Memorias de una vaca (9 page)

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Authors: Bernardo Atxaga

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Memorias de una vaca
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—Hija mía —escuché entonces en mi interior. Hacía mucho tiempo que no tenía contacto con El Pesado—, hasta ahora no he querido decirte nada, pues creo que en este período trascendental de tu vida, que al cabo acabará por marcarte, debes luchar sola y con tus propios recursos. Pero después de tantas pruebas como has pasado, y considerando, además, que el invierno se nos viene encima a toda prisa, quiero proponerte otro pasatiempo. Y ello es el estudio. ¿Por qué no empezar a aprender los nombres y las leyes de las estrellas, hija? Es un saber que te vendrá muy bien si alguna vez te pierdes en el monte. Mira allá arriba, mira esa estrella roja que es la primera en iluminarse. Ya ves, aún es completamente de día, y ahí la tienes. Es Venus, también llamada Lucero.

—O sea que Venus —dije levantando la cabeza y buscando aquella estrella en el cielo.

—O Lucero…

—Eso, Lucero… —Me pareció una estrella interesante aquella tal Venus, Lucero o lo que fuera. Me quedé mirándola.

—Más tarde, cuando ya se haga de noche, saldrán las demás. A la altura de esa montaña de enfrente, por ejemplo, saldrá Andrómeda, y a su lado, Pegaso. En cuanto al grupo de Las Pléyades, aparecerá justo en el lado opuesto. Por su parte, Orion y Sirio se iluminarán aquí mismo, en tu vertical.

—O sea que Venus —me dije yo. El Pesado no conseguía interesarme por las otras estrellas. Todos mis sentidos estaban puestos en la observación de Venus. Vigilaba aquel punto rojo por si se ponía aún más rojo, o por si le salía una mancha amarilla, y me hacía apuestas sobre lo mucho o lo poco que iba a tardar su caída. Era una situación tan ridícula como penosa. Estaba muy mal. Soledad me había dado el golpe definitivo. Poco a poco, mi contacto con el mundo iba perdiendo fuerza. Pronto dejaría de comer y de beber, y me quedaría allí para siempre, mirando a aquella Venus o Lucero como una estatua.

Lo que me salvó fue el silbido de Genoveva. La dueña de la casa me llamaba y me volvía a llamar, cada vez con más intensidad, y al final alguno de sus silbidos consiguió entrar en mi cerebro y despertarme: sí, era a mí a quien reclamaban, era Genoveva la de los discos quien llamaba, era invierno, estaba en Balanzategui. En cuanto comencé a bajar, escuché la voz del Encorvado:

—¡Aquí todas! ¡Rápido!

Cada vez más dueña de mí misma, enseguida me acordé de nuestro banquete y de todo lo que había pasado aquella noche: los caballos que bajaron del monte, el cargamento de sacos, la conversación que sobre la guerra mantuvieron todos durante la cena.

—¡Mo! ¡Mo! ¡Pero dónde estará esa atontada de vaca! —gritó El Encorvado. Corrí más deprisa, y me reuní con las otras once vacas delante del establo antes de que el criado se enfadara del todo.

Aquella llamada y el banquete que le siguió fueron para mí el primer oasis que encontré en el desierto: allí descansé, allí cogí ánimo para proseguir el viaje. Como dijo el poeta:

Bajo las palmeras bebí,

bajo las palmeras comí,

agua y dátiles, para cobrar fuerzas.

Mi agua y mis dátiles los conseguí nada más acercarme a Balanzategui. Por un lado, al ponerme junto a la puerta del establo sentí el murmullo de las vacas tontas: me llamaban arrogante y salvaje, poniéndome a la altura de La Vache y comentando lo cambiada que estaba. Acepté aquellos comentarios como un cumplido, y un momento más tarde, cuando El Encorvado nos comunicó que aquel banquete también era para las negras, entré en el establo como una verdadera reina.

—¡Quitaos de ahí! —les dije a las vacas rojizas que estorbaban el paso, y todas me obedecieron sin rechistar.

