—Que le digan a donjuán que estos tejados de pizarra le han quedado demasiado claritos. Que los ponga más negros. Quiero que todo sea más austero.
Y los pobres tíos, otra vez para abajo, echando el bofe. Las chicas se habían quedado impresionadas, pero comentaban entre ellas que preferían Versalles.
¡Qué jodías!
Yo también.
A pesar de todo, bajamos todos de la silla y empezamos a intercambiar nuestra saliva castellana y recia con la de las chavalas francesas, que además no eran francesas, sino suizas, de Ginebra. Y de pronto, como surgidos de la nada, aparecieron dos tricornios, negros como alas de grajo.
—¿Qué hacen ustedes aquí?
—Nada —respondió Agustín, lívido, mientras las dos chicas retrocedían temblorosas.
—Nosotras, turistas, con amigos para ver monasterio.
Estaban, a pesar de todo, menos acojonadas que nosotros. Uno de los guardias nos echó un frío vistazo.
—¿Vosotros sois de la universidad?
Yo respondí rápido:
—¡No!
Pero oí, al tiempo, la voz de Agustín:
—Sí.
—¿Sabéis que os puedo llevar a los cuatro al cuartelillo?
Las chicas habían sacado sus pasaportes, que el otro guardia apenas miró. Dijo, con tono de experto:
—Suizas, ¿no?
Me miró a mí. Como yo soy bajito y con gafas, siempre me he llevado la primera hostia.
—Vosotros sois menores, ¿verdad?
Los dos éramos menores. Todos los españoles éramos menores hasta los veintiún años y las pobres mujeres hasta los veintitrés. Sin duda, algún cerebro preclaro había decidido que las hembras, hasta esa edad, eran inmaduras o pelotudas. Agustín, más práctico que yo en las miserias locales, empezó a explicar que habíamos tenido un rapto de entusiasmo ante aquella silla imperial y queríamos sólo dar un besito de confraternidad a aquellas amigas. El más adusto de los civiles quería embarcarnos, diciendo que estábamos dando un escándalo público en un sitio simbólico del Imperio de los Austrias.
Retenían en sus manos los dos pasaportes, ante el horror de las chicas, que se veían ya en una mazmorra fría, torturadas por la Inquisición, algo que no estaba muy lejos de la verdad. El otro guardia le dijo:
—No son franchutes, son suizas, del país de Guillermo Tell.
Como lo de Guillermo Tell no le sonaba nada a aquel hijo de su madre, el otro añadió con picardía:
—Y las mejores vacas lecheras. Mira si no.
El civil le echó un vistazo a las tetas de las dos chavalas. Afortunadamente, las dos lucían un tetamen espléndido. Y les devolvió los pasaportes. Nos miró a los cuatro, severo:
—Si os veo otra vez por aquí haciendo guarradas, os embarco a los cuatro.
Las chicas se fueron de España al día siguiente. Nosotros empezamos a respirar. No quiero ni pensar en mis padres recibiendo la noticia de que el malvado de su hijo estaba en chirona por escándalo público, ni imaginarme la reacción del fraile de guardia cuando le informaran de que nos habíamos escapado de la universidad y nos habían trincado los civiles follando con unas suecas en la vía pública. Al instante, el revuelco en
exteriores
quedó descartado de nuestras mentes juveniles e impulsivas, y empezamos a practicar mis técnicas urbanas, lamentables, por cierto: se alquilaba un palco en el cine, se le daba una propina al acomodador, ¡y a vivir! Claro que este sistema de señoritos costaba más caro, pero Agustín era rico y yo tenía aún algo de dinero. Por supuesto que ni él ni yo habíamos hecho el amor ni una vez como Dios manda, con coito y eyaculación, sino que nos apañábamos con sucedáneos, menos académicos, pero algunas veces más perversos. No había anticonceptivos, ni DIU, ni nada. Si no te apartabas a tiempo, podías dejar preñada a la pobre chica, que podía optar entre el suicidio y la mancebía. El aborto era casi imposible o carísimo, y perseguido con saña. En aquella época las
niñas bien
de Madrid te ofrecían otras sorprendentes alternativas, después de rechazar las vías normales con epítetos como: «Guarro, sátiro, ¿por quién me has tomado? Soy virgen y lo seré hasta casarme». Y entonces uno, herido, maltrecho, salido y al borde de la orquitis, se quedaba paralizado por la angustia y la frustración. Entonces, y eso es lo importante, había que lanzarse a un hipócrita juego de ruegos, lamentos:
—¡No me dejes así! ¡No me hagas esto! ¡Por tu madre! ¿No ves cómo estoy?
