Kali Hansa y Jess Franco en la película inacabada
El misterio del castillo rojo
(1972).
La Roca
Hoy es 18 de julio. Es de mañana, y me he sentado en mi modesta mesa, en mi pequeño apartamento, cuya terraza sobre el Mediterráneo es un lujo que compensa sobradamente las numerosas limitaciones de todo lo demás. Tengo una vista espléndida, como una localización del viejo Hollywood. Vivo con mi compañera, Lina, que da luz propia a mi vida desde hace ya muchos años. Mi primera reacción hace unas horas, cuando he oído en la radio local la fecha de hoy, ha sido la de no escribir, no vaya a ser que este aniversario me gafe del todo, arda la cuartilla, se ponga a diluviar o se me caiga el bolígrafo y se me clave en un huevo. Afortunadamente, no soy supersticioso ni creo en las meigas, aunque haberlas haylas, y paisanas son de aquel hombre que marcó para siempre nuestras vidas. Cuando Sáenz de Heredia produjo aquel panfleto llamado
Franco, ese hombre
, Bardem quería que hiciéramos enseguida la segunda parte,
Franco, aquel hombre
, pero nadie pudo hacerlo porque parecía que iba a enterramos a todos. Cuentan que le regalaron dos tortuguitas, y las rechazó: «No me regaléis animalitos, te encariñas con ellos, y enseguida se te mueren». Yo he vivido cuarenta años de paz y guerra bajo su bota levantada y a punto de pisarte como a un insecto; me he camuflado en el ramaje como un camaleón, he procurado pasar desapercibido tocando la gaita y el tamboril, o simplemente inventando terrores quiméricos para, como Baroja, permanecer impertérrito ante realidades peligrosas. Un día Fernán Gómez me lo comentó con esa lucidez suya salpicada de humor: «He decidido ser un director mediocre, porque así me dejarán hacer películas. Y tú debes hacer lo mismo. El día que hagamos una obra maestra, nos joderán del todo». Lo que mi amigo no preveía es que cuarenta años de engaño y mentira imprimen carácter y perduran en el momificado espíritu de los súbditos, que no ciudadanos. Durante mucho tiempo, yo he sobrevivido, y ya es bastante, haciendo trampas, «volviendo al camino», a pesar de las engañosas ofertas del enemigo. Por eso, tal vez de modo inconsciente, aquella lejana mañana cogí mi tren a El Escorial, con mi maletilla, subí la empinada cuesta hasta San Lorenzo y entré en el majestuoso anexo, herreriano, como el resto del monasterio. A mí nunca me había gustado aquel fatuo edificio del Imperio, pero esta vez tuve la impresión de encerrarme voluntariamente en una catacumba que olía a cadaverina y a meada póstuma. El viento de la sierra me cortaba casi la cara, y deseé vivamente que me la borrara del todo para poder yo tirar
palante
en aquel mundo ajeno y hostil. Yo, que unas horas antes coreaba en loor de las caderas de una imaginaria mulata que seguramente diría «mi niño» con la misma música que mi madre, me veía rezando el rosario entre una centena de gilipollas como yo, la mayor parte encerrados por familias pudientes para encaminar su destino. Sólo unos pocos, más gilipollas aún, se hacían la ilusión de hallarse en un Oxford o un Cambridge a la española. Esa ilusión se ensombrecía pronto en el frío pétreo de los corredores, en la severidad monacal de las celdas —digo celdas y no habitaciones—. El régimen era austero y casi inhumano. Clases y más clases, horas y más horas de estudio y dos comidas rápidas y más bien repugnantes, después de un desayuno a base de café de calcetín de lego. El domingo podíamos recibir visitas autorizadas, de padres u otros parientes. Yo me pasé los primeros cuatro meses sin recibir ni una postal de nadie. Sólo alguna escueta noticia: que mi padre había vendido mi contrabajo, que yo no tendría ni un solo día de vacaciones como los demás, sino que permanecería en la universidad con otro pobre tío, llamado Agustín, aún menos culpable que yo. Sus padres estaban separados y le habían confinado allí, desde el bachillerato, para quitarse un problema de encima. Yo tardé un tiempo en orientarme, asistiendo por obligación a misa de siete y a todas las clases. Como no podía hacer otra cosa y me aburría como un cosaco perdido en el desierto de Kalahari, empecé a estudiar a la desesperada aquellos códigos civiles y otras losas, amenizadas sólo por las novatadas de mis compañeros, tan estúpidas como poco dañinas. Así conocí a un niño rico de Zaragoza, que resultó ser medio pariente mío y que me invitaba a sus
parties
, al final de la tarde, a base de leche condensada y chocolate que le mandaban de casa, y alguna copita de coñac que él conseguía sobornando a la pipera. La pipera era una mujer enjuta y nada atractiva, pero era la única mujer que veíamos. Agustín, que llegó a ser muy buen amigo mío, me lo anunció cuando le comprábamos algunos cigarrillos sueltos:
—¿Qué te parece la pipera?
