Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online
Authors: Ángela Becerra
Tags: #Drama, #Romántico
El jefe de protocolo, al darse cuenta de lo que acababa de recibir, pensó en lo que haría con los mil y volvió al interior vistiendo una sonrisa. En ese instante, un hombre barbado y desdentado lloraba delante del ataúd.
—¡Hermano! ¡Hermano! No puedo soportar que te hayas ido. Ayúdame… Vengo a recuperar lo que es mío. Me prometiste que cuando te murieras, la ganadería sería mía.
Morgana se lo miraba con asco. Aquel tipejo olía a mugre revuelta. Francisco nunca le había dicho que tuviera hermanos.
—¡Esto no puede seguir así! —dijo autoritaria—. Ésta es mi casa y no estoy dispuesta a que gentuza venida de quién sabe dónde ponga sus pies en ella y venga a inventar historias para aprovecharse de un momento tan delicado.
—¡Así que usted es la mujer de mi querido hermano? Como va vestida así, pensé que era una loca. Sólo a una loca se le ocurriría ir de rojo en el entierro de su marido, ¡¡¡desvergonzada!!!… —El hombre miró la caja donde reposaba Francisco—. Hermano, qué mal estabas de hembra, ¡carajo! —Luego, levantó la mirada y habló a los que le rodeaban—. ¿No os parece? La clase no tiene nada que ver con los apellidos, señora. La clase se mama en la teta de la madre y se retiene en el corazón, y usted de eso no tiene ni la más zorra idea. La sangre llama a la sangre y, le guste o no, mi hermano Francisco Valiente es sangre de mi sangre. Apenas me enteré de que había muerto sentí un dolor que no se puede ni imaginar. ¡Estuvimos tan unidos! Todo lo que consiguió me lo debe a mí; él es producto de mi sacrificio. Para que llegara lejos, renuncié a todo y lo hice por mi madre, porque sabía que era su preferido. Todas las madres, y usted que lo es lo sabe, siempre tienen un hijo en el que han puesto todas sus complacencias, como Dios hizo con Jesús. A pesar de que quizá mi hermano no le hablara de mí, tengo un documento en el que dice que en caso de morir yo heredaría la ganadería. Todos los toros son míos. Mire, mire lo que dice aquí.
El tipo sacó de la desgastada americana un arrugado documento que llevaba falsificada la firma de Francisco. Lo extendió y se lo enseñó a Morgana.
Al verlo, ésta contestó.
—Ésa no es la firma de mi marido. Usted es un embustero.
—¿Qué firma conoce usted? Porque él tenía varias. Las de verdad y las de mentira.
—Lárguese inmediatamente de mi casa o llamo a la policía.
El hombre se acercó al féretro.
—Francisco, hombre, diles que es verdad que soy José, tu querido hermano. Déjame algo, Curro… ¿no ves que no tengo dónde caerme muerto? Tú sabes lo que es pasar hambre. Durante años he ido siguiendo tu vida, pero pensé que te sentirías avergonzado de mí y por eso no me acerqué. Por respeto… bueno, y porque sé que no me querías ver. ¿No te doy lástima? Con sólo una migaja de todo lo que es tuyo me devolverías a la vida. Soy lo único que queda de tu familia. Hazlo por nuestra madre. Si te contara, fíjate, Juanito murió de sobredosis, imagino que no tenías ni idea. Me tocó reconocerlo en la morgue del hospital de San Lázaro, donde llevaba más de una semana como un NN, ¡estaba hecho un escombro! Te salvé de ese trance, hermanito. De que lo vieras con aquellos ojos espantados y huidos, las mejillas veteadas de ceniza y putrefacción, devoradas por el olor a desperdicio. Y esos brazos hechos jirones por los balazos de las agujas envenenadas de muerte.
—Haga algo —interrumpió Morgana, dirigiéndose al jefe de protocolo—. ¿O es que cree que está aquí como figura decorativa? No quiero a esta piltrafa en mi casa. ¡¡¡Tapadle la boca!!!
Circunstancio Pomposo miró a dos de los guardias que estaban apostados a lado y lado del ataúd, recordó los dos billetes de quinientos que tenía en el bolsillo y con gesto firme les ordenó que se llevaran al hombre.
—¿Cree que no sé de sus andanzas barriobajeras? —señaló el hombre a Morgana mientras era llevado en volandas—. Usted de dama tiene lo que yo de caballero. ¡Es una furcia! Tengo gente que puede atestiguar contra usted. Sé que estaba tratando de envenenar a mi hermano. Existen pruebas. Sí, señores y señoras: aquí donde la ven, esta mujer es mala. Hay personas que lo pueden atestiguar. Le advierto que de mí no se va a librar tan fácil. Se lo juro por mi madre. PU…
Pero los guardias le taparon la boca y se lo llevaron mientras el hombre pataleaba y pataleaba.
—¡¡¡PUUUUUUUUUUUUUU… TA!!! —gritó al ser liberado en el Paseo de las Delicias.
No era boba. ¡Era una boba elevada al cubo!
Mi ingenuidad rayaba la estupidez. Después de que Francisco hiciera el ademán de besarme la mano, vino todo el jolgorio. Verlo morirse de la risa abrazado a Morgana, hablando por aquí y por allá mientras la suegra, la que en breve sería nuestra suegra, se desvivía de gozo presentándolo a la sociedad como el mejor partido que había encontrado para su hija.
El marqués de Al Lives de los Gazules en breve haría marquesa a su querida hija. No podía soportar aquella farsa. Era más fuerte que yo.
Muchas personas asumen su destino como algo inevitable y yo, tras haberme muerto en vida, lo había asumido. Tenía claro que mi cárcel de oro había sido fabricada por mis padres y me había ido acostumbrando —como se acostumbra el ser humano a sus frustraciones— a saber que no todo lo que se anhela se puede obtener. Sabía que en mi vida no habría ni pasión ni entrega verdadera. Que abandonaría mi cuerpo a un ser que no me inspiraba ni un mal pensamiento.
Mi cuerpo, aquel templo sagrado que yo hubiera querido entregar al amor de mi vida, iba a ser el divertimento de un ser ajeno a mi alma. Gastaría todos mis días en falsas ocupaciones. Montando una casa preciosa, haciendo labores del todo absurdas para demostrar que yo, Alma Zurita y González, era digna de mis apellidos. Renunciando a mi verdadera dignidad para asumir la aparente, la que todos esperaban. Que viviría la vida que mis padres habían diseñado para mí porque eso les haría felices. Y mi voz, aquella que tanto me costaba que hiciera acto de presencia, cada vez se silenciaba más. Viviría un orden establecido, aburrido, crearía un mundo familiar programado donde todo sería perfecto y medido: donde mi íntima soledad estaría detrás acechando.
Mi boda era también mi entierro.
Iría a fiestas, convidaría a mi casa a gentes de renombre, los atendería como una gran dama —escucharía sin parpadear sus estupideces y sus disertaciones sobre el devenir de las gentes— para que nadie tuviera nada que decir, pero en el fondo de mi corazón mi soledad haría su madriguera. Todo se volvería importante porque se hablaría de ello y no porque en verdad lo fuera; pero así es esta vida de apariencias. Y en esa ultratumba adornada de glorias efímeras me erguiría como la reina. ¿Qué podría hacer con un amor perdido, encontrado en un Parque, del que nadie sabía nada salvo aquellos dos niños que ya habían dejado de serlo?
Del Francisco, el de la Glorieta de Bécquer, no quedaba absolutamente nada. Sabía que era él, claro que lo era, porque sus ojos, aunque ahora tuviesen ese brillo altanero y prepotente, no podían mentir. Pero el alma se le había volado. La música que emanaba de ellos ya no sonaba; sólo quedaba en su fondo un despiadado amargor, como una gota amarilla garabateada por un espectro. Yo lo miraba esperando que sus ojos me dijeran «te reconozco, eras la niña del Parque a quien amaba», pero sólo veía en ellos las envenenadas ansias de que el mundo se rindiera a sus pies.
Se había olvidado de mí.
El centro de atención de la reunión eran él y Morgana. En verdad era él, pero como Morgana no lo soltaba, aunque sólo estuviera como acompañante parecía que fuesen los dos quienes crearan aquel estado hipnótico en el que si hubiesen querido habrían hasta ordenado un suicidio colectivo y todos, sin excepción, habrían obedecido. Los asistentes reían y festejaban sus eruditas frases. Francisco hablaba de política, de arte, de filosofía, de flamenco, de la Bolsa, de las Hermandades… Cualquier tema que caía en la reunión lo toreaba como el mejor diestro. Sabía de todo y la gente había empezado a quedar presa de su encanto. Mientras tanto, mis ojos se encharcaban y con mi pañuelo bordado de penas iba recogiendo una a una mis lágrimas para que nadie, y menos Beltrán, pudiera percatarse de mi desconsolada tristeza.
De pronto, todo se silenció.
—¿Le pasa algo? —me dijo Francisco, con una sonrisa helada—. La noto muy callada, Alma. Es posible que le aburra nuestra conversación —comentó, dirigiéndose a los invitados—. ¿Le gustaría que habláramos de otros temas? ¿Le agrada la poesía?… ¿Bécquer, quizá?
Y todos se giraron y me miraron.
Mi cara se convirtió en una plancha ardiendo. Me levanté y me encerré en el baño, aduciendo que me encontraba mal por algo que había comido.
Cuando me iba, oí a Francisco y a Morgana que reían a carcajadas.
Permanecí quince minutos tratando de hacer gárgaras con mis lágrimas, porque sabía que si daba rienda suelta a mi llanto, mis ojos quedarían cerrados por la inflamación.
Al regresar, los padres de Beltrán y Morgana estaban de pie y se preparaban para anunciar la noticia. Al fondo, en una mesa donde estaba reunida la flor y nata de la idiotacracia, los míos conversaban distraídos sin percatarse de lo que acababa de sentir su adorada hija. Como siempre había sido, estaba sola tratando de que no se me escapara el alma por la puerta de atrás.
—Te esperábamos, querida —me dijo amoroso el padre de Beltrán, y empezó su discurso.
—Os hemos reunido hoy para daros una noticia que nos llena de gozo. Francisco y Morgana han decidido casarse. Como todos sabéis, Beltrán y Alma están a punto de hacerlo en tres semanas, pero Morgana me ha rogado, por el amor que siente por su hermano, que quiere realizar su boda el mismo día. Así que os comunicamos con orgullo que todos los aquí presentes estáis invitados a una boda doble: la de nuestros dos hijos… que pronto serán cuatro. Morgana, Beltrán, Alma, Francisco, quiero deciros en nombre mío y en el de mi mujer que nos hacéis inmensamente felices con vuestras bodas. Nuestra familia se hace grande con tan ilustres parejas. Ahora, en lugar de dos hijos tendremos cuatro. Eugenia y yo queremos muchos nietos… ¡y que sea muy pronto!
Todos los asistentes aplaudieron, se pusieron de pie y comenzaron a gritar el «vivan los novios».
Me acabo de enterar de que mi hermano José está vivo y de que Juanito murió de mala manera. Se le veía venir desde chiquito; sólo había que verlo clavando la nariz en los botes de pegamento con aquella desesperación del que necesita sobrevivir como sea, y luego tragándose el olor endemoniado de la bencina en las gasolineras que acabó por quemarle el cerebro. Y no era mal muchacho, sólo un soñador solitario, equivocado de tiempo y de lugar; un hombre sensible y débil, metido en la estercolera de esta vida que se mueve como una especie de máquina tragahumanos alimentada por vidas perdidas en falsas ocupaciones que a nadie llenan.
En realidad, Juanito tenía que haber nacido en el siglo XVI, quizá en la Florencia de los Médicis. Hubiese sido un artesano —no algo grande, es evidente, que para eso ya estaba yo y en una familia no puede haber cabida para dos estrellas—, pero de pronto nos habría sorprendido despuntando como ayudante de algún escultor, pues recuerdo que de pequeño hacía pequeñas figuritas en madera con la navaja que a ratos le dejaba y le salían bastante bien.
