Memorias de una vaca (12 page)

Read Memorias de una vaca Online

Authors: Bernardo Atxaga

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Memorias de una vaca
5.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

De pronto, en aquella gris mañana de abril, la mirada de Gafas Verdes y la mía se cruzaron, y su bastón de cuero dejó de girar y se detuvo en el aire. Yo comprendí, y él también comprendió. Los dos comprendimos a la vez: por qué no cogían a los del monte; cómo pasaban la información los de Balanzategui.

—¡Karral! —exclamó Gafas Verdes torciendo la boca con una sonrisa. Su bastón sesgó el aire, como una espada.

—¿Se ha referido a nosotras? —pregunté a La Vache.

—Así es. Nos ha mirado y ha dicho «¡las vacas!».

—Entonces, se acabó la historia. Los del monte y los de Balanzategui están perdidos.

—Ya te decía yo que pasaría algo grave. Ahora bien, reconozco que no me he enterado de lo que pasa. Seguro que me estoy volviendo tonta. Una gran desgracia, porque, lo digo siempre, ¡no hay cosa más tonta en el mundo que una vaca tonta!

Tranquilicé a mi amiga. Al fin y al cabo, demostraba bastante inteligencia al reconocer que no entendía. Más o menos, como dijo el poeta:

Entre nous soit dit, Bonnes gens,

Pour reconnaitre

Que l’on n'est pas intelligent,

Il faudrait l’être.

(Dicho entre nosotros, buena gente,

Para reconocer

que no se es inteligente,

habría que serlo.)

Además, yo conocía bien cuál era el verdadero problema de La Vache. No su falta de inteligencia, sino su corazón de jabalí. Ella pensaba cada vez menos en las cosas de Balanzategui. Siempre que se quedaba sola, su pensamiento se iba hacia las montañas heladas o los bosques profundos.

—Ahora nos meterán en el establo —le dije al ver que Gafas Verdes había comenzado a dar órdenes.

—¿A nosotras?

—Sí, a las negras.

Así ocurrió. Los guardias se abalanzaron sobre nosotras y comenzaron a separarnos, las negras hacia el establo y las rojizas hacia el cercado. El único problema fue La Vache. No se quería mover de su sitio, y ninguno de los guardias se atrevía a acercarse a sus cuernos. Mi amiga tenía la mirada brillante, y casi creía escuchar lo que en aquel momento le dictaba su voz interior. «No entres en el establo, acaba con ellos y escápate al monte, rómpele la cabeza a un guardia». Con un gesto, le supliqué que no hiciera locuras, que si no obedecía a los guardias le pegarían un tiro. Un consejo muy malo, dicho sea de paso, el típico consejo de quien se cree muy inteligente y se pasa de rosca. Porque, efectivamente, nadie le hubiera pegado un tiro a La Vache. Hacerlo hubiera sido alertar a los del monte, indicarles que en Balanzategui estaba pasando algo raro. De todas formas, no fue la única razón de que La Vache accediera por fin a entrar en el establo; también tuvo que ver el movimiento que Gafas Verdes hizo hacia ella.

—¡Karral! —le dijo, dejando al descubierto el estoque de su bastón de cuero.

Con más o menos incidentes, para mediodía todo estaba según los deseos de Gafas Verdes. Las vacas rojizas dentro del cercado; nosotras las negras, en el establo. Los guardias rodeando la casa y el bosque. Genoveva y Usandizaga, en la sala, con un par de guardias delante.

—¿Qué está pasando? —me preguntó La Vache cuando se cerraron las puertas del establo. Miraba el pesebre que tenía delante. Estaba vacío, aquel día no teníamos pienso.

—Te lo diré en pocas palabras —comencé con aquella arrogancia que me daba el sentirme inteligente—. Nuestra pregunta era por qué no los cogían. Y ésa era también la pregunta de Gafas Verdes, por qué no conseguía cazar a la cuadrilla del monte. Y la respuesta era que entre los de Balanzategui y los del monte tenía que haber un sistema de comunicación. De lo contrario, no tenían explicación las casualidades; el que la cuadrilla bajara justo el día que los dentudos habían abandonado la vigilancia, o el que no bajara cuando el catalejo estaba alerta…

Callé un momento para tomar aliento. Como siempre, pensar con lógica me fatigaba.

—Sigue —me pidió La Vache. Quería saberlo todo cuanto antes.

—Verás, el sistema de comunicación de Balanzategui constaba, y todavía consta, de dos pasos. El primero lo daba El Encorvado, o mejor dicho, Usandizaga, un hombre que de encorvado no tiene nada… pero se hacía el viejo y el inútil para así poder ir y venir al pueblo con tranquilidad y conseguir información: que Gafas Verdes estaba de viaje, que los dentudos tenían una boda, lo que fuera. Así sabía cuándo la vigilancia era fuerte y cuándo era débil.

—Y luego entrábamos nosotras —adivinó La Vache. Asentí con la cabeza y aproveché aquel momento para tumbarme. De veras, pensar con lógica me agotaba.

—Así es —proseguí desde mi nueva postura—. Genoveva y Usandizaga enviaban el mensaje por medio de nosotras. Cuando nosotras teníamos banquete, es decir, cuando nos metían en el establo para todo el día, los del monte miraban hacia Balanzategui y veían que no había vacas negras a la vista, sólo las rojizas en ese yerbal cercado. ¿Y qué quería decir eso? Pues quería decir: las vacas negras no aparecen, luego Gafas Verdes y los otros sicarios no están, luego podemos bajar en busca de los sacos de arroz. Cuando a nosotras nos dejaban fuera, en cambio, entendían lo contrario: «Cuidado, peligro, no bajar». En cuanto a los días normales, dejaban que las negras y las rojizas nos mezcláramos. Con este sistema tan sencillo, los del monte siempre disponían de información.

La Vache tenía los ojos muy abiertos. Por mi parte, yo estaba rendida. Estaba orgullosa de mi lógica, pero había agotado mis fuerzas y sólo deseaba dormir.

—¡Ahora estamos dentro! —exclamó de pronto La Vache—. Al no vernos, los del monte creerán que no hay peligro y bajarán en busca del cargamento. ¡Y Balanzategui está plagado de guardias!

—Efectivamente. Gafas Verdes ha comprendido por fin el funcionamiento del sistema, y lo está utilizando a su favor. Los del monte están perdidos. Bajarán, y Gafas Verdes los matará a todos.

Mi respiración era cada vez más gruesa. Se me caía la cabeza.

—A todos, no. Necesita que alguno de los hombres de la cuadrilla quede vivo para luego interrogarlo acerca del batallón. Gafas Verdes anda detrás del batallón, no de unos pocos hombres —me corrigió La Vache. Ella también sabía pensar con lógica.

Después de un momento de silencio, quise abrir la boca y explicar a mi compañera que iba a echar una cabezadita. Pero en cuanto abrí la boca, se me cerraron los ojos y me quedé dormida. Y dormida seguí hasta que, bastantes horas más tarde, me despertó el bramido de las vacas.

Abrí los ojos y vi que el ventanuco del establo estaba completamente oscuro, y que las vacas que había a mi alrededor bramaban como enloquecidas.

—Como los pesebres siguen vacíos, están hambrientas. Por eso están armando todo este escándalo —me informó La Vache.

—Un escándalo de verdad —comenté antes de que yo misma me pusiera a bramar. También yo tenía mucha hambre.

Fue el momento decisivo de la noche. Por decirlo así, fue entonces cuando, a causa de nuestros bramidos, la piedra salió de la mano hacia el cristal: un cristal —simple, liso, transparente— que con el impacto acabaría roto en mil pedazos.

Seguíamos bramando cuando oímos gritar a Gafas Verdes en la sala de Balanzategui.

—¡Karral! ¡Karral!

—Le dice a Usandizaga que nos haga callar —me tradujo La Vache.

—Tiene miedo de que nuestro escándalo ahuyente a la cuadrilla —comenté.

Instantes después, sentimos que Gafas Verdes y Usandizaga bajaban por la escalera. Aquél rápido, pisando firme cada escalón; el de Balanzategui, arrastrándose, a duras penas, aparentando ser un anciano de espalda encorvada.

Usandizaga estaba muy pálido cuando entró en el establo. Al principio me pareció que iba a decirnos algo, pero ni siquiera se molestó en simular: olvidando sus supuestos achaques, corrió hasta el rincón donde tenía la bicicleta y cogió un saco que colgaba del manillar. Al instante, tenía una escopeta en las manos.

Salió corriendo del establo y subió las escaleras de dos en dos. No se detuvo en la sala, siguió hacia arriba.

—Va al tejado —me dijo La Vache.

La piedra que había salido de la mano estaba a punto de llegar al cristal. Usandizaga disparó su escopeta en el tejado de la casa, y el silencio de la noche —liso, simple y transparente— se rompió en mil pedazos. El eco del disparo se difundió a través del valle.

—¡Escapad! ¡Es una trampa! ¡Una trampa! —gritó Usandizaga.

Volvió a tirar, y su segundo disparo destrozó los trozos de silencio —de cristal— que quedaban en el valle. Gafas Verdes comprendió que ya nada importaba, y dio la orden:

—¡Karral!

Los treinta guardias se llevaron los fusiles a la cara y dispararon contra aquel otro cristal que gritaba en el tejado. Para cuando el valle volvió al silencio, Usandizaga estaba muerto.

Capítulo 7

Cambia la situación de Balanzategui.

La Vache y yo caemos en las garras de ciertos muchachos.

Me acuerdo de San Eutropio en una fiesta de pueblo.

LOS mismos treinta guardias que habían matado a Usandizaga detuvieron y se llevaron a Genoveva, la señora de Balanzategui, y las vacas nos quedamos solas en casa. En los primeros momentos, todas nos sentimos más tranquilas, porque, por un lado, la guerra parecía definitivamente terminada en nuestro valle, y porque, por otro, vivíamos sin gobierno y no teníamos la obligación de andar cumpliendo órdenes de ningún superior. Pero pasó un poco de tiempo, y la mayoría de mis compañeras de establo comenzaron a ponerse nerviosas. Echaban en falta los banquetes de pienso y la música de los discos de la sala, y no hacían sino preguntar por Genoveva. ¿Cuándo iba a volver la dueña de la casa?

Naturalmente, nos resultaba imposible contestar aquella pregunta con exactitud, pero, detalles aparte, resultaba evidente la gravedad del problema. Genoveva tendría que pasar años en la cárcel. El propio Gafas Verdes se lo había dicho después del tiroteo:

—¡Karral! ¡Karral, karral! ¡Usandizaga karral!

—Que Usandizaga ha tenido suerte. Que lo suyo será peor —me tradujo La Vache. Para entonces, todas las vacas negras estábamos fuera del establo y comiendo hierba. A fuerza de bramidos, habíamos conseguido salir.

—¡Karral! ¡Karral! —siguió Gafas Verdes blandiendo el bastón delante de Genoveva.

—Que tendrá una gran condena. Que se pudrirá en la cárcel —me tradujo La Vache.

Genoveva levantó la cabeza de golpe y —después de mucho tiempo sin hacerlo— se puso a hablar. ¿Cuánto tiempo llevaría Genoveva sin que la oyéramos?… Desde luego, mucho. Era una mujer muy callada, quizá la más callada que yo haya conocido en mi vida.

—¡Tú también pagarás, asesino! —gritó.

—¡Karral! —explotó Gafas Verdes volviéndose aún más pálido de lo que era, y los guardias la cogieron del brazo y se la llevaron camino abajo, hacia un coche negro.

Allí despedimos a Genoveva, y a partir de entonces —y una vez pasada la alegría de los primeros momentos— ya no tuvimos tranquilidad en el establo. Las vacas tontas no querían comprender que la despedida había sido para siempre, y se empeñaban en preguntar por ella. Añoraban el pienso; añoraban los discos; añoraban una dirección, una autoridad.

—Desde luego, no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta —se enfadaba La Vache—. Para una vez que tenemos la oportunidad de andar como nos dé la gana, no hacen sino quejarse y suspirar. ¡Y qué, si estamos sin dueños! ¿Acaso no es mejor ser libres?

Pero por mucho que dijera y se enfadara La Vache, la situación no podía durar. La mayoría de las vacas del establo no estaban dispuestas a vivir por su cuenta.

—Hija mía, tienes razón en lo que piensas —me dijo El Pesado uno de aquellos días—. La situación que vivís ahora no es más que un paréntesis. Han llevado a Genoveva a la cárcel, quizá para largo tiempo, y en cualquier momento aparecerá un nuevo dueño en Balanzategui. Más vale estar alerta y no caer en ensoñaciones como las de tu amiga.

El Pesado guardó un momento de silencio.

—Porque, claro, el nuevo dueño puede ser Gafas Verdes —añadió, marcando cada sílaba.

Sentí como si me hubieran dado un golpe en el pecho, y me quedé sin respiración.

—No te apures todavía —me aconsejó El Pesado—. Lo de Gafas Verdes es sólo una posibilidad. Ya se verá. La Rueda de los Secretos no se ha detenido, y pronto girará lo suficiente como para que podamos conocer el nombre del nuevo dueño.

Los días que siguieron a la conversación con El Pesado fueron días sin sosiego. Me pasaba todo el tiempo mirando hacia el camino que cruzaba el valle, y se me aceleraba el corazón cuando veía venir a alguien. Pero nunca era Gafas Verdes. A veces solía tratarse de un cazador o de un paseante; otras, de un campesino de los alrededores que volvía de la feria.

Una mañana —para entonces ya era mayo—, vi que un tractor pequeño dejaba la carretera y tomaba la dirección de Balanzategui. El tractor era rojo, muy nuevo, muy brillante al sol de aquella mañana, y traía encima a dos hombres. Dos hombres que parecían jóvenes. Que parecían jóvenes e iguales: vestidos igual, peinados igual. No cabía duda, la Rueda de los Secretos había dado su giro: los gemelos de los dientes grandes eran los nuevos dueños de la casa.

Cuando el tractor se detuvo a la altura del puente del riachuelo, La Vache se puso a protestar:

—¡Qué se os ha perdido aquí! ¡Seguid adelante! ¡Vosotros vivís en el molino!

Sin reparar en las protestas, uno de los gemelos abrió la portilla que daba entrada a los terrenos de Balanzategui. En cosa de instantes, el tractor subía la cuesta hacia nuestra casa.

—¡Vaya! ¡Los dentudos ya han recibido su paga! —exclamó La Vache, dándose cuenta de lo que sucedía.

—Se ve que Gafas Verdes agradece los servicios —comenté.

—Vámonos de aquí —me dijo La Vache dirigiéndose bosque arriba, y yo la seguí inmediatamente. No quería relacionarme con los nuevos dueños.

Enseguida se vio que la intención de los dentudos era sacar de Balanzategui todo el jugo posible. Parecía que querían vaciarlo todo: un día se llevaban el tocadiscos de Genoveva; otro, un par de armarios de luna; al siguiente, la vajilla de plata. Además, su labor de saqueo no se limitaba a la casa, sino que se extendía también al bosque: echaron abajo unos cuarenta árboles y se llevaron la madera. El tractor, siempre cargado al salir de Balanzategui, volvía vacío.

Con todo, el comportamiento de los gemelos no nos preocupaba a las vacas, porque vivíamos a nuestro aire y porque no nos faltaba hierba. Al contrario, la hierba era más abundante que nunca, porque un sol radiante había seguido a las lluvias de abril. En aquella situación, me costaba lo mío seguir el consejo que casi continuamente me daba El Pesado:

Other books

Sworn to Protect by Katie Reus
Selling Scarlett by Ella James, Mae I Design
Sedition by Katharine Grant
Sins of Sarah by Styles, Anne
The Goldfish Bowl by Laurence Gough
The Cowboy Poet by Claire Thompson
Angelbound by Christina Bauer