Yo no las tenía todas conmigo.
—¿Cuándo se sabe si lo hago o no lo hago?
El miró su calendario de pared.
—Si usted presenta el proyecto ya, dentro de dos meses.
Me lanzó un rollo con todos los planos y alzados. Pero yo le insistí:
—Dentro de dos meses ya no lo podré hacer.
—¿Por qué?
—Ni siquiera esos faquires que tienen ustedes en la India aguantan dos meses sin comer.
El pareció contrariado.
—Estos latinos, siempre sin un duro.
Con un suspiro de reproche:
—Le arreglaré las cosas para que vaya tirando.
Y en vez de tirar de cartera, escribió una tarjeta para un amigo suyo, que dirigía un centro de ayuda a estudiantes. Tenía un nombre inglés imposible de pronunciar, lleno de uves dobles, con tres o cuatro consonantes seguidas. Le pedí que lo pronunciara, para poder preguntar por él. Mi oficial sonrió:
—Se pronuncia Baxter.
Yo me quedé tan perplejo, que no pude por menos que preguntarle:
—¿Por qué esta maldad? Con lo corto y lo fácil que es decir Baxter y escribir Baxter.
Se encogió de hombros.
—Los ingleses somos así.
Christopher Lee en
El conde Drácula
(1969).
La travesía de París
El centro de acogida aquel estaba lejísimos, en pleno Barrio Latino, pero en la zona más cutre. Había bastante gente joven, más o menos maravillosa, pero a cien años luz de los casposos «asilados» del Ejército de Salvación. El tal Baxter era una fotocopia del otro oficial inglés. Yo creo, pensándolo, que eran el mismo. Me dijo que podía emplearme inmediatamente en el
Ramasage
si yo quería. Le seguí por un patio medio vacío hasta una bicicleta con carrito, de ésas para hacer portes.
—Has tenido suerte. Es la única libre.
Yo no sabía aún qué tema que hacer con aquello pero, por si las moscas, me agarré a la bici como si fuera mi tabla de salvación.
—¿Qué hay que hacer?
—Recoger los papeles viejos, periódicos, revistas, libros. Cuando hayas llenado el carro, vuelves aquí y te lo compramos al peso. Entre cinco y diez francos el kilo, según la calidad de lo que traigas. Después, eres libre de seguir todo el día hasta las seis o de dejarlo cuando quieras. Si trabajas bien, puedes ganarte hasta doscientos francos en una mañana.
Aquello me pareció tan cojonudo como inasequible.
—¿De dónde coño, con perdón, voy a sacar tanto papel?
—Anunciamos en todas partes que pasará un estudiante y que en vez de tirar papeles, folletos, viejas guías de teléfonos o lo que sea, se lo den a él.
—¿Y la gente hace eso?
—No todos, pero hay muchos que sí. Les quitas un peso de encima y ayudas a los estudiantes.
—¿Y a la gente le importan los estudiantes?
Se puso muy serio.
—Sí. Aquí sí. Esta es una tierra de acogida. Además, un tío como tú puede ser mañana un nuevo Picasso o un nuevo James Joyce. ¿Lo pillas?
—Sí, y me encanta.
Baxter, ya en su pequeña oficina, me dio un trocito del plano de París, pegado a una cartulina. «Este es tu territorio. Sólo tú tienes derecho a recorrerlo pidiendo a todo el mundo, durante el día de hoy». Miré aquel pedacito minúsculo. El me dijo que por ser el primer día, me daba un sector muy próximo. Se trincó mi pasaporte.
—Cuando termines tu jornada, traes la bici y te devuelvo tu pasaporte. ¡Suerte!
Había una chica rubia impresionante esperándole, con una moto. Se sentó rápidamente atrás y se fue.
Yo me fui con mis planos al café Capoulade, esperando encontrar a alguien amigo. Tuve suerte. Había una reunión de pintores figurativos (ibéricos, como todo el mundo allí). Paredes Jardiel me recibió con simpatía. Le echó un ojo a mi rollo de planos.
—Los de la Unesco, ¿no? Son unos horteras y pagan una mierda, pero chico, si te hace falta, te echaré una mano.
—Yo también, macho —me dijo Pinto Coelho.
Tres horas más tarde tenía en mis manos una colección de bocetos a cada cual más horroroso, imitando mosaicos arábigo-andaluces del Sacromonte y la cervecería de la Trinidad, en Lisboa.
Contemplé el resultado, bastante pesimista. Lago se rió, mirando aquellos trazos negros de «Cartel de Semana Santa».
—No te preocupes. Les va a gustar. Ya verás.
Pinto añadió:
—No los mires más.
Mándalos
.
