Memorias del tío Jess (33 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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Capítulo XVIII

Perdición (‘Double Indemnity’)

He tratado, hasta aquí, de relatar los acontecimientos más destacados que me han venido a la memoria y que pudieran interesar, y sobre todo divertir a mis posibles lectores. En mi condición de «caricato
y
balancín» he intentado escapar de cualquier tentación de trascendencia, monserga, o tediosa introspección en los fútiles avatares de mi aventura vital, que considero poco o nada atractivos para el personal, incluido yo mismo. Recuerdo a mi amigo Pinilla, el peruano, que cuando montaba su único film para la escuela de cine, un día decidió dejarlo así, como estaba, a pesar de sus múltiples defectos.

«Chico, me pego unas aburridas del carajo viendo mi peliculita». Yo he huido, pienso, del coñazo, todo lo que he podido. Creo que el único valor que pueden tener mis recuerdos es el de dar una visión anecdótica de unos tiempos que he vivido como simple, modesto y molesto testigo. Al releer mi manuscrito me he dado cuenta de que omitía una serie de sucesos y anécdotas que pueden ser lo más jugoso y educativo de mi narración. Dice Ramón Gómez de la Serna en sus memorias que cuando terminó de escribir
El crimen del Acueducto
sé dio cuenta de que había un capítulo que aparentemente, no tenía nada que ver con el resto del libro. Estuvo tentado de eliminarlo, pero finalmente lo dejó, pensando «Ahí se queda. Si lo he escrito, debe haber una razón». Me ha costado trabajo encontrarla, lo juro. Pero creo que por fin lo he conseguido. He descubierto que yo no soy solamente «yo y mi circunstancia» como cualquier hijo de vecino desde el día en que Ortega y Gasset descubrió esa añagaza, sino que soy yo, mi circunstancia, la circunstancia de mis seudónimos verdaderos —unos siete u ocho— la de los veinte más que me han atribuido sin mi permiso, y todos los muertos que me han colgado mejor o peor intencionadamente, pero que finalmente ya forman parte de mi variopinta carrera. Ese enorme bloque de «verdades, mentiras y cintas de vídeo» está adquiriendo cada día mayor importancia y mucho me temo que acabarán por hacer de este modesto
filmmaker
un personaje famoso. Incluso algunos próceres preclaros están empezando a ver —gracias al DVD— alguno de mis films, perdiendo su valioso tiempo en el estudio de la obra del gran canalla del cine mundial, cuando la verdad es que no soy ni grande ni canalla. Soy, simplemente, un currante adicto, enamorado de la más hermosa profesión que hay en el mundo.

Todo empezó un desventurado mes de febrero, en Madrid, en un momento de transición de la dictadura, cuando esta evolucionó del pelotón de ejecución y la patada en los bajos, a la sonrisa meliflua y la puñalada por la espalda. Yo terminaba el rodaje de
Gritos en la noche
, que fue mi primera incursión en el cine de terror, y como espectador fidelísimo del género, sabía que el público, aquí, tenía la tendencia a tomárselo a chufla, y a reírse y aplaudir en los momentos más espeluznantes. Yo quería que se callaran y eso sólo lo podía lograr impresionándolos de verdad. Estudié maquiavélicamente el guión y distribuí cinco o seis instantes de imágenes impactantes. Una de las más terribles era un bisturí abriendo el torso de una mujer, en la mesa de operaciones. El efecto estaba muy logrado, pero la censura me lo dejó en un flash, porque se veía el seno de la paciente. Y aun así funcionó. Todos los graciosos se callaron de golpe.

Para la versión francesa, el plano se dejó entero y algunos críticos hablaron de él, comparándolo —¡toma castañas!— con el ojo de Buñuel en
El perro andaluz
. En mi siguiente película, otro film de terror, titulado
La mano de un hombre muerto
, con el mismo productor francés, rodé una secuencia, necesaria para la comprensión del film en la que Hugo Blanco, un excelente actor argentino, torturaba a una bellísima Go-go Rojo, semidesnuda en las sombras del subterráneo de un viejo caserón. Las imágenes, en blanco y negro, eran bastante malsanas, y no me extrañó nada que nuestra gran salvadora de almas ministerial cortara el ochenta por ciento de la escena. Lo que sí me extrañó es que la censura francesa cortara casi lo mismo. No así en Bélgica o en Alemania, donde el film se proyectó completo. Esto produjo un inesperado revuelo, sobre todo en Francia. Las revistas cultas como
Cahiers du cinema
o
L'Ecran fantastique
publicaron fotos de la secuencia en cuestión y empezaron a interesarse por aquel español bajito y rompedor. En España se iniciaba la moda de las dobles versiones, generalmente estúpidas y tan poco interesantes como las originales (Elke Sommer en bañador completo o en biquini, y cosas por el estilo) que no añadían más morbo a los films que el voyerismo reprimido de quienes rodaban aquellos inocentes injertos. Y sucedió que un distribuidor francés me pidió ayuda. Había comprado un film español —bastante bueno, por cierto— y no conseguía estrenarlo. Habían decidido rodar algunas escenas adicionales, algo más eróticas, y pretendían que las hiciera yo. Dije enseguida que debía hacerlas el director del film y no yo. Pero me contaron un cuento macabeo, de que el otro no podía —es cierto que estaba rodando otra película en el quinto coño y no podía ocuparse de aquellas bobadas—. Insistí en que fuera él el que me pidiera hacerlo. Al cabo de unos días me dieron una carta del director en la que autorizaba el nuevo rodaje y agradecía a quien lo hiciera su colaboración. Dado que había que rodar en el estudio de Barcelona, con el mismo equipo y los actores protagonistas —Arturo Fernández y Gisia Paradis, entre otros— a mí no se me pasó por la imaginación que aquello pudiera ser un truco y que el director del film no estaba al corriente de nada. Rodé aquello, después de estudiar el film original, y acercándome al máximo a su estética. En cuanto a la posible golfería de mis secuencias, el hecho mismo de que Arturo Fernández se prestara a colaborar despeja cualquier duda.