Entonces podía ocurrir que aquellas princesas altivas y escandalizadas se diesen la vuelta con gesto heroico, como unas Agustinas de Aragón de la nalga.
—Si no puedes resistir más, hazlo en el culito.
Repetí este juego muchas veces con diferentes chicas bien. No me falló nunca. En cambio con las hembras hispanas más populares y raciales me llevé más de un guantazo. Sufrían como condenadas, pero seguían al pie de la letra las ordenanzas del régimen. Capítulo I: A todos los españoles les está prohibido joder.
A su regreso a España le preguntaron a Salvador Dalí: —¿Es usted creyente?
Respondió rápido, con su voz campanuda:
—No, pero soy practicante.
Al contrario que yo. En aquella universidad de mis pecados, en aquellos veranos, de soledades y reflexión, sufrí mucho, al principio. Me sentía abandonado, proscrito. Cuando me ponía al órgano en aquella iglesia enorme y vacía y conseguía que mi adagio de Pachelbel o la tocata de Bach (nunca logré hacer la fuga sin equivocarme cien veces) sonaran decentes, con mis manos demasiado pequeñas e inexpertas, me imbuía una extraña y literaria espiritualidad, en el sentido más hortera de la palabra. Mi vida entera se me antojaba una cadena de sórdidos errores, y se me saltaban las lágrimas pensando en
La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach
, cuando ella oyó la música de Johann Sebastian por vez primera: «Como si una catedral se hubiese derrumbado sobre mí». Y veía las imágenes del
Gólgota
de Duvivier, o de
Rey de reyes
. Y poco a poco recuperaba la lucidez. Yo tocaba como una mierda, y no había manera de que nadie se sintiera como Ana Magdalena, oyéndome. Además, en
Gólgota
, de Duvivier, Jesucristo era Robert le Vigan, un actor tan lamentable como yo al órgano, y yo me sabía de paporreta aquella peli, porque desde el Viernes de Dolores hasta el Sábado de Gloria, no se proyectaban más películas que ésa —en el fondo, la mejor— y tres o cuatro más. Con todo esto, mis arrobos místicos se iban a hacer puñetas y yo me sentía mucho más dueño de la situación. Iba a buscar a Agustín y nos tomábamos unos bocatas, de tortilla, por ejemplo, con pan de pueblo, y unas cervecitas. El me tenía más o menos al corriente de lo que pasaba por el mundo y de lo que los periódicos decían que pasaba en España. Compramos algunos libros porque la oferta de la universidad no me parecía precisamente el ideal.
—No creas. Hay cosas muy interesantes que debes leer.
Pero, por el momento, me lancé a la lectura de autores modernos, como Hemingway o Dos Passos. íbamos y veníamos por la universidad y por el monasterio como Pedro por su casa. De vez en cuando nos llegábamos hasta la pinacoteca, donde había algunos cuadros maravillosos. Un día Agustín me enseñó unas salas que se abrían con otra llave. Había en ellas enormes riquezas: cálices y sagrarios de oro, incunables, pergaminos medievales, casullas y capas bordadas en oro. Una vez, con aire displicente, sacó de un gran cajón un libro enorme y polvoriento.
—Echale un ojo a esto.
El libro era una Biblia, escrita en castellano primitivo, en «román paladino». Agustín pasó las hojas con presteza hasta detenerse en unos párrafos que me leyó. Contaban cómo la Virgen María había tenido otros hijos, antes de Jesús. Y cómo José había estado a punto de repudiarla cuando quedó embarazada por obra y gracia de la paloma azul. Yo miré a Agustín entre consternado e incrédulo.
—¿Qué coño de Biblia es ésta?
—La de verdad, sin retoques ni supresiones.
—Aunque todo esto fuera cierto, no cambia un ápice en lo esencial. Los curas la han cagado después, queriendo convertir la historia de Cristo en un cuento de hadas.
Agustín buscó otra página. En ella se decía que Cristo era poco menos que un líder revolucionario, que luchaba por la libertad del pueblo y que fue traicionado por los suyos.
Yo le dije que me gustaba más esa versión que la que nos estaba permitido leer. Agustín se puso muy serio.
—Puede que fuera así. O puede que esta versión también esté adulterada. Aunque te aferres a tus creencias, reconoce que, al menos, he sembrado la duda en tu cabezota.
Yo respondí con sinceridad.
—Lo reconozco.
Después nos fuimos en silencio hasta un pequeño hotel fuera del pueblo, que tenía un sencillo bar y un piano vertical bien afinado. Además, la hija del dueño, que estaba buenísima, coqueteaba con nosotros. Allí yo solía tocar un poco mejor, podía recordar temas de jazz sin peligro de excomunión. Era un hotel misterioso, sin clientes, y las habitaciones eran cómodas y limpias.
—¿De qué vive esta gente?
—Tienen un negocio raro.
Años más tarde, un amigo mío, guionista reputado él, me pidió, en el café Gijón, un favor muy grande: acompañar a su novia a El Escorial, a aquel hotel.
—Ya lo conozco. He ido un montón de veces.
El me miró sorprendido y sólo dijo, con cierta admiración: «¡Joder, qué tío!». Y añadió:
—Entonces no tengo más que explicarte. Si hay problemas me llamas a casa.
—Volveré lo antes posible. Gracias, macho. Sabré corresponder.
Tenía un taxi esperándole. Me dio unos billetes.
—¡Idos ya! Ya haremos cuentas.
Yo no comprendía nada, pero subí al taxi. Allí, sentada, casi acurrucada, había una chica preciosa, a pesar de su palidez y de la ausencia total de maquillaje, o puede que gracias a esas dos circunstancias. Ella apenas me saludó. Estaba muy nerviosa, como avergonzada. No abrió la boca en todo el recorrido, una hora más o menos. Cuando llegamos a El Escorial yo le indiqué el camino al chófer que, por fortuna, tampoco era muy comunicativo. Al llegar al hotel, el hombre bajó la bandera e hizo unas cuentas con la ayuda de un bloc costroso:
—Hay que pagar la vuelta hasta Puerta de Hierro.
Me dio la nota escrita a lápiz. Me pareció caro, pero no era mi problema. Tampoco era una cantidad como para tener que cortarse las venas, como ahora. Mientras yo pagaba, la hija del dueño ayudaba a la chica. Me reconoció al instante:
—Hola, Jesús. No sabía que ahora estuvieras en esto del cine.
Y se fue con la chica, diciéndole:
—Vamos, rápido. La comadrona tiene prisa.
Comencé, por fin, a comprenderlo todo: la urgencia, la angustia. Reconocí a la chica, una joven actriz de Barcelona. La hija del dueño volvió al instante.
—¿Te vas a quedar en el cuarto con ella esta noche?
—¡¡No!!
La chica pareció divertida.
—Hay tíos que prefieren quedarse con ellas y otros que eligen el cuarto más alejado.
—Yo, por ejemplo.
—La señora Mariana es muy rápida. Y muy entendida. Hace los raspados en menos que canta un gallo.
Ese era el negocio de aquel hotel sin clientes.
—¿Hace mucho que hacéis este tipo de… operaciones, aquí?
—Desde que mi padre hizo el acuerdo con la señora Mariana. Ella era enfermera en el hospital. Pero la echaron por borracha. Venía aquí muchas noches, y se ponía ciega de carajillos de anís.
Bajando la voz, con aire misterioso:
—Está enamorada de mí, la muy guarra, y en cuanto puede me mete mano y me toca las tetas.
En ese momento asomó la señora Mariana, en lo alto de la escalera, con unos guantes de goma, llenos de sangre. Fue una aparición teatral. Parecía Thomas Mitchell, haciendo del médico borrachín de
La diligencia
, después de ayudar al hijo de Louise Platt a venir al mundo. No era lo mismo, porque ésta había ayudado a un pobre brote de mortal a marcharse definitivamente de este valle de lágrimas. Le dio un paquete cubierto de vendas a la chica de la casa, que lo metió en una bolsa y fue a la puerta, diciéndome:
—Enseguida vuelvo.
