Lo daba tan hecho que tuve que responder:
—¿Y quién te ha dicho que tú eres un buen director?
Le gustaba este juego. Al salir del estreno en Madrid de
Calabuch
, un grupito de cobistas le felicitaba. Berlanga me preguntó: «¿A ti te ha gustado?». «Nada». El, rápido, dijo:
—¡Por fin hay alguien sincero! ¿Veis? Él dice la verdad.
Le llamaban el fanfarrón negativo. Y odiaba a los cobistas.
—¿Quién será el tonto que ha aplaudido al final de la secuencia de la cárcel?
Un ayudante de dirección argentino puso su mano en el pecho, orgulloso:
—Fui yo.
—Perdona por lo de «tonto». He querido decir gilipollas.
Bardem era mucho más sensible a la adulación. Le gustaba pavonearse y decir, por ejemplo, después del premio en Cannes al
Mr. Marshall
.
—¿Sabes que estás hablando con el mejor guionista del mundo, chaval?
Lo decía medio en broma, pero quedaba medio en serio.
Tenía un extraño sentido del humor. Durante algún tiempo nos dedicamos, en la hora del café, a propagar ciertos bulos que la mayoría del personal se creía:
—El Gobierno va a crear el servicio eclesiástico obligatorio. Va a ser como el servicio militar y va a durar dos años.
Como la gente entraba al trapo, yo añadía sabrosas precisiones:
—Al final, tendrás un título de subdiácono, si apruebas. Si no, sólo podrás ser sacristán o campanero…
Aún recuerdo la expresión alarmada en los rostros de actores, pintores, técnicos de cine. O aquellas leyes «a punto de promulgarse» que prohibirían a los españoles joder más de una vez al mes, y sólo con tu propia esposa, por supuesto. La duración máxima del acto sería de quince minutos y a oscuras. La brigada oficial de costumbres tendría derecho a irrumpir en tu alcoba para comprobar si cumplías «todos los requisitos». En caso de infracción habría prisión de seis meses.
Un actor cómico intervino rápido:
—¿Y meneársela también va a estar prohibido?
—Tres meses de arresto domiciliario.
El rodaje era mucho más sencillo y claro para el equipo con Juan que con Luis. Además, se llevaba muy bien con los de producción, quienes, no sé por qué burla amarga del destino, solían ser rojos y ex presidiarios, como el pobre Ricardo Sanz. Sólo una vez vi a Bardem furioso con uno de estos hombres. Rodábamos
Felices Pascuas
, en el estudio, precisamente la escena final. Toda la familia cantaba y bailaba un villancico alrededor de la mesa, engalanada con estrellas, guirnaldas, etcétera. Sólo el corderito lechal, eje de la historia, permanecía sentado en un asiento, con un lazo rojo al cuello. Bardem quería rodar unos quince planos, comenzando en un primer plano del animalito y abriendo cada vez más el ángulo hasta el plano final, una toma general, con la cámara muy alta. Empezamos el rodaje. Todo funcionaba. Hasta el corderito. Fueron en realidad tres iguales, blancos y de aspecto inocente y encantador. En verdad eran tres hijos de puta reconcentrados, que nos dieron un rodaje infernal. Al cabo de un par de tomas, nuestro jefe de producción se marchó tranquilamente a hacer sus gestiones, seguro de que todo iba bien. Tres horas más tarde volvió y nos encontró rodando más de lo mismo, pero con la cámara más alta. El hombre, algo alarmado, preguntó a Bardem qué tal iba la cosa. Juan le informó de que no iba mal a pesar de que los corderitos se habían escapado varias veces, no sólo a mí, poco entendido en la doma de herbívoros, sino al pastor que los cuidaba.
—¿Y este plano qué es?
Paciente, Juan Antonio explicó que era un punto de vista del corderito. Rafael —era el nombre del jefe de producción— se había tomado sin duda un par de cazallas durante sus gestiones.
—¿Punto de vista del cordero? —dijo socarrón.
Y se fue otra vez. Seguimos rodando. Los actores estaban ya hasta los mismísimos de dar vueltas alrededor de aquella mesa, pero, con su espíritu estoico, se callaban y giraban cantando: «En el portal de Belén…». El primero que cayó fue Carlos Goyanes, sí, el famoso
playboy
marbellí, que se tiró al suelo y empezó a llorar, diciendo mientras gimoteaba que no quería trabajar más en el cine y se iba a casa. Hay que precisar que su edad era ocho años en aquel momento.
Hubo que consolarle, yo le conté un cuento chino, mientras sujetaba del cuello a uno de los corderitos que quizá por solidaridad con su compañero de rodaje tampoco parecía interesado en hacer una carrera de actor y me lo demostraba lanzándome unos bocados que yo no siempre pude esquivar. Bardem aguantaba con serenidad dispuesto a morir o tener todos los planos que quería. Al rato, volvió Rafael Carrillo y nos encontró a Bardem, a los de la cámara y a mí subidos a un practicable de seis metros de altura, con la cámara apuntando hacia el suelo en el que unos actores demudados y exhaustos seguían girando alrededor de la mesa. Rafael había repetido su dosis de cazalla y gritó con voz pastosa:
—Juan Antonio, y este plano, ¿es el punto de vista de quién?
Bardem respondió. Rápido con voz fuerte y serena:
—¡Punto de vista de Dios!
Todos reímos de buen grado, incluido «el borracho de producción». El único que no rió fue el maldito corderito. Es uno de los animales más estúpidos de la creación. En mi larga vida en el cine me ha tocado bregar con todo tipo de especies animales, desde el lobo a la cacatúa, pasando por alacranes, serpientes, tigres, elefantes y por supuesto perros, gatos, caballos, y, todo tipo de simios. De todos ellos, incluidos arácnidos, creo que los más estúpidos son las gallináceas y los corderos. Con éstos, la incomunicación es total. Sin embargo Bardem había escrito unas escenas que requerían una mínima colaboración del corderito (insisto en que teníamos tres, más dos pastores). Y aquellos estúpidos no hacían el más mínimo caso de ninguno de nosotros. No es que Juan Antonio les hubiera escrito alguna actividad especial, no. A lo mejor tenían que correr, o estar quietos, o volver la cabeza. Pero ellos, ni flores. En estos casos, además, todo el equipo sugiere soluciones: «Traedle hierba fresca». «Ponedle a su madre junto a la cámara». «Atadle un cordel a la pata y tirad a la voz de “¡Acción!”». «¡Que si quieres!». Al cabo de unos días de sufrimiento, Bardem se desentendió del bicho aquel, y con una sonrisita maligna, me dijo:
—¡Te voy a dar la oportunidad de dirigir! Rueda tú, con el equipo reducido, los planos del cordero. Te he hecho una lista. Tú los ruedas y luego los vemos en proyección. Si hay algo que no vale lo repites.
Debí de mirarle con una expresión tan sombría que explicó, para darme ánimos: «En las grandes producciones de Hollywood se hace siempre. ¡Lo llaman segunda unidad!».
Quedaban por hacer las escenas más complicadas del animal aquel, sobre todo una en que tenía que saltar desde un vagón de mercancías a la estación, durante la noche, y alejarse corriendo. Las puñeteras escenas me costaron tres noches en vela y un fuerte catarro pero, por fin, el cordero saltó, corrió y se portó como un profesional. Y no tuve más intervención en el logro de aquellos planos que la insistencia paciente. Lo hizo porque le salió de los cojones.
Algunos años después me encontré de nuevo en un atolladero similar, esta vez con pollos y gallinas. Fue durante el rodaje de
Campanadas a medianoche
. Yo era, esta vez, director de la segunda unidad de verdad. Uno de mis primeros cometidos fue dirigir a un gran número de pollos y gallinas (era una gran producción), a escapar espantados del gallinero. Mi equipo en aquel film era más numeroso y profesional que el que yo suelo llevar para toda una película mía, pero fallaron los
actores
. En aquel tiempo era ya muy difícil encontrar gallináceas de verdad, de esas que se crían al aire libre comiendo grano y correteando; ya eran engordadas con piensos que huelen a pescado, encerradas en cubículos diminutos. Ni corrían, ni volaban, ni escapaban. Tres días tardamos en lograr unos planos decentes. Orson nos bautizó como la
Chicken Unit
, y ya arrastramos ese calificativo humillante durante varias semanas. Estos pobres bichos, a mitad de camino entre un ser animado y una escultura, son aún más gilipollas que los corderitos. He rodado con tigres obedientes y pacíficos, con boas constrictor sumisas, de mirada inteligente, con cacatúas que se sabían él dialogo mejor que muchos actores, con lémures encantadores y llenos de sentido del humor, con caballos más profesionales y seguros que Christopher Lee, que al oír «¡acción!» venían a pararse exactamente en la marca hecha en el suelo para ellos, con elefantes bromistas que hacían el muerto o nos echaban, de pronto, un chorro de agua y luego se reían. Pero el animal más extraordinario con que yo me he topado fue el perro del portero de un estudio de París. Mi jefe de producción —Heinz Baum, el mejor del mundo— y yo necesitábamos un perro para una escena bastante sencilla. Heinz, bromeando, el día anterior al rodaje me dijo que, quizá, un perro que él conocía querría hacerla. Era la hora de comer y me llevó a la portería del estudio. El perro, un setter, estaba sentado a la mesa, con el portero y su familia. Me presentaron al perro, que se llamaba Pierre y que me tendió una pata, que yo, por supuesto estreché. Tenía una servilleta alrededor del cuello y mojaba pan en la salsa. Heinz le preguntó si quería hacer un papel en nuestra película. Pierre meneó la cola y emitió un pequeño ladrido afirmativo. Luego le pusieron un boli en la pata y un papel, y su amo le pidió que firmara el contrato. El perro hizo una especie de garabato y siguió comiendo. Ese tipo de animales me ha producido siempre un nefasto complejo de inferioridad. No te comunicas con ellos, tú no puedes hacerlo, pero ellos contigo, sí. ¿Quién es el inteligente y quién el estúpido?
La misma incapacidad de comunicación que con los animales la he sentido, a veces, con los orientales. Dado lo variopinto de mi cine nadie se sorprenderá de que yo haya rodado varias películas con chinos y hasta «de chinos». La primera, hace ya mucho tiempo, pertenece aún a la época en que yo estaba considerado un joven intelectual de izquierdas. El guión lo escribí con Jean Claude Carrière y fue nuestra segunda colaboración. Jean Claude, hoy famoso, respetado y reconocido como excelente autor, era un joven valor, que, se decía en España, Luis Buñuel había descubierto en París. Yo siempre había pensado que un escritor, un pintor o un autor no se descubren, como si fueran una placa que los próceres descubren al inaugurar una plaza rebautizada o la nueva ubicación de la estatua de Castelar. A éstas las descubren nuestros mandatarios, entre otras cosas, porque las acaban de poner allí. Y cuando el preboste de turno, jugando a David Copperfield, descorre la cortinilla que las cubría, mostrando la placa nuevecita, la gente no lanza ayes admirativos, porque todos ellos saben lo que va a pasar. No hay sorpresa. Lo mismo ocurre con el descubrimiento de los artistas. Ellos ya están ahí, y el descubrimiento de su existencia sólo pone en evidencia la ignorancia de su
descubridor
. Así es el caso de Jean Claude Carrière, joven profesor universitario amante del cine y del teatro, cultísimo escritor contratado como
gagman
por Jacques Tati junto a su amigo Pierre Etaix.
Un buen día Luis Buñuel, que quería un coguionista francés para uno de sus films, después de rechazar a varios guionistas de fama más o menos merecida que le ofrecían sus productores, le pide ayuda a su amigo Jacques Tati, que le manda a Carrière. Hablan un rato y ya está. No es que Buñuel se sacara el conejo de la chistera ni descorriera una cortinilla recién instalada; Jean Claude ya estaba allí, con su bagaje cultural, su talento, su inventiva de autor, su profundo conocimiento de la lengua y la cultura españolas y su locura surrealista. Cuando a mí me lo presentó Serge Silverman —su productor y mi productor—, hablamos un rato en un café cercano a la oficina, y hecho. Hicimos el primer guión con velocidad sorprendente,
Miss Muerte
, un terror neogótico y, enseguida,
Cartas boca arriba
, con Eddie Constantine, que era aún una estrella muy popular en toda Europa, a pesar de que
Alphaville
, de Jean-Luc Godard, asestó un rudo golpe a su prestigio. Yo creo que es la mejor película que Eddie hizo en su vida, pero no respondía al esquema —puñetazos, tías buenas, persecuciones y un poco de humor— que encandilaba al personal. Carrière y yo trabajamos como locos hasta encontrar el camino. Los productores querían un regreso al Constantine tradicional —una mezcla de Peter Cheney y Mickey Spillane—, y nosotros también, porque a los dos nos encantaba el pop-tebeo-serie de la Republic, pero queríamos añadirle un toque más inteligente, «una segunda lectura». Por fin encontramos el camino, un camino que Jean Claude y yo guardamos en absoluto secreto. La historia, los acontecimientos, serían los clásicos. Pero el héroe tenía que ser un imbécil, el agente secreto más torpe del mundo, un «listillo» al que todos marean, del que todos se burlan, sin que él lo imagine ni por un momento. Sólo Eddie comprendió el enfoque de la historia, y le encantó hacer la burla de sí mismo, convertirse en el «antihéroe». (Bordó el papel). A los demás actores no les descubrí nuestras secretas intenciones, para estar seguros de que no pretenderían hacerse los graciosos. Y eso que tuve muy buenos actores, como Françoise Brion o Fernando Rey, pero preferí que actuaran con total sinceridad. En cuanto a los productores, que eran dos, Silverman por Francia y Hesperia por España, yo estaba convencido de que ni el uno ni el otro leerían el guión. Silverman porque era un esnob y esta película era sólo un compromiso comercial —él mismo me lo confesó, al contratarme, disculpándose por ofrecerme un film de serie B— y el coproductor español porque, simplemente, nunca leyó un guión en su vida. Jean Claude no quería creer tal indiferencia de nuestros propios productores, pero no tardó en convencerse. Se organizó una cena en un excelente restaurante de Madrid para ultimar todos los detalles. Allí estaban los dos productores, más Heinz Baum, Carrière y yo. Los productores estaban muy interesados en la composición final del equipo, de los papeles secundarios, en los coches, en las escenas de acción, etcétera. Parecía que la mayor parte de las preguntas las hacían por puro compromiso y aceptaban de buen grado mis respuestas, bien secundadas por el jefe de producción, que sí conocía de verdad el guión. Por fin, se planteó una cuestión espinosa. El productor español quería saber dónde íbamos a rodar la escena deja persecución. El sugería que la rodáramos en una carretera de la Costa Brava, a la que llamaban la carretera del año, porque tenía 365 revueltas muy peligrosas sobre el mar. Silverman no estaba de acuerdo. El creía que en la Costa del Sol, cerca de Fuengirola, había unos desniveles espectaculares con fondo de rocas y mar. Nadie pidió nuestra opinión, afortunadamente.