Yo le habría ayudado si no hubiera sido porque era más ordinario que un orinal con agarradera por dentro. Tal vez esté esperándome en aquel sitio que los recienmuertos queremos creer que existe, porque hasta que no tomamos conciencia absoluta de nuestra inminente desaparición nos asimos a lo que sea con tal de permanecer un poquito más en tierra «firme». Y es que como familia nos faltó coagularnos. Cada uno acabó desangrándose a su manera. No pegábamos ni con cola.
Pero así viven muchos y nosotros no fuimos la excepción. Y claro está que se notaba más porque en los pobres esos desbarajustes no se pueden maquillar. No hay manera de inventarse alguna vacación especial para el problemático niño, o un extraordinario curso en el exterior en algún colegio suizo o inglés para (a escondidas) internarlo en un centro de desintoxicación. Sencillamente, acaba siendo el señalado del barrio del que todos huyen como de la peste, o al que se acercan sólo para compararse y darse cuenta de que están mejor que él. En cambio, en el otro bando, el de los que nadan en la opulencia, si el hijo está un poco crecidito, siempre sale al rescate algún máster en Cambridge, Harvard, Oxford o Princeton.
Y es que además de comida, vestido, vivienda y estudios (sin contarme yo, que fui el único que tuvo acceso a una escuela decente), nos faltó un padre como Dios manda. Alguien que protegiera a la familia y diera ejemplo de fortaleza.
¿Qué se podía esperar del nuestro —no es que quiera hablar mal de él porque en este momento me da más lástima que otra cosa—, que vivía con la cabeza abajo, viendo su triste imagen reflejada en el brillo de los zapatos de aquellos que jamás miraban al suelo? Nunca ni un sí, ni un no. Nunca una opinión, ni siquiera recuerdo el timbre de su voz. Es bastante curioso que no lo recuerde, y es que podía tener todas las voces: la de un anciano desahuciado, la de un niño desvalido y triste, incluso la de una mujer decepcionada. Eso sí, todas tenían algo en común: sonaban a derrota. Si hago un gran esfuerzo en recordar lo que nos contestaba cada vez que mis hermanos o yo le pedíamos una opinión, me llegan casi inaudibles algunas frases repetidas que en realidad eran sólo una, la misma pronunciada de diferentes maneras: «Hijo, ve y pregúntale a tu madre…». «Si a tu madre le parece bien…», «Lo que diga tu madre…», «Haced caso a vuestra madre…».
Era… ¡la nulidad del ser!
O un sabio, o un desesperado, o un solitario, o un loco delirante (en este caso se salvaba y no necesitaba dar ninguna explicación), o un pobre espectro al que nada importaba, o su tristeza se lo había devorado y sólo quedaban unos restos mortales con un corazón cansado que se negaba a dejar de latir. Hasta que una mañana no abrió más los ojos. Murió la madrugada en que acabé de aprenderme de memoria el último curso de ruso. Lo supe instantes antes de que ocurriera, mientras repetía «Бéдному [гóлому] собрáться [тóлько] подпоясаться», «Para un pobre hombre [desnudo], prepararse para un viaje significa [tan sólo] ceñirse a sí mismo».
De repente entró por debajo de mi puerta un penetrante olor a betún y me abrazó con fuerza. Era una cálida sensación que me llevó a un estado placentario. Durante unos aromatizados y extasiados minutos me convertí en embrión sin nombre —un grano de nada flotando en la inmensidad de algo que desembocaría en tormenta—. Como si aquel perfume hubiese sido el origen de mi vida y más que de carne y hueso yo fuera sólo eso, un ingrediente superfluo, una partícula de crema para abrillantar calzado. El olor crecía y crecía hasta que me fue imposible respirar. Abrí la puerta en busca de aire y me encontré paredes y techos renegridos, embadurnados del betún que había teñido no sólo el color de las manos y cara de mi padre, sino su alma. No había un solo rincón de la casa en el que no estuviera escrito su nombre y apellidos con aquel mejunje. Desde la primera generación hasta la de los tatarabuelos, mezclados con textos abominables y cáusticos que maldecían a Dios y hablaban de la injusticia divina. Para que quedara constancia de su paso por la vida, y aunque creyéramos que como padre no había existido, como ser humano sí, y el destino era el maldito y único culpable de no haber sabido más. Se había cansado de buscarle salida al dolor y a las penurias; en la búsqueda, se le había podrido el corazón.