Memorias del tío Jess (29 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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—¡Qué rara es esta profesión, Fernando! Tantos años llamándolas «pilículas»… ¡Y ahora resulta que se llaman «flins»!

—Sí que es rara… Parece mentira que tú seas un magnate del cine,… y yo un actor famoso.

Pero a Cesáreo le caía bien Fernando y no se enfadaba. Pedía una botella de Chivas —que entonces era un lujo que sólo algún ministro se podía permitir—, y aseguraba:

—¡Qué bien me caes, Fernando!

Fernando caía bien a todo el mundo. En nuestras correrías nocturnas, todos, desde el Villaverde a la lotera, tenían una frase de admiración y cariño para él. Y las putas, no digamos, graznaban de felicidad sólo con verle.


Mira
, Loli. Si es Fernández, el del cine, el que trabaja en Lola Flores
(sic)
.

—Fernando, ¿es verdad que te tiras a la Ava Gardner?

Esto sucedía en un ascensor de hotel.

—¡Falso! ¡Si yo fuera amante de Ava Gardner llevaría un cartel anunciándolo!

El ascensorista, un chaval uniformado, hizo un gesto desdeñoso. Fernando y yo casi nos desmayamos, cuando el chico añadió:

—¡No crean que vale tanto! Don Fernando, que le he visto con chavalas mucho más ricas. La Ava es una borracha. Cuando me lleva a su cuarto voy por lo del prestigio, y porque da unas propinas de puta madre.

Nos quedamos anonadados. Fernando comentó con amargura:

—¿Así que tú eres el chulo de Ava Gardner?

El muchacho se encogió de hombros.

—No había caído en eso. Pero lleva razón.

Fernando estuvo un par de horas taciturno, haciendo amargas reflexiones sobre la injusticia del mundo y bebiendo whisky. Yo estaba atravesando una de las etapas aciagas en que parezco atraer los líquidos, que suelen acabar derramados sobre mí, me ponga como me ponga. Aquella noche conseguí sacar a Fernando de su melancolía erótica cuando un camarero me echó encima la copa que había pedido. Fernando le dijo, amablemente:

—Creo que ha habido una confusión. Mi amigo había pedido la copa para echársela por dentro, no por fuera.

La señora de los lavabos hizo lo posible por arreglar el estropicio y nos fuimos a otro local. Nada más entrar, Fernando pidió al
maitre
:

—Tráigame un whisky y a mi amigo algo que manche poco.

Lo de ligar en aquellos locales, no era fácil. Las chicas, las del
show
y las otras, tenían que quedarse allí hasta la hora del cierre, hacia las tres de la mañana. En general, nos íbamos antes, dado que el whisky era malo, el
show
peor y la conversación de las chicas poco estimulante. Alguna vez surgía una perla rara. Entonces nos la llevábamos a casa de Fernando o, si ellas insistían, al flamenco o a las ventas del extrarradio. Porque cuando los cabarés cerraban y ellas, las chicas, no querían venirse de sopetón a tu casa, había unos sitios fuera de la ley, abiertos hasta el amanecer, aunque más anodinos y tristes que el de Robert Rodríguez y Taran tino. Los locales estaban aparentemente cerrados, apagados y silenciosos. Había que dar unos golpecitos en la puerta. Al poco, se abría una mirilla y unos ojos entre hostiles y acojonados estudiaban tu aspecto y una voz queda y misteriosa preguntaba: «¿Qué quiere usted?». En ese momento temas que dar el santo y seña; por ejemplo: «Vengo de parte de Paco Rendueles». Entonces te hacían pasar sigilosamente. Una vez dentro, en la oscuridad, entrabas en una sala llena de gente susurrante, te sentaban en una mesa, chistándote al menor indicio de ruido, y ya podías pedir, con el corazón latiéndote desbocado y la adrenalina subiéndote hasta el techo:

—Tres chocolates con churros.

Apenas sin voz, el camarero musitaba:

—Sólo me quedan porras.

—Es igual. Vale.

Y él se alejaba pidiendo silencio con el dedo en los labios. Una noche de aquellas se unió a nosotros, en la inquietante aventura del chocolate, Victoria Zinny, recién llegada de Buenos Aires. La conocimos como periodista argentina muy aficionada al cine y nos hizo unas entrevistas para su periódico. No era una estúpida y sus preguntas no eran las de siempre. Además, estaba muy buena. Ella tenía una idea pintoresca sobre Madrid. Creía que la ciudad estaba llena de Manolas y toreros que iban por la calle con sus trajes de luces. Nosotros nos burlamos de ella. Estábamos en el café, junto a una ventana. En aquel momento pasó ante nosotros una calesa abierta, con unos toreros vestidos de luces, camino de la plaza. Ella saltó de su asiento encantada:

—Conque, no, ¿eh? ¿Y qué me dicen de esto?

Fue imposible convencerla de que era la primera vez que veíamos algo así. La invitamos a cenar y a la aventura del chocolate. Tampoco se creía lo de las chocolaterías clandestinas, ni siquiera cuando estuvimos dentro del local. Pensaba que el chocolate era la coca, y entendía el misterio y la oscuridad. Cuando nos sirvieron el chocolate con porras, rara vez he visto a alguien más asombrado. Probó a mojar la porra y se la comió sin creemos aún. De pronto, ocurrió el drama. El
maître
pasó entre nosotros, demudado.

—¡La policía! No hagan mido, por favor.

Apagó las pocas luces y nos dejó en la más total oscuridad. Se oyeron pasos fuera y golpes a la puerta:

—¡Abran a la policía!

Nadie se movió. Los golpes se repitieron, y la voz, amenazadora:

—¡Abran! ¡Sabemos que están ahí! ¡Abran o será peor!

El dueño del local se acojonó y abrió. Dos policías de paisano y dos grises irrumpieron en el local, armados con sus mosquetones.

—¡Que no se mueva nadie! ¡Enciendan la luz!

El dueño encendió una luz erada y blanca, que iluminó a una treintena de gilipollas demudados, casi todos manos en alto. La más acojonada era, sin duda, nuestra periodista, cuya expresión era una mezcla de incredulidad y pavor.

—¿Quién es el encargado?

El pobre dueño, con un gesto heroico, dio un paso adelante.

—¡Documentación! ¡¡Todos!!

Victoria estaba al borde del infarto. Repetía en voz baja: «¡La puta! ¡La puta!» mientras rebuscaba en su bolso.

—¿Y a usted qué le pasa? —inquirió uno de los paisanos, que iban de negro y parecían una premonición de los
Blues Brothers
—. A Victoria le tembló la voz al responder.

—Me dejé los papeles en el hotel…

—Hay que llevarlos siempre.

—Es que no soy de acá. Soy argentina.

—Razón de más, para llevar los papeles, ¡los argentinos son sospechosos!

—¿De qué?… ¡No jodan!

Yo le di una patada en la espinilla.

Belushi
se encaró con ella.

—¿Qué ha dicho?

—¡No, nada!

Aquello se ponía feo. Por fortuna
Dan Aykroyd
reconoció a Fernando. Sonrió como solía hacer todo el mundo al verle:

—¡Hombre, Fernán Gómez! ¿Qué se cuenta? Fernando, con su aplomo característico:

—Que se me está enfriando el chocolate.

El poli rió.

—¡Le he visto en
El fenómeno
! ¡Me lo hizo usted pasar de muerte!

—¡Me alegro! ¿Puedo seguir con mi chocolate?

—Sí, hombre, sí. ¡Usted no es sospechoso!

—¿Ah, no? ¡Qué bien!

Mojó su porra en el chocolate. Yo lo imité, seguido de algunos clientes audaces.

Belushi
gritó:

—¡Quietos los demás!

Los polis revisaron la identidad de todos, mientras Fernando nos hacía una exhibición de cómo una porra puede ser un manjar de dioses en determinadas circunstancias.

—Está bueno, ¿eh? —le dijo
Belushi
.

Fernando exageró su gesto de placer.

—Las porras están exquisitas. ¿Quieren probarlas?

