Read Memorias de un amante sarnoso Online
Authors: Groucho Marx
Ante la mención de otros cinco dólares, a pesar de mi deplorable estado, me levanté instintivamente con la intención de salir corriendo.
Pero mi dulce compañera, atenta a mis movimientos, me agarró del fondillo de los pantalones y me obligó a sentarme nuevamente en aquel maldito banquillo.
—¿Qué te ocurre, ahora? —gruñó con aspereza.
—¡Estoy harto y me largo! —repliqué.
—¡Oh, no! ¡Ni lo sueñes! ¡Te quedas ahí quietecito y, además, aflojas los cinco dólares! ¡Tacaño!
—Oye —dije en tono conciliador— ya me han soplado tres dólares. ¿Para qué voy a dejarme robar otros cinco? No me interesa nada de lo que puedan decirme.
Acababa de descubrir que absteniéndome totalmente de respirar, podía pensar de nuevo con lucidez.
—Es posible que tú no quieras preguntarle nada, pero yo sí. He venido aquí para comunicarme con el marido de mi tía. Era mi tío favorito y desde que murió, hace ocho años, no ha cesado de enviarme mensajes. Algunas noches vibramos al unísono.
En aquella época me consideraba muy ingenioso, así es que contesté:
—¿Y por qué no le escribes una carta? Pero habrás de escribirla sobre amianto… bien sabes dónde debe estar.
—Je, je —dijo ella— qué gracioso. Causarías sensación en un club nocturno. ¡Afloja los cinco dólares!
Entretanto, Madame de Arabia se había sumido en trance.
Con entonación suave y acariciadora, el zombie anunció que, aunque su cuerpo material seguía sentado en el trono imperial, su cuerpo astral se desplazaba a través del mundo de los espíritus.
Y añadió que cuando regresara de su largo viaje, todos los que hubieran entregado los cinco dólares podrían hacerle las preguntas que quisieran sobre su pasado, su presente y su futuro.
Mientras concluía su perorata, Madame Mecca empezó a abrir los ojos, sus dos asistentes volvieron a abanicar las urnas del incienso y la perfumada niebla adquirió proporciones verdaderamente alarmantes.
La primera pregunta corrió a cargo de una incauta de rostro macilento que dijo que su marido no había muerto, pero que había desaparecido y quería saber cuándo volvería.
La verdad es que no hacía falta ser adivina para responder a aquella cuestión. Con mirar a aquel esperpento, bastaba para saber que nunca volvería. Lo que resultaba sorprendente era que lo hubiera retenido a su lado siquiera diez minutos.
La Madame consultó con su zombie y después de unos minutos de abracadabras y sortilegios, anunció que aquella gárgola de marido regresaría al hogar dentro de los diez años siguientes.
Dado que la bruja de la pregunta andaba por los sesenta, dudo de que tal presagio la hiciera bien alguno.
Entonces, se levantó mi compañera, dando a entender así que tenía algo que preguntar.
Pero, adelantándome a sus movimientos, levanté la mano e inquirí:
—¿Dice que su Reina puede responder a cualquier pregunta que se le haga?
—Así es —respondió el zombie.
—¿Aunque no se refiera a ningún difunto?
—Madame Mecca no ha dejado nunca una pregunta sin respuesta.
—Adelante, pues.
—¿Cuál es la capital de North Dakota?
La Madame y su consorte se quedaron atónitos, pasmados y desconcertados.
¡Maldita ocurrencia, preguntar aquello a quien acababa de llegar del mundo astral! La Reina permaneció rígida en su trono y luego se volvió hacia el Príncipe.
Al parecer, éste se había enfrentado anteriormente con problemas semejantes.
El mundo estaba lleno de escépticos, pero él tenía siempre una solución a mano.
Hizo una seña a los dos acólitos que estaban ventilando el incienso y les dio en voz baja algunas instrucciones.
No sé qué les diría, pero parecieron ponerse muy contentos.
Al cabo de un momento, me agarraban uno por cada brazo y me expulsaban violentamente del local.
Ya en la calle, reclamé a gritos mis cinco dólares y llamé luego a la policía.
Ambas cosas en vano.
La policía debía de estar ocupada aquella noche robando en un banco.
Y en cuanto a los cinco dólares, cerraron las puertas en mis narices y no se volvió a hablar de ellos.
Me senté resignado en la escalinata de piedra y respiré gozoso el aire fresco del South Side de Chicago.
Una hora después, apareció mi compañera.
Con ojos extraviados y entonación de soprano histérica, me anunció triunfalmente que había comunicado con su tío a través del médium.
—Me ha dicho que se sentía tan feliz como un gorrión.
—Es fácil de comprender —dije yo—. Esto pasa porque su mujer está aún entre nosotros.
La actitud del gobierno con respecto a la gente del teatro ha sido siempre bastante curiosa.