—Un callo.
—Es cuestión de tiempo. Yo ahora, la encuentro muy sexy.
Mi semipariente tenía también algunos libros que le mandaban de casa, menos malos de lo que podía imaginarme: William Saroyan, sobre todo. Leí
Dear baby
y
Las aventuras de Wesley Jackson
, que me gustaron mucho y me hicieron llorar como si Jackson fuera yo mismo. La lectura de aquellos libros estaba más o menos tolerada, a pesar de no ser doctrinales ni ejemplares. Me ayudaron mucho a vivir durante los primeros meses. Y, además, descubrí algo esencial: el monasterio tenía un órgano magnífico, pero nadie lo tocaba, ni siquiera los domingos o fiestas señaladas. Le eché cara y hablé con el fraile intendente, que era un cascarrabias inofensivo. Le dije que me daba mucha pena que no pudiéramos realzar la misa con música sacra.
—Llevas razón, hijo. ¿Pero quién toca? El padre… (un nombre vasco, como la mayoría de los organistas, no sé por qué) ya está muy viejo y se ha vuelto a su tierra.
—Yo puedo tocar.
—¿Tú eres organista?
—No.
—¿Entonces?
—Soy pianista y tengo nociones de órgano. Si me dejasen ensayar durante alguna de las horas de estudios…
—¿Podrías tocar el próximo domingo?
—Creo que sí, padre.
Me dejó unas horas, porque a él le gustaba la idea de decir su misa con un fondo de Haendel o Bach. Me aprendí algunas voces, y las llaves grandilocuentes o pianísimas, y hasta algunos pedales de bajos, y le eché cojones y toqué algunas cosas del manual de piano de Czerny, adornadas por mi experiencia del jazz. ¡¡Y triunfé!! Profesores y alumnos estaban entusiasmados, y es que
aquello
no sonaba mal. Ni siquiera me sonó mal a mí.
A partir de aquel día mi vida se hizo algo más agradable. Tenía permiso para practicar, para aprender, si queremos hablar con propiedad. Y aquel órgano era un instrumento maravilloso. Lo traté con respeto y cuidado. No llegué a tocar bien, claro que no, pero debo a aquel órgano los mejores momentos de toda mi estancia en El Escorial. Y empecé a hacerme popular. Los chicos me animaban, hasta la pipera me felicitó y empezó a fiarme los pitillos:
—Llévese el paquete, Jesús. Ya me lo pagará.
Tenía, por fin, una nueva fan.
Una tarde, al regresar de la iglesia, me encontré, instalado cómodamente en mi cama, al jefe de estudios: el padre Gabriel. Me estaba esperando, con una novela de Saroyan en las manos. Me habló como un amigo:
—Tienes que comulgar. No has comulgado ni una sola vez desde que llegaste. Estamos en Pascua Florida. Todos los alumnos tienen que comulgar.
Yo me disculpé como pude. La verdad es que no me sentía arrepentido ni tenía el menor propósito de enmienda.
—Tú confiesa tus pecadillos, comulga, y todos contentos.
—Pero si confieso y comulgo sin arrepentimiento, cometeré un pecado aún mayor.
—Caerá sobre mi conciencia, puesto que te obligo a hacerlo.
Lo decía en un tono amistoso, casi divertido. Yo le miré muy fijo, y esperé inútilmente una aclaración a su orden, que no llegó. Me atreví a preguntar:
—Usted, entonces, ¿no cree en todo esto?
—Eso es otra historia. Me pareces un buen tío… Así que comulga y a otra cosa.
Dejó a William Saroyan, lívido, sobre la cama, y se marchó.
Solamente otra vez volvimos a hablar a solas y fue por un motivo bien diferente. Resulta que mi popularidad como organista iba cada día en aumento, y mis compañeros empezaron a hacerme peticiones.
—¿Por qué no tocas algo más moderno?
—¿Como qué?
—Algún espiritual. Es música de iglesia, como la otra.
Llevaban razón. Y además, me apetecía probarlas. Y toqué
Todos los hijos de Dios tienen alas
y
Nadie sabe qué penas he visto (Nobody knows…)
, que Louis Armstrong había popularizado en versiones no muy
clericales
. Aquello pudo ser mi ruina. Me pedían boleros, temas de Colé Porter y hasta las canciones de
Gilda
. Yo, en la
borrachera
del éxito, atendía a muchas de esas
peticiones del oyente
haciendo unos arreglos clásicos, incluso
fugados
, que embobaron al personal. Y ahí fue cuando el padre Gabriel me llamó urgentemente a su despacho.
—Oye, esa música que has tocado esta mañana, la primera, creo que la conozco.
Era
The man I love
, de George Gershwin.
—Es un
lied
muy conocido, de George Gershwin. (Esto último sí era cierto).
—Creo que lo he oído, en versión impía
(sic)
. Cantada por una mujer con voz de borracha. (Billie Holiday, seguro).
Yo llevaba mi respuesta preparada.
—Padre, usted sabe que hoy en día hacen versiones impías de la música más respetable. ¿No ha oído
Tristesse
de Chopin en tango?
—Sí, claro, pero déjame seguir. La otra música, después de la consagración…
Me había pasado tocando
Amor en venta
de Cole Porter, pero dije:
—Es otra canción religiosa de lo más respetable, de Porter, un inglés.
—Bueno, no la vuelvas a tocar. Puede que los muchachos sólo conozcan las versiones impías. No quiero que convirtamos la misa en una de tus sesiones del
jazz band
.
Bajé la cabeza, sumiso.
—No volverá a ocurrir.
Le miré de reojo y descubrí en sus ojos un brillo divertido. Era un buen tipo, aquel cura Gabriel. Escribía muy bien y publicaba artículos en los diarios. Luego, mucho tiempo después, me dijeron que había colgado los hábitos. No me extrañó.
Cuando llegaron las vacaciones me quedé solo con Agustín. Aprobé todo a trancas y barrancas. Ali padre pasó por allí, con Javier, que no sabía qué decirme. Los dos me parecieron violentos e incómodos. Se iban de veraneo. Se marcharon enseguida, pero mi padre, antes de subirse al coche, me dio un dinerillo.
Fue un verano magnífico, sobre todo porque Agustín, un par de días después, empezó a dejarme compartir sus secretos. El primero fue en la iglesia. El único camino que yo conocía para llegar hasta el órgano era salir a la calle, atravesar la lonja, entrar en el templo y subir al coro: un cuarto de hora, más o menos. El me había pedido que tocara unas músicas, no con interés infantil, como hacían los otros chicos, sino con indiferencia. Era la primera vez que me pedía algo así, y me extrañó:
—¿Ahora? ¿Qué quieres que toque ahora?
Puso una expresión de malo de película mala, antes de responder en voz baja.
—Misterio.
