Memorias del tío Jess (11 page)

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Authors: Jesús Franco

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Memorias del tío Jess
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—Vente al cine.

—¿Qué ponen hoy? —preguntaba yo.

—¡Qué más da! Mejor que la clase de penal, seguro.

En aquel mundo de vocacionales, lo único que interesaba era ir tirando con el mínimo esfuerzo, sin integrarte, sin intentar, al menos, comprender de qué iba la cosa. Cuando se acercaban los exámenes, se copiaba o se memorizaban las lecciones, como si fueran la lista de los reyes godos: Sigerico, Amalarico, Wamba…

Yo intenté enterarme, al menos, de la legislación penal que me concernía más directamente. Pronto llegué a la terrible conclusión de que todos los españoles estábamos fuera de la ley. Podían meterte en el trullo el día que quisieran, apoyados en las ordenanzas. Por ejemplo, en lo referente a
boites
y clubs nocturnos no podía hacerse el
show
en la pista, sino en unos escenarios alejados un mínimo de seis metros del primer espectador. Todo lo que se cantara, bailara o tocara —al piano, por ejemplo— debía estar expresamente autorizado. O sea, que todos podían ir a la cárcel. Y no digamos nada de la ropa de las pobres tías. Había unos inspectores que medían el largo de las faldas, la profundidad de los escotes, la anchura de la entrepierna de la braga. Nadie obedeció jamás esas ordenanzas. Cuando los inspectores llegaban, a la hora del
show
, el portero, que solía conocerlos, daba el queo.

—¡Están ahí los
faldimensores
!

¡Pánico total! El primer aviso era una multa de 5.000 pelas a la pobre tía que enseñaba un poco de muslo o de canalillo, la segunda vez la acusaban de escándalo público. A la tercera, les aplicaban la Ley de Vagos y Maleantes, cuyas penas podían llegar casi a la perpetua. ¡Pobres chavalas! ¡Las recuerdo lívidas, mientras dos hijos de puta les medían, con cinta métrica, los uniformes de marinerito! Algunos empresarios pagaban ellos la multa, o una parte de ella, al menos. En cambio, el alterne estaba admitido. La misma chavala denunciada por «escándalo público» podía meterse entre pecho y espalda las botellas que quisiera de un alcohol de quemar, que el cliente pagaba como ginebra Gordon, iniciando un permitido camino hacia la cirrosis.

—Este champán sí que es bueno, y no el del club —me dijo una vez una de esas pobre criaturas, que tuvo la suerte de beberse con un cliente quisquilloso una botella de sidra El Gaitero.

Las chicas cobraban un porcentaje de las consumiciones que conseguían, y allí, a la luz tamizada de la sala, encandilaban, emborrachaban a los gilipollas de los señoritos —o asentadores del mercado, o tratantes de ganado, tanto da—. Ellas cobraban un porcentaje, que era mayor si lo que bebían era veneno. Yo tuve una novia que ejercía este oficio. Era una chica encantadora, de una incultura total. Tuvimos un metejón breve pero importante. Ella me llevó a su casa. Su casa era una iglesia del barrio. Me dijo que vivía allí con su
tío
, el sacristán. Hicimos el amor en el silencio de la sacristía, entre copones, cálices y santos en desuso —suplentes, digo yo—. Un tiempo después me la encontré, en otro club, muy borracha. Había engordado, pero aún estaba riquísima. La invité y a la segunda copa tuvo una crisis de delírium trémens, y no se me murió de milagro. Mientras, el otro cabrón estaría midiendo las bragas de alguna pobre náufraga, en pro de la decencia pública. En Barcelona, toda esta mierda la entendieron mucho mejor. Por una parte las chicas podían beber sólo
champán
—auténtico cava— o daiquiris, siropes aguados que no mataban, o cosas por el estilo. Y en lo referente al vestuario descubrieron que multas y otras sanciones eran aplicables a quienes superaran los límites marcados, ¿pero hasta qué tope? Si la artista enseñaba claramente las tetas o el culo nadie sabía si debía recibir un mayor castigo por cada centímetro de nalga mostrada o pagar la misma multa si su escote era un poco más profundo. Así, el Paralelo se convirtió en una calle 42 casposa, pero de gran éxito. Fueron los días dorados de El Molino Rojo —antes Moulin Rouge—. Allí descubrieron algo más sutil y pecaminoso: la pornografía metafísica. La artista de turno salía vestida sin rebasar el límite de lo permitido, pero frotando lentamente un muslo contra el otro y lanzando algún suspiro, y pelaba lentamente un plátano mientras cantaba, por ejemplo,
Solamente una vez
, de Agustín Lara, una letra romántica si las hay pero que ella convertía en indecente, con una pausita, un guiño o un leve gesto, pelando la banana. El público bramaba, salido. Si los censores no andaban por allí podía, al final, mostrar parcialmente uno de sus senos, y hablar con él, con cariño:

—Qué solito estás, ¿verdad? Nadie te acaricia, nadie te besa. Te tienen aquí encerrado. Ya te soltaré yo, pronto.

Esta profunda reflexión sadopolítica era incontrolable por la censura. Ellos podían penar lo que llamaban movimientos «lascivos», por ejemplo prohibir actuar en la naciente Televisión Española a Juan Carlos Calderón, a instancias de la esposa de un ministro a quien Juan Carlos, a la sazón guapo chicarrón del norte, debía poner cachonda perdida al hacer un solo de
blues
. Se podía cortar un plano de Analía Gadé y Fernando Fernán Gómez ante una iglesia porque «están a punto de besarse», o rayar con el funesto lápiz rojo una indicación de ambiente: «Se ven en las vitrinas algunas estatuillas paganas», poniendo, encima, «Ojo con la idolatría». Se podía impedir a una más que talludita maquilladora extranjera subir a la suite de Fernán Gómez, aduciendo que «las señoras no pueden subir a las habitaciones». (Fernando, al día siguiente volvió con Manolo Alejandro, entre reverencias y pleitesías del personal del hotel. Antes de entrar en el ascensor, Fernando, con su vozarrón, anunció: «Este señor y yo vamos a darnos por el culo». Y subieron.

Dibildos y Alfonso, que conocían el problema, se habían alquilado una leonera supercutre para esas ocasiones porque, según la ley, tú podías entrar y salir de tu casa cuando y con quien te diera la gana. Seguían un prolijo sistema para ligar: se vestían de artistas bohemios, o sea, con capas, chalinas y demás, se iban al Museo del Prado, se detenían cerca de alguna chavala extranjera e iniciaban una discusión más o menos documentada sobre la pintura de Tintoretto, o los ocres en Ribera, con la suficiente expresividad para que la o las turistas se volvieran a escuchar. Entonces, esperaban hasta que una de las chicas preguntaba cualquier bobada. Ahí iniciaban un difícil trabajo de seducción, sobre todo porque ninguno de los dos sabía más de cincuenta palabras extranjeras —sumando el francés, el inglés y el italiano—.


Tintoretto grand peinter
;
the best de Madrid
.


Mais voyons, il était italien
.


Qa c'est la leyende noire. The black legend de la Frunce, de rouges come Robespierre, o Jorge Sand
.

¡Menudos cabrones!

Las chicas, seguramente, querían echar un polvo y no meterse en jardines intelectuales, y a veces lo lograban, a pesar de la suciedad reinante, de la falta de un bidé decente.

—Quédate tú primero en el portal con la tuya, mientras nosotros follamos. Luego, subís vosotros.

—¡Ni hablar! Nosotros primero.

En lo que no había la menor discusión era en lo referente a la elección de las chicas, Alfonso elegía, indefectiblemente, a la más fea, y el otro encantado. Dibildos me lo había comentado ya:

—Tiene un mal gusto para las mujeres que no te lo crees.

Yo no estaba tan convencido, pensaba que podía ser un complejo extraño, una inhibición misteriosa. Pues no. Descubrí, unos años más tarde, que aquella aberración, aquella caspofilia era sólo puta comodidad.

—¿Para qué discutir? Además, la más fea suele ser la más cariñosa, la más humilde, la que se conforma con la cama incómoda o el gatillazo. Total, es para un rato.

Su elección era rápida: la de la cara torcida, la de las piernas puntiagudas, la esquelética o la obesa.

—Esta para mí —y su chica sonreía agradecida.

Se lo hice confesar una vez, después de un ligue múltiple con unas enfermeras belgas, rozagantes, de carnes prietas y mirada estulta. Ellas hablaban todo el tiempo como verdaderas profesionales: «¡Dame tu jeringa! Clávame la aguja. ¡Qué drenaje me estás haciendo, canalla!». Todo esto, y otras lindezas, dicho en francés con acento de Charleroi, que Dibildos y Paso no comprendían y yo a medias, le daba a todo un tinte surrealista de una comicidad irresistible. Estábamos en una especie de reservado junto a la plaza de Santa Ana, comiendo queso y chicharrones con sangría. Ellas no querían moverse de allí. Nosotros estábamos tiesos de pasta, pero la de Alfonso, que destacaba sobre todo por sus pies enormes, de tentetieso, dijo que ellas nos invitaban, que nosotros éramos españoles artistas pobres. Dibildos iba a protestar con una parida de macho ibérico, pero yo le pegué una patada en la espinilla. Y ahí empezó el desmadre. La mía se empelotó a velocidad de rayo, mientras Dibildos, anunciando su repulsa a la promiscuidad, apagaba la luz, por aquello de que ojos que no ven… Cuando salimos del local, una hora más tarde, bien drenados y con las jeringuillas dobladas, yo decidí que nunca más me dejaría seducir por ese tipo de miserias. Pero bueno, eso lo decía casi todos los días.

Mientras, yo seguía tocando en aquella
big band
del hotel Astoria, en la plaza de España, un hotel que dejó de existir hace por lo menos cuarenta años, no sé por qué. Tuvo sólo unos segundos de esplendor. Era también un hotel «marmóreo, espejil y cornucopio» con el toque hortera a lo Mariano García. Nosotros actuábamos en la parrilla y hacíamos vibrar las sofisticadas arañas del techo con nuestros nueve instrumentos de metal. Sin duda ante el peligro de desmoronamiento, poco a poco fueron reduciendo nuestro repertorio jazzístico que, después de algunos meses de rodaje, sonaba bastante bien. Pero el personal prefería los violines y el estilo Machín, que sonaba más suave, pero muy mal, porque en la orquesta no había un solo violinista de verdad. Entonces Tamarit se trajo a Emilio Fernández, que ya había tocado conmigo en las
soirées
judeomasónicas, y que era un buen violinista. El resultado fue extraño: un clarinete estupendo, un buen violín y diez descarados rascando las tripas de la clientela. Tamarit añadió a un
crooner
—bastante plañidero, por cierto— al que entonces se le llamaba vocalista, no sé por qué. La mayoría de los clientes cenaba allí con un patético fondo de cuerdas que pretendía sonar a Mantovani —el equivalente de Luis Cobos hoy—, pero que de hecho producía una melopea más cercana a Stockhausen, o sea, el ideal para una pésima digestión. Daba pena vernos y, sobre todo, oírnos tocar sin la menor ilusión, cubriendo apenas el expediente. He observado muchas veces este drama típicamente español: la errónea utilización del talento en el país, por culpa, casi siempre, de la falta total de respeto por los profesionales. Unos patrones caprichosos e ignorantes pueden hacer estragos irreparables.

—¿Este diálogo? Que lo diga Manolo.

—Le saldrá muy mal, no es actor.

—Ensáyalo bien. ¿Tú no eres director?

—Tocad el violín, los seis.

—Pero si no somos violinistas.

—Tocad flojito.

—Decidle a Claudio que registre él el sonido.

—Claudio es proyeccionista.

—Pero es un tío muy majo.

—A esta chavala hay que darle un buen papel. Está que cruje.

—Será en la cama. En la pantalla es sólo una imbécil aterrada, deseando salir de cuadro.

—Joder, enséñala.

—Necesitaría al menos dos años.

Es el empeño contumaz de improvisar, y el desprecio total por el público. Decía Forges, hablando de Televisión Española, que en el ente había gente realmente valiosa y preparada, pero que casi nunca hacían aquello para lo que valían: «Hay escritores excelentes en vestuario, modistos en cámara, maquilladores en producción». Él mismo, un guionista y
gagman
fuera de serie, estaba tomando sonido.

Respecto a los actores, Fernán Gómez me decía un día: «No hay que fiarse de ese lugar común: “Le va muy bien el personaje”. Si yo necesito un fontanero con urgencia, aunque vea a un señor bajito, con jersey y mono, que lleva al hombro un cajón de herramientas, no le pido que suba a arreglarme el lavabo sin preguntarle primero si es fontanero. Y sin embargo (razonaba Fernando), yo creo que ser fontanero es mucho más fácil que ser actor».

Tampoco ninguno de nosotros era violinista. Por eso, íbamos apagándonos, y tocando cada vez peor. Empecé a pensar en dejar la orquesta. Ya sólo usábamos el uniforme
tropical
con volantes y colorines, y esto, precisamente, le dio, a pesar mío, un golpe de timón a mi incierto destino. Un día estábamos haciendo unos penosos coritos de son guajiro y yo me agarré unas maracas, para distraerme un poco. Mientras cantábamos a coro
Ay, pobre mulata de Camagüey
, me fijé en una pareja que estaba bailando. El era un cuarentón engominado y ella una chica de alterne. Hasta aquí, todo de lo más normal. El problema es que él era médico militar, amigo de mi padre, y me saludó con una sonrisita de conmiseración. Yo pensé enseguida que no le diría nada al coronel, porque él mismo estaba pecando, engolfado con una rubia llamativa que no podía ser su esposa. Pues resultó que sí que lo era, y que sí se lo dijo a mi padre, al llegar al hospital a la mañana siguiente: «Anoche he visto a tu hijo Jesús, con una blusa de volantes, moviendo las caderas como un maricón y tocando las maracas». Cuando llegué a casa a dormir, me encontré con una maleta ya hecha y una breve carta de mi padre: «O te vas de casa para siempre o te vas a la Universidad de El Escorial de los padres agustinos, donde te hemos conseguido una plaza, para terminar tu carrera. Tú eliges».

Me quedé petrificado. Aquella nota, escueta y fría, me condenaba sin oírme, y decretaba, en cualquier caso, mi exclusión de la familia. No pegué ojo en toda la noche, incluso lloré de rabia, de frustración. Yo podía y debía seguir mi camino, sin doblegarme, sin pasar por la piedra de aquel tiranuelo.

A las ocho de la mañana, cogí el tren y me fui a la Universidad de El Escorial.

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