Memorias de un cortesano de 1815 (9 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Memorias de un cortesano de 1815
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—Señora, una moratoria siempre es asunto de gravedad.

—Pero no en el caso presente, Sr. de Pipaón —exclamó con viveza arrojando de sí una llamarada de orgullo que se extinguió bien pronto, como las chispas brotadas del pedernal—. Nosotras reclamamos una cosa muy justa. Mi padre y mi hermano contrajeron algunas deudas… la cantidad no hace al caso. Hiciéronlo así, porque el lustre de nuestra casa lo exigía, pues sólo en una comida de caza y pesca que se dio al Rey, al pasar por Montoro, cuando la batalla de las Naranjas, se gastaron treinta mil ducados. Ahora los acreedores, de los cuales el principal es D. Alonso de Grijalva, han dado en reclamar su dinero y quieren apropiarse las fincas libres que nos quedan, pues bien sabe Vd. que el mayorazgo, conforme a la ley de su principal instituto, se ha extinguido en nuestra línea por falta de varón.

—Ya, ya sé. ¿Vds., por falta de varón?… Comprendido.

—¿Cómo es posible, pues, que un Rey justiciero, que ha venido a establecer en España las buenas doctrinas y a limpiar el reino de toda impiedad y bajeza, consienta en este despojo, en este embargo inicuo, insólito, irrespetuoso con que se nos amenaza?

—Señora, los acreedores… Ellos dieron, mejor dicho, colocaron su dinero… —indiqué respetuosamente.

—Sí, señor —añadió, despidiendo otro chispazo de soberbia que iluminó velozmente su rostro—. ¿Pero qué vale su dinero?… ¡Miserable metal! Como si no hubiera en el mundo más que dinero… ¿Pues y las virtudes, pues y las glorias y grandezas del reino, pues y el lustre, fíjese Vd. bien, el lustre de las familias?

—El lustre. Sí, convengo en que el lustre…

—No, no es posible que un gobierno justo nos quite la hacienda que honrosamente poseyeron nuestros antepasados. ¡A dónde vamos a parar! Estaría bueno que un D. Alonso de Grijalva, un hombre que ha salido de la nada, pues público es y notorio que vino a Madrid de la Maragatería, conduciendo un par de mulas; estaría bueno, repito, que un D. Alonso de Grijalva, fíjese Vd. bien, un D. Alonso de Grijalva, se calzase nuestros estados de Galicia y Aragón. ¡Oh! Es zapato muy grande para tal pie. Esos hombrecillos, nacidos de los tomillos y mastranzos, tienen una osadía que espanta. Tanto alzaron el vuelo en tiempos de la Constitución, que se creían dueños del mundo, y por lo que veo, aun después de vueltas las cosas a su ser y estado primero, continúan alzando la cabeza y amenazando con sus viles usurpaciones.

—En suma, Vds. solicitan que se ponga coto al inconcebible atrevimiento de los que han dado en la flor de llamarse acreedores.

—¡Oh!, nosotras no negamos la deuda, ni tampoco el proposito firmísimo de pagar algún día —repuso con voz firme—. Pero deseamos que esos señores confíen en nuestra probidad y esperen tranquilos la hora oportuna de recoger lo suyo. ¿Pues quién duda que es suyo? Nuestra pretensión no puede ser más natural. Sólo pedimos a Su Majestad que nos conceda una moratoria nada más que de diez años, fíjese Vd. bien, de diez años…

—Ya estoy fijo, sí. Me parece muy justo. Dentro de diez años…

—No creo que Su Majestad, tan piadoso, tan buen cristiano, tan justiciero, tan cariñoso para todos los que no nos hemos contaminado de la constitucional pestilencia, niegue una pretensión tan razonable, mayormente si considera que el fiero enemigo, de cuyas garras queremos librarnos, es un hombre a quien suponen un poco desafecto al régimen actual.

—El Sr. de Grijalva no se mezcla en política. Es hombre modestísimo, que sólo se ocupa de gobernar su casa y sus intereses.

—¡Oh!, qué mal lo conoce Vd. —repuso con súbito arranque—. Si yo dijera que no hay lengua más cortante contra el gobierno ni tijera más diestra que la suya para cortar vestidos a los amigos de Su Majestad… En fin, ¿qué tal hombre será y qué tal educación dará a sus hijos, cuando ha sido preso Gasparito por desacatos al Rey y no sé qué abominables dichos y hechos?

—Parece que el niño dijo en un café que Su Majestad era narigudo.

—Algo más sería —afirmó doña María de la Paz, con verdadera saña—. Descubriose que andaba en logias, escribiendo papeles y reclutando gente de mal vivir.

Presentación parecía de cera.

—¡Oh!, si es cierto —afirmé— el hijo y el padre lo pasarán mal.

Presentación parecía de mármol.

—No, tales infamias no pueden quedar sin castigo. Veo que Su Majestad, llevado de su buen corazón, está por las blanduras y perdona a todo el mundo. ¡Escarmiento!… duro con ellos, Sr. de Pipaón. ¡Si no se castiga a nadie!

