Read Memorias del tío Jess Online

Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (32 page)

BOOK: Memorias del tío Jess
4.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El régimen franquista rodaba hacia abajo, camino de una inevitable laguna Estigia. El viejo sátrapa vivía momificado. (Tengo el discutible honor de que fuera mi propio hermano Ricardo, el médico, quien le salvara la vida un par de veces, con lo fácil que hubiera sido irse de vacaciones al Asia central o algo así). La momia viviente del general seguía diciendo aquello de «Panolis todos», y subía la manita sólo cuando Carrero Blanco tiraba del cordel que tensaba el mecanismo del brazo. Poco después, la ETA hacía saltar al Carrero por los aires, camino del cielo. Pero no debieron de hacerlo muy bien, porque volvió a caer sobre nosotros en vez de quedarse sentado a la siniestra de Dios padre (la derecha estaba reservada para el general). Lina y yo nos acojonamos; mosqueados ante una probable represión brutal, hicimos el petate y nos volvimos a París.

Lina había llegado una mañana al aeropuerto de San Javier, Murcia, que era mínimo. Venía a pasar unos días junto a su novio, fotógrafo —excelente, por cierto— de mi equipo. Llegó al hotel donde nos alojábamos, tomó el ascensor y entró en mi vida. Tenía dieciocho años y era atrevida y segura de sí misma como si ya tuviera los cuarenta. Y en aquel ascensor estaba yo. Cuando la vi aparecer, pensé que era mucho más atractiva que todas las actrices de mi película. Yo no sabía quién era, pero me quedé medio turulato a pesar de que llevaba la cara lavada y vestía como las chicas normales. Al cabo de dos días le pedí que hiciera una figuración, y la hizo. Vi que se movía y hablaba con gran desenvoltura. Era catalana, como gran parte de mis amigos en España y la mayoría de mi equipo. Hablamos un par de veces. Me enteré de que ella estudiaba en la Escuela Massana y pertenecía a un grupo de teatro en catalán. (O sea subversivo, su lengua estaba prohibida). Aquella ley estúpida los catalanes se la pasaban por debajo de la pierna, afortunadamente. Lograron mantener viva una de las lenguas romance más bellas, y conociéndoles un poco, estoy convencido de que la prohibición de su uso dio al catalán un impulso extraordinario. Rodé en Cataluña dos films franceses, para Robert de Nesle, un productor veterano, pero que había financiado cosas bastantes serias y potables. Este hombre era un elegante y caduco aristócrata medio bien, medio gili, pero que cumplía sus compromisos. Creo que era otro vocacional del ligue discreto y hacía cine más que nada para tratar de ligarse a las
starlets
, y lo hacía muy bien. Yo le he conocido una docena de amantes que para sí las hubieran querido muchos famosos. Sabía tratar a sus chicas, las cuidaba y hasta les llevaba regalitos —supercasposos, eso sí—. Me hizo conocer a algunas actrices muy válidas y bellas como Anne Libert o Alice Arno, que hicieron algunas películas de mucho éxito (con y sin mí). Lina y yo nos hicimos buenos amigos. Tenía una fotogenia y una presencia extraordinarias, y una facilidad para el cine —delante y detrás de la cámara— fuera de serie.

Un buen día, los acontecimientos se precipitaron. En un espacio muy corto de tiempo, sucedieron miles de cosas que cambiaron completamente mi vida. Fui testigo casual de las más importantes y protagonista sólo de las más pelotudas e intrascendentes. Ahora, con la distancia, me parece que todo sucedió en unos pocos días, aunque en realidad fue en unos pocos años. Todo comenzó oficialmente un 25 de abril en Portugal, pero se había ido larvando mucho antes. Portugal sufría, desde hacía mucho, un régimen dictatorial muy parecido al nuestro, pero mucho más civilizado. Tenían unas colonias riquísimas en petróleo, básicamente, explotado con discreción, pero que permitían a las arcas del Estado hallarse entre las más saneadas del mundo. Eso se traducía, para los pobres ignorantes como yo, en que todo era baratísimo, en que el cambio de moneda era libre, en que los bancos, casi todos en manos inglesas, funcionaban de maravilla. Pero esta situación se fue haciendo difícilmente sostenible. Las guerrillas —marxistas, casi siempre— golpeaban cada vez de modo más contundente. La represión se hizo más violenta y sangrienta en Angola, Mozambique, Guinea, etcétera. Las colonias se convirtieron, a golpe de decreto, en «provincias de ultramar», provincias que eran tan grandes como toda la Europa occidental. La pérdida de vidas humanas era cada vez mayor, mientras en las cálidas noches de fado, en Lisboa, los
finos
(haberlos haylos, a capazos) se emborrachaban discretamente. El general Spinola escribió un librito denunciando esta situación, e incluso ofrecía soluciones. La principal, convertir a las colonias en estados asociados, que llegaran a la independencia total al cabo de unos años. Otros Estados, como Brasil, parecían dispuestos a unirse a esta Commonwealth lusitana. Pero los militares se precipitaron y mandaron a sus tropas a Lisboa, para tomar el poder, y lo tomaron con un «pasen, por favor» de la dictadura. Spinola asumió la presidencia temporalmente, y los cañones de los fusiles se llenaron de claveles. Sólo hubo un muerto, por accidente. El pueblo se lanzó a la calle y durante tres días, Portugal fue una fiesta magnífica. Lo sé muy bien, porque yo estaba allí y Lina también. Nosotros íbamos a rodar
Julieta
, con ella de protagonista, y rodamos con más facilidades que nunca. Mi viejo amigo Víctor Costa se convirtió en un jefazo influyente.

Pero la izquierda más añeja se apropió del éxito de la involución y la hicieron suya, como hicieron en Mayo del 68 en París —yo estaba allí también—. En un plis-plas le dieron la independencia a las colonias, dejándolas en manos de las guerrillas marxistas e impidiendo así la expansión de aquellos Estados, que se enredaron en horribles guerras fratricidas, que duran aún y que perdieron el interés, hace tiempo, de los medios de comunicación. Así, por la firma de unos imbéciles, Portugal se perdió una oportunidad de contar de verdad en Occidente, cosa que habría sido benéfica. Después de un par de Gobiernos filocomunistas, la triste realidad se hizo patente. Ya no eran ricos, ni tenían petróleo, ni copra, ni maderas, ni nada.

Nicole se divorció de mí, Lina se separó de su hombre, y los dos, tras varios días de idilio en Madeira, unimos nuestras vidas. Ya habíamos hecho varias películas juntos y Lina se convirtió, en Francia sobre todo, en una estrella del cine erótico, o sea, ¡como yo! Ella estaba encantada. Se sabía «un animal erótico» y se lanzó sin reservas. La asociación entre los dos nos proporcionó muchos pequeños grandes éxitos. Ella lo dejó bien claro, en una de sus primeras entrevistas: «Me encanta la idea de promover el amor entre los seres, y no la droga o el terror». Ya éramos los reyes de Andorra o todo lo más de Luxemburgo. Lina tuvo varios éxitos personales más, como
La condesa negra
o
Linda
, y esto nos permitió introducirnos en un mercado muy especial, el suizo, y colaborar con su productor más comercial y activo, Erwin C. Dietrich. Lina hizo con él (también la dirigió)
Rolls Royce Baby
, un film singular en el que Lina tuvo un enorme y merecido éxito personal. Nos quedamos en Zurich durante una larga temporada. Y un día, mientras rodábamos exteriores
chez moi
, es decir, cerca de Arles, tuvimos la noticia de la muerte del General. Yo nunca me he alegrado ni celebrado la muerte de un ser humano, pero sí me sentí aliviado, como si de pronto el cardenal Cisneros y todos los cuervos que me acechaban hubieran sido borrados por la varita mágica de un súper Harry Potter.

Aquella noche vimos a Arias Navarro lloriqueando. Mi ayudante, un bretón encantador, me preguntó qué opinaba. Yo le respondí:

—Si hablas de Arias Navarro, me parece muy mal actor.

Esperamos unos días. Terminamos nuestra película y cuando vimos que no pasaba nada, nos fuimos a Madrid, en visita de inspección. Llegamos por la tarde y nos fuimos a un hotel bastante cerca del Ministerio, en la Castellana. Todo parecía en calma, como un domingo de agosto. En la calle había algunos grises, pero muchos menos que en un Madrid-Barça. Cenamos un poco, en José Luis, que estaba más vacío que de costumbre. La gente no se lo creía aún, ni yo tampoco. Había vivido toda mi vida bajo la dictadura, incluso cuando estaba fuera de España, porque la llevaba demasiado dentro, y seguía condicionándome a mi pesar. Ahora era otra cosa mucho mejor: no es lo mismo escapar de la quema, que descubrir praderas floridas.

A la mañana siguiente, dejé a Lina durmiendo beatíficamente y me fui caminando al Ministerio. Yo siempre había conocido ese barrio en obras. Había llegado, incluso, a la convicción de que aquélla era su verdadera y definitiva fisonomía. Pensé que las cosas estaban, en efecto, cambiando por fin. Sólo había una apisonadora, y parada. Dejé volar mi imaginación. Puede que nos instaláramos, por fin, en España. Quizá ahora tuviéramos las mismas posibilidades que en Francia o en Alemania. Podríamos volver a nuestra tierra, libremente. Mis elucubraciones murieron cuando entré en el edificio, monté en el ascensor y encontré a Pinilla —el secretario de la censura, no mi amigo peruano— que me saludó con un: «¡Hombre, Franco!». Yo le miré, mientras todas mis ilusiones empezaban a esfumarse.

—¿Pero aún estás tú aquí?

El sonrió, prepotente como siempre.

—Claro.

—¿En el mismo cargo?

—Desde luego.

Me bajé del ascensor. Volví al hotel y le dije a Lina que nos íbamos.

Ella se esperaba algo así, la prueba es que ya estaba lista para salir. Nos volvimos a Francia. Nos habíamos precipitado. El cambio de las estructuras de un país no se hace de la noche a la mañana, si no se produce una revolución, una involución al menos. Yo empecé a temerme que otro generalito, que haberlos, habíalos, se montara en el caballo del poder durante otros cuarenta años. Llamé a mi sobrino Ricardo. No era mucho más optimista que yo. Afortunadamente, yo tenía trabajo por ahí. Hicimos varias películas más. Hasta rodé en España, a pesar de las frecuentes visitas de la Guardia Civil. Algunas leyes iban siendo derogadas, pero la inercia les llevaba a seguir preguntando:

—¿Quién es el encargado? ¡El permiso de rodaje, vamos!

Yo les decía que ya no hacía falta. Que Franco se había. llevado todos los impresos a la tumba. Entonces nos hacían esperar, llamando desde las motos al cuartelillo. No se lo podían creer, cuando les confirmaban que ya no tenían la obligación de empreñarnos.

—Es que están rodando con un negro en pelotas.

—¿En dónde?

—Aquí, en la Granadella.

—¿Hay mucha gente?

—Nadie.

—¿Y qué hace el negro?

—Lo tienen corriendo por la playa, mi sargento. Pero no vea el cipote que tiene el tío.

—No es asunto nuestro.

—¿Ah, no?

Hubo un tiempo de desinformación generalizada. Se inventaron la calificación S para las películas-teatros-shows. A una película mía le dieron unos cortes asesinos, porque habían cambiado la comisión y había un tío que convertía a los Pinilla en irnos libertarios. Tuve que volver al Ministerio aquel de los cojones. Todos, los mismos, los de siempre, seguían allí, pero no los enseñaban, estaban escondidos en unos cuartos traseros. Ahora eran asesores. Cuando yo fui a ladrar, lo comprendí todo. Las caras nuevas no sabían un carajo de cine, ni del porno ni del otro. Cuando no sabían qué hacer o qué decir, por razones técnicas, morales, o patrióticas, sacaban a uno de los antiguos a discutir contigo. A mí me sacaron al denostado cura del franquismo, que lo tenían guardado en un cajón. Estuvo muy amable, respondió a mis preguntas, y lo guardaron de nuevo. El nuevo jefe, un joven con aspecto entre Harvard y Deusto, me dijo que debíamos ser pacientes con ellos, porque no habían tenido tiempo de informarse bien de ciertos temas. Yo le dije, casi tan jesuítico como él:

—Sí sabrán, al menos, lo que es pornográfico y lo que no lo es.

El me miró apesadumbrado.

—Franco, sinceramente yo no lo tengo muy claro.

Yo mentí.

—Pues yo sí. Y se lo voy a enseñar.

Bajé a un quiosco y compré
Prívate
y
Penthouse
.

Abrí el
Penthouse
por un reportaje fotográfico, de Bob Guccione con dos chicas preciosas. Las fotos eran magníficas. Mi hombre las miró con repugnancia:

—¡Qué barbaridad!

Abrí rápidamente el
Prívate
por una página cualquiera. Había una sodomización y una felación en primer plano. El hombre cerró instintivamente la revista.

—¡Qué asco! ¡Qué vergüenza! ¿A usted le gusta, Franco?

Yo le sonreí.

—Eso no es relevante. Quiero saber si usted ve alguna diferencia entre las dos revistas.

—Las dos son repugnantes, pero sí. La segunda es más indecente aún.

—¡Bien! —respondí yo triunfal—. Esta es pornográfica y la otra no.

Unos días después me permitieron restituir los trozos cortados y proyectaron la película sin cortes. Yo, de verdad, le hubiera dicho que esas revistas o films tenían el mismo derecho a la vida que su hoja parroquial o las estampitas de santa Rita de Casia, pero esto nos habría llevado a la metafísica pura. También podría haberle hablado de que la diferencia entre el erotismo y la pornografía es sólo un problema puramente estético. Pero tenía la convicción de que él preferiría al maestro Palmero que a Picasso, así que preferí dejarlo y marcharme con Lina a nuestro minúsculo, maravilloso apartamento de París… frustrado y decepcionado, como casi siempre. Compraba
El País
del día en el quiosco de abajo y así me enteraba de casi todo. El hombre que nos regía, Adolfo Suárez, me había parecido de lo más sospechoso —era un falangista reciclado—, pero ha resultado ser lo más decente que nos ha ofrecido la democracia. Cuando Felipe, más tarde, ganó brillantemente las elecciones, yo me creí que íbamos, al fin, por el buen camino. Lina y yo nos volvimos, ilusionados, prudentemente esta vez. Mi cine empezaba a ser objeto de ciclos y homenajes (paralelos y minoritarios) en todas partes. Los franceses, siempre ellos, me descubrían, hacían fancines, tebeos y hasta libros gordos, y otros países, sobre todo Alemania y Estados Unidos, los siguieron, como siempre también… Hasta España llegaron, por fin, los ecos de mi existencia y me hicieron un homenaje tan inmerecido como tardío. Además, dado que yo nunca he hecho un solo film para élites intelectualoides, sino para el público más llano y normal del mundo, nunca he querido el reconocimiento de los «elegidos» sino que Paquito, el chaval de la portera y Pepita la manicura, pasaran un buen/mal rato con mis films. Reconozco de buen grado que la Administración socialista me hizo —nos hizo a Lina y a mí— pasar un tiempo mágico cuando me encomendaron la misión de buscar, ordenar, montar y llevar a puerto
El Quijote
de Orson Welles, cosa que me apasionó y que me habría llevado a la ruina total, si no hubiera estado ya inmerso en ella. También me apasionó que me encargaran la música para el espectáculo sobre León Felipe que recorrió la América Latina. Después, me mandaron a mi rincón nuevamente y, a pesar de lo mal que lo hicieron, los socialistas nos dejaron entrever lo que pudo ser un mundo más justo y mejor. No fue un fallo de las ideas, sino de las personas.

BOOK: Memorias del tío Jess
4.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Alien Tongues by M.L. Janes
Tom Jones - the Life by Sean Smith
The Prodigal Son by Anna Belfrage
Painless by S. A. Harazin
Dead Weight by Lori Avocato
The Righteous by Michael Wallace
Queen of This Realm by Jean Plaidy