. No quería correr ningún riesgo.
Después de llegar el suministro, aún le quedaba una hora de espera, así que se le ocurrió telefonear a Pennsylvania, para explicarle a su mujer lo mucho que la echaba en falta.
—Cariño, no puedes figurarte lo desgraciado que me siento al estar lejos de ti —mintió cínicamente.
No siempre se expresaba en estos tonos cuando se hallaba en casa. A veces, no la hablaba en tono alguno. Pero, en aquellos momentos se sentía algo incomodado por su conciencia, y aquella llamada no podría menos que halagar a su esposa.
A las siete y media se oyó un golpecito en la puerta.
Al entrar la muchacha, Fred se inclinó galantemente. Tan galantemente que sintió un crujido en la articulación sacroilíaca.
A pesar de ello, consiguió enderezarse y saludarla cálidamente.
Agradecía tanto la presencia de una dama en su habitación, que incluso besó su mano.
Empezaba a sentirse como una especie de Charles Boyer.
Mientras tomaban unas copas, miraba ansioso sus apetitosas formas, como si fuera una serpiente dispuesta a engullirse un cebado conejo o un chiquillo ante el escaparate de una pastelería.
Pidió cena para dos.
Terminada la cena y retirado el camarero con el servicio, hubo un poco de conversación, algo inconexa y plagada de lagunas.
Luego, escogiendo cuidadosamente las palabras, Fred sugirió la conveniencia de hacer lo que todos podemos suponernos.
Antes de que transcurriera un minuto, la chica estaba ante él con la misma ropa que llevaba veintidós años atrás, al llegar a este mundo miserable.
No es que hubiera acudido a la cita muy abrigada, pero, a juzgar por la velocidad con que se desvistió, Mr. Schultz hubiera jurado que aquella chica superaba a Frégoli.
Aborrezco la vulgaridad y las obscenidades, de modo que evitaré al lector los detalles sórdidos.
Baste decir (como siempre dice mi abogado) que aquella delicada y recatada muchachita, en el transcurso de una noche maravillosa, enseñó a Fred unos cuantos trucos que jamás hubiera podido siquiera imaginar.
Después de desayunar, él dijo que debía irse a la oficina y que esperaba que volverían a verse.
Luego, con voz insegura, hizo alusión al dinero.
—Fred —protestó ella—. Si he pasado la noche contigo, no ha sido por dinero. Había oído hablar de ti y estaba segura de que si llegaba a conocerte me enamoraría de ti. Siempre me han atraído los grandes negociantes.
Halagado por el cumplido, la besó apasionadamente, a pesar de estar exhausto por su espectacular actuación de la noche anterior.
Estaba orgulloso.
Cuando llegó a la oficina, explicó sus experiencias al presidente y a varios vicepresidentes del consejo.
Llegó incluso a presumir de su buen estado de conservación.
—¿Saben lo que les digo? Últimamente me había hecho a la idea de que ya no me atraían las mujeres jóvenes. Sin embargo, en la pasada noche he podido comprobar que aún me encuentro en plena forma.
Lo que, desde luego, él no sabía, era que aquella inocente y candorosa criatura, era una prostituta conocida en toda la ciudad, contratada por Joe Cool al precio de cien dólares.
No hay necesidad de repetir detalles, pero conviene decir que cada vez que Mr. Schultz volvió a Hollywood, Joe Cool se cuidó de prepararle una u otra corderita.
En el transcurso de unos años se gastó probablemente varios miles de dólares, y eran dólares que no podía deducir en su liquidación de impuestos, pero, por otra parte, su contrato se renovó regularmente, año tras año.
El arreglo resultó beneficioso para todos los afectados, incluida la señora de Schultz, en su casa de Pennsylvania.
Existe un productor de esta ciudad que gana por término medio unos siete mil dólares semanales.
Aunque el lector no esté muy fuerte en números, puede figurarse fácilmente a cuánto se elevarán sus impuestos.
Este buen señor se casó con una chica que sacó de unos almacenes de «todo a diez centavos».
Con esto no quiero decir que ella tuviera este precio.
Lo cierto es que era una moza muy atractiva.
La pareja se instaló en una hermosa finca, con dos costosos coches, dos costosos niños y todos los lujos que pueden comprarse con dinero.
Durante los dos primeros años, la chica fue una esposa feliz.
No tuvo que fregar suelos ni lavar pañales.
Adornaba la cabecera de la mesa con su presencia, y, cuando había invitados, escuchaba atentamente las sandeces teatrales que se prodigaban durante el ágape.
En realidad, no hay otra actividad que pueda compararse con la del actor.
Apenas existe un hombre, o una mujer, que no ansíe exhibirse en la escena, la pantalla o la tribuna.
El mundo está lleno de exhibicionistas.
Yo creo que muchas de las personas que se introducen en la política, lo hacen para encaramarse a una plataforma y permitir que los demás los admiren.
Ésta es la causa del éxito de los concursos radiofónicos y televisados.
Millares de individuos escriben a las emisoras con la pretensión de aparecer en estos concursos, y, en muchos casos, no es el dinero lo que les interesa.
Su principal anhelo es exhibirse ante un auditorio.
Como decía un oscuro poeta llamado Shakespeare, «el mundo entero es un escenario», y parece como si cada persona quisiera estar en él, en la parte delantera y en el centro.
Pues, bien, la esposa del productor no era una excepción.
Como sucede a todas las mujeres, era algo chinche.
Cierto día hizo saber a su marido que deseaba entrar en el mundo del cine.
Él observó que en Hollywood había otras dieciocho mil muchachas, jóvenes y atractivas, ansiosas de triunfar en el cine, y que, sin embargo, también estaban sin trabajo.
—No dudo de que sea cierto, pero ellas no se han casado contigo. No hay que olvidar que tú eres un personaje en la industria del cine y que podrías abrirme muchas puertas.
—No sé a qué puertas te refieres —dijo él—, pero ¿por qué este empeño en ser actriz? ¿Por qué no te dedicas a la pintura o a la música, o, en última instancia, aprendes uno o dos idiomas? Un poco de cultura no te vendría nada mal.
—¡Oh, todas esas cosas me aburren! En cambio, estoy convencida de que tengo talento de actriz, y, ni tú ni nadie me disuadirá de ello.
No era aquella su actitud cuando la sacó de los almacenes de «todo a diez centavos».
Pero el matrimonio ejerce extrañas influencias sobre el pensamiento femenino.
—Procúrame cualquier papelito —insistió ella—. No me importa que no sea de importancia. Cuando me vean en la primera película, lloverán sobre mí los contratos; te apuesto la asignación del mes que viene (que, dicho sea de paso, ya había derrochado).
El productor tenía una porción de amigos y un buen día, al llegar a casa, dijo a su mujer que había conseguido para ella un papel en una película.
Se trataba solamente de dos líneas, pero, desgraciadamente, se precisaba una muchacha que supiera decirlas en francés.
—¿Qué clase de personaje es? —preguntó excitada—. ¿Es algo parecido al papel de Elizabeth Taylor en
La gata en el tejado de zinc
?
—No; no es eso, exactamente —respondió él—. Se trata de una escena en las Naciones Unidas, en la que aparecen delegados de ambos sexos procedentes de todo el mundo.
Ella estaba sumida en éxtasis.
—Supongo que podré aprenderme esas líneas en francés. ¿Me darán, entonces, el papel?
—Creo que sí. Pero no olvides que se trata sólo de dos líneas.
Aunque maldita la falta que le hacía el dinero, sin pérdida de tiempo preguntó:
—¿Y cuánto me pagarán?
—Dado que es un papel hablado, ganarás doscientos dólares por día de trabajo.
—¡Maravilloso! ¡Aceptado! —Y tomó el teléfono para comunicar la noticia a todas sus amistades.
Al día siguiente, apareció en la escuela Berlitz, donde contrató una serie de cien lecciones de francés, al precio de mil dólares.
Hecho esto, se trasladó a toda prisa a la tienda de discos y compró un sistema completo de enseñanza de lengua francesa.
Al salir de allí, corrió a la librería para adquirir las obras completas de Sartre, Anatole France y Balzac, todas en su idioma original.
El rodaje no había de iniciarse hasta pasados dos meses, y, por aquellas fechas, ella había aprendido lo suficiente para elegir menú en un restaurante francés.
Finalmente, llegó el día de su gran escena, y la mujer articuló sus dos líneas en francés, con toda la autoridad de De Gaulle echando a los argelinos de París y mandándoles al infierno.
Cuando recibió el cheque correspondiente a sus honorarios, descubrió que, tras las deducciones por impuestos y seguros diversos, no le quedaban más que 142 dólares.
Su marido, que, como decíamos al principio, estaba hasta la coronilla de tributos, tuvo que pagar el impuesto sobre la renta de los 200 dólares, más los mil de las lecciones.
Ella, por su parte, pagó de su peculio los discos y los libros, y le quedaron 20 dólares limpios.
Al pasar la película antes del estreno, se observó que sobraban cuarenta minutos de proyección, de modo que, entre otras, quedó eliminada la escena de las Naciones Unidas.
La mujer de mi amigo se dedica ahora al yoga.
La moraleja de este episodio es la siguiente: cuando tengas que comprar algo, ve a una tienda de lujo; te saldrá más barato.
Ahora que casi estamos llegando al final de esta monumental obra, ruego al lector que no piense «¡gracias a Dios!», porque todavía me quedan por decir algunas cosas. Con que, paciencia, y que no olvide que me siento tan confuso como pueda sentirse él.
Nunca ha habido nadie que tocara acertadamente el tema del sexo.
Es ésta una cuestión que ha traído de cabeza a científicos, filósofos y urólogos, desde los días en que Afrodita corría por los bosques haciendo de las suyas.
De paso aclararé, por lo que pudiera resultar, que existían las más diversas clases de Afroditas corriendo por los dominios de los imperios griego y romano.
En Sicilia, por ejemplo, había una que era mitad hombre y mitad mujer.
En algunas ocasiones, en los días aciagos en que no encontraba con quien juguetear, fuera de uno u otro sexo, Afrodita se dedicaba a perseguirse a sí misma.
De aquí nació la expresión: «¡Compóntelas como puedas!»
Para resumir, diré que Enrique VIII no tenía la menor idea de la situación de sus vísceras, puesto que afirmaba con todo el descaro que, al corazón del hombre, se llega a través de su estómago.
Esto pudo ser cierto en los días en que Britania mandaba sobre las olas y en que Enrique se desayunaba con una pata de jabalí (u, ocasionalmente, de esposa), pero actualmente, de todos es sabido que nadie que se estime en algo, se casa con su cocinera.
No niego que un estómago normal, sin úlceras y bien alimentado, puede ser un factor de importancia en el ejercicio del amor; pero, tal vez sería mejor que empezara por el principio.