La película se estrenó, gustó mucho en varios países y hasta se llevó un premio en un festival (casposo, eso sí). Pues bien: el director, tiempo después, me increpó, me retiró el saludo, y me anunció que por más tiempo que pasara, seguiría increpándome si se topaba conmigo; no me dio la menor posibilidad de defenderme. Años más tarde volvió a hacer el mismo número ante medio cine español, en la sede del malvado sindicato vertical. Nunca he llegado a saber si aquella autorización suya era auténtica o falsa, o si estaba cabreado por otras razones. Bien sabe Dios que yo no hice aquello por dinero (apenas me pagaron una dieta y mi hotel en Barcelona) sino por colaborar, sobre todo con el distribuidor francés. Gracias al éxito amargo de aquellas escenas —un día de rodaje— Nazario Belmar, por quien yo estaba contratado, me pidió que hiciera lo mismo para mi primero y único film con él:
La muerte silba un blues
.

Belmar era uno de los productores más extraños que he conocido en mi longeva vida de cineasta. Era un alicantino del monte, rico y listo, y había sido un interior magnífico con el Real Madrid hasta que un defensa vasco lo rompió en varios pedazos, en el fragor del combate, y lo retiró para siempre del noble deporte. El y su familia eran zapateros de Elda y supongo que tenía bastante pasta. Yo le conocí gracias a Conrado San Martín, después de
Gritos en la noche
. Conrado era el bueno en aquella película, y de verdad que le iba el papel. Conrado era y es un hombre bueno, bueno y generoso. En un momento dado, yo pensé que era del Opus Dei, pero era demasiado bueno para que la obra lo admitiera en su seno. A él le gustaba mi película, aunque la consideraba un film menor, algo muy cierto. Creo que decidió apadrinarme. Creía en mí y pensaba que yo podía hacer grandes cosas. Me pidió un guión para presentarlo a unos amigos suyos, productores importantes de verdad. Yo había escrito un guión de misterio,
La muerte…
. Conrado organizó una lectura en su casa con sus amigos. Al llegar allí me encontré con una audiencia breve e insólita: unos matrimonios de la alta burguesía listos para irse a comer a Jockey y a tomar copas al Rex. Tomamos un café y yo me puse a leer en voz alta. Ellos aguantaron el coñazo, con aparente interés. Al día siguiente me contrataron para hacer la película. El guión les gustaba, pero me pidieron unos retoques para hacerlo más creíble. Yo estaba de acuerdo. Leyendo en voz alta, llegué a la convicción de que mi historia era divertida y llena de sorpresas, pero inverosímil y loca. Belmar me puso a un coguionista, Luis de Diego, un escritor interesante que colaboraba con Ladislao Vajda, un húngaro inteligente y culto, que había hecho esa tarta rosa de
Marcelino pan y vino
, que había arrasado la taquilla, y una obrita maestra
El Cebo
, con la que en España se había partido los piños, como es lógico. Me encantó la idea de colaborar con Luis; sobre todo que yo me temía lo peor —un guionista clásico del cine español—.

Y nos pusimos al trabajo. Yo sabía que mi guión era un castillo de naipes y que en cuanto lo atacáramos un poco, se nos vendría al suelo. Y se nos vino. Y casi tuvimos que recomenzar desde cero. El resultado entusiasmó a casi todos. Era otra cosa más seria, más sólida y menos enloquecida. A nuestro eventual coproductor —el sempiterno Marius Lesoeur— en cambio, no le gustó, sobre todo cuando Belmar le pidió un pastón para coproducirla. Así que Belmar tiró por la calle de en medio y lo produjo solo, conservando sólo a dos de los actores que Lesoeur y yo habíamos escogido para la coproducción: George Rollin, un actor de teatro, sobre todo, magnífico, y Danick Patisson, menos magnífica pero bellísima y perfecta en su personaje. Hicimos la película con tiempo, con medios. Belmar la produjo de modo impecable y yo pude rodearme de técnicos y actores de mi elección, entre ellos Conrado San Martín
(of course)
. Juan Mariné hizo la foto —en un espléndido blanco y negro— y Tony Cortés se encargó de la dirección artística. Antón García Abril compuso una banda moderna y de gran calidad y yo mismo, a petición de Antón hice el
blues
tema del título y otras músicas de jazz. Cuando presentamos la película a la censura, ésta y el Ministerio acababan de dar un cambio importantísimo. Fraga Iribarne era el nuevo ministro de Información y Turismo, y García Escudero, director general de cine. Ellos se rodearon de gente más joven y entendida, y empezaron a poner patas arriba todo el invento. Querían sacar a España del oscurantismo, cargarse a los vetustos pilares de nuestro cine, renovar las filas. Todo, eso sí, dentro de un orden. Las primeras películas que clasificaron hicieron tambalearse a los intocables: los Orduña, Luis Lucía, o Rafael Gil fueron calificados de segunda B o tercera categoría, de un día para otro. Y mi película fue la primera en ser considerada de primera por la nueva junta. Todos los del cine empezaron a mirarme con otra cara: los viejos aun con mayor enconamiento y desprecio, los nuevos con moderada simpatía. La censura se liberalizó algo, no en lo ideológico, pero sí en el
muslamen
y el liguero. Ahí nació la frase: «¡Con Fraga hasta la braga!». Pedían a los productores las «dobles versiones» y ¡las autorizaban! Claro que eran unas versiones de una pacatería y un acojonamiento de lo más infantil, pero consiguieron, durante un tiempo, que la gente se ilusionara y consumiera unos cuantos bodrios para ver a sus artistas enseñar sus tripas y sus redondeces. Menos da una piedra. Belmar se reconcilió con Lesoeur y éste se encargó de la venta de mi película. A mí me contrató por varios años. (Ya lo había hecho con Berlanga y con Forqué, y se pavoneaba de tener contratados a los tres mejores directores del cine español). Sé que él quería lo mejor para mí, que yo me convirtiera en el nuevo Antonioni. Me hacía leer algunas historias que no me interesaban, y yo a él tres cuartos de lo mismo. Así estuvimos varios meses, reuniéndonos, comiendo o cenando juntos, con Conrado San Martín y señora, hablando y hablando. El era un hombre bueno, que no sabía muy bien lo que quería, pero a través de esas sesiones fui conociéndole mejor. Debo decir que me pagaba religiosamente todos los meses y que podría haber seguido en ese estatus un par de años. Pero a mí no me valía. Yo quería hacer cine, no perder mi vida con discusiones macabeas. Conseguí escaparme un par de veces a París, con la complicidad de Lesoeur, que llamaba a Belmar y le decía el texto que yo le había enseñado, con un acento repugnante: «Yo necesito que Jess viene a París para versión francesa de
La muerte silba un blues»
. Y yo me largaba unos días a respirar la polución de los Champs Elysées, e irme al cine para ponerme un poco al día. Llegué a tomarle cariño a aquel olor a gasolina, y hasta a Marius Lesoeur, que sabía más de cine que todos aquellos productores del franquismo. Había entre Lesoeur y Belmar diferencias esenciales. Mientras éste pretendía tímidamente que yo asistiera a las sesiones de rezar el rosario, que se pegaban a diario los Belmar y los San Martín en santificada promiscuidad, con Marius aprendí a conocer los mejores
bistrots
baratos de la ciudad. (Varias veces le sugerí que hiciera una guía de aquellas tabernas maravillosas y hoy casi desaparecidas). Entre las letanías de los misterios gozosos y el muslo de pato confitado, mi elección era clara. Como lo era entre el
beaujolais
y el Viña Albina, o entre el Palacio de la Música y el casposo e inolvidable Midi-Minuit de los bulevares, donde además, ponían mis películas y el personal las gozaba. Belmar se apareció de pronto en una de aquellas escapadas. Tomó una habitación en el hotel que yo me alojaba, un hotelito encantador detrás de los Campos Elíseos. Oficialmente, venía para sus negocios del calzado y a seguir discutiendo de la cuadratura del círculo. Lesoeur me había ofrecido una «peli» de terror y me había dado a leer la historia, de un escritor francés, René Sebille. Eran apenas veinte páginas, pero me parecieron excelentes. Lesoeur estaba de acuerdo en coproducir con Belmar, pero me dijo que si no quería, él tenía un coproductor español dispuesto a hacerla «ya». También quería que hiciera unas secuencias adicionales para
La muerte silba un blues
, que le gustaba mucho, pero echaba en falta dos o tres momentos algo más libres, y bien sabe Dios que llevaba razón. Belmar dio su bendición y se volvió a Madrid. Así que rodé una mañana en París unos discretísimos planos «sexy» y se lo mandamos a Belmar. A Lesoeur le bastaba algunos minutos de
show
para intercalar en las secuencias de cabaré que ya existían en el film. Nadie le dio al rodaje la menor importancia, nadie se escandalizó o rugió, ni de excitación ni de rechazo.

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