Memorias del tío Jess (36 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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Unos días más tarde el príncipe me despertó a las dos de la madrugada. Habían decidido que yo me incorporara inmediatamente a
Campanadas a medianoche
, con todo mi equipo de Madrid, lo más pronto posible. Así que hicimos el petate y nos fuimos a la provincia de Barcelona, muy al norte, a un parador en Berga, que distaba unos sesenta kilómetros del lugar de rodaje: el ruinoso monasterio románico de Cardona. Después de un viaje apocalíptico por las carreteras pirenaicas de aquellos tiempos, llegamos a Berga, a un hostal bastante inhóspito, donde dormimos unas pocas horas. Muy de mañana, el funesto príncipe me llamó para anunciarme que Welles me esperaba abajo para desayunar y hablar conmigo. Me quité las legañas con agua helada de la montaña, que me dejó paralizado de estupor, y bajé. Allí estaba Orson, tan fresco como una rosa, con su guión de tapas duras y un tomazo. Me dijo que había dormido muy poco, enfrascado en la lectura. Miré el tomo. Eran las obras de Xavier Zubiri, un filósofo árido si los hay, del que yo no he conseguido leer más de tres líneas, porque a la cuarta me pierdo. El estaba desayunando queso en aceite con pan de payés y vino tinto. Me ofreció pero yo decliné la invitación diciéndole que si me tomaba tal desayuno, tendría que irme a la cama, seguramente a morir en pocos minutos. Él se rió y me dejó tomar un vulgar café, que era repugnante, pero fuerte. Me dijo que rodara la secuencia de los títulos. Me hizo traer un guión y me abandonó a mi suerte. Aquella secuencia era un paseo bajo la nieve de Falstaff y Shylock, recordando viejos tiempos. Empezaba a aparecer el equipo, muy numeroso, y con gente estupenda. Yo pregunté que quién hacía de Shylock, pero nadie sabía quién era. Juan Cobos conocía ese nombre, pero el actor que lo encarnaba —el genial actor shakesperiano Alan Webb— no había llegado aún a Cataluña. Dado que Orson Welles no parecía dispuesto a hacer de actor por el momento y que no había ni un copo de nieve en los alrededores, busqué a Orson y le conté mi problema. El se rió a carcajadas. Me dijo que ahora el fondo de títulos era el asesinato de Ricardo II en el templo. Entre Cobos y un ayudante de dirección —un chico encantador que, además, sabía un huevo—, me dieron las informaciones precisas para matar a Ricardo II, que era un especialista de Barcelona. Nos fuimos a Cardona, un lugar maravilloso, pero a punto del total desmorone. En la iglesia encontré un pedazo más o menos creíble para la escena y me puse a rodar con mi equipo, con auténtico frenesí. De vez en cuando, oía el chirrido de la puerta al abrirse y adivinaba la silueta enorme de Orson, que me espiaba desde las sombras. Pero no entró ni dijo nada, aquello iba bien. Rodé un montón de planos. Cuando ya no se me ocurría nada más, me fui a verle a su rodaje, en el mismo monasterio. Y le di la buena nueva.

—Acabo de matar a Ricardo II. ¿Qué hago ahora?

El soltó una de sus sonoras carcajadas y me mandó a descansar al hotel. Cuando dos horas después yo llegué a Berga, el funesto príncipe me estaba llamando:

—¡Orson quiere que vuelvas ya!

Así pasé casi un año de mi vida, yendo y viniendo. Localizando decorados, vistiendo a príncipes y menesterosos, rodando y esperando angustiado su opinión sobre mi trabajo. Lo cierto es que en general, él no decía nada. Alguna vez mi trabajo le debió de gustar más de lo normal, porque me levantó en vilo con sus brazos enormes y me plantó dos besos en las mejillas. Aveces me regañaba.

—¿Por qué has rodado tan largos los planos de los trompeteros?

Y luego, unos días más tarde, me pedía que rodara quince o veinte planos más como ésos. Y en montaje convertía la secuencia en algo cómico, con aquellos trompeteros incordiando a Marina Vlady y a N. Rodway, que intentaban hacer el amor a pesar del coñazo de los clarines que reclamaban a Norman para salir hacia la guerra. El convertía, como un mago, las cosas, las embellecía con sólo su talento. Fue una experiencia única y enriquecedora, en todos los sentidos, menos en el práctico. Era inimitable. Improvisaba todo el tiempo, nunca sabía cuál iba a ser la escena siguiente. Se paseaba, cada mañana, con su enorme cigarro, mientras todo el equipo esperaba, apartado, a que marcara, por fin, el primer emplazamiento de la cámara. Si alguien osaba romper el silencio e iniciar una tímida pregunta, gritaba: «No questions!». Tiempo más tarde, un día que estaba pletórico por Dios sabe qué razón, yo le solté:

—Orson, ya he comprendido por qué dices siempre «No questions».

Arrugó la frente, lo que en él era casi una muestra de cariño.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Porque «No answers!».

Se estuvo riendo un largo rato y luego, repentinamente serio, me hizo jurar que yo no se lo diría a nadie.

De vez en cuando me recordaba que teníamos que seguir
La isla del tesoro
, aunque creo que se lo decía a sí mismo, en voz alta. Yo no comprendía nada de aquella historia.
La isla del tesoro
reaparecía en la cabeza de Orson y, como consecuencia, en la mía con periódicas intermitencias. El estaba en pleno, glorioso rodaje de
Campanadas
. Los mejores actores de Europa venían a rodar papeles inferiores a su categoría por el lujo de rodar con él. John Gielgud, Jeanne Moreau, Walter Chiari se iban sumando al colosal reparto. Emiliano Piedra, el único que financiaba la producción, debía de estar al borde del suicidio. Estaba seguro de que el
budget
firmado por Welles ya estaba sobrepasado. Orson iba tachando del gráfico, con lápiz rojo, todas las secuencias que iniciábamos, pero que no terminábamos casi nunca. Y encima estaba
La isla del tesoro
, como un fantasma que surgía de las aguas de vez en cuando. Pero una tarde, el príncipe italiano, que se creía mucho más listo de lo que era, me invitó a tomar el té en su apartamento, oferta insólita, que yo, por supuesto, acepté lleno de estupor. Tasca estuvo hablando y dando rodeos, que yo iba traduciendo al lenguaje normal y claro mientras me bebía aquel estúpido brebaje británico. Y comencé a comprender algo de toda una trama, nacida probablemente en la mente de aquel sinuoso Fuché de guardarropía y príncipe de nada.

Para hacer
Campanadas
y
La isla del tesoro
se necesitaba un pastón. Emiliano Piedra, engañado por Orson, creía que bastaba una inversión total de 750.000 dólares y Piedra aceptó. No era un hombre rico, como Salkind, Richmond y otros productores de Welles, pero sí podía llegar a cubrir esa cantidad, ayudado por los bancos. Orson había prometido un contrato con los americanos, que se podía convertir en dinero, que los bancos adelantarían, siempre que la casa americana fuera solvente y el contrato fuera de obligado cumplimiento, es decir, irrevocable. Para obligarse así, ellos pedían lo que se llamaba una «garantía de buen fin», es decir, que la película se terminara y en los plazos previstos. Sólo había dos compañías en el mundo capaces de asumir tal responsabilidad, inglesas las dos: la Lloyd’s y la London Film Finances. Lo malo es que Welles tenía un pésimo nombre en ambas: o se pasaba de presupuesto, o no terminaba sus films, al menos en las fechas estipuladas en los contratos. No se fiaban de él; podía desaparecer durante seis meses como hizo en la pos-produccion de
El proceso
. La Interpol acabó encontrándole en Montoro, Córdoba, a donde se había escapado con sus montadores para montar el film tranquilo, llevándose allí todo el material rodado. Nadie dudaba de su talento, de su genialidad, pero querían —todos— controlarle. A los aseguradores les importaba un carajo la calidad del producto final, pero querían estar seguros de que el producto existiría y en el tiempo previsto. Y ahí es donde, sin imaginármelo siquiera, un pobre y joven realizador, Jesús Franco, se convirtió en pieza esencial. Mi nombre estaba limpio en las dos compañías, que ya habían asegurado alguna película mía con los franceses. Le dijeron al príncipe que si yo me comprometía al buen fin de la operación, harían al contrato. Y eso es lo que Tasca me pidió mientras se bebía aquel té repugnante. (Luego supe que no era la primera vez que ocurría algo así: Norman Foster y Robert Parrish ya habían interpretado ese papel en films anteriores). Yo, por supuesto, dije que sí. Le firmé a Tasca setecientos papeles y me fui de allí con el estómago revuelto no sé bien si por aquel té asqueroso o por toda la historia. Estuve andando varias horas sin rumbo fijo, y atando algunos cabos. En primer lugar, me parecía monstruoso que un genio como Orson tuviera que recurrir a un gilipollas como yo para poder hacer su film, y una serie de imprecisas incógnitas comenzaron a despejarse en mi cabeza, pero al mismo tiempo, los hilos tejidos por una prima tonta de Ariadna iban enredándose en mis cojones y en mi corazón. ¿Quería Orson de verdad hacer
La isla del tesoro
conmigo, o aquellas semanas de rodaje habían sido un truco para mostrar al distribuidor americano que ya estábamos rodando y sacarle una pasta gansa que él ya no era capaz de conseguir con su nombre y el de William Shakespeare? ¿Mi pasión por Orson no acabaría siendo mi ruina más total? Cuando le dijo a la prensa de París «He encontrado a un director en España, a quien puedo confiar cualquier rodaje, porque lo hace como si fuera yo mismo», ¿lo pensaba de verdad?, ¿o sólo quería apuntalar el crédito pedido a mi nombre? ¿Tuvo él, alguna vez, la intención de producir
La isla del tesoro
? En aquel momento estaba entre la espada y la pared. Oficialmente, el rodaje había casi concluido pero él —y yo— sabíamos que no era cierto. Claro que yo podía hacerme el sueco y seguir rodando los planos que él me confiara, como si tal cosa, o podía subirme al poni de la hermanita de Charlie Brown y marcharme lo más lejos posible.

De repente, me acordé de Ernest Badinter. Era un joven y excelente abogado a quien yo conocía de jugarme el aperitivo a los dados en un pequeño bar cerca del Elysée. Un día me había dicho que su cliente Harry Salzman (el productor de los James Bond) quería poner su nombre en un film de prestigio, como los que había hecho en el pasado, con Karel Reisz o Tony Richardson, prestigiosos pero ruinosos, y que estaría dispuesto a una inversión inmediata. Hablé con Emiliano Piedra, que me pidió que me fuera a París en el primer avión. Al día siguiente yo entraba en el despacho de Badinter con una docena de fotografías espléndidas del film. Mientras terminaba de verlas, Badinter, que era un tío cojonudo —no mucho tiempo después fue ministro de Justicia con Mitterrand— llamó a Salzman a Londres y le dijo escuetamente: «Véngase a París. Tengo la película que necesita». Salzman apareció en un tiempo récord. Yo llevaba unas listas de actores y técnicos del film. Les echó un vistazo de aprobación y se quedó maravillado ante las fotos. Me dijo que quería ver una hora de proyección del primer montaje, a la semana siguiente, y, si era de la misma calidad, se quedaría con el film. Yo me volví a Madrid, feliz. Y, ¡oh sorpresa!, recibí la primera y única bronca de Welles, por meterme donde no me llamaban. No le gustaba Salzman, ni quería hacer un primer montaje que le condicionaría después para el definitivo. De repente, con una sonrisa malvada, me dijo:

—¿Te has comprometido a que yo haga un primer montaje en unos días? Muy bien, pues hazlo tú y se lo enseñas al cabrón de tu amigo.

Y lo hice. Sin comprender nada, pero lo hice. Durante tres días y tres noches sin apenas descansar, ayudado sólo por el príncipe Tasca, que me traía a la moviola cafés y bocadillos. Salzman acudió puntualmente a la cita. Habíamos hecho hora y media de un primer montaje. Emiliano Piedra asistió a la proyección. Salzman la interrumpió antes de terminar el visionado. Yo hacía de único intérprete porque nadie más podía hablar otra lengua que la suya, y mal. Emiliano le pidió una fortuna. El no pestañeó. Dijo que cuando veía algo tan hermoso, él no tenía fuerza para discutir de dinero. Se marchó a Londres tras pedir una serie de datos, y sobre todo, dar una fecha tope para la entrega del film terminado. Había seis u ocho meses por delante, pero anunció que si para entonces no tenía el film acompañado de una carta de Orson autorizando su exhibición, el acuerdo quedaría anulado. Los meses siguientes fueron muy duros para mí. Parecía que nadie me perdonaba el que yo hubiera cometido la cabronada de vender
Campanadas
a uno de los mejores productores del mundo, y forrado, además, de pasta. Yo, tengo que decirlo, hice todo mi trabajo y mis gestiones sin ningún interés material. Todo lo que gané fue un salario menor que un ayudante cualquiera del equipo. Ahora, Orson apenas me dirigía la palabra. Le dije al productor y al príncipe que si querían me marchaba. Pero los dos reaccionaron muy vivamente, quitándole importancia a su actitud. Se volvió incluso a hablar de
La isla del tesoro
(se estaba convirtiendo en un tema recurrente). Y Orson volvió a tener en su moviola el material rodado. Descubrí que Juan Cobos me odiaba a muerte, Dios sabe por qué complejo atávico en el que mi mente se negó a profundizar. El tiempo corría y se aproximaba la fecha de entrega del film. Orson ya había dado la imagen por buena, pero rechazó las mezclas de sonido en Madrid, Barcelona, Roma, Milán, Londres o París, parece que no había un estudio que le conviniera. Emiliano Piedra, que había conseguido, gracias al contrato con Salzman, una moratoria para sus pufos millonarios, adelgazaba por días, temiendo que la fecha fatídica llegara y Orson no hubiera firmado la carta de autorización. Por fin, Welles dio su O.K. a un estudio, S.I.S, que estaba a unos cien metros de mi casa, en París, y cuyo técnico, Couttard, era realmente magnífico. Se trabajó día y noche hasta terminar la mezcla. Orson se durmió antes de finalizar, pero Couttard la terminó por su cuenta y riesgo. Dos días más tarde, la copia estaba lista. Acompañé a Emiliano a la oficina de Badinter. El mismo nos abrió la puerta. Con una torva expresión en su semblante, nos dijo:

—Pasad, pasad.

Entramos en el despacho, cargados con las cajas de la película. Allí estaba Orson Welles, desautorizando la operación y advirtiendo que él no había aprobado las últimas mezclas de sonido. Y no hubo nada que hacer. El contrato fue anulado. Un hombre de confianza del principal banco acreedor, productor él mismo, y de los mejores que había en aquel tiempo, tomó las riendas del asunto. Consiguió que la película fuera invitada, fuera de concurso, al festival de Cannes, y que Orson aprobara, por fin, las mezclas. La proyección tuvo tal éxito que, pese a pasarse fuera de concurso, el jurado le dio el gran premio y esto hizo que se arreglara el contrato con Salzman y que Emiliano volviera a recuperar la fe en la vida, y unos cuantos millones. En cuanto a mí, nadie me dio las gracias. Ni siquiera aparezco en los títulos del film, y bien sabe Dios que hay unos ciento cincuenta planos, por lo menos, sudados y rodados por este humilde servidor. (A ver quién es capaz de decir cuáles). Y es que lo importante para mí es todo lo que aprendí de aquel monstruo del cine. Se ha querido quitar trascendencia a su obra como si hubiera una nueva conjura judeomasónica, pero a mí que no me vengan con ésas. Orson era un creador puro, el ojo más lúcido y creativo, un montador y un director de fotografía extraordinario, un decorador, un
art director
, un dialoguista, un contador inigualable de historias. Decía Horacio en
Hamlet
, hablando del vicio de la bebida en el pueblo de Dinamarca: «Todas sus demás virtudes, por grandes que éstas sean, se ven empequeñecidas, por este defecto particular, en el dominio de la razón». Y he aquí que el personaje de Orson contradice rotundamente esa afirmación. Con todas sus reacciones infantiles, sus fobias o filias, sus supuestos manejos para sacar pasta de aquí y de allá, sus contradicciones de contador de cuentos chinos o su posible ambigüedad sexual, sus falsas narices pegadas en el último minuto, antes de ponerse ante la cámara, o su supuesto acento del Midwest que le acomplejaba, ninguno de estos defectos puede ensombrecer la figura de uno de los pocos genios que en el cine han sido, junto a Eisenstein, John Ford, Mumau, Erich von Stroheim, Luis Buñuel y pocos más.
Saravá
, Orson.
¡Saravá!

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