Memorias de una vaca (15 page)

Read Memorias de una vaca Online

Authors: Bernardo Atxaga

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Memorias de una vaca
12.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lo de Balanzategui tuvo lugar en otoño. Soplaba viento sur, y a las dos nos dieron ganas de visitar nuestro lugar natal. Así que salimos hacia allí y antes del mediodía ya estábamos contemplando nuestro valle desde nuestro antiguo punto de observación: las rocas donde había caído el avión.

—Hay gente nueva en la casa —le dije a La Vache, señalando a unas mujeres que estaban sentadas en el porche. A aquella distancia, no reconocía a nadie.

—No parece que los dentudos anden por aquí —añadió ella pensativa. Aún no se había olvidado de lo de la fiesta.

—Cualquiera sabe dónde viven ahora —le dije.

—En algún buen sitio. Donde les dé la gana, después de robar todo lo que han robado. Casi no han dejado ni bosque.

Era cierto. El bosque donde habíamos nacido estaba diezmado, y únicamente había árboles alrededor del pequeño cementerio de las tres cruces. Pero, desde mi punto de vista, eso no era lo peor. Lo peor era que no se veía una sola vaca, que los yerbales estaban completamente despoblados. Nuestras compañeras de otro tiempo habían perdido la vida por culpa de la voracidad de los dentudos.

—¡Y qué más da! —explotó La Vache de repente—. ¡Qué importa lo que les haya pasado a las vacas tontas! ¡Se lo tenían merecido!

—¡Te parecerá a ti! —dije secamente. Le había pasado por alto mil y una, pero lo que decía de nuestras antiguas compañeras me parecía un despropósito.

—¡Pues sí, me parece!

—¡Pues a mí no! ¡No estoy de acuerdo en absoluto!

—¡Naturalmente! ¡Cómo vas a estarlo, si también tú eres medio tonta! —me gritó ella.

—¡Habría que ver quién es aquí la tonta! —grité yo a mi vez, volviéndome hacia ella y dispuesta al ataque.

Durante unos instantes, estuvimos frente a frente, como para empezar a golpearnos. Pero llevábamos demasiado tiempo como copines para portarnos tan vergonzosamente.

—Será mejor que volvamos a nuestro territorio —dijo La Vache.

—Sí, será mejor —reconocí.

De allí en adelante, y mientras duró el otoño, no me dio una mala contestación. Se limitaba a estar callada durante horas y horas, y había noches en las que, sin decirme a mí nada, se alejaba de nuestro lugar de descanso. ¿Que adónde iba?

Pues, sin ninguna duda, a la maleza de los jabalíes. Su lucha interior iba a más. La decisión final no podía tardar, La Vache tenía que optar por uno de los dos bandos para siempre. Por fin, sucedió aquel mismo invierno. La Vache entraría a formar parte de la manada de jabalíes, y nuestra relación quedaría rota.

Sucedió un día que, a causa del frío, intentábamos entrar en una cueva. Nada más llegar a su zona oscura, me di cuenta de que alguien nos había cogido la delantera, que había algún otro animal en aquel refugio. Agucé la vista, y allí estaban los cinco jabalíes que siempre veíamos correr en línea.

—¿Qué hacemos? —le pregunté a La Vache. Dos de los jabalíes se habían puesto de pie y nos enseñaban los colmillos.

—¡Responde! ¿Qué vamos a hacer? —repetí ante su mutismo. Quería una respuesta, saber si íbamos a pelear por la cueva o no.

—Tú haz lo que quieras. Yo me quedo —dijo La Vache de pronto—. No quiero ser vaca. ¡No hay cosa más tonta en este mundo que una vaca tonta!

—Pero ¿cómo dices eso? ¡Nosotras no somos tontas! —protesté.

—¡Todas las vacas son tontas! —gritó ella ásperamente. Luego, pasó por delante de mí y se adentró en la cueva.

—¡Cuidado! —le advertí, porque parecía que uno de los jabalíes la iba a emprender a dentelladas con ella. Pero no ocurrió así. El jabalí se amansó y comenzó a olfatearla. Y lo mismo hicieron los otros cuatro jabalíes a continuación. Estaba claro que iban a aceptarla.

—Escucha, hija mía —oí entonces—. Apártate de esa cueva. Desgraciadamente, esa amiga tuya está algo perturbada, y ha optado por dar un paso atrás y hacerse salvaje. Pero no te ciegues. Ya sé que perder una amiga puede ser algo muy doloroso, pero no hay dolor de corazón que no se cure paseando. Ve, pues, a pasear, hija mía. Y no te olvides de comer, porque la buena alimentación también ayuda.

Salí de la cueva y, despacito, me puse a andar hacia un bosque que parecía menos nevado que el resto de la montaña. Pero no iba despacio por obedecer al Pesado ni porque tuviera ganas de pasear, sino porque la decisión de mi amiga me había dejado sin fuerzas. Cierto que yo la esperaba, pero, con todo y con eso, fue un golpe verla tumbada entre los jabalíes. Como dice el refrán:

No es lo mismo saberlo, que tragarlo.

No quedaba mucho invierno, y me limité a buscar una oquedad en cualquier roca. No necesitaría de más para protegerme del frío exterior. Para defenderme del frío interior, en cambio, lo necesitaba todo. La Vache y yo habíamos sido copines durante mucho tiempo. Y ahora ya no lo éramos. Y era una pena. No por la soledad, ni por el aburrimiento, ni por nada concreto, sino porque ya no la volvería a ver. ¡Después de haber sido tan amigas! ¡Después de haber pasado juntas tantos peligros!

En adelante, tuve además otra preocupación. Me acordaba de lo que al final de todo me había gritado La Vache:

—¡Todas las vacas son tontas!

No me podía quitar aquellas palabras de la cabeza, y cuanto más pensaba en ellas, más me parecían cargadas de razón. Efectivamente, ¿cuál era la única vaca inteligente que había conocido en mi vida? Pues, sin duda alguna, La Vache que Rit. Y al final había resultado que no era exactamente una vaca, sino una mezcla de jabalí y vaca.

Desde la oquedad de la roca a veces veía nevar, y me parecía que yo también era como uno de aquellos blandos y tontos copos de nieve. Y que, en cambio, los jabalíes eran como el granizo vibrante y vigoroso. Realmente, estaba muy decaída con la cuestión de mi vacunidad. Al final, El Pesado decidió tomar cartas en el asunto.

—Vamos a ver, hija mía —me dijo un día que ya era prácticamente de primavera—. Perdona que te lo diga, pero eres más sensible de lo debido. Llevas casi tres semanas sin salir de este agujero de la roca, y no puede ser. Tienes que salir y comer. El tiempo ha templado mucho, y por todo el monte ha brotado una hierbilla amarga que tiene muchísimas vitaminas.

Pero no hice ademán de moverme. No tenía ánimo, y no tenía ánimo porque yo era una vaca de arriba abajo y la cosa más tonta de este mundo era una vaca; una vaca sin más, porque decir «vaca tonta» era una redundancia. No era que quisiera ser jabalí, pues no compartía la opinión de La Vache, ¿pero caballo? ¿Cómo así no era caballo? ¿Por qué no tenía que ser yo un caballo? Y, si no caballo, por lo menos gato… A veces se me acercaba un cuervo, y yo le envidiaba, le envidiaba de verdad, porque los cuervos al menos saben volar. A ver dónde había una vaca que supiera volar. En ningún sitio. Eso demostraba que hasta los cuervos eran más que nosotras.

El sol calentaba cada vez con más fuerza, y la hierba del monte se iba haciendo grande. Sin embargo, yo no dejaba la roca. Me limitaba a comer lo que había alrededor.

—Cada día estás más flaca, hija mía, y no puedo permitirlo —se enfadó un día El Pesado—. Acabarás enfermando. Realmente, te estás portando como una tonta.

—Efectivamente, no hay cosa más tonta en este mundo que una vaca —argumenté.

—En este mundo hay más cosas de las que te crees, hija mía —me respondió él, muy serio—. Tú siempre has vivido entre estos cuatro montes, y no puedes saberlo, pero en el mundo hay muchas cosas. Y muchos lugares también. Por ejemplo, hay naciones grandes y dignas de admiración como la India y Pakistán.

—¡Pakistán! —repetí. Me había gustado aquel nombre.

—La India y Pakistán, sí. ¿Y sabes cuál es, en estas grandes naciones, el animal divinizado, el animal mil veces bendecido, el animal, en fin, sagrado?

—¡El caballo! —exclamé.

—¡Ya está bien de pensar en el caballo, hija mía! ¡Ya está bien! —se enfadó El Pesado—. La vaca es ese animal sagrado —siguió después, más sosegadamente—. Os llaman Go, y ocupáis en la sociedad el mismo nivel que el sacerdote. Si una vaca se tumba en la calle, nadie le dirá que se quite; antes bien, todos quedarán a la espera de que ella decida levantarse. Y mientras tanto, la gente toca a esa vaca y luego se lleva la mano a la frente en señal de respeto. Y escucha lo último: quien mata una vaca termina en la horca.

—Muy bien hecho —asentí con convencimiento. Todo lo demás me parecía un poco exagerado, pero aquello de la horca no estaba mal—. ¿Caen muy lejos la India y Pakistán? —le pregunté, acordándome de los dentudos.

—No hay nada que hacer, hija mía —me explicó El Pesado, adivinando lo que pensaba—. Caen verdaderamente lejos. Gafas Verdes y sus dos subordinados jamás irán allá. Bien es verdad que Suiza está más cerca, y que también en Suiza las vacas somos algo, pero no creo que lleguen a ahorcar a nuestros asesinos.

Me quedé en silencio, bastante sorprendida. La India, Pakistán, Suiza, países que me resultaban desconocidos; países agradables, por lo que se veía.

—Ahí tienes, hija. Estabas obnubilada. El mundo no acaba aquí, y las vacas tenemos una posición envidiable. Y ahora, ve, hija mía, empieza a portarte con sentido común. No juegues con la salud descuidando tu alimentación.

Por primera vez en mucho tiempo, acepté gustosa el consejo del Pesado, y fui a los campos de hierba verde. La primavera estaba allí mismo, debajo de aquella hierba verde.

Poco a poco, y a medida que la Rueda del Tiempo iba girando, la primavera fue adueñándose de todo el monte. Todo se llenó de hierba y florecillas; hierba y florecillas que yo comía sin parar. Unos quince días después, ya había recuperado el peso perdido durante el invierno, y disponía de todo el tiempo para reposar. Para reposar y pensar, claro.

—Pues sí, está bien esa historia del Pakistán. Como vaca, me siento orgullosa —me dije a mí misma una mañana soleada.

—Pakistán, la India, Suiza… —me corrigió El Pesado.

—¿Y a través de la historia? ¿Cómo nos ha ido a las vacas a lo largo de la historia? —pregunté como quien no quiere la cosa. En realidad, era la preocupación que me rondaba desde comienzos de la primavera—. Por lo que me han contado, nosotras no aparecemos entre los animales que pintaron los hombres de las cavernas —añadí—. Los osos sí, los ciervos también, los caballos también, pero nosotras no. ¿A qué se debe nuestra ausencia? ¿Acaso en los tiempos antiguos no nos tenían en consideración?

El Pesado se tomó su tiempo antes de contestar. Luego dijo:

—Por un lado tienes razón, hija. En las pinturas rupestres no aparecemos. Pero ten en cuenta que ésas son historias muy viejas, de cuando el mundo era muy Alfa. Pero luego cambiaron las cosas. El mundo comenzó su largo recorrido hacia Omega, y las vacas salimos a la luz. En la Grecia clásica, por ejemplo. ¿No conoces la historia de Troya?

—No, todavía no.

—Todos los héroes de Grecia participaron en aquella guerra, tanto los atenienses Aquiles y Patroclo, como el espartano Ayax y todos los demás. Querían conquistar la ciudad de Troya. Pero pasaban los años, y no podían atravesar las murallas de la ciudad. Ni el propio Aquiles lo podía conseguir. Entonces, ¿qué hacen? Pues construir una gigantesca vaca de madera, la vaca de Troya, claro, y ocultar en su interior un buen montón de guerreros. Y los troyanos, ¿qué hacen al ver aquel artefacto?

—No sé.

—Pues introducirlo en la ciudad, porque, en efecto, les agradaba sobremanera la apariencia de aquella vaca. Pensaban que era una especie de juguete.

—Y ¿qué pasó después?

—Pues que terminó la guerra y Troya fue conquistada. Porque los guerreros que se encontraban en el interior de la vaca de madera aguardaron hasta la noche y, saliendo de su escondite, abrieron las puertas de la ciudad al resto de los guerreros. He ahí la historia de la vaca de Troya.

—¡La vaca de Troya! —exclamé admirada. La historia me había encantado, y me la creí entera. Ahora sé que era falsa, pero ¿cómo imaginar que El Pesado era capaz de mentir? Ni siquiera se me pasó por la cabeza.

Paso a paso, y con las ayudas especiales del Pesado, volvía a ser yo misma, y anduve muy animada hasta el verano. De vez en cuando, miraba hacia la zona de la maleza y veía seis puntos negros corriendo en línea: los cinco jabalíes y La Vache. Pero me acordaba pocas veces de ella.

Una noche me puse a soñar despierta, y comprendí que la temporada del monte se había acabado para mí. Tenía que marcharme. ¿Adónde? Eso era lo más difícil de decidir. Diez veces pensé en Balanzategui, y diez veces deseché la idea. La Rueda de la Vida no podía girar hacia atrás.

—Cogeré monte abajo, y luego ya veré —me dije al fin, tomando un sendero. El sendero me llevó hasta una casa solitaria, y de esta casa solitaria, haciéndose más y más ancho, a un barrio rural. Seguí un camino de asfalto que salía de aquel barrio, y llegué a un pueblo. Parecía un pueblo bonito, con un riachuelo parecido al de Balanzategui, y decidí quedarme a vivir allí.

El único problema que tenía aquel lugar para una vaca que, como yo, había vivido lejos del mundanal ruido era precisamente su falta de ruido, su tremenda paz. Yo quería ver gente, gallinas, cerdos, otras vacas, lo que fuera; quería un poco de movimiento, niños corriendo, gatos saltando por los tejados, cualquier cosa; pero allí no se veía ni oía nada. ¿Vivirá alguien aquí?, me preguntaba de tanto en tanto. Y pensaba que sí, que alguien viviría, porque los campos parecían cuidados. De no haber sido por la alholva y el trébol que —¡por fin, después de tanto tiempo!— comía en las orillas del riachuelo, quizá me hubiera marchado a un lugar más animado. Pero, no sólo de animación vive la vaca, y decidí permanecer junto a mis manjares. Una tarde, sería al anochecer, sentí que algo pasaba en una de las esquinas del pueblo. Sí, no cabía duda, un hombre estaba cantando, y bastante bien, por cierto. Oyéndolo, con un escalofrío, me acordé de Genoveva y de los discos que ponía en la sala de Balanzategui. ¡Cuánto tiempo que no escuchaba música! ¡Cuánto tiempo desde que había conocido el sonido del piano! Y puestos a pensar, ¿cómo aguantaría La Vache entre los jabalíes? A los jabalíes no se les conoce ninguna afición a la música…

Aparté aquellos pensamientos de mi cabeza, y me dirigí hacia donde cantaba el hombre, un montículo en el que había dos casas, una al lado de la otra. El hombre estaba situado bajo el balcón de una de las dos casas, y entonaba con mucho entusiasmo una canción vasca que decía:

Zü zira zü, ekhiaren paria,

Liliaren floria

eta miran ezinago garbia!

Ikhusirik zure begitartea

Elizateke posible, maitia

dudan pazientzia

Hanbat zirade lorifikagarria!

Other books

The Pinstripe Ghost by David A. Kelly
La noche del oráculo by Paul Auster
Burden of Sisyphus by Jon Messenger
Love Lift Me by St. Claire, Synthia
A Dangerous Arrangement by Lee Christine
Saturday by Ian Mcewan