—Perdona, Fernando. Pero estamos en acto de servicio.

—¡Ah, claro!

Belushi
miró a la temblorosa Victoria:

—¿Y qué hago con usted?

Fernando intercedió con gesto de Balarrasa dando la absolución a un enemigo moribundo:

—Perdonarla, hombre. Es una buena chica.

Belushi
, mirando a Victoria, que no sabía dónde meterse.

—Buena sí que está. Fernando, ¿respondes por ella?

—Por supuesto.

Yo, solidario:

—Yo también.

Belushi
miró a su compañero, que tenía en sus manos mi pasaporte. Le echó un ojo.

—Hombre, Franco. ¿No será usted familia de nuestro Caudillo?

Yo hice una mueca que había ensayado ante el espejo para estas ocasiones. Era algo así cómo: «Ni sí, ni no, sino todo lo contrario». Fernando aclaró:

—Es artista también.

—No lo conozco.

—Hombre, es que es muy joven. Pero pronto lo conocerán.

El otro poli me miró de una forma que no me gustó nada.

—¿Es cómico también?

Fernando empezó a disfrutar.

—De partirse las tripas. Es caricato.

Como vi que esa palabra no tenía ningún significado para ellos, les mostré mi carné del sindicato del espectáculo, donde decía bien claro que yo estaba encuadrado en el subgrupo de «caricatos y balancines». Lo leyeron en voz alta, mirándome extrañados. Fernando añadió:

—Yo también pertenezco a ese subgrupo: soy un caricato y balancín.

Dan Aykroid
me devolvió mis papeles, murmurando:

—Caricatos y balancines. Eso se le ha debido ocurrir al maricón del director general este…

Fernando, con una ligera sonrisa:

—Yo no me atrevía a decirlo, pero…

—Pues dígalo porque es la verdad. Todos estos nuevos que nos han puesto, ¡una caterva de maricones y…!

Belushi
añadió:

—¡Y balancines! ¿No te jode? ¡Balancines!

Nos echaron a todos y salieron, no sin decirle al pobre dueño del local:

—Tú, pasa a verme mañana a comisaría. Se te va a caer el pelo.

Y se fueron en sus coches, con la satisfacción del deber cumplido.

Estaba clareando. Anduvimos un rato, en silencio, los tres. De pronto, Victoria se detuvo, nos miró y gritó: «¡Es un genio! Ese general vuestro o caudillo o lo que sea, es un genio». Ante nuestras desabridas protestas, se explicó: «Estoy pasando una velada extraordinaria con vosotros, con suspense, peligro, emoción, sin que medien, como en todas partes, ni la droga ni el alcohol. Hemos ido a los antros del barrio bajo y no he visto ni prostitución ni reyertas. El ha conseguido crear todas esas sensaciones con el chocolate con churros. Ahora no estamos ni drogados, ni borrachos y lo hemos pasado genial». Algunos días más tarde llevamos a Victoria a completar su instrucción sobre la
tórrida
noche madrileña. Esta vez nos dio la razón. Fuimos a un espectáculo que consistía en unas pobrecitas coristas que levantaban la pierna con desgana y en una famosa atracción frívola, la
Bella Dorita
, una estrella de Barcelona que se metía con los hombres del público y daba a las letras de sus canciones un remoto doble sentido con su mímica
audaz
. Pero el local tenía un truco. A las tres cerraban como en todas partes. Había que remolonear en la sala y cuando las luces se apagaban, un grupito, los privilegiados, podíamos bajar a los servicios, entrar en el váter de señoras —vacío, como era lógico—, atravesar una puerta en la que un cartel prevenía: «Se prohíbe el paso. PRIVADO», y desembocar en una pequeña sala, llena hasta los topes, donde se podía consumir, hasta el pase de las atracciones. Victoria estaba de nuevo encantada y esperaba nerviosa. Después de dos whiskys, servidos en botella escocesa pero que en realidad eran un amargo matarratas, vinieron las atracciones. Una voz insinuante, con un fondo de
blues
a lo Hollywood, nos anunció que, por primera vez en Madrid, íbamos a asistir al famoso
show
de Lola Nosecuántos,
striptease
en París. Lo que siguió no vale la pena de ser pormenorizado. Una pobre chica, completamente estúpida, con menos
sexappeal
que mi tía la del pueblo, aparecía vestida de hurí primero, de marinero, después y de bailarina clásica por fin, y se desnudaba —no íntegramente, por favor—, siempre con la misma ropa interior y haciendo casi lo mismo. Sólo variaban la música, el vestido de la chica y alguna peluca que otra, con la aviesa intención, quizá, de hacernos creer que se trataba de artistas diferentes. A pesar de todo, verle las dos tetas, aunque gordas y algo caídas, a Lola Nosecuántos en Madrid era realmente insólito, y el público aguantó hasta el final, nosotros incluidos, aunque nuestra amiga reconoció, al salir, que hasta ella era capaz de hacerlo mejor. Fernando la invitó a demostrárnoslo yendo a su casa, y montando un
show
rápidamente. Ella declinó el ofrecimiento. Nos dijo que ella era una actriz dramática, no una artista porno. Le pregunté si ella se consideraba una periodista que actuaba o una actriz que hacía reportajes. No me respondió.

Un tiempo después vi
Viridiana
en París, donde Victoria estaba magnífica y le pedí perdón mentalmente. Era una actriz disfrazada de periodista. Era un sistema inteligente de pedir trabajo, o al menos de darse a conocer. Fue la primera que conocí, después esta técnica proliferó. Hoy, hay una verdadera legión de artistas periodistas. Todas, en principio, quieren ser Julia Roberts, pero si se consolidan como presentadoras, como reporteras, al cabo del tiempo se van olvidando de aquellos infructuosos planes del pasado, para dedicarse a esa otra profesión, que puede llevarlas a la meta ideal: ser ricas y famosas. Ellas y ellos. Hoy, las nuevas generaciones lo tienen muy claro, con mínimas excepciones: quieren ganar un pastón y ser famosos, por este orden. Fernán Gómez lo tuvo ya muy claro hace medio siglo.

—¿Y usted por qué se hizo actor? —le preguntó un periodista delante de mí.

—¡Toma! Para llamar la atención.

Esta sinceridad se tomaba muchas veces a broma. Y no era broma, ¡del todo!

—Para dedicarse a este oficio hay que estar loco. Pensad en el proyecto vital del joven que al terminar el bachillerato le dice a su padre que en vez de querer ser médico para curar y ayudar a los enfermos, o ingeniero para hacer caminos o puentes, o ser arquitecto o matemático, lo que él quiere es hacer de otro. Ser un príncipe vengativo de Dinamarca, un duelista desvergonzado de Sevilla, o un campanero jorobado de Notre Dame. Ese pobre padre responderá, indefectiblemente: «¡Estás loco, hijo mío!». Y el pobre chico acabará de abogado en Tordesillas, o de notario en Mahón, en el mejor de los casos.

Está claro que Fernando era, ante todo, actor. Había mamado desde la cuna esa profesión, la llevaba en la sangre. Pero pronto le pareció insuficiente, a pesar de su éxito como intérprete. La mayoría se habría echado a dormir, a vivir, y bien, de su personalidad de intérprete. Yo, que he tenido el privilegio de trabajar con genios reconocidos, como Orson Welles, John Gielgud, Mercedes McCambridge, Klaus Kinski, afirmo rotundamente que Fernán Gómez es uno de los mejores actores del mundo. Si no ha llegado a ser reconocido internacionalmente como tal es por su poca capacidad para otras lenguas que la suya y por un rechazo intuitivo a expresarse en una lengua extraña. En el fondo, siempre pensó que no necesitaba ese esfuerzo supletorio. Sin darse importancia, este autodidacta ha llegado a un sorprendente nivel cultural que le ha llevado a sentarse en la Academia de la Lengua, a cosechar todos los premios que un autor puede ambicionar. Sé muy bien el trabajo que le costó quitarse la etiqueta de actor cómico con la que logró el éxito popular.

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