El actor no posee nada, aparte de su cuerpo, su talento y su magnetismo personal, y cuando se siente pocho, se convierte en un simple recuerdo, que no tarda en pasar al olvido.
Esto es también de aplicación para los futbolistas, boxeadores y atletas en general.
Cuando uno posee una tienda de ultramarinos, o una carnicería, y se pone enfermo, puede contratar a alguien para que le sustituya.
En cambio, en cuanto un actor cae víctima del menor catarro, sus ingresos se interrumpen inmediatamente.
Así, pues, no sean ustedes tontos y no se metan en asuntos teatrales.
Compren un pozo de petróleo o unos centenares de hectáreas de buena huerta.
Pero no compren nada que no reciba subsidios del gobierno.
Hace ya años que los sindicatos teatrales tratan de convencer al gobierno de la necesidad de subvencionar a los pobres actores cuando se llenan de achaques, pero, por lo visto, la presión ejercida por los sindicatos nunca fue suficiente para forzar decisión alguna por parte de los políticos de Washington.
Durante la guerra, no hubo profesionales que ofrecieran sus servicios con más generosidad que ellos.
Las fábricas de automóviles y aviones, y otras muchas industrias, se hincharon a placer con los beneficios de la guerra.
Al actor le pagaron sus gastos, le dieron diez o doce cochinos dólares diarios, y cuando se acabaron los tiros, le dieron una medalla.
Ahora que he dejado de lucirla, lo mismo que mi hermosa cabellera, puedo hablar con claridad.
Me referiré a una linda estrella que renunció a dos suculentos contratos, para poder contribuir patrióticamente, con su granito de arena, al esfuerzo bélico.
Como sucede con casi todas las guapas, aquella señora era bastante coqueta, por decirlo de un modo delicado.
Su marido, alto, cadavérico y bastante chabacano como escritor, estaba tremendamente celoso, tanto de su belleza, como de sus millones de admiradores.
Un buen día, llegó la mujer a casa y le dijo al marido que se sentía llamada por el deber y que iba a realizar una gira por los campamentos militares, añadiendo luego que su ausencia duraría por lo menos un par de meses.
La insólita noticia estuvo a punto de sumir al marido en un colapso.
Advirtiendo la trágica expresión de su rostro, trató ella de suavizar el golpe.
—No te preocupes, cariño —le dijo—. Aunque sé que estaré terriblemente ocupada, te mandaré una postal cada día.
—¡Una postal! —respondió él, como un eco.
¡En realidad, no era gran cosa en sustitución de una de las mujeres más apetecibles del mundo! Quien haya recibido una postal ya sabe lo planas, breves y asexuadas que son las postales.
Su mujer, en cambio, era esbelta, voluptuosa, exquisita y fascinadora.
El marido clavó en ella una mirada llena de amor y de ponzoña.
—¿Y crees que la simple contemplación de una triste postal hará que me vaya satisfecho a la cama cada noche? ¡Si hubiera supuesto tamaña aberración, me habría casado con una postal! —bramó el marido.
Aquella explosión era bastante absurda, pero ella no se enfadó.
Comprendía que la noticia había sacado de sus casillas al consorte, y, por otra parte, mujer al fin, se sentía naturalmente halagada al comprobar que la quería tanto y que la deseaba tan apasionadamente.
Él, por su parte, estaba convencido de que, si ella se iba de gira con quince o dieciséis actores, y se exhibía cada noche ante aquellos apuestos y sexoapetentes oficiales, había muchas probabilidades de que regresara a casa acompañada de una criatura, o, lo que sería peor, de que no regresara nunca, sola ni acompañada.
Y no era que ella no le quisiera; lo malo es que quería a todos los hombres, y los hombres la encontraban irresistible como ellos resultaban para ella.
Durante varios días, el marido trató de disuadirla de su aventura, pero ella era algo más que una patriota: era, ante todo, una ninfomaníaca.
Y, naturalmente, no prestó la menor atención a sus lacrimosas súplicas.
Él la amaba con locura; pero, además, como sucede a casi todos los maridos de mujeres de bandera, tenía en ella menos confianza que en una serpiente de cascabel.
Y todos sus argumentos resultaban inútiles.
Ella se limitaba a repetir:
—¡Yo amo a mi patria y he de hacer cuanto pueda por elevar los ánimos de esos pobres chicos que lo entregan todo!
Aquel entusiasmo impresionó al marido más de lo que pudiera pensarse, pero, finalmente, dándose cuenta de que no conseguía nada, trató de enfocar la cosa desde otro ángulo.
—Escucha, nena —le dijo—. ¿Y piensas cantar y bailar en esa gira?