Presentación había enrojecido y parecía de fuego.

—Pero cualquiera que sea el fin de estas abominables conspiraciones —continuó la dama— Vd. tomará a pechos nuestro negocio, usted nos prestará su poderoso apoyo, Vd. arrimará su hombro al sagrado muro, fíjese Vd. bien, al sagrado muro de nuestra moratoria. ¿No es verdad amigo mío? —dijo doña María de la Paz, levantándose para retirarse.

—Yo…

No pude decir más, porque en aquel instante concebí una idea grandiosa, colosal, una de esas ideas que de tarde en tarde fulguran en el cerebro del hombre, abriendo ante sus ojos inmenso horizonte en los espacios de la vida, una idea que absorbió mis potencias todas por breve rato, no permitiéndome ver cosa alguna, ni pensar en nada que estuviese fuera de la esfera de mí mismo. Tras de la idea vino un propósito firme, poderoso, y después un plan, cuyo sencillo organismo se me representó clarísimo en todas sus partes.

—Señora, no necesito decir que haré los imposibles porque se consiga esa moratoria —manifesté con artificioso interés a la dama, cuando se retiraba.

Después volví al lado de Presentacioncita. Su cólera, mal contenida, se desahogaba en amargo llanto.

—Adorada y adorable niña —le dije con acento de profundísima verdad—. No llore usted: todo se arreglará.

—Vd. es muy bueno, ¿Vd. será capaz…? —dijo levantándose y poniéndose ante mí con las manos cruzadas, como se pone la gente piadosa y afligida delante de una imagen.

—Tranquilícese Vd.; Gasparito será puesto en libertad —afirmé con el mayor aplomo.

—¿Cuándo?

—Cuando se pueda. No hay que impacientarse. El muchacho no irá a presidio.

—¡Oh! ¡Qué hermosas palabras! —dijo saltando de alegría y secando sus lágrimas—. De modo que no…

—No le condenarán.

—¿Vd. lo promete?

—Solemnemente.

—¡Qué bueno es Vd… pero qué bueno! ¡Ay qué guapo es Vd.! Sí, ¡qué guapo y buen mozo me parece! ¿Por qué no lo he de decir? ¿Conque Vd. promete que no le harán daño?

—Lo juro. Óigalo Vd. bien. Lo juro.

—¡Oh!, gracias, gracias, Sr. de Pipaón. Que Dios le dé a usted la gloria eterna, y en este mundo mucha salud, toda la felicidad, todos los destinos de la nación, todos los sueldos, todas las encomiendas, todas las grandes cruces del mundo, y aún me parece poco para lo mucho que Vd. se merece.

Diciéndolo así y desahogando en tiernos votos la loca alegría de su corazón, alargaba hacia mí sus cruzadas manos con ademán patético.

Salí de la casa. ¿Cuál era mi idea, mi propósito, mi plan? Se verá más adelante.

- XI -

Ugarte era muy amigo del duque de Alagón, capitán de Guardias de la Real persona, inseparable acompañante del monarca dentro y fuera de Palacio. Yo también tuve relaciones estrechas con el duque, a quien visitaba frecuentemente por encargo de D. Antonio, para tratar de asuntos reservados, en los cuales no era posible otra tercería que la del nieto de mi abuela.

Por cuenta, pues, de Ugarte y por la mía propia (llevado del luminoso plan que mencioné más arriba), fui a ver cierto día al señor duque de Alagón, que vivía en palacio. Cuando entré en su despacho, Su Excelencia no estaba solo. Acompañábale un hombre de mediana edad, de aspecto no desagradable, aunque tenía muy poco de fino, de semblante fresco, rudo, como de quien en su crianza vivió más bien al desamparo de los montes que en la regalada comodidad de los regios salones; vestido lujosamente, aunque sin ninguna elegancia, con librea de flamantes galones; un personaje, en fin, del cual se podía decir que era un cortesano que parecía lacayo, y un lacayo que parecía cortesano. Recostado en muelle sillón, fumaba un habano, y su coloquio con el duque era tan corriente y por igual, que dos duques no se hubieran hablado de otro modo… ni tampoco dos lacayos.

Cuando entré, el duque dijo:

—Podemos seguir hablando, Sr. Collado. Pipaón es de confianza y no importa que nos oiga.

—Es que Su Majestad se despertará pronto; llamará y tengo que llevar el agua —repuso Collado mirando el reló
[5]
.

—Aún es tiempo —dijo el duque vivamente—. Para concluir, Sr. Collado…

—Para concluir, señor duque…

—Concedo las dos bandoleras a cambio de la canonjía.

—Que no puede ser, que no puede ser…

—Pues vaya… tres bandoleras.

—¡Qué pesadez de hombre! —exclamó el de la librea, que no era otro que el eminente Chamorro, ayuda de cámara de un alto personaje—. He dicho a Su Excelencia que me pida el arzobispado de Toledo o media docena de mitras sufragáneas, pero que me deje en paz esa canonjía de Murcia, que es plaza de gran empeño para mí, porque la tengo prometida al sobrino de mi cuñada.