Yo no conocía casi a Agustín. Era un tipo poco hablador, taciturno y solitario. Además, en sitios como aquél nadie conoce a nadie, aunque sea más alegre y comunicativo que Los del Río. Puso cara de sello y echó a andar por un corredor pétreo e interminable. Al pasar ante una pequeña puerta, que casi parecía un armario, y que estaba siempre cerrada con llave, hizo unos
visajes
que querían ser mágicos, y en su mano apareció una vieja llave; la introdujo en la cerradura y, siempre con gestos de misterio, abrió aquella puertecilla. Daba a un angosto puente cubierto que comunicaba el edificio de la universidad con el monasterio. Una vez en éste, una pequeña escalerilla metálica daba acceso ¡al coro de la iglesia, frente al órgano! Apenas habíamos tardado dos minutos en el insólito recorrido. El dijo: «¡Et voilà!…» e hizo, de nuevo, unos exagerados gestos de magia.
—¿Qué te parece? —me dijo.
Yo estaba sinceramente asombrado, pero respondí:
—Has exagerado mucho los gestos. Los magos de verdad son mucho más sobrios.
—¡No seas cabrón! ¡Dime la verdad! ¿No comprendes lo que significa esto? Podemos entrar y salir de Alcatraz a nuestro antojo.
—¿Y cómo sales de la iglesia, por la noche?
Sacó un gran manojo de llaves y eligió una.
—Con ésta. Las tengo todas,
man
. Las he ido coleccionando durante seis años.
Agustín llevaba seis años encerrado allí. Había robado o hecho copias de todas las llaves que le interesaban durante sus seis veranos de soledad.
—¿Quieres echarle un ojo a la pinacoteca, o a los incunables?
—Me contento con tomarme una cerveza en el pueblo, si es posible.
Claro que lo era. Un llavín nos abrió la puerta de servicio, que daba a la lonja. Nos fuimos a un bar, bebimos cerveza y charlamos. En verano había muchos forasteros, muchos veraneantes. Y cantidad ingente de chavalas extranjeras, francesas sobre todo, y además, estaban los cines. En invierno sólo había uno que funcionaba tres días a la semana. En verano, la oferta mejoraba mucho, porque había ¡otro cine más! Los dos funcionaban a diario y cambiaban dos veces por semana el programa. Y encima, en el Florida tenían palcos. Si ligabas chavala extranjera o incluso aborigen, el palco era uno de los mejores recursos. ¡Qué lujo, pegarte la fiesta por lo bajinis, viendo a Rita o Marilyn o incluso a María Montez! En ese terreno yo estaba mucho más versado que el pobre Agustín. La primera vez que ligamos fue con dos francesas que nos parecieron dos bombones, aunque debían de ser medio
callíceas
. El sabía algo más de francés que yo, porque su maestro fue un agustino francés, y no un valenciano, como el mío. Agustín ofreció a las chicas dar un paseo hasta la silla de Felipe II. Ellas aceptaron encantadas. Yo, en mi ignorancia, aquello de la silla me sonó a canto bizantino, a truco de interno experto en psicología gala. Agustín abría el camino a través de un bosquecillo hasta una zona más rocosa. Allí había un pequeño claro, Agustín anunció:
—
¡Et voilá!
Siempre repetía «¡Et voilá!», cuando enseñaba cualquier cosa. Yo no comprendía por qué había elegido aquel roquedal para un revuelco con la turista, hasta que vi un cartel junto a la roca más alta. Rezaba así: «Silla de Felipe II». Pero de silla, nada. Roca berroqueña. Me senté en la roca. Desde allí se podía contemplar, entero y verdadero, el monasterio. Agustín explicaba a las dos chicas —se suponía que yo ya lo sabía— que desde allí el emperador supervisaba las obras del pétreo monumento. Yo me imaginaba a los pobres tíos llevando en palanquín a aquel pedazo de cabrón imperial y gotoso y poniéndole en volandas encima del pedrusco. El miraría por un catalejo, no muy satisfecho del aspecto
alegre y festivo
del puto caserón cuadrado y siniestro. Y le mandaría un recado a su arquitecto, Juan de Herrera, que Dios confunda: