Memorias del tío Jess (16 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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Jack Palance en
Justine
(1969).

Capítulo XI

April in Paris

Guardo un recuerdo indeleble y agridulce de mi primer viaje al extranjero. Por supuesto, iba en tercera porque no había cuarta, en un tren de chimenea y carbonilla que, iba, además, repleto y lentísimo. Paraba en todas partes, incluso en medio del campo, y uno tenía la impresión de haber sido abandonado para siempre allí. Viajaba, en principio, lleno de ilusión, de entusiasmo. Sabía que no me lo pondrían fácil, los esbirros del franquismo, pero nunca pensé que su sadismo alcanzara tales cumbres. Estaba sentado sobre unas barras de madera que se clavaban en el culo, en un asiento para tres ocupado por cinco, que, pobres, intentaban sacar tarteras y bocadillos. Si no hubiera sido por el olor a chorizo y por las boinas, me habría creído en un tren del Oeste a punto de ser asaltado por los apaches. Un hombre, montado sobre su borrico, que había perdido el tren, consiguió alcanzarnos, saltar y coger al vuelo la maleta de madera que le lanzaron. Yo parecía ser el único que iba a Francia. Luego supe que la mayoría iba a La Rioja, para la vendimia. El tren hacía un recorrido absurdo, eterno. Yo me quedé dormido, vencido por el sueño a las seis o siete horas de viaje, justo después de la cuarta pasada de la policía y el revisor, que te pedían el billete y la documentación después de cada parada importante. Me despertó el mismo policía, con unos golpecitos en el hombro.

—Documentación.

Desde mi más tierna infancia me han molestado los golpecitos en el hombro, y si son para despertarme, mucho más.

—Hombre, soy el mismo de hace un rato.

Me miró desde su bigote, enorme y negro.

—Los papeles o le bajo del tren.

—Los papeles, claro.

Se los di.

—¿Adonde se dirige?

—A París.

Todo el vagón se volvió a mirarme como si hubiera dicho a Marte.

—¿Y a qué vas, a la vendimia también o a que te den por el culo?

La gente le rió la gracia, yo no.

—Soy estudiante.

—¿De qué? ¿Quieres ser modisto?

Me saqué una respuesta a lo Pinilla.

—Voy a estudiar la influencia en Le Corbusier de las estructuras de las estalactitas y estalagmitas de la Alta Provenza.

El poli decidió dejarme tranquilo. Sólo dijo para la galería:

—Yo, en tu lugar, iría con el culo bien pegado a la pared. Por si acaso te la quieren encalomar, esos maricones.

El tren hizo una nueva parada, poco después. Resultaba que estábamos en Medina del Campo, Valladolid. La angustia se apoderó de mí. ¿Qué coño hacíamos en Valladolid? ¿Me había equivocado de tren? Miré a mi alrededor, buscando a alguien con cara de saber algo de trenes, pero sólo vi rostros cansados, adormilados. Tenía a mi lado a una viejecita que se parecía a Doña Rogelia, y llevaba a un niño mayor que ella en sus rodillas. Le pregunté si aquél era el tren de Irún.

—Creo que sí, hijo.

—¿Y pasa por Valladolid?

—Ya lo creo. Y no pasa por Granada porque no tenían más vía.

—¿Y ustedes adonde van?

—A Alsasua. Tengo una hermana viuda, allí. La madre del chico. Como está muy enferma, vamos a ver si la pillamos aún con vida.

Tenía un acento vasco muy suave y agradable.

—A ver si al menos llegamos al entierro.

El niño le dio un tirón de la manga y dijo algo en vasco. La vieja trepó hasta su equipaje, con agilidad, y sacó de su hatillo un envoltorio. Lo abrió y el vagón se inundó de un olor apetitoso. Había en él un pedazo grande de un queso de corteza marrón, y un pan. Con una navajita diminuta cortó un pedazo y se lo dio al niño, que empezó a comer con ansia. Ella le dijo algo en vasco y el chaval frenó su ataque hasta que la mujer partió a mano un pedazo de pan y se lo dio. El chico atacó de nuevo, diciendo algo que no entendí. La mujer se disculpó.

—Perdone que hablemos nuestra lengua, pero Andoni se ha criado en Artikutxa, en el monte. Allí sólo hablan vasco.

—Pero está prohibido, ¿no? Si la oyen los polis…

—Si el chico no entiende otra cosa, yo tendré que hablarle en vasco, ¿no?

Iba a responder que a mí me parecía bien que hablaran lo que les diera la gana, pero de repente nuestro vagón se llenó de gente: unos sacamuelas que rifaban unas ristras de chistorra con unas cartas diminutas de la baraja, otros que vendían tortas, rosquillas, bocadillos. Un raterillo surgido de la nada le quitó el bolso a una señora, en el compartimiento vecino. Se armó la de Dios: carreras, gritos. Esta vez el poli bigotudo había desaparecido, justo cuando era necesario. Pero redujeron al ladrón, que era un crío.

—Como te muevas, te espanzurro —amenazó el revisor.

Y vaya si se movió. Cada dos por tres intentaba escapar, hasta que lo logró y saltó del tren. No debía de ser muy ducho en la materia porque se dio un hostiazo de espanto. El revisor tiró de la alarma y el tren se detuvo perezosamente. El ladronzuelo, lleno de sangre y de polvo, quería echar a correr, pero debía de tener una pierna rota y cayó lanzando alaridos de dolor. Mi vecina se persignó, murmurando algo que no comprendí. Y entonces, como surgidos de la nada, aparecieron dos civiles a caballo. Me extrañó no oír la cometa del 7
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de Caballería. Se lanzaron heroicamente sobre el pobre chaval y se lo llevaron en un santiamén. Yo pregunté qué era lo que había robado el chaval. El revisor me respondió que era un reincidente y que ya había estado en chirona varias veces. El tren siguió su camino. Siete horas después llegamos por fin a Irún, donde tuvimos que bajar del tren con los equipajes, hacer una cola interminable hasta la ventanilla donde miraron de nuevo mis papeles, y por fin, oí el sonido del tampón, marcando SALIDA en rojo sobre mi pasaporte, con fecha y hora añadidas a mano. ¡Qué maravilla! Su excelencia el Caudillo, por la gracia de Dios —en Madrid decíamos «por una gracia de Dios»— me permitía salir de mi hermosa patria para enfangarme en la trama del pecado, el vicio y la decadencia. En la frontera, encontré una cara conocida de la facultad, una chica muy simpática y atractiva.

—¡Hola! ¿Tú eres de aquí?

—No, ¿y tú?

—Tampoco.

Tras aquella brillante introducción, me dijo que viajaba a Francia por segunda vez. Estaba más contenta que unas pascuas pues salía otra vez de la mierda. A mí me pareció una mezcla de Ava Gardner y Martha Toren, y además, hasta olía bien, y no como los del vagón. Ella viajaba en segunda, por eso no nos habíamos visto antes. Lo de viajar en segunda le parecía a la chica algo extraordinario.

—Si quieres, podemos ir juntos.

Yo, sintiéndome un paria de la India, un leproso de Filipinas, o simplemente el español medio, confesé que viajaba en tercera. Ella se echó a reír.

—No seas bobo, en Francia no hay tercera.

Miró mi billete: «Seconde classe». ¿Lo ves? Como yo. Lo guapa que me parecía esa chica me hizo pensar en lo feos y sucios que eran los otros viajeros, y los guardias y el revisor. ¡Qué feos éramos los españoles, Santo Dios! Feos, cetrinos, cejijuntos, barbudos, bajitos y cabreados, y yo era uno de ellos. Limpio, eso sí, que mi hermana Lola me ilustró de niño: «Por pobre que seas, siempre hay grifos».

«¿Por qué están tan enfadados esos hombres tan bajitos?», le preguntó un turista americano a Julio Camba. Al no recibir respuesta, el americano concluyó: «Debe de ser porque no tienen dinero». Hay que reconocer que en ese sentido las cosas han cambiado bastante: somos menos bajitos, menos cetrinos, mucho más limpios y, económicamente, hemos pasado de no tener ni un duro a no tener ni un euro, lo que implica un progreso indudable. Aun así, los españoles seguimos estando cabreados, y razones no nos faltan, aunque hoy en día no podamos culpar más que a nosotros mismos de la mayor parte de los males que nos aquejan. Es cierto que durante el
siglo y medio
que duró el franquismo, todos tuvimos el cerebro escayolado, pero eso creó una odiosa pereza mental. Ya que no debíamos pensar, ¿para qué intentarlo? Aquellos hombres que tomaron el poder súbitamente, los tecnócratas, nos daban unas migajas de progreso: un Seat Seiscientos, una pequeña Ley Orgánica, un hiero, un chocolate del loro. Pero había que seguir cultivando el nacionalismo pedestre, encerrarnos en las virtudes patrias, puesto que los ingleses nos odiaban desde Trafalgar, y los franceses desde Francisco I. Cuando yo crucé la frontera por primera vez, tuve la impresión de haber entrado en otra dimensión. El tren en el que subí inmediatamente estaba limpio, no olía a rayos, y todo estaba más cuidado y confortable. Con mi compañera de facultad —se llamaba Carmen— me instalé en un compartimiento para seis personas, que tenía puerta corredera, cortinas y ¡visillos! La educación y la diligencia de los empleados me parecieron falsas y hasta sospechosas. Nadie hablaba a gritos ni intercambiaba insultos con el vecino. No estaban cabreados. El tren partió a una velocidad que me pareció casi suicida. Durante un largo rato, Carmen me contó cosas de Francia, nada trascendentes, porque ella era una chica normal. A ella le gustaba el país pero decía que los franceses eran muy pedantes y sentían un profundo desprecio por los españoles. Yo no supe qué responder. Me faltaban datos en aquel momento, pero intuía que a ella también le habían comido el coco con las chorradas del franquismo. Yo he vivido más de veinte años en Francia, en la época de la dictadura, y después en la transición, y por fin durante el felipismo. He estado amancebado primero y luego casado largo tiempo con Nicole, una burguiñona recriada en París y cuya hija, Caroline, ha sido siempre como mi hija. He tenido y tengo grandes amigos en Francia, y creo conocer un poco su forma de ser y de pensar. Y me gusta. Es un pueblo más culto y más serio que nosotros. En general son más fieles a sus principios, más demócratas, menos veletas. Su orden de valores es más claro, más adulto. No son simpáticos ni aduladores, pero son mucho más leales y constantes. En aquellos tiempos del cuplé franquista, no odiaban casi a los españoles, éramos casi sus europeos favoritos, porque vivíamos bajo la tiranía. Claro que ellos eran antiamericanos, antingleses, antialemanes, por razones de índole diversa. Con los españoles, Francia ha tenido siempre la actitud de hermano mayor, que quiere y hasta ríe las gracias del insensato de su hermanito porque, ¡ojo!, ese hermanito puede ser Picasso, o Dalí, o García Lorca, o Luis Buñuel, y como son adictos a la cultura, serán siempre más propensos a admitirte en sus filas que los demás europeos, incluido el resto de los españoles.

Yo estaba feliz en aquel tren, camino de París. Carmen, mi acompañante circunstancial, se echó sobre mis rodillas y parecía dormir. Yo no podía pegar ojo. En cada parada quería saberlo todo: dónde estábamos, cómo era la región, cuánto nos faltaba para llegar. En Poitiers subió una pareja muy joven que se instaló frente a nosotros. Al cabo de unos minutos empezaron a darse el morro. Carmen me cogió la mano, y enseguida empezamos a hacer lo mismo. Anocheció y yo ya no sabía dónde estábamos. Los chicos de enfrente cerraron el compartimiento, que quedó casi en la oscuridad, y ellos pasaron a mayores. Carmen tomó de nuevo la iniciativa de forma inequívoca. Me metió la lengua en la oreja y me puse como un toro. Durante las horas siguientes sólo se oirían, amén del silbido del tren y los ronquidos de una vieja gorda, que era nuestra única acompañante, los jadeos y gruñidos característicos de gentes que hacen el amor civilizadamente. Por primera vez en mi vida gocé como un enano. Aquel tren me estaba liberando, de golpe, de todos mis terrores ancestrales, estaba limpiando mi cabeza de las sombras maléficas de abades mitrados, de fariseos familiares y demás carroña. Cuando por fin el revisor entró en el vagón anunciando su llegada con golpes en el cristal, se encontró con una vieja adormilada y dos parejitas con el cabello demasiado revuelto, que le miraban con sonrisa estúpida. Estábamos llegando a París. El revisor comprobó rápidamente nuestros billetes, y se fue con una frase formularia tipo: «Bonne sejour á París». Los otros jóvenes, a quienes yo había tomado por franceses, dijeron algo que a mí me sonó a alemán. El tren paró y yo solté un «Auf wieder sehen», por si colaba, al que respondieron con entusiasmo. La vieja no dijo nada, pero ella era, de seguro, francesa. Al levantarme para salir le dije un discreto «Au revoir, madame». Ella nos guiñó un ojo, en gesto de complicidad. Aquella mujer no nos odiaba ni estaba escandalizada. Puede que, simplemente, le hubiéramos traído un grato recuerdo de su juventud.

En el andén, mucho menos ruidoso que los españoles, un hombre mayor que Carmen, que parecía salido de una comedia de Henri Decoin o sea, un fino, se aproximó a ella y se besaron de un modo que dejaba bien clarito que eran amantes. Nos despedimos con un apretón de manos, como todo el mundo, y ellos se alejaron tan felices. Yo lo sentí porque Carmen parecía una chica estupenda, pero en el fondo me alegré. Había soñado muchas veces con recorrer, descubrir París, pero no con ella. Así que cogí mi escueto equipaje y me adentré en ese mundo atractivo que es siempre una ciudad desconocida.

Ya he dicho muchas veces que en Europa hay, básicamente, dos grandes ciudades en las que podría vivir para los restos: París y Londres. No es fácil aclimatarse a ellas, pero poseen todo lo necesario para no echar de menos otros sitios. Luego, hay un segundo rango formado por algunas urbes más asequibles, pero que no llegan a la perfección de las dos primeras: Berlín, Múnich, Zúrich, Barcelona, Lisboa, por diferentes razones, formarían esa segunda división A. La lista tendría un furgón de cola compuesto por Madrid y Tirana, la capital de Albania, sobre todo porque no he estado nunca en Albania. Quise ir varias veces, llegué incluso a la frontera, desde Montenegro. Era en tiempos de la dictadura, y no me dejaron entrar, así que decidí no insistir más. Muertos Enver Oxa y el marxismo, prefiero ir a Colmenar de Oreja, que me pilla más a mano.

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