Muy de mañana me subí a mi triciclo y me lancé a la conquista de un París nuevo e inesperado. Mi madre me habría dicho: «Ay, mi niño, qué valor le echas a la vida». Y mi hermana Lola habría apostillado: «No es valor, es osadía». Y ahí estaba yo, pedaleando por el bulevar Saint-Germain, camino de mi distrito, de mi territorio exclusivo por un día, la
rue
de la Montaña de Santa Genoveva. No conocía ni el distrito ni la calle pero aquel nuevo golpecillo de timón me fascinaba. Era una forma estupenda de conocer París. Lo único que me fastidiaba un poco era eso de la «calle de la Montaña». ¿Sería muy empinada, la montaña de Santa Genoveva? ¿Podría subirla con el carro lleno de libros? Pasé dos o tres veces por la calle en cuestión antes de leer en el cartel que aquella cuestecilla miserable era la montaña. «Anda, que no exageran nada, los franchutes. Ya les daría yo la cuesta de las Perdices, o la de Santo Domingo». Paré el carrito y me fui derecho al primer portal. Estaba cerrado pero había un timbre en un lado con un cartelito que anunciaba: Portería. Pulsé el botón y al instante oí una voz airada que gritó:
—¿Qué diantres quieres?
Empecé a soltar mi ensayado rollito: «Estudiante que recoge papel para ayudarse…». No me dejó seguir.
—No te voy a dar papel ni para limpiarte el culo. Vete a que te vean los griegos.
Yo ignoraba entonces que, en el argot de París, esa frase equivalía a mandarte a tomar por el culo. Le pregunté, extrañado, qué quería decir con eso. Yo era español.
—Español, ¿eh? Pues vete a ver al hijo puta de tu general. Largo de aquí.
No soy de los que tiran la toalla al primer contratiempo. Aquel tío era mi primer cliente. Y yo soy de la raza mora, vieja amiga del Sol. Así que ataqué de nuevo, pero esta vez con el cuento del pobre español sojuzgado por el dictador y que escapa de la tiranía para respirar un poco de libertad. Hubo un momento de silencio. Luego, la puerta se abrió. No era un hombre, sino una mujer de voz aguardentosa, y una humanidad entre perro pachón y Michel Simón.
—Venga, pasa. Te daré algunos papeles viejos.
Llené mi carro dos veces. Al final, me invitó a un vasito diminuto de calvados que bebí de un sorbo, incendiándome las entrañas. Me besó en las mejillas, como despedida, poniéndome perdido de calvados, con un regustillo a otra cosa, que tardé tiempo en reconocer, pero que me dio un hambre de muerte: un puchero de verduras y carne, como he comido después allí un millón de veces y que en España no se come apenas, a pesar de que es uno de los platos más ricos de la cocina popular francesa, sobre todo con un poco de sal gorda por encima. Xavier de Montepin, que era el rey del folletín, no habría mejorado aquella conmovedora escena. Y yo saqué dinero para ir al cine y comer salchichas tres o cuatro días. La ventaja de aquel trabajo es que podías hacerlo cuando te daba la gana. Bastaba con presentarte temprano y tenías carrito y cachito de plano. En general, la gente cooperaba. El mayor enemigo eran las porteras. El mejor sistema, si no querías perder toda la jornada tratando de conmoverlas, era el ataque por sorpresa. Darle al timbre y salir disparado escaleras arriba, diciendo algo así como:
—¡Estudiante a por papel!
Pocas le echaban cojones para trepar velozmente a por ti. Solían rezongar, y basta. Entonces había que ir llamando a todas las puertas y soltar un buen rollo. Solía funcionar. Y al salir, gritar un rápido: «Merci beaucoup, madame», y listo. Yo tuve una suerte variopinta, en aquella difícil y arriesgada profesión. Desde el maricón crepuscular que se insinuaba a cambio de una colección de
L'Aurore
, hasta el ama de casa aburrida o borracha —¡Señor, cuánta tía solitaria y borracha había en aquel tiempo en París!—. No interpreten mal mis palabras, no quiero dármelas de
latin lover
, yo siempre fui bajito, cabezón y feúcho. Además, con tanto pelo y ropa de cartero centroeuropeo —vi a uno parecido a mí en una película de Leopold Lindberg— distaba mucho de parecerme ajean Marais, Gérard Philippe u otros cachas de la época. O sea, que aquellas puertas escondían una jauría de insatisfechos sexuales dispuestos a trincarse lo primero que se encontraban al abrir.
Mi drama entonces, casi el mismo de ahora, es que a mí, por una parte, los tíos nunca me han gustado. No por reserva mental o por convicciones morales, que tengo poquísimas, sino por una cuestión de puro rechazo físico. Sé que eso es una rémora y que mis posibilidades de placer erótico se reducen en un cincuenta por ciento. Pero no tengo nada que hacer. Un tío desnudo me provoca menos apetito sexual que un discurso de Aznar, pongo por caso. Entonces, del cincuenta por ciento que me queda —las mujeres—, el sentido que me condiciona más es el olfato. Si una tía huele mal, apesta a vino, o a ajos, el perro que escondo dentro de mí da media vuelta y se pira. El ideal es que huela a Chanel n°5, y no digamos si encima tiene la cara, el culo, los ojos, o la estela de Norma Jean. Pero no pido tanto, de hecho no pido nada, porque no he sido nunca un tasador de concupiscencias. Unos ojos, o más bien una mirada, una forma de andar, o una piel cálida han sido siempre un incentivo suficiente, de la misma forma en que el mal olor, incluyendo las colonias casposas y el pachulí, o mi otro tabú, la gilipollez, han sido mis obstáculos difíciles de superar. Nunca olvidaré a una chica preciosa a la que cortejé con insistencia —hoy se dice acoso sexual—. Nuestros prolegómenos eróticos fueron de lo más prometedor, pero cuando ella empezó a excitarse, dio rienda suelta a unas inesperadas referencias zoológicas.
—¡Ay, mi lobito! ¡Qué pezuñas tiene!
A medida que la actividad aumentaba, yo iba ascendiendo de «su lobito», a «su lobo», a «su lobazo». Tenía que hacer un terrible esfuerzo de concentración, para seguir
la lidia
en medio de aquellos sorprendentes epítetos dichos en una progresión sonora preocupante. Cuando por fin la chica gritó: «¡Ay, mi oso!», la miré. Estaba bizca y se parecía a la niña de
El exorcista
, aunque sin baba verde. Me levanté, me vestí lo más rápido que pude, y me marché, incapaz de hacer otra cosa que descojonarme.
Los siguientes días parecían anunciar una estabilización, que me permitiría gozar plenamente de la
cinémathèque
. Empezaba un ciclo del expresionismo germano, desde Caligari hasta
Los asesinos están entre nosotros
. ¡Qué gozada y qué banquete de obras maestras! Allí estaba, además, el origen del gran cine de Hollywood. Los dictadores tienen sus ventajas, aunque eso no los justifique. Pero, sin Hitler, los grandes genios del cine, de Murnau a Fritz Lang, de Billy Wilder a W. Dieterle, no se abrían escapado de Alemania, haciendo de Estados Unidos la meca del cine. Me vi un ciclo formidable, y cuando hacían más de un pase de esas películas, volvía a verlas; cada vez les encontraba cosas nuevas y extraordinarias. Y además tuve tiempo incluso de gozar con otros films en salas normales, desde
West Side Story
a
Loquilandia
. Conocí en la cinemateca a gentes maravillosas, como Clouzot, Carné o Pierre Prévert. Y empecé a creer que yo no era tan estúpido, porque admitían el dialogo y, a veces, escuchaban mi opinión a pesar de que mi francés no era aún nada del otro jueves. Por otra parte, en el local de las bicis conocí a un chico italiano, se llamaba Romano, y entre los dos cogimos una
chambre de bonne
en la calle Courcelles, que me pareció un palacio. En París, la burguesía tenía criadas que dormían en el mismo edificio, pero en el último piso, casi siempre abuhardillado, pero con entrada independiente. Solían tener un cuarto, con cama, lavabo, y a veces, un retrete. Si no, tenías que hacer tus necesidades en unos retretes supercutres en el patio trasero. Cuando yo llegué, esta discriminación estaba en decadencia, no porque aquellos finos hubieran renunciado a sus privilegios, sino porque no podían pagárselos. Entonces, alquilaban estos cuartos por un precio módico. Yo viví en estas
chambres
en diversas ocasiones y debo reconocer que, en general, estaban mejor y más limpias que una pensión normal en Madrid, y además, tenías tu llave; eras pobre, pero independiente. Con Romano llegué a un acuerdo simpático: pusimos el colchón en el suelo y nos turnábamos: colchón o somier. Y, si uno ligaba, el otro se iba a dar una vuelta y sólo volvía cuando la luz ya estuviera apagada.
A pesar de su nombre, Romano era un italiano del norte, del Piamonte, o sea, menos simpático y más fiable. He comprobado mil veces que esta identificación sur —risa y golfería— y norte —seriedad y aburrimiento— ocurre en toda Europa. Un francés del norte suele ser adusto y serio, y un alemán de Baviera es, por principio, un cachondo. No importa el paralelo. Un alemán del norte es vecino del danés, que es un golfo casi latino. El sueco ya es más serio. Y un croata es como un italiano, pero no como un milanés, sino como un napolitano. Bueno, el caso es que Romano era serio y correcto como un ampurdanés o un vasco, o como uno del Ulster o de Oporto. Romano trabajaba en la casa L’Oréal y le pagaban en especie, un extraño sistema, pero que tenía sus ventajas. A él le daban productos L’Oréal a precio de fábrica y los vendía un diez por ciento más caros. Me propuso que probara, él podía arreglármelo.