Pero no fue sólo la reacción de las vacas tontas, porque la alegría también me vino por el lado de La Vache. Se acercó hasta mi rincón en el establo, y me saludó:

—¿Cómo andamos esta temporada?

—Muy bien —le dije.

—Estupendo. Pues a ver de qué nos enteramos hoy. Yo tengo la impresión de que las cosas se van a torcer. Aquí va a haber tiros todavía, te lo digo yo.

—Ya hablaremos —le contesté. Prefería dejar las puertas abiertas para otra ocasión e interrumpir allí mismo nuestra conversación. Y además, estaba demasiado nerviosa para decir o preguntar nada. Ni siquiera reparé en los malos augurios que ella había hecho.

De cualquier forma, y a pesar de las aprensiones de mi amiga, en el banquete de aquel día no pasó nada especial. Fue exactamente igual que el anterior hasta en el menor detalle. Era ya noche cerrada —con Pegaso, Sirio, Orion y todas las demás estrellas en su sitio—, cuando oímos los pasos elegantes de los caballos y el saludo del Encorvado:

—Todo va bien. ¡Adelante sin miedo!

Después, cargaron los caballos, cenaron en la sala de Genoveva, y volvieron otra vez al monte. Por ser todo igual, tampoco en aquel segundo banquete faltó el reparo del Pesado:

—Sigo sin comprender el comportamiento de esta gente de Balanzategui. ¿Por qué insisten en daros pienso? Con esa hierba tan fina, tan sabrosa y nutritiva de los alrededores, sería más que suficiente. ¿Por qué tanto gasto? ¡Ya me gustaría, ya, saber lo que cuesta cada uno de los sacos!

«¿Qué cargarán en los caballos? —pensé yo por mi parte—. Eran sacos, sí, pero sacos llenos de ¿qué? ¿Armas, acaso? Si, como me había dicho La Vache, la guerra no había terminado en nuestro valle, ésa podía ser una posibilidad. De cualquier forma, tenía que ser un cargamento muy importante, tanto para los de Balanzategui como para Gafas Verdes. Porque, naturalmente, los cargamentos eran la razón de que los dentudos vigilasen la casa con su catalejo».

—No creo que en los sacos haya armas, hija —intervino El Pesado. Por lo visto había estado escuchando mis pensamientos—. No oigo ningún entrechocar de armas, ni siquiera cuando algún saco cae del caballo.

—Es verdad. Hacen un ruido sordo.

—Alguna vez se sabrá, hija mía. Y ahora, mejor que duermas. Ese pienso no parece muy digestivo, y mejor que cojas el sueño cuanto antes. Quizá luego te resulte imposible.

Supimos lo de los sacos mucho antes de lo que El Pesado y yo misma hubiéramos imaginado, porque aquel invierno —una época normalmente muy silenciosa y monótona— resultó muy agitado. Fue como si la rueda de un gran carro, atascada hasta entonces en el barrizal, se hubiera zafado y hubiera comenzado a girar. A cada giro, aquella rueda —la Gran Rueda de los Secretos— iba a salpicarnos un poco de su barro de la verdad; un barro que, al final, tomaría la forma de lo que en realidad estaba pasando en nuestro valle.

En primer lugar, aumentaron las visitas de la camioneta Chevrolet, y también, como consecuencia, nuestros banquetes del establo. Los nuestros, digo, y está bien dicho, porque los banquetes de casi todo aquel invierno —para desesperación de las rojizas— fueron para nosotras las negras. En estos banquetes, la conversación entre La Vache y yo se hizo habitual. Cuando estábamos fuera del establo, no, pues ella prefería, porque así se lo pedía su corazón de jabalí, andar completamente sola; pero bastaba que el silbido de Genoveva nos reuniera en Balanzategui para que nos pusiéramos a charlar.

—Lo de siempre —me saludó La Vache en uno de los últimos banquetes del invierno—. Basta que el molino se quede sin nadie, para que Genoveva nos llame.

—Y ahora que no hay vigilancia, bajará esa cuadrilla del monte. En busca de qué bajan, eso es lo que me gustaría saber. O por qué nos dan de comer pienso habiendo aquí tanta hierba —le comenté. No se me olvidaba lo que decía El Pesado.

—Si acertáramos a contestar esas preguntas, se acababan los secretos de Balanzategui —dijo ella—. Pero vamos a callarnos ahora —continuó, viendo que estábamos a punto de entrar en el establo—. Tenemos que cuidarnos de estas tontas. Si se enteraran de lo que está pasando, a saber el jaleo que organizarían. Porque, ya sabes, no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta.

Miré a La Vache y me encontré con aquel brillo tan especial de sus ojos. Era una vaca orgullosa y tenía corazón de jabalí. Y además, volvía a ser amiga mía. Había recorrido, casi sin enterarme, el último tramo del desierto, había llegado a la otra orilla.

La Vache se fue a su rincón del establo y yo al mío, a esperar que la tarde de invierno se oscureciera del todo. Entonces llegarían los del monte para cargar los caballos con aquellos sacos de no se sabía qué. Quizá pudiéramos oír o ver algo que nos ayudara a desentrañar el misterio.

Afortunadamente, así es como ocurrió. La Rueda de los Secretos ya estaba girando en el barro, y una de sus salpicaduras iba a llegar hasta mis manos con una parte de la verdad. Todo sucedió antes de que la cuadrilla bajara a casa, cuando una de las vacas del grupo —una negra que era bastante infeliz—, vino a donde estaba yo y me pidió un poco de pienso.

—Ya te lo doy —le contesté—. Pero ¿qué te pasa? ¿Cómo has comido tu parte tan rápido?

—No he comido mi parte, Mo —me dijo ella poniendo cara de pena—. Lo que pasa es que no me gusta nada el pienso que me han puesto hoy en el pesebre. Son unos granos blancos, durísimos, que se me pegan debajo de la lengua cuando intento tragármelos.

—¿Sí? ¡A ver, enséñame cómo son!

Fui a su pesebre y eché un vistazo. Allí había un pienso blanco, pero del que comen los hombres, no las vacas. Aquel pienso era arroz.

—¿Puedo comer un poco de tu pienso, Mo? —me preguntó la infeliz.

—Come todo lo que quieras —le respondí casi sin poderme contener de alegría. Estaba segura de que acababa de hacer un descubrimiento de importancia. Por qué era de gran importancia, eso era lo que en aquel momento no se me ocurría.

Decidí recurrir al Pesado. Conocía su opinión, lo de que tenía que aprender por mi cuenta y todo lo demás, y no se me olvidaba tampoco la postura despreocupada que había adoptado cuando la nieve y los lobos, pero aquélla era una ocasión especial. La Vache y yo volvíamos a ser amigas, y yo quería ofrecerle algo. El significado de aquel descubrimiento, por ejemplo.

—Hija mía —escuché entonces, y enseguida supe que iba a acceder a mis deseos—, el arroz estaba en el pesebre de esa buena vaca porque alguien se ha confundido, sólo por esa razón. Ese alguien, El Encorvado o la misma Genoveva, no se ha dado cuenta de lo que hacía.

—¿Y de dónde ha salido ese saco de arroz? ¿Para qué necesitan tanto arroz en Balanzategui? ¿Para ellos?

—No lo creo. Ten en cuenta que El Encorvado casi siempre se va a comer al pueblo. En mi opinión, que a estas alturas será también la tuya, el arroz se lo llevan esos hombres que bajan del monte. Por eso hacían los sacos un ruido tan sordo al caer, porque eran de arroz o de algún alimento parecido. Pero, me detengo, no creo que deba darte una explicación más larga. Ya no eres una criatura, y debes empezar a pensar con lógica. ¿No comprendes lo que está sucediendo? En mi opinión, no es una maraña inextricable.

Me mantuve en aquel rincón del establo, muy quieta y esforzándome por ver algo en la blancura del arroz que había en el pesebre. Casi inmediatamente, como si se tratara de un sueño, vi la camioneta Chevrolet cargada de sacos y avanzando por la carretera del valle hacia nuestra casa.

—El arroz que luego llevan al monte lo traen en la camioneta —empecé a pensar, muy despacio pero con mucha lógica—. Además, lo traen disimulado, poniendo encima los sacos de nuestro pienso. Si no lo hicieran así, los enemigos de Balanzategui…

Me detuve un momento para tomar aliento. Pensar con lógica me cansaba muchísimo.

—Continúa, hija, que no lo estás haciendo mal —me animó El Pesado.

—Los enemigos de Balanzategui… ¡Gafas Verdes y los dos dentudos! Por ellos andan con disimulo a la hora de traer el arroz. De lo contrario…

—Un buen castigo para todos —me ayudó El Pesado.

—Y un día determinado —seguí yo con mi lógica, cada vez más agotada—, la cuadrilla del monte decide bajar en busca de los sacos de arroz. Entonces nos llaman a nosotras para el banquete, porque, naturalmente, alguien se tiene que comer los sacos de pienso que han servido de tapadera.

—Muy bien pensado, hija mía —intervino El Pesado—. A esa conclusión llegué yo también. Como sabes, me extrañaba el gasto superfluo de Genoveva. ¿Por qué comprar pienso teniendo tanta hierba como se desea? No podía ser, Genoveva no tiene aspecto de ser una mala administradora. Y claro que no lo es. El gasto en pienso está más que justificado. ¡Como que son esos sacos los que permiten que todo funcione!

—Entonces, esta casa… —comencé de nuevo, quitando los ojos de la blancura del arroz y mirando al sitio donde esta La Vache. Me parecía que me ardía la frente, que no podía seguir pensando con tanta lógica. Pero El Pesado no parecía dispuesto a terminar la frase, y seguí pensando. O mejor dicho, seguí recogiendo las salpicaduras que la Rueda de los Secretos iba lanzando sobre mí: que había habido guerra en el valle, que fusilaron al marido de Genoveva, que la guerra no había terminado del todo, que Gafas Verdes obligaba a los dentudos a vigilar nuestra casa, que los caballos del monte siempre llegaban de noche… Al final, reuní todas las salpicaduras y conseguí una pequeña figura de barro, una frase, una verdad:

—¡Balanzategui es el almacén del ejército que todavía no se ha rendido!

No pude más. Pensar con lógica me había robado todas las fuerzas, y caí dormida delante del pesebre de arroz.

Al cabo de cinco o seis horas, abrí los ojos y vi a La Vache a mi lado.

—¿Has visto lo que hay aquí? —le pregunté.

—Sí, ya sé que hay arroz. Pero no nos precipitemos. ¿Encontraste el sitio donde cayó el avión?

—Sí, conozco el sitio.

—Pues, mañana al mediodía, allí. Hablaremos de todo esto. Ahora vamos a seguir durmiendo —dijo ella.

Seguía rendida, y no me costó mucho hacer caso de su indicación. Como dice el refrán:

La vaca que se esfuerza en discurrir,

luego no deja de dormir.

Capítulo 6

Una larga conversación entre La Vache y Yo.

El pesado me habla sobre Alfa y Omega.

Comienza a girar la Gran Rueda de los Secretos.

Se producen graves acontecimientos en Balanzategui.

DESDE las rocas donde estaba el avión caído podía verse con claridad el valle de Balanzategui y los montes nevados de los alrededores.

—Esto es lo bueno que tiene esta época del año —le dije a La Vache—, que deja los bosques pelados, y se ve más fácil en qué mundo vivimos.

—Y que demuestra qué vaca es tonta y cuál no —dijo ella—. Ahora mismo, las vacas tontas de Balanzategui están metidas en el establo, rumiando lo que comieron ayer, sin energía para salir al aire frío. ¡Con lo bueno que es el frío! Siempre lo he dicho y siempre lo diré: ¡no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta!

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