A tratar de echar un poco de luz sobre el oscuro panorama que tienen todos aquellos que le dan una gran importancia al hecho de que su ahora ex novia ha tenido con ellos su primera experiencia sexual.
Existe una creencia que dice que una mujer no deja de querer nunca, y por ende no va a dejar, al hombre con quien ha tenido sexo por primera vez. Seguramente la habrá lanzado a rodar por el mundo el mismo que dijo que si comes sandía con vino te morís.
El silogismo que hacen esos pobres mal informados es el siguiente:
Ninguna mujer puede dejar al hombre con el que ha tenido sexo por primera vez.
Vanesa tuvo sexo por primera vez con Juan.
Vanesa no puede dejar a Juan.
Ellos dan por sentada la validez de la primera premisa.
Por lo cual, una vez que esa mujer los abandona, se les crea un nudo mental imposible de desatar.
«Yo fui el primero en todo», repiten una y mil veces.
«No puede ser… yo fui el primero.»
Lo más probable es que para cuando ese muchacho haya comenzado a entender que esa primera premisa no era válida, su ex novia seguramente ya va por el tercero o el cuarto.
El primero no es otra cosa que el que estuvo antes que el segundo.
Siempre tiene que haber un primero, pero eso no significa que de ahí en más la vayas a tener atada ni mucho menos.
Es más, cuando fuiste el primero tenes muchas más posibilidades de que esa chica te deje que si fueras el vigésimo.
Porque hoy en día las cosas no son como en los años treinta, cuando una mujer se ponía de novia con el consentimiento de la familia y a los quince años por ahí se casaba. Hoy es muy difícil que una mina vaya a tener sexo con un solo hombre durante toda su vida. ¿Muy difícil, dije? Qué benévolo estuve.
Esa chica va a jurarle y perjurarle al novio que es el amor de su vida, que jamás sentirá por otro lo que siente por él, le rogará que nunca la deje, que sin él moriría, etc. Y el novio le creerá todas y cada una de esas desmedidas expresiones de amor al tiempo que pensará: «Y claro… yo fui el primero…».
Eso, por supuesto, hasta la llegada del segundo.
Es entonces cuando repasan el silogismo una y mil veces:
Si yo fui el primero y las minas nunca dejan al primero, ella no puede haberme dejado.
Pero la realidad es que lo dejó, por lo que algo en ese razonamiento debe estar fallando.
En una segunda etapa, cuando asumen que los dejaron, piensan: OK, me dejó, pero seguramente me debe seguir queriendo. Porque fui el primero.
Es muy probable que el mismo que dijo lo de la sandía con vino, lo de los martes no te cases ni te embarques, que las mujeres que tienen sexo por primera vez con vos nunca te dejan, también haya dicho que la mina que debutó con vos te va a seguir queriendo para siempre, que nunca va a olvidarte.
Bueno, ahí estuvo acertado. Olvidarte no te va a olvidar.
Cuando dentro de treinta años alguien le pregunte con quién tuvo su primera experiencia sexual, va a mirar para arriba poniendo gesto de hacer memoria (gesto que no va a ser fingido… va a estar haciendo memoria realmente) y va a decir tu nombre. Lo que prueba que olvidarse no se olvidó. Pero de ahí a seguir queriéndote hay una enorme distancia.
Ser el primero no es importante. Alguien podría decir que lo importante es ser «el último», pero, ¿quién te da el certificado de «último»?
Si te quedas pensando que tiene que volver porque fuiste el primero, te vas a quedar, como suele decirse, «llorando sobre la leche derramada» (frase nunca tan bien aplicada como en este caso) y no vas a poder enfocarte en los motivos de la ruptura ni podrás actuar de la manera más conveniente para recuperarla o recuperarte.
Andrea, la novia de Pablo, era un sorete de esos que cuando lo pisas tenes que tirar el zapato.
Más mala que la madre de Carrie. A los dieciséis años ya tenía más polvos que las zapatillas de Martina Navratilova. Infiel, borracha, falopera, mentirosa, egoísta…
Claro que todo lo que tenía de mala mina lo tenía también de linda. Una carita angelical y un físico casi perfecto la hacían deseable para cualquier hombre. Especialmente para Pablo, quien estaba convencido de haber dado con un tesoro tan invaluable como irreemplazable e imposible de perder.
Fue a los dieciséis casualmente cuando se puso de novia con Pablo, un pibe más bueno que Lassie atado, que entró como un caballo comprando la imagen que le vendió Andrea de novia buena, enamorada, fiel hasta la muerte e incapaz siquiera de fijarse en otro hombre.
«Sos el hombre de mi vida… vamos a casarnos y a tener hijos…» eran algunas de las frases que Pablo fue dando por verdaderas al tiempo que iba creciendo su relación.
La primera señal de alarma apareció al año de estar juntos cuando un amigo le contó que la había visto en un boliche a los besos con otro tipo.
Andrea no dudó en reconocer la veracidad del chimento.
«Bueno… sí… es verdad… pero estaba un poco borracha… etc., etc.»
A partir de entonces la relación fue un infierno. La mina se iba de joda con las amigas y cada dos por tres se atracaba a otro.
Las veces que Pablo se enteraba ella se encargaba de, con lágrimas en los ojos, darle las explicaciones correspondientes del caso, convenciéndolo de que en realidad ella lo amaba a él y que patatín que patatán.
Pablo no podía asumir que su angelito fiel, la que lo iba a amar por siempre, la futura madre de sus hijos, la mujer de su vida, era en realidad otra cosa muy diferente.
Reconocer la verdadera forma de ser de su novia lo habría llevado en ese momento a un desencanto y a un dolor tan grande que no hubiese podido soportarlo.
Aproximadamente a los tres años de relación, cuando él ya era un monumento a la baja autoestima, su querida novia le confesó que había tenido relaciones sexuales con un amigo. Y no una vez sola, sino varias.
—No puede ser… no puede ser… ella me decía que me amaba y que jamás podría mirar a otro. ¿Es posible que una mina haga esto? —me preguntaba con la mirada perdida desde el otro lado de la mesa de café.
—Pablo, imagínate que me estás esperando acá sentado, al lado de la ventana, y miras para afuera y hay un diluvio torrencial. La calle está inundada de bote a bote y yo llego empapado y te pregunto: «Pablo… ¿puede ser que esté lloviendo? No puede ser… el servicio meteorológico anunciaba un día soleado» —le respondí—. Macho… llueve, no hay vuelta que darle. No importa lo que dijo el pronóstico, tampoco importa el partido de tenis que habías programado en una cancha descubierta —agregué.
Pablo buscaba que ella se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Y buscaba lograr que ella cambiara.
Tal vez muchos de ustedes hayan pasado por una situación similar. Me refiero a querer que la otra persona «cambie» para que sea como ustedes necesitan que sea.
A todos los que estén atravesando ese momento voy a darles una mala noticia: nadie cambia.
Vamos a ponerlo en un ejemplo para que se entienda mejor.
Imaginemos que conocemos a una chica, digamos la hermana de un amigo, más fea que un orangután, bizca, narigona, con bigotes, sin dientes, con un peso estimado de ciento cincuenta kilos, un metro y medio de estatura, un aliento de dragón recién levantado, en fin, un horror.
Imaginemos también que por la relación de hermana de un amigo empezamos a conocerla y descubrimos que es la chica más buena del mundo, amable, cariñosa, sensible, divertida, sincera, compañera.
Todas esas cualidades la convertirían en la mujer ideal si no fuera por el aspecto físico. ¿Se nos ocurriría pensar que ella podría cambiar su aspecto exterior para pasar a ser una belleza y así ponernos de novios con ella?
No. ¿Por qué no?
Porque una mina tan fea jamás podría convertirse en una mina linda.
Con el interior de una persona sucede lo mismo.
Una mina de mierda jamás podrá convertirse en una buena chica.
Deberías descartar a esa hermosa chica mala de la misma manera en que descartas a la chica buena que ves horrible.
Por lo tanto no tomes la posibilidad de que «ella cambie» como una opción válida.
Por supuesto que es muy probable que ella llore y nos dé claros signos de arrepentimiento. Y que nosotros, en la necesidad de creerle, terminemos a los besos, acariciándoles la cabeza y diciendo: «Bueno… ya pasó, mi amor… yo te perdono… no llores más».
Ninguna mujer se arrepiente de haber cometido reiteradas infidelidades. Lo que hizo, lo hizo sabiendo perfectamente lo que hacía y habiendo evaluado los riesgos.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que ese tipo de mujeres no va a tener por mucho tiempo un novio que deje pasar sus frecuentes aventuras de forma tan humillante. Cuando vea que tiene al lado un tipo con tan poco orgullo, ella lo va a dejar a él.
Las mujeres detestan a los débiles, entregados, arrastrados y dependientes.
Cuando descubrimos en nuestra pareja ese tipo de actitudes y de forma de ser estamos en un callejón sin salida, y la única opción es volver sobre nuestros pasos y tomar por otra calle.
Quedarnos mirando el muro, repitiéndonos que el mapa no mostraba el callejón, o esperar a que pase una grúa y lo derribe para abrir la calle sería una pérdida de tiempo.
Después de meses o años de relación siempre quedan «cosas» nuestras en su poder. Los cd que jamás escuchamos, fotos que nos recuerdan momentos que convendría olvidar, ropa que seguramente hace meses que no usamos y algún muñequito pedorro suelen formar parte de ese cofre del tesoro sin el cual pareciera que no podemos vivir luego de que nuestra novia nos pegó un voleo en el orto.
Los primeros días después de la ruptura ni siquiera pensamos en recuperar esas cosas. Sólo desearíamos que todo volviera a ser como antes.
Pasado un tiempo y al ver que la mina no da señales de vida, esas «cosas» que estaban en su poder se transforman en nuestras aliadas para provocar algún tipo de contacto o reacción por parte de ella ante nuestro pedido de devolución.
El problema es que, en la mayoría de los casos, estos actos se llevan adelante de manera impulsiva. Actuamos solamente movidos por la ansiedad y la desesperación y sin una estrategia pensada de manera fría e inteligente.
En primera instancia sentimos que esa llamada para pedir de vuelta lo que nos pertenece podría llegar a transformarse en una conversación de reconciliación.
—Hola… soy yo… quiero que me devuelvas mis cosas.
—Bueno… encontrémonos y te las doy… y de paso charlamos un poco porque la verdad es que te extraño y quisiera que volvamos a ser novios como antes.
Eso nunca pasa, pero inconscientemente lo tenemos en nuestra mente como una posibilidad.
Otra cosa que podemos sentir (y ojo que siempre hablo de sentir y no de pensar) es que tal vez al pedirle esas cosas ella caiga en la cuenta de que nos está perdiendo de verdad y por fin dé el brazo a torcer.
—Hola… soy yo… quiero que me devuelvas mis cosas.
—¡Nooo! Por favor… no me hagas esto… no quiero perderte… ¡buaaaaa!
Esto tampoco sucede, pero el deseo de que suceda es tan fuerte que nuestro impulso a pedirle lo nuestro es imparable.
En muchos casos ella no había cortado sino que había «pedido un tiempo», y por lo tanto el hecho de reclamar nuestras cosas supone dejar de tomar ese «tiempo» como algo temporal para alejarnos de manera definitiva, lo que le causaría un dolor muy grande y le provocaría la necesidad de terminar con ese «tiempo» para volver con nosotros y así no perdernos.
Esto sería buenísimo si no fuera porque siempre que piden un tiempo están mintiendo. Como ya vimos, el pedido de tiempo es siempre una excusa, por lo tanto esta estrategia inconsciente tampoco va a dar resultado.
Ella sabe perfectamente que esos cd que no escuchaste en tanto tiempo, esa ropa que jamás usabas y ese muñequito de morondanga no son importantes para vos.
Con lo cual, si estás llamando para recuperarlos, es para tener un contacto. Eso la deja tranquila sabiendo que seguís pensando en ella, que te sigue importando y que podría volver si quisiera.
Si todavía le importaras, lo que realmente le preocuparía no es que la llames para recuperar tus cosas sino que no lo hagas.
Que no utilices la opción de llamarla para pedírselas. Que vea que te olvidaste de esas cosas.
Tenerlas en su poder le va a venir bien por un tiempo para albegar la esperanza de que la llames y así comprobar que te sigue teniendo al pie, pero pasado un tiempo sin que eso suceda se le van a bajar los humos.
Tene en cuenta que esas «cosas» tuyas pueden pasar a ser una excusa «de ella» para contactarte.
El día que suene tu teléfono y sea ella para devolverte las cosas es muy probable que estemos ante un intento de chequear qué es lo que pasa con tus sentimientos. Es un intento de ver si ante una provocación de su parte vos volvés a la carga con tus ruegos.
Al igual que como vimos en el capítulo «Testeos», es importante que no se quede tranquila comprobando enseguida que seguís loco por ella.
—Hola, soy Claudia. Mira… tengo unas cosas tuyas en casa…
Opción 1:
—Mira, no te preocupes, no las necesito, te las regalo.
Opción 2:
—Ah… sí… haceme un favor, ponémelas en un remise y mándamelas a casa.
Ahí van a morir sus esperanzas de que vos seas el idiota que ante su provocación vuelva a la carga con ruegos y súplicas. Ahí se va a dar cuenta de que te perdió. Ahí es cuando descubre que si quiere algo lo va a tener que demostrar de manera más directa.
Ahí es cuando verá que se cortó el hilo del yo-yo y que ya no te tiene atado al dedo.
Nunca le pidas que te devuelva tus cosas.
A menos que hayas dejado en su casa tu Gibson Les Paul o la camiseta que tenía puesta el Diego cuando le hizo el gol a los ingleses, claro.
Sé sincero con vos mismo y evalúa objetivamente la importancia que tienen esos objetos inanimados que ya no usas desde hace tiempo.
Y ni hablar de las cosas de ella que quedaron en tu poder.
A menos que te haya dejado un Rottweiler rabioso no tenes que llamarla para devolvérselas.
Hacerlo significaría un intento más que evidente de provocar alguna reacción en ella y quedarías como un estúpido.
Por las cosas de ella que se preocupe ella.