Tuve esto en cuenta y me mantuve tranquilo y ecuánime cuando sentí síntomas de un desplome sangre-sudor definitivo. Y pasó la cosa. Vi que la camarera de los cócteles se ponía nerviosa, así que me obligue a levantarme y a salir muy tieso del bar. Ni rastro de mi abogado.
En fin, baje a la cabina de alquiler de coches VIP, donde cambie el Tiburón Rojo por un Cadillac blanco descapotable.
—Este maldito Chevrolet no ha hecho más que darme problemas —les dije—. Tenía la sensación de que me miraban por encima del hombro… sobre todo en las gasolineras, cuando tenía que salir y abrir el capó
manualmente
.
—Bueno…
claro
—dijo el tipo de detrás de la mesa—. Lo que usted necesita, creo yo, es uno de nuestros cruceros especiales Mercedes, con aire acondicionado. Puede llevar incluso su propio combustible, si quiere; podemos facilitarle…
—¿Es que parezco acaso un maldito nazi? —dije—. ¡Quiero un coche norteamericano natural, o nada de nada!
Pidieron inmediatamente el Coupe de Ville blanco. Todo era automático. Podía sentarme en el asiento tapizado de cuero rojo del conductor y hacer
saltar
cada centímetro de coche, pulsando los botones adecuados. Era una máquina maravillosa: diez de los grandes en Artilugios y Efectos Especiales de alto nivel. Las ventanillas traseras saltaban con un leve toque como ranas en una charca de dinamita. La capota de lona blanca subía y bajaba como una montaña rusa. El cuadro de mandos estaba lleno de luces y marcadores y medidores esotéricos que yo jamás entendería… pero no me cabía duda alguna de que aquélla era una
máquina superior
.
El Cadillac no se disparaba tan aprisa como el Tiburón Rojo, pero en cuanto cogía velocidad (hacia los ciento veinte) era la suavidad misma… toda aquella masa tapizada, tan elegante, deslizándose a través del desierto; era como rodar a medianoche sobre el viejo California Zephyr.
Realicé toda la transacción con una tarjeta de crédito que posteriormente supe que estaba «cancelada»… que era absolutamente fraudulenta. Pero la Gran Computadora aún no me había fiscalizado, por lo que seguía siendo todavía un riesgo crediticio sabroso y prometedor.
Más tarde, considerando esta transacción,
supe
la conversación que casi seguro había seguido:
—¡Hola! Aquí coches de alquiler VIP de Las Vegas. Llamamos para comprobar la tarjeta Número 875-045-616-B. Es sólo una comprobación rutinaria de crédito. Nada urgente…
(Larga pausa al otro extremo. Luego:)
—¡Mierda!
—¿Qué?
—Perdone… sí, tenemos ese número. Está incluido en línea roja de emergencia. ¡Llame inmediatamente a la policía y no le pierda de vista!
(Otra larga pausa.)
—Bueno… En fin… ese número, sabe, no está en
nuestra
Lista Roja actual, y… bueno… el Número 875-O45-616-B acaba de salir de nuestro aparcamiento en un descapotable Cadillac nuevo.
—¡No!
—Sí. Se ha ido hace un rato. Con seguro a todo riesgo.
—¿Adónde?
—Creo que dijo a San Luis. Sí, eso dice la tarjeta. Raoul Duke, jugador de béisbol, de los Browns de San Luis. Cinco días a veinticinco dólares diarios, más veinticinco centavos milla. Su tarjeta era válida, así que, claro, no teníamos elección posible…
Eso era verdad. La agencia de alquiler de coches no tenía ninguna razón legal para molestarme, pues técnicamente mi tarjeta era válida. Durante los cuatro días siguientes anduve en aquel coche por Las Vegas (pasé incluso por delante de la oficina principal de la agencia VIP, que quedaba en el Bulevar Paradise varias veces) y en ningún momento me molestaron con ningún, despliegue de grosería.
Esta es una de las características básicas de la hospitalidad de Las Vegas. La única regla firme es No Estafes a los habitantes de la ciudad. De lo demás nadie se preocupa. Prefieren no saber. Si Charlie Manson se inscribiese mañana por la mañana en el Sahara, nadie le molestaría, siempre que diese buena propina.
Después de alquilar el coche, me fui directamente al hotel. Aún no había ni rastro de mi abogado, así que decidí inscribirme solo… si conseguía salir de la calle y evitar un derrumbe en público. Dejé la Ballena en un aparcamiento VIP y me arrastré tímidamente por el vestíbulo con mi bolsita de cuero… una bolsa hecha a mano por encargo que me había fabricado hacía poco un amigo de Bounder que se dedicaba a trabajar el cuero.
Nuestra habitación estaba en el Flamingo, en el centro neurálgico del Strip, justo enfrente del Caesar's Palace y del Dunes… sede de la conferencia sobre la droga. La mayoría de los asistentes se alojaban en el Dunes, pero a los que aparecimos elegantemente tarde nos mandaron al Flamingo.
Aquello estaba lleno de polis. Me di cuenta nada más echar un vistazo. Casi todos andaban por allí procurando mostrarse despreocupados y normales, todos vestidos exactamente igual, con su atuendo deportivo Las Vegas de saldo: bermudas, camisas de golf Arnie Palmer y blancas piernas sin vello con «sandalias de playa» recauchutadas. Era algo horrible, daba miedo meterse allí… parecía una especie de supercerco policial. Si no hubiese sabido lo de la conferencia, habría perdido sin duda el control de mí mismo. Daba la impresión de que en cualquier momento alguien iba a caer acribillado en un tiroteo generalizado… quizá toda la Familia Manson.
Llegué bastante tarde. La mayoría de los fiscales de distrito nacionales y otros tipos de polis se habían inscrito ya. Eran los que andaban ahora por allí por el vestíbulo, mirando hoscamente a los recién llegados. Lo que parecía la Gran Redada no eran más que unos doscientos polis de vacaciones sin nada mejor que hacer. Ni siquiera reparaban unos en otros.
Me arrastré hasta recepción y me puse a la cola. El hombre que tenía delante era un jefe de policía de un pueblecito de Michigan. Su mujer, tipo Agnew, estaba de pie a unos ocho centímetros a su derecha, mientras él discutía con el recepcionista:
—Mire amigo, ya
le dije
que en esta tarjeta postal dice que tengo
reservas
en este hotel. ¡Vengo a la Conferencia de Fiscales de Distrito, demonios! ¡Ya he
pagado
mi habitación!
—Lo lamento, caballero. Usted está en la «lista última». Sus reservas se trasladaron al… veamos… Motel Moonlight, que está en el Bulevar Paradise y que es un lugar excelente para alojarse y que sólo queda a unas dieciséis manzanas de aquí, con piscina propia y…
—¡Maricones de mierda! ¡Que venga el director! ¡Estoy cansado de oír tonterías!
Apareció el director y ofreció llamar un taxi. Aquel era sin duda el segundo acto, o quizás incluso el tercero, de un drama cruel que había empezado mucho antes de aparecer yo. La mujer del policía lloraba. Los amigos a los que había reunido para que le apoyaran estaban demasiado desconcertados para respaldarle… incluso en aquel momento, allí en aquel choque final, cuando el pequeño y furioso policía disparaba su mejor y su último tiro, sabían que estