Mi vida en la formula uno (4 page)

BOOK: Mi vida en la formula uno
7.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

Era fácil decirlo para Ricardo, pero nunca sabré cómo me las arreglé para no estampar el Oldsmobile en un árbol de Reforma. Sin embargo, es un consejo que pongo en práctica cada vez que conduzco rápido sobre piso mojado, recordando las carcajadas de Ricardo mientras el Oldsmobile dorado creaba una de las originales "olas mexicanas" en la avenida Reforma a medida que chapuceábamos en la lluvia.

Ricardo y Pedro tuvieron una cadena de éxitos a finales de los cincuenta, tanto en Estados Unidos como en Europa. El talento de Ricardo fue reconocido por Luigi Chinetti, el importador estadounidense de Ferrari, dueño del North American Racing Team (NART). En 1960, a la edad de 18 años, Ricardo llegó en segundo lugar en las 24 horas de Le Mans, conduciendo un Ferrari Testa Rossa de NART junto con André Pilette. Luego, con Pedro, en 1961 llegaron en tercer lugar en Sebring; también lideraron en Le Mans hasta que el motor falló y llegaron en segundo lugar en Nürburgring y en primero en los 1,000 Km de París, en Monthlery, con el Ferrari 250 GT de Chinetti, victoria que repitieron en 1962, compartiendo el 250 GTO del NART.

La fama de Ricardo comenzó a esparcirse fuera de México y su rostro estaba en las revistas internacionales más importantes como
Sports Illustrated, Life, L'europeo, Oggi, Paris Match
y muchas más. Enzo Ferrari, quien había seguido el progreso de Ricardo, estaba ávido por verlo conducir uno de sus autos rojos y le ofreció correr su primer Gran Premio en Italia, en septiembre de 1961 en Monza.

Fue en la última parte de 1961 cuando confié a Ricardo mis intenciones de ir a Europa al siguiente año, esperando encontrar trabajo en Italia, pues cada vez me sentía más frustrado en la universidad. Me dijo que estaba loco, pues sabía que yo no tendría los medios suficientes para mantenerme en el caso de que no pudiera encontrar trabajo; pero me vio muy decidido a seguir adelante con mi proyecto y aceptó echarme una mano, presentándome a las personas adecuadas en cuanto nos encontráramos en Italia.

A través de los contactos de un muy buen amigo mío, Roberto Ayala, quien solía correr sedanes con mucho éxito y cuyo padre tenía un alto puesto en una industria del gobierno, conseguí un boleto gratis de México a Nueva York en febrero de 1962. Entonces visité la agencia Thomas Cook y compré un boleto Nueva York-Southampton, Inglaterra, a bordo del Queen Elizabeth original. Aunque no lo crean, esa era entonces la forma más económica de cruzar el Atlántico; el cambio se daría más tarde en los sesenta, cuando viajar a Europa en avión empezó a volverse más accesible.

Por supuesto, en barco tomaría seis días, pero tenía todo el tiempo del mundo y esperaba con ansias la experiencia. Pagué 200 dólares por una cabina interior compartida en clase turista. Aproveché la oportunidad de hacer una visita corta a Nueva York porque llegué dos días antes de la salida del barco.

Nunca olvidaré el día que zarpamos… realmente fue con mucho estilo: había una gran banda tocando en el muelle y el espacio entre el puerto y el barco estaba totalmente cubierto por millones de banderines de colores pendientes de los diferentes niveles del barco. La champaña, por supuesto, estaba a la orden del día mientras la gente reía y vitoreaba en espera de las vacaciones de su vida. Para los que íbamos solos, era un sentimiento encontrado, no obstante maravilloso, con una o dos lágrimas de rigor. Justo en ese momento, descubrí que iba a bordo un grupo grande de mexicanos haciendo exactamente eso, teniendo las vacaciones de su vida, así que después de todo no era yo una figura solitaria. En particular, cuando conocí a una madre y a su hija provenientes de Guadalajara, de quienes me enamoré, sin saber si estaba más enamorado de la madre o de la hija o simplemente enamorado ante la perspectiva del viaje y el inicio de mi nueva vida.

Justo cuando dejábamos los muelles, pudimos ver en el siguiente amarradero el nuevo barco France que llegaba de su viaje inaugural y, aunque se veía fantástico, parecía empequeñecido por el nuestro. A medida que la Estatua de la Libertad nos decía adiós, pudimos apreciar la maravillosa vista de la costa de Manhattan con todos sus edificios majestuosos que lentamente se hacían más pequeños en la distancia. Fue el momento de ir a revisar mi cabina para descubrir que mi compañero era un joven australiano que estaba recorriendo el mundo y de nuevo tuve suerte porque tuvimos química, a pesar de que ninguno de los dos hablaba el idioma del otro y fue una gran oportunidad para empezar a aprender inglés. Los dos solíamos colarnos de manera clandestina de la sección turista a cabina y primera clase para ver cómo vivía la otra mitad, pero sus fiestas nos parecían aburridas y de hecho solíamos traer a alguien de buen ver a la clase turista donde las fiestas siempre estaban en su apogeo.

Poco imaginaba entonces que 35 años después la revista
Autosport
me invitaría a cruzar en el Queen Elizabeth 2 para el Gran Premio canadiense de 1997, como parte de un foro con gente como Murray Walker, Alan Henry y Nigel Roebuck. Dimos una serie de charlas sobre Fórmula Uno a un grupo de aficionados que habían comprado el paquete turístico. Sobra decir que ahora soy una de las pocas personas que pueden afirmar con orgullo haber viajado tanto en el Queen Elizabeth original como en el QE2.

Cuando desembarcamos recuerdo haber pensado que el Queen Elizabeth era un gran edificio flotante y recuerdo haberme sentido triste de que esa maravillosa fiesta de seis días hubiera llegado a su fin. Hoy lamento con amargura no haber conservado ningún
souvenir
del barco.

Caminé a la estación y tomé el primer tren a Londres donde tenía algunos amigos mexicanos con quienes me iba a quedar durante unos días. Fue mientras estuve con ellos cuando tuve la suerte de conocer a Stirling Moss cuando entró al mismo restaurante donde estábamos cenando en KensinGTOn. No podía creerlo, acababa de ver a uno de mis héroes por primera vez en carne y hueso y no iba a desperdiciar la oportunidad, tenía que hablar con él. Me tomé otra copa de vino y reuní valor, tratando de pensar qué iba a decirle, pero convencido de que me desairaría por molestarlo. Por el contrario, fue muy amable e incluso me invitó a sentarme en su mesa cuando le dije que era amigo de Ricardo y que iba a Sicilia para encontrarme con él para la Targa Florio. Por desgracia, unas semanas después sufrió un terrible accidente en Goodwood que terminó con su carrera, aunque afortunadamente unos meses después ya estaba recuperado por completo. Hoy, él y su esposa Susie son muy amigos míos.

Después de unos días en Londres, viajé al sur rumbo a Italia y llegué a Módena, donde almacenaría mi maleta y así poder viajar ligero, pues tendría que pedir aventón para llegar a Nápoles y ahí tomar el transbordador hacia Sicilia para la Targa Florio. En el transbordador, tuve la oportunidad de conocer a algunos de los pilotos privados que viajaban con sus autos a la Targa y naturalmente conseguí un aventón con ellos hasta Cefalú, el pequeño pueblo siciliano que era el centro de la carrera. Una vez ahí, me encontré con Ricardo y Sarita, quienes acababan de llegar de Pau, donde Ricardo había terminado en segundo lugar. Gracias a él conocí a todo el equipo de Ferrari; Eugenio Dragoni era el director de carreras y nuevo director del equipo y Mauro Forghieri, el nuevo director técnico. El señor Becchi era el jefe de mecánicos, quien en ese entonces era conocido sólo por su apellido. Los demás pilotos eran Olivier Gendebien, Willy Mairesse, Giancarlo Baghetti, Lorenzo Bandini y Phil Hill.

Ferrari había traído un par de Berlinetas 250 GTO para que los pilotos se acostumbraran al agotador y tortuoso circuito de 72 kilómetros, guardando los 246 Dino V6 de motor trasero para la sesiones de práctica y la carrera. Entonces tuve el placer de acompañar a Ricardo en una vuelta rápida alrededor del circuito y me dejó tomar el volante, siempre y cuando me detuviera para cambiar de lugares antes de la recta de los fosos, de manera que el personal de Ferrari nunca lo supiera. No sabía si disfrutaba más ser pasajero de Ricardo o la experiencia en sí de conducir por primera vez el auto deportivo de competencia que se convertiría en el auto de mis sueños.

El recorrido con Ricardo realmente me abrió los ojos, pues era la primera vez que yo era pasajero en un verdadero auto de carreras conducido por un volante de Gran Premio sobre caminos normales o, quizá menos que normales, en la campiña italiana. Fue una experiencia hipnotizante; durante los primeros kilómetros me agarré fuerte de todo lo que pude y tenía el estómago en la garganta, pero pronto me empecé a relajar y a disfrutar la facilidad con que Ricardo manejaba la potencia y controlaba el auto. Posteriormente en mi vida tuve muchas oportunidades más de ser pasajero de otros campeones en otros autos soberbios, pero la primera siempre es la más memorable.

En la práctica, Phil Hill, el campeón del mundo, destruyó el único 248 V8 experimental que Ferrari había traído y aunque parecía haber sido una falla mecánica (se atascó el acelerador) a Hill, quien por fortuna no salió lastimado, Dragoni le dijo que se quedara sin asiento para la carrera, y su compañero Gendebien se uniría a Rodríguez y Mairesse en el primer auto: el 246SP que terminaría ganando la carrera con Baghetti y Bandini en segundo lugar en un auto similar. Sobra decir que yo estaba más que encantado de que en mi primera carrera con Ricardo en Europa él hubiera ganado y yo me convertí en su amuleto durante el resto del año.

Al día siguiente, Ricardo y Sarita se fueron a Módena, mientras yo volvía en transbordador a Nápoles y de ahí a Roma, donde esperaba encontrarme con Piero Taruffi y Umberto Maglioli, a quienes había conocido en México, pensando que tal vez ellos podían encaminarme a alguna parte. Aunque mi primera presentación con el equipo Ferrari no había sido mala, no quería poner todos mis huevos en una sola canasta y quería explorar otros caminos que pudieran abrirse para mí. Fui a Milán a tocar la puerta de Gianni Restelli, el administrador del Autodromo di Monza. Un amigo de un conocido mexicano me dio su nombre y esperaba descubrir si había alguna oportunidad ahí. Para entonces, sobra decirlo, los 300 dólares con los que me había ido de México se estaban acabando rápido y yo me estaba preocupando mucho sobre si iba a lograrlo o no.

Mientras estaba en Milán, pasé un poco de tiempo con Lorenzo Bandini y Giancarlo Baghetti, ambos residentes en la ciudad; Lorenzo tenía una agencia de autos y un taller, mientras que Giancarlo provenía de una familia italiana de la aristocracia y era el epítome del piloto caballero, aunque es uno de los únicos dos pilotos en la historia que ha ganado su primer Gran Premio en Reims, Francia, en 1961. Giancarlo me dijo que mientras estaba en Sicilia le había causado una buena impresión al señor Dragoni y al señor Forghieri, y que debía ir abiertamente a hablar con ellos. Pensaba que podía salir algo bueno de eso, sugiriendo que fuera con él a Holanda en su Ferrari para el siguiente Gran Premio, una oferta que acepté gustoso.

En el circuito de Zandvoort, Dragoni fue muy honesto conmigo y dijo que sería imposible que Ferrari me empleara sin ninguna preparación ni permiso de trabajo, pero que me ayudaría con hospedaje y comida en las carreras a cambio de mano de obra. Me sentí feliz como un niño y sin importar cuánto o qué tan sucio fuera lo que me pusieran a hacer estaba aprendiendo los gajes del oficio, el lenguaje y en general, vivir en ese nuevo mundo con el cual había soñado durante tanto tiempo. En la carrera, Hill y Baghetti terminaron en tercero y cuarto lugares para Ferrari al tiempo que Ricardo tuvo un accidente masivo con el Lotus 24 de Jack Brabham mientras disputaba el tercer lugar.

Después de Holanda, Baghetti y yo fuimos en auto a Nürburgring para la carrera de 1,000 kilómetros. Esto no careció de drama, pues cerca de Koblenz, bajo una lluvia torrencial, Giancarlo y yo casi desaparecimos con el hermoso Ferrari bajo un gran camión. Pensé que el accidente hubiera podido evitarse y me sentí decepcionado por la poca, si no es que nula, acción evasiva de Giancarlo. Como resultado, la salpicadera delantera izquierda de su orgullo y alegría se vio severamente modificada.

Nürburgring era uno de los lugares que tenía más ganas de visitar. El nombre Nürburgring está asociado a las carreras como Le Mans o Monza: el circuito de 22.8 km con 180 curvas no era otra cosa que un gran reto y cuando llegamos simplemente tuvimos que dar la vuelta aunque la lluvia seguía cayendo a cántaros. Debo decir que nunca me sentí muy impresionado con la forma de conducir de Giancarlo: era muy valiente pero carecía de fineza y era fácil comprender por qué ganó su primer Gran Premio en Reims en un circuito de acelerador a fondo todo el tiempo, donde las agallas son más importantes que el cerebro. Decidí que una vuelta era suficiente y mientras Giancarlo le daba una vuelta a uno de los 12
tifosi
italianos del vestíbulo del hotel, me fui a buscar un cuarto.

Phil Hill acababa de llegar junto con Dan Gurney, a quien me presentó, y los cuatro cenamos en el Hotel Sporthaus. Gurney también era de California y era un buen amigo de Hill, así que pasé mucho tiempo hablando con él. A Dan le gustaban mucho la gente y la comida de México y más adelante iba a convertirse en una de las personas clave en mi carrera automovilística, alguien para quien trabajé cinco años en F1, Indianápolis, TransAm y CanAm en Europa y Estados Unidos. Sin duda alguna fue uno de los mejores jefes y amigos que he tenido.

Para la carrera, los hermanos iban a conducir el Dino V8 de 2.5 litros. Ricardo quería ser el que terminara, así que Pedro debía arrancar. Traté de convencer a Ricardo de que sería mejor si lo hacían al revés, pues Pedro siempre estaba nervioso al principio y Ricardo era mucho más rápido y podía darle el auto a Pedro en una buena posición. A la administración de Ferrari no le importaba quién empezara, su única condición era que Ricardo debía conducir si había lluvia. Es interesante notar cómo Ricardo era reconocido como el buen piloto en lluvia aunque en el futuro Pedro iba a convertirse en uno de los maestros de la conducción bajo lluvia de todos los tiempos.

Pedro empezó mal y luego hizo su mejor esfuerzo para recuperar el tiempo perdido hasta que se salió del circuito. Con bastante frecuencia Pedro solía pasar más tiempo fuera del circuito que en éste y siempre que había un choque Pedro estaba al volante. Incluso Ferrari se estaba percatando y mostraba descontento al respecto, pero Ricardo siempre defendía a su hermano y prefería conducir con él que con cualquier otra persona. Pedro, a su vez, tenía una admiración inquebrantable por el talento de su hermano y corrían juntos, no en competencia.

Other books

Horse Feathers by Bonnie Bryant
Cassie's Crush by Fiona Foden
Blood to Dust by L.J. Shen
The Hairball of Horror! by Michael Broad
Lust Under Licence by Noel Amos