La comadrona se sirvió un trago y se lo bebió sin respirar. Luego, me miró:
—¡Los hombres no tenéis vergüenza! Es casi nueva. Creo que he hecho un buen trabajo.
Yo la miré sin la menor simpatía.
—Oiga, yo no tengo nada que ver con esto.
La señora Mariana me miró alarmada.
—Entonces, ¿quién me paga a mí?
Maldije al cabrón de mi amigo el guionista. Hubiera querido mandar a la mierda a aquella tía y salir disparado de allí, pero sólo dije:
—¿A cómo cobra usted los abortos?
—Dame tres mil.
Miré los billetes. Tenía aún casi cinco mil. Le di las tres mil, y salí al pequeño jardín. Vi volver a la chica con la bolsa vacía, tan tranquila. Venía silbando una copla de la Piquer. Esta imagen y, sobre todo, el silbido me recordaron otra casi igual años antes, cuando yo le pregunté a Agustín de qué vivían los de aquel hotel siempre vacío.
Luego me trajo la cuenta de las habitaciones, un bocadillo de anchoas y cinco carajillos de anís. Mientras pagaba, le pregunté qué había hecho con el paquete. Ella me miró incomoda.
—¿A ti qué te importa?
—Simple curiosidad.
Ella apoyó su mano en mi hombro.
—Bueno, tú eres de confianza. Los tiramos a la poza. No te preocupes. Los peces no dejan ni los restos.
Mientras pagaba, ella preguntó:
—¿Y Agustín? ¿Qué ha sido de él?
Le dije que no sabía nada. Era la verdad.
—Era muy majo. Tú también.
Ella se fue para arriba. Yo me quedé en la entrada. Hacía un fresco serrano y yo no quería encerrarme en el cuarto. Así que me senté al piano. La tapa estaba cerrada con llave. Antes, cuando yo estaba allí, nadie cerraba el piano. Agustín no entendía mucho, el pobre. A pesar de que era inteligente y culto, su ignorancia en la materia era casi total. ¿Por qué será que la mayoría de los intelectuales desprecia la música? ¿Y, por qué los músicos son tan ignorantes y zafios, en cuanto los sacas del re o el fa? ¿Y qué decir de los pintores? Suelen ser, personalmente, la gente más decepcionante, incluso los genios. Yo he llegado a la conclusión semidefinitiva de que la mayoría de las expresiones artísticas requieren un don especial, un hálito ajeno al raciocinio. Un actor, por ejemplo, puede ser sublime actuando y un imbécil para lo demás. Orson Welles decía que hay dos tipos de actores: los que son sólo actores y los que son, además, directores, escritores, decoradores, etc. Los primeros pueden ser maravillosos actuando y estúpidos en lo demás: egocéntricos, vanidosos, narcisos. En una conversación normal conseguirán ser ellos el tema principal y casi único: Henry Fonda, por ejemplo, o James Cagney, dos actores que él adoraba, resumían ese grupo. El segundo tipo, actores «entre otras cosas», como Lawrence Olivier, Noel Coward o Peter Ustinov, eran, además de actores, personas lúcidas y enriquecedoras. Welles no se citaba a sí mismo, pero está claro que él se sabía líder de este segundo grupo. Lo malo, y ésta es mi opinión personal, es que este
polifacetismo
los convierte en brillantes conversadores, en ingeniosos polemistas, en escritores o directores de talento, pero no los hace mejores actores. En esto, un
feeling
, un impulso, supera siempre el método, y el método sólo es útil, como todas las técnicas, para enseñarte a volar, y si es más fuerte que tus propios impulsos, los que están en tus tripas, en tu corazón y en tus cojones/ovarios, darán un resultado puede que admirable, pero nunca emocionante. Yo tengo pruebas de que Welles era uno de los más grandes actores de la historia. Lo malo es que no ejercía ese talento muy a menudo. Y con las demás artes ocurre lo mismo. ¿Qué, si no es la rabia, el horror y la piedad, puede inspirar el
Guernica
? ¿Qué técnica guió el buril de Hindemith para, en plena tempestad, componer
Matías el Pintor
en un rollo de pianola en un barco que luchaba contra las olas?