—No, cariño —contestó ella—. ¿Recuerdas aquella obra de suspenso que vimos en Broadway no hace mucho? Se llamaba
El cadáver insepulto
y la escena culminante era aquella del segundo acto, en que alguien abría un armario y caía desplomado un cadáver en medio del escenario. Ésa es la obra que vamos a representar. Los muchachos disfrutarán con ella.
Mientras escuchaba sus explicaciones, el astuto marido había ido elaborando una idea genial.
Así que comentó inocentemente:
—¿Y no hace nada más en toda la obra, el actor que representa el cadáver?
—Casi, casi —replicó ella—. Dice un par de frases en el primer acto, pero cualquiera podría hacerlo.
—¡Bravo! —exclamó con aire triunfal—. Entonces, cariñito, como que a mí me da igual trabajar en mi estudio que escribir en cualquier base del ejército, interpretaré el papel de cadáver y así estaremos juntos, día y noche.
Cuando oyó aquello, la chica se dio cuenta de que había metido la pata hasta el ombligo.
Acababa de perder su mejor oportunidad de quedarse callada.
—Yo creo —prosiguió él acariciador— que cuando dos seres se quieren tanto como tú y yo, no deben separarse nunca. Ya sabes el refrán: «En ausencia del marido, cualquier pillo es bienvenido».
Y rió alegremente de su propia ocurrencia.
Pero ella no reía. Se sentía confusa.
Con todo lo trapacera que era, no veía el modo de deshacerse de la sutil red en que había caído.
En honor de la chica, hay que advertir que no trato de sugerir que estuviera dispuesta a llevar su sacrificio por la tropa hasta el extremo de abandonar a su marido; lo cierto era que, ya que iba a ofrecer sus esfuerzos a los combatientes, no veía por qué no pasar algún buen rato, al mismo tiempo.
Días después, acudieron al ensayo.
En el transcurso de la representación, el marido se desplomó desde el armario con un realismo digno de los Barrymore.
Ningún otro cadáver, vivo o muerto, hubiera actuado de forma más impresionante.
El director quedó encantado y le colmó de elogios.
Incluso llegó a aconsejarle que abandonara la carrera de las letras para dedicarse al teatro.
Sin embargo, como no estaba acostumbrado a desplomarse desde el interior de ningún armario, aquel papel le resultaba en cierto modo contundente.
Así fue como, al tercer día, acorraló al director en un rincón y le dijo:
—Oiga, amigo, si todavía tenemos que ensayar esto quince días más, ¿por qué no colocamos un colchón delante del armario? Me parece estúpido que esté dándome porrazos inútilmente.
—Bueno, conforme —dijo el director—, pero sólo durante los ensayos. Ya comprenderá que cuando actuemos en público, la cosa ha de dar sensación de realidad.
Quince días después, debutaban en la base naval de Oakland, en California.
Todo iba como sobre ruedas, y cuando al abrirse la puerta del armario, se desplomó el cadáver en escena, de la concurrencia salieron gritos de espanto.
El debut constituyó un resonante éxito.
Todos quedaron entusiasmados con los actores y con su actuación.
El marido estaba tan contento al hallarse junto a su amada, que al desvestirse aquella noche, apenas notó un dolorcillo en la espalda.
A la noche siguiente, cuando se abrió la puerta del armario, su derrumbamiento fue magnífico.
Nuevamente, el público gritó estremecido ante la inerte caída del muerto.
Cuando aquella noche se acostó, lucía en la frente un chichón fenomenal y el dolor de la espalda le molestaba más.
En la tercera representación, se lastimó una rodilla.
Y al final de la cuarta actuación, tuvo que ser transportado al hospital de la base.
Un médico de la base lo examinó y dictaminó que tenía una dislocación en la columna vertebral y que era necesario someterlo a tracción.
Luego añadió que pasarían algunos meses antes de que pudieran darle de alta.
Marido y mujer se hallan nuevamente unidos.
Él anda con ayuda de un bastón y cojea ligeramente, y dice a todo el mundo que es un mutilado de guerra.
Pero no es verdad: lo cierto es que es un mutilado de amor.
Ahora es ya un hombre maduro, pero en su juventud llevaba una vida bastante disipada.
Le gustaban mucho las mujeres, pero su verdadero amor era el póquer.
Con el paso del tiempo, la mayor parte de sus compañeros de juego se fueron casando y se acostumbraron a otros sistemas de diversión.
Si el lector ha estado casado alguna vez, sabrá muy bien que cuando llega el amor, la libertad sale volando por la ventana.
Alex no era de los que se casan. Solía decir que nunca había conocido una chica que le hiciera disfrutar más que una buena partida de póquer.
Sin embargo, cada vez se le hacía más difícil reunir los jugadores suficientes para gozar de aquellas deliciosas veladas, que transcurrían en una pequeña y recoleta habitación, entre humazo de tabaco y vapores etílicos.