Read Memorias de un cortesano de 1815 Online
Authors: Benito Pérez Galdós
Tags: #Clásico, #Histórico
—¡Vámonos a la calle pronto! —exclamó doña Salomé, ardiendo en impaciencia.
—¡A la calle, a la calle! ¿Por dónde se sale, buen hombre? —dije, sosteniendo a Presentacioncita, que por su mucha aflicción apenas podía con su lindo cuerpo.
—Si no quieren Vds. salir por la calle del Bastero, donde hay muchos tunantes y borrachos —repuso el portero—, por este pasillo que hay a la derecha saldrán a la casa inmediata y a la calle de Mira el Río.
Yo temblaba de susto: por todas partes, en todos los rincones veía ladrones y asesinos, alzando horrorosos puñales sobre mi pecho. El viejecillo nos llevó del patio grande a otro más pequeño, y de este a un largo y húmedo zaguán, en cuyo extremo se veía la claridad de la calle. Cuando le di la propina, me pareció sentir ruido de pasos detrás de nosotros; pero aunque atentamente miré, nada vi.
—Por aquí derechos a la calle —dijo nuestro amparador, retirándose repentinamente.
Dejonos solos, y a la verdad fue como si nos dejara de su santa mano el ángel de nuestra guarda; porque no habíamos dado cuatro pasos hacia la claridad que al extremo del zaguán se veía, cuando una voz bronca y temerosa, que en su clueco graznido indicaba ser producto del hombre y del aguardiente, resonó como un trueno en aquellos ámbitos oscuros, diciendo:
—¡Alto allá… alto! señoritos zampatortas, ¡alto, alto!…
El reventar de un cráter no me hubiera causado más espanto. Quedeme frío, y sobre frío absorto y petrificado, cual si en estatua de hielo me convirtiese. Y al mismo tiempo se sentían unos pasos, unos saltos como de gigante borracho que venía dando traspiés por la cercana escalera.
Lanzaron agudísimos gritos las damas, colgándose de mis brazos para que yo las amparase; pero más que nadie necesitaba yo amparo y protección, porque me quedé sin habla, sin fuerzas para correr, sin ojos para mirar, ni orejas más que para oír la voz, ¿qué digo?, las voces de los que se acercaban, pues, quitando lo que multiplicase mi espantada imaginación, bien podía asegurarse que eran media docena.
No se me oculta que mi deber en tan crítico momento era tirar de la espada o sacar las pistolas para esperar a pie firme a los ladrones y acabar con ellos o morir antes que mis dos compañeras fueran atropelladas; pero yo no tenía espada, y ni remotamente me acordé de que llevaba una pistola en el cinto. Temblando como alma que llevan los demonios, recordé aquello de que una retirada a tiempo es una gran victoria, y apreté a correr hacia la calle. Las dos damas eran dos alas que me impulsaban con rapidez suma. ¡Ah!, cómo corrimos, cómo corrimos gritando, «¡favor, socorro, ladrones!».
Tras nosotros corría alguien. No le mirábamos. Sentimos carcajadas, blasfemias, un juramento horrible, qué sé yo… Corríamos siempre; las dos damas se separaron de mí y se quedaron detrás. ¡Ay!, yo era el viento mismo.
Vi dos hombres que andaban en dirección contraria a la mía y su presencia me dio aliento… ¡dos hombres que no eran, o al menos no parecían ladrones ni asesinos! —¡Socorro, favor! —repetí con ahogado aliento.
Detuviéronse ellos. Me pareció ver una cara conocida; pero en mi azoramiento no llegué a formar juicio alguno… Detúveme yo también. En el mismo momento sentí un ¡ay! agudísimo. Era Presentacioncita que había caído al suelo. Doña Salomé se había parado en el mismo sitio. Retrocedí, porque la presencia de los dos desconocidos me infundió algún valor y porque mirando hacia atrás observé que nuestros perseguidores se habían quedado muy lejos.
Uno de los dos desconocidos se adelantó corriendo a levantar del suelo a Presentacioncita, mientras el otro soltó la risa diciendo:
—Si es Pipaón.
—¡Ah! ¿Es Vd. señor duque? Hemos sido atacados por unos tunantes… Vamos a ver si se ha hecho daño esa niña.
El hombre que estaba junto a mí era el duque de Alagón; el otro…
Detente pluma… El otro alzaba del suelo a la pobre Presentacioncita, que al perder el equilibrio, y dar con su cuerpo en tierra, perdió también el conocimiento. Nos acercamos y el duque me miró con fijeza y malicia poniendo sobre los labios su dedo índice.
—¡Jesús… se ha desmayado! —balbució doña Salomé, examinando a su amiga que aún estaba en brazos del otro.
—Esto no será nada, señora… —exclamó el desconocido—. Señorita…
—El susto ha sido tan grande… —dije yo— y gracias a que no se atrevieron a seguirnos. ¡Pobres señoras, si hubieran venido solas!
—¿A dónde llevamos esto? —preguntó el compañero del duque, dando algunos pasos con la desmayada en brazos, tan sin trabajo cual si fuese una pluma.
Pareció perplejo el duque, y como no acertara a indicar una resolución conveniente, el compañero dijo:
—Vamos allá. Adelántate y llama.
Hízolo así Alagón, y no habíamos andado veinte pasos siguiendo todos al generoso caballero, cuando se abrió una puerta, y Alagón primero, después su compañero con la niña en brazos y detrás doña Salomé y yo, penetramos en una hermosa pieza iluminada por dos luces. Un hombre y una mujer encontrábanse allí, ambos en pie y tan respetuosos que por lo callados y circunspectos parecían estatuas. Veíase en el fondo una puerta entreabierta, por la cual apareció el rostro de una mujer de tan acabada hermosura que a pesar de lo apurado del lance, no pude menos de fijar en ella mis ojos. De la pared pendía una guitarra.
El compañero del duque depositó su preciosa carga en una silla. Callaban todos: el desconocido pidió un vaso de agua, mientras doña Salomé, observando que la muchacha empezaba a dar señales de vida, hacía esfuerzos por reanimarla, diciéndole:
—Presentación, vuelve en ti. Eso no es nada… ¿A ver? ¿Te has hecho daño?…
—Vamos, beba Vd. un poco de agua —dijo el desconocido, acercando el vaso a los labios de la joven, que recobraban poco a poco su vivo carmín, así como las descoloridas mejillas.
Cuando la muchacha bebía, observé al generoso galán, que solícitamente sostenía con su mano izquierda la cabeza de la joven, mientras le daba de beber con la otra. Era un hombre admirablemente formado, de cuerpo estatuario y arrogante. Su edad no pasaría de los treinta y dos años, hallándose, según la apariencia, en aquella plenitud de la fuerza, del vigor y del desarrollo físico que marcan el apogeo de la vida. Vestía sencillo y elegante traje negro por entero y ancha capa, que habiéndosele caído en los primeros momentos del lance, fue recogida por el duque. Sus ojos eran negros, grandes y hermosos, llenos de fuego, de no sé qué intención terrible, flechadores y relampagueantes. Bajo sus cejas, semejantes a pequeñas alas de cuervo, centelleaba deshecho en ascuas mil por las movibles pupilas, el fuego de todas las pasiones violentas. Su nariz era desenfrenadamente grande, corva y caída; una especie de voluptuosidad, una crápula de nariz. La carne, superabundante había crecido, representando con fértil desarrollo su preponderancia en aquella naturaleza. El labio inferior que avanzaba hacia fuera, parecía indicar no sé qué insaciabilidad mortificante. La personificación de la sed habría tenido una boca así. Una línea más de desarrollo, y aquel belfo hubiera tocado en la caricatura. Observándole bien, se veía en la tal fisonomía, peregrina mezcla de majestad y de innobleza, de hermosura y de ridiculez. Tenía de todo, y era difícil deslindar en aquel rostro híbrido las líneas pertenecientes a las grandes razas de las que pertenecían a la degeneración propia de todo lo humano. Por su mandíbula inferior se filiaba remotamente con Carlos V, mas por sus ojos truhanescos y las patillas cortas, se iba derecho a la majería. El cráneo era bien conformado, el pelo negro y corto, con mechoncillos vagabundos sobre la frente y sienes. En suma, el perfil de aquel hombre solía verse en las onzas de oro.
Presentacioncita, abriendo los ojos, demostró tal asombro al verse en aquel desconocido sitio y ante personas extrañas, que creímos se iba a desmayar de nuevo.
—Ánimo —le dijo el belfo—, ánimo, señora mía, eso no es nada.
—¡Ah!… ¿quién es Vd.? Gracias, caballero… ¿En dónde estoy? —balbució la muchacha—. ¡Ah!, doña Salomé… Sr. de Pipaón… Están aquí… creí que me habían abandonado.
—Aquí estamos, sí, niña querida…
—Pero al instante nos vamos a marchar —afirmó con febril impaciencia la de Porreño—. Presentación, prueba a levantarte.
—Señora doña Presentacioncita —dijo el belfo sonriendo—, no hay prisa. Descanse Vd. un poco.
—Vámonos, vámonos —añadió doña Salomé—. Hija, haz un esfuerzo y levántate. ¿Puedes andar?
Presentación dio algunos pasos: cojeaba un poco, a causa de una leve torcedura en el pie derecho al caer; pero andaba. Volviose para dar las gracias al incógnito caballero; yo también quise decirle algo por pura fórmula, pero nos miramos unos a otros con sorpresa. El caballero, volviéndonos la espalda, desapareció por la puerta que había en el fondo.
—Gracias, muchas gracias, señores —dijo Presentación, dirigiéndose al duque.
—Por aquí —indicó este, que sin duda deseaba que nos marcháramos—. Yo acompañaré a Vds. hasta la calle de Toledo.
—Por aquí… a la calle… gracias, mil gracias señor duque.
El duque, mientras las dos mujeres salían, se me puso delante y abriendo mucho los ojos, aplicó de nuevo el índice a los labios.
Salimos y los minutos nos parecían siglos, porque Presentacioncita andaba muy despacio. Era ya tarde, por cuya razón a las contrariedades expuestas se unía la pavorosa contrariedad del sermón que nos esperaba cuando nuestras pecadoras frentes se pusieran al alcance de los ojos de la señora condesa y nuestros oídos al blanco de la grave voz de doña María de la Paz. Al pensar en esto, los tres no teníamos más que un deseo: que la tierra se abriese haciéndonos el favor de tragarnos.
Pero la Providencia que nunca abandona a los débiles, nos sugirió ingeniosísimas trazas para salir del paso, y fue que discurrimos sacar del propio mal el remedio, achacando la tardanza a la misma torcedura del pie de Presentacioncita, cuya invención, llevada a feliz término por mi elocuencia ante las dos irritadas matronas, tuvo el éxito más completo que pueda imaginarse.
—Es claro… ¡cómo habíamos de venir a tiempo!… Bajamos la escalera… Presentacioncita dio un paso en falso. Subimos otra vez… La Marquesa no quería dejarla salir… Se buscó un simón; el simón no parecía… Se sacó la litera de mano; estaba rota… Discurre por aquí, discurre por allá… Yo estaba en ascuas y quise venir a avisar para que no se asustaran Vds… En fin, demos gracias a Dios de que no se rompiera un pie.
—¿No puedes andar? —preguntó la condesa a su hija con desabrimiento—. Esta sí que es fiesta. Estamos convidadas para la función de mañana en la Trinidad.
—Con manifiesto y asistencia de Su Majestad —repitió doña María de la Paz—. Y es preciso ir sin remedio. Yo al menos no puedo faltar, porque el prior nos ha prometido que podremos hablar a Su Majestad y entregarle nuestros memoriales.
—Mañana —repetí—. También yo he recibido invitación de los padres. ¿Con que van ustedes a la Trinidad?
—¿Puedes andar, Presentación? ¿Puedes andar, sí o no? —preguntó con afán indescriptible doña Paulita.
La niña se levantó resueltamente y dio algunos pasos por la habitación con pie seguro.
¿Cómo había yo de faltar a la función de los Trinitarios, si era hombre que a ninguno cedía en religiosidad ni perdonaba medio de que se me tuviese por escrupuloso guardador de los preceptos y prácticas de la Iglesia? Además, poco antes había sido nombrado prioste de la archicofradía de
Luz y Vela
, y como tal me correspondía asistir a la función y acudir al pórtico de la iglesia, donde habíamos puesto el mostradorcito con varios objetos devotos y otros profanos, que al son de trompeta y tamboril se vendían o rifaban para atender a los gastos de la corporación.
Desde muy temprano estaba yo con mi cinta al cuello, espetado en el pórtico, en compaña de mis colegas el señor licenciado Moñino, de la suprema Inquisición, D. Felipe Rojo, racionero medio de Toledo y el sub-colector de espolios, D. Vicente Barbajosa. El gentío era inmenso, y se agolpaba en las distintas puertas del edificio, estorbando el paso de los fieles, lo que perjudicaba mucho la venta.
En el atrio del convento estaba el zaguanete de la Guardia de la Real persona. No tardó en aparecer Su Majestad, desplegando en su persona y comitiva tanta pompa y aparato, que se sentía uno orgulloso de ser español y llamarse vasallo de quien por tal modo y con tal grandeza representaba en la tierra la autoridad emanada de Dios. Daba gusto ver aquella fila de coches, tirados por sendos pares de caballos a tres pares cada uno. Cada individuo de la Familia Real iba en el suyo, resultando una procesión que cogía medio Madrid, con la multitud de batidores, correos, lacayos, escoltas, carruajes de respeto, palafreneros, caballerizos y demás figuras admirables que recreaban la vista y el alma. ¡Qué profusión de uniformes, cuánto plumacho y galón, qué diferentes clases de sombreros, de uniformes, de caras, de arreos! Parecía que le trasportaban a uno al Oriente, o a las pomposas fiestas de la India. ¡Feliz nación la nuestra, que tal magnificencia podía ofrecer a los aburridos ojos de los súbditos, para que se alegraran y diesen gracias a la Divina Providencia por haber hecho de nuestros reyes los más rumbosos y magníficos de la tierra! Allí se veía la grandeza de nuestra nación, allí sus inmensos tesoros, allí su dignidad excelsa, allí la representación más admirable de su gran poderío. ¡Viva España!