—Pues precisamente esa canonjía de Murcia y no otra es la que yo quiero con preferencia al arzobispado metropolitano —afirmó el duque agitando los brazos—. Se la prometí a la condesa, se la prometí, le di mi palabra de honor… Sr. Collado, por amor de Dios… Disponga usted de dos plazas de guardia… vamos, de tres.

—Ni de cuatro. ¿Para qué quiero yo eso? —repuso Collado con desdén, contemplando el humo que desde su boca subía hasta el techo en blancas espirales—. Traigo entre manos la comandancia general de la plaza de Santoña…

—Ya sé para quién es eso —dijo el duque con presteza—. Ya se convino en darla al marido de la Pepita.

—De doña Rafaela, dirá Vd., de doña Rafaela.

—¡Doña Rafaela! Esa mujer es insaciable. Se ha llevado ya todas las plazas fuertes, y quiere también echar mano al Consejo Supremo de la guerra. No he visto mujer que tenga más parientes. Es prima, hermana y sobrina de medio ejército… ¡Y la pobre Pepita a quien yo prometí!…

—No faltará para ella —repuso Collado—. En esa lista de vacantes que tiene Su Excelencia, ¿no se le había señalado a Pepita (para su tío el clérigo, se entiende) la Colecturía general de Expolios y Vacantes, Medias Annatas y Fondo Pío beneficial?

—Si no hay tales vacantes —repuso el duque de mal humor—; las he provisto todas. Veamos otra cosa: ¿quién cae?

—Ya recordará Vuecencia los que perecieron anoche —manifestó Collado, sonriendo con malicia—. Está abierto el hoyo para dos consejeros de Órdenes, por
tibios
y amigos de Macanaz.

—Y para el director de Tercias Reales, si no recuerdo mal.

—Y para dos beneficiados del
Venerable e inmemorial cabildo de Guadalajara.

—También tiene la marca en la frente —añadió el duque, con satisfacción parecida a la de los labradores cuando hablan de buena cosecha— el superintendente de Correos, por haberse negado a dar cuenta de aquellas cartas sobre el baile de máscaras.

—Muchos puestos hay —afirmó Chamorro con enfáticas pretensiones de gracejo—, pero hoy han venido tres obispos con trescientas solicitudes de guerra o marina. Esto es mezclar berzas con capachos.

—¡Qué demonio!… ¿Y destierros, hay algunos?

—Tal cual… así andamos. Pero ¿no se le concedieron a Vuecencia unos trece o catorce la semana pasada?

—Es verdad; pero los he gastado todos. Quisiera más —dijo Alagón con disgusto—. ¿No ve Vd. que necesito muchos puestos vacíos? ¡La condesa, Juanita, doña Romualda! Si no me dejan respirar… Esa gente con nada se satisface. Creen que la nación se ha hecho para ellas. Ya se ve: como ellas parecen hechas para la nación…

—Pues Su Majestad hace días que anda muy reacio, señor duque —afirmó Pedro con burda socarronería—. Dice que abusamos.

—¡Que abusamos!

—Y que es preciso en la provisión de destinos dejar algo a los ministros, porque estos se quejan de la nulidad a que están reducidos y del tristísimo papel que hacen.

—Aquí hay alguna mano oculta, Sr. Collado —exclamó con rabia el duque—. Aquí hay alguna intriga. A Vd. y a mí nos están engañando, y con vivir tan cerca de Su Majestad, no sabemos lo que pasa.

Chamorro se encogió de hombros. El duque mirome con atención, y sus ojos parecían decirme: ¿Qué piensa Vd.?

—Todo depende —dije yo, rompiendo el silencio que, por darme mayor importancia, había guardado hasta entonces—; todo depende de los humos que han echado algunos ministros, como el fatuo, el insolente D. Pedro Ceballos; como D. Juan Pérez Villamil y otros.

—Bien, muy bien dicho —exclamó el antiguo aguador de la fuente del Berro, dándome una palmada en la rodilla para demostrarme su conformidad absoluta con mi parecer.

—Observen Vds. bien, cuál es el plan de los ministros —proseguí enfáticamente—. El plan de los ministros bien claro se ve… es apoderarse del ánimo de Su Majestad, inclinarle a aceptar todas las medidas que ellos proponen, ordenar las cosas de modo que todos los asuntos públicos sean resueltos por ellos, y todos los destinos dados y quitados por ellos.

—Justo, eso, eso es —exclamó el duque—, Pipaón ha puesto el dedo en la llaga.

—Bien claro lo demuestran las providencias que se están tomando —dijo Chamorro con ademán meditabundo—. Para imponer su voluntad, han empezado por aconsejar al Rey que vaya dejando a un lado las medidas de rigor. ¡Oh!, aquí hay algo. En la aldehuela, más mal hay del que se suena.

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