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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

Memorias del tío Jess (28 page)

BOOK: Memorias del tío Jess
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Y los dejé enzarzarse en una discusión de lo más bizantino. Carrière y Baum eran testigos mudos, como yo, de la disputa. Por fin, Baum sugirió que me dejaran a mí, como director, la decisión final, y así se hizo. Los dos grandes jefes se marcharon enseguida, gruñendo. Y el famoso guionista francés, el gran jefe de producción y el humilde director español, pedimos un coñac y permanecimos unos instantes en silencio, sin saber qué hacer. Y es que en nuestro guión no había
ninguna persecución
. Yo miré sombrío ajean Claude.

—¿Te convences ahora de que ninguno de los dos ha leído el guión?

Carrière asintió con amargura.

—Lo malo es que tendremos que incluir una secuencia de persecución, si no te lo van a reprochar toda la vida, aunque les encante luego la película: «¡Si hubieras rodado esa persecución, la película sería mejor!».

Quedó claro que teníamos que hacerlo así. Tuvimos que darle muchas vueltas al guión para justificar esa persecución.

Y la rodé en los túneles de Calpe, en Alicante. No quería que uno de los productores se sintiera menospreciado.

Entre las muchas cosas que me preocupaban, estaba el reparto. Nos habían salido tres papeles de chino y yo me negaba a caracterizar a unos españoles, o todavía menos a unos normandos, subiéndoles el extremo exterior de las cejas, como hacían los cínicos de Hollywood. Encontré a un filipino misterioso que ya conocía de
55 días en Pekín
y que se había quedado en España. Para el segundo, utilicé a un actor español, Vicente Roca, que tenía una
facies
china perfecta y era, además, un buen actor. Pero el tercer papel, el mejor de los tres, un viejecito de aspecto bondadoso, personaje clave en el film, no lo encontrábamos ni en París ni en Madrid. Por fin Heinz Baum consiguió los servicios de un agente artístico de Taiwan, residente en París. Debía de ser un espía de Mao, porque hablaba varios idiomas, era joven y vivía como un rey y conocía a todos los chinos de París. El comprendió enseguida lo que yo quería, y al día siguiente vino a la oficina con el chino viejo más precioso que he visto en mi vida, con una barba blanca, larga y lacia y ojillos brillantes y llenos de vida. Intenté hablar con él, pero ahí empezaron las dificultades. El anciano sólo hablaba chino, mandarín, para precisar más. Yo le pregunté a Lin si él hablaba chino y me dijo que sí, pero sólo cantonés, un idioma mucho más común.

—¿Pero os entendéis, verdad?

—Ni una palabra.

El viejecito me miraba sonriendo beatíficamente.

—¿Hace mucho que vive en París?

—Desde la guerra civil en 1931.

Miré al anciano, perplejo. El seguía sonriendo y de vez en cuando hacía afirmativos movimientos de cabeza. Yo le compadecí. ¡Treinta años incomunicado! Pregunté:

—¿De qué vive aquí?

—¡Oh! Es un importante hombre de negocios.

—¿Qué coño de negocios puede hacer, si no hay manera de entenderse con él?

—Su hija traduce. Ella sí sabe mandarín.

Vi el cielo abierto.

—¿Su hija puede acompañarle?

—Tres días por semana, sí.

—¿Qué hace ella?

—Es danzarina ritual.

—¿En alguna pagoda, o algo así?

—En un cabaré de Pigalle.

El viejecito seguía mirándome sonriente. Jean Lin añadió:

—Si ella puede trabajar también en película, muy bueno. Ella desnuda muy bonita.

Quedamos en que volverían a verme unos días más tarde para ultimar detalles. A los dos les encantaba Eddie Constantine. Se levantaron. El viejecito dijo algo así como «Ataiaho».

Lin me explicó: «Es una de las pocas cosas que comprendo en mandarín. Dice que tú eres muy simpático».

Yo le di las gracias y los acompañé hasta la puerta. Ya no pude por menos de preguntar:

—Dime la verdad. ¿El cantonés y el mandarín son tan diferentes?

—Hombre, muy diferentes no son. Como el francés y el alemán, más o menos.

Nunca supe cómo se llamaban aquel gran comerciante y su hija. Pero los dos actuaron en la película y la enriquecieron con su presencia. A pesar de la incomunicación. Con el paso de los años uno llega a conclusiones casi definitivas. Yo, ahora estoy casi convencido de que esto de la incomunicación entre los seres es algo inherente a nuestra propia naturaleza y que no hay que intentar comunicarse ni siquiera en los temas más banales. Casi todo es subjetivo. Por eso los críticos se equivocan tan a menudo. ¿Cómo juzgar una pincelada de Derain, un acorde de Alban Berg, un silencio de John Ford? Lo único verdaderamente importante es que tú sientas algo ante ellos.

Mi admiración por el aparentemente caótico Luis García Berlanga se desarrolló trabajando con él. Nunca le vi satisfecho de una escena, ni siquiera de mi plano. Hacía diez, quince tomas, sin decir algo coherente, apenas balbuceaba un «ya me has jodido» al actor y le empujaba suavemente, indeciso. Parecía un gilipollas dubitativo. Y no lo era. Esperaba que se produjera el milagro, y éste no se producía casi nunca. Cuando por fin daba por bueno un plano, solía decir: «Vale. No nos va a salir mejor».

—¿Qué tomas mando a positivar? ¿Cuáles quieres ver?

—No sé. Todas son malas… Una sí y una no. La sexta, o quizá la octava…

Luego íbamos a proyección del trabajo hecho dos días antes. Venía con nosotros el director de fotografía, Paco Sempere, otro valenciano, más negativo aún que Luis. El diálogo entre los dos, durante la proyección, solía ser:

—Paco, qué mal has iluminado el despacho… con esa luz medio torcida que le da al reloj.

—Sí, Luis, he fracasado otra vez. Sé muy bien que no es para nada lo que tú querías. Pero… ¡Mira esa vieja que entra en cuadro! Se ve que está aterrada.

—Llevas razón, Paco. Es lamentable. Habrá que repetir la secuencia.

La verdad es que a mí, en general, lo que veía me parecía estupendo, pero ni siquiera me atrevía a decirlo.

—Mira a Juan Calvo, saltando por la ventana.

—Esta asmático perdido… No sé por qué lo escogí a él, sabiendo que está asmático, Jesús, ¿por qué no me dijiste que Juan Calvo está asmático? Tú eres mi ayudante.

Yo me defendía:

—A mí me parece muy bien que este personaje sea asmático. Además, tú ya lo sabías.

Entonces Luis farfullaba algo incomprensible. Al final de la proyección, respaldado siempre por Sempere, me pedía que tomara nota de esos planos para repetirlos. Después de tres semanas de sesiones de este tipo, yo les pregunté a los dos:

—A propósito, ¿cuándo empezamos el rodaje?

El sábado, mientras comíamos en el Balneario en que nos alojábamos, Sempere se acercó para despedirse.

—Luis, me voy, dejo la película. No he sabido hacer lo que tú querías. Tenéis tiempo para llamar a otro operador. Perdóname.

Berlanga le agarró de un brazo.

—Vamos, Paco. No seas bobo. Quédate. ¡Total, va a venir otro y lo va a hacer igual de mal!

—Luis, ¿qué copa prefieres para Félix Fernández? Ésta de cristal labrado o ésta con pie de plata?

—No sé, ninguna… ¡Busca una labrada y con pie de plata!

—Mira ese peinado para la Muñoz Sampedro… ¿Lo prefieres así o con moño?

—El caso es que con moño no la veo.

—Entonces, así.

—No me jodas, así tampoco. Probad otra cosa.

Después de dos horas, la Muñoz Sampedro tenía el cuero cabelludo al rojo vivo y los ojos llenos de lágrimas. El se disculpaba:

—Perdona Guadita. La culpa es mía por haberte escogido para este papel, con lo vieja que estás.

—Luis, ya sabías que soy vieja. No tenías que haberme llamado.

—¡Qué fácil! A pesar de todo, eres la menos mala para el personaje.

—Gracias Luis. ¿Pero qué hago con mi pelo?

—Que te pongan el primer peinado. Era el menos malo.

Un día apareció un enviado del coproductor italiano. Era Paolo Moffa, el mismo que intervino en
Tirma
, un par de años antes. Tenía plenos poderes para hacer y deshacer. Resultaba, ¡oh, sorpresa!, que el film estaba financiado por el Opus Dei, y encontraban irreverentes muchas de las escenas y exigían su repetición, debidamente manipuladas, por supuesto. Luis no dijo ni que sí ni que no, pero siguió rodando sin hacer ni puñetero caso de las peticiones de la Obra. Moffa se presentó en el rodaje, había visto todo lo rodado y venía indignado. Se plantó ante Berlanga que, repanchigado en su silla de director, veía un ensayo del próximo plano. Se puso a gritar:

—¡Luis, me has engañado! Has seguido rodando, sin seguir mis órdenes. ¡Esto es un desastre, una ruina! ¡Eres un hijo de puta!

Luis, sin inmutarse ni subir la voz, le respondió:

—Bueno, yo seré un hijo de puta, pero quítate de delante, que no me dejas ver el ensayo.

Y le empujó suavemente, como hacía siempre. Meses más tarde, Luis tuvo que rehacer varias secuencias. El film, que era una sátira virulenta del juego de la Iglesia católica con los ciudadanos sencillos, de cómo los manipulaba para su propio lucro, quedó algo descafeinado, pero, a pesar de todo, siguió siendo subversivo y magnífico. En el fondo, las supresiones y los cambios lo hacían más insólito aún.

Es muy difícil resumir la personalidad contradictoria de esos dos creadores. Muy pronto, con esa manía de entomólogos que tienen los que escriben sobre cine, calificaron a Bardem de director lúcido, preciso, claro, y a Berlanga de caótico, dubitativo, sin un discurso coherente.

Yo creo exactamente lo contrario. Creo que Bardem se autolimitó, que daba por bueno lo que él consideraba válido como discurso sociopolítico pero lo que le gustaba de verdad era
El demonio de las armas
y
Double Indemnity
.

Luis, en cambio, es incalificable. Es un anarquista mediterráneo, un erudito del erotismo («El cine porno es erotismo rodado por imbéciles. No depende de lo que muestras, sino de cómo lo muestras»). Todas sus dudas, sus inconexiones, vienen de su profundidad, de su intento de alcanzar la perfección. Benditos sean los dos, de todas formas, porque ellos dieron vida nueva al cine más caduco del mundo: el español del franquismo.

Ahora afirmo, como si yo fuera David Copperfield o un ministro descubriendo la placa de honro de Campoamor, me atrevo a afirmar rotundamente que esa
pareja feliz
la formaban tres, y que quizá el tercero en discordia sea el más valioso creador, después de «don Luis Buñuel» (como siempre le llamaba Jean Claude Carrière). Me refiero a Fernando Fernán Gómez.

Lina Romay, eterna musa y pareja de Jess Franco.

Capítulo XVI

El tercer hombre

Nos encontrábamos casi todas las noches en el café Gijón a la hora del aperitivo vespertino. Creo que nunca nos citamos, porque esto hubiera supuesto una obligación mayor. Íbamos juntos a cenar y, si se terciaba, que se terciaba muy a menudo, nos lanzábamos al frenesí de la noche madrileña, un frenesí limitadísimo por todas las putas cortapisas que imponía la dictadura. Hacíamos la pareja cómica ideal —yo moreno, bajito y barbilampiño; el, alto, pelirrojo y ya famoso—. Tomábamos una copa, casi siempre con amigos; los más fieles eran Manolo Alexandre y Juan Esterlich. Pero incluso ellos tenían amantes y novias que imponían su ley. Fernando y yo solíamos estar disponibles. Íbamos al cine si había alguna película interesante —o sea, que íbamos poco al cine—, o si en la cartelera había algo de algún amigo/enemigo, reírnos un rato. Luego solíamos coger un taxi —sobre todo en las noches frías y lluviosas— y le dábamos una dirección: calle Apocada, 27, no porque allí viviera ningún conocido sino justamente porque era un lugar anónimo pero cerca del centro. Una vez allí, si no habíamos decidido donde ir, pedíamos al chófer que nos llevara al teatro, a un frontón o qué sé yo.

—¿Te parece que vayamos a Riscal, que no está mal?

—O a Fontoria, que es la gloria.

—O a Morocco que no está mal tampoco.

—Pasapoga sigue en boga.

—Pero Jhay es lo mejor que hay.

E íbamos a
l'imprevu
, a la aventura. Según el local, podíamos encontrarnos a un músico de jazz, a artistas de teatro o
varietés
, a jóvenes actrices ejerciendo de putas o a algunas putas que ejercían de actrices. Aveces se acercaban a nuestra mesa Cesáreo González —si el local era caro— o Pedro Beltrán —si el sitio era casposo—. Pedro nos contaba chistes sin parar y a veces era ingenioso, casi sutil, con su divertido acento de Cartagena.

—Padre, ¿cómo se dice: bicha o culebra? Y el padre: ambos términos son «sinagogos», pero la palabra «trécnica» es «sirpiente u ristil».

Y así hasta cien. Cesáreo era aún más divertido cuando se sentaba por sorpresa entre nosotros y decía: «Acabo de llegar de Nueva York. Estoy vendiendo al mundo la última película de Mur Oti, mucho mejor que la de Bardem». Fernando, siempre demoledor en sus respuestas:

—Pues estarás extrañadísimo, ¿no?

Cesáreo era el hombre más influyente del cine español. Gallego y cabezón, las malas lenguas afirmaban que era hijo bastardo del general Franco. Yo no creí semejante bulo, aunque me divertía la idea. De todos modos, resultaba por lo menos extraño que se consintiera a un tío sus notorios devaneos con la práctica totalidad de las hembras del firmamento cinematográfico de habla española sin que un solo jesuíta notable o un discípulo de Escrivá de Balaguer pusieran el grito en el cielo. El seguía siendo el soberano de nuestro cine, perdiendo millonadas en los casinos de Biarritz o Cannes, y soltando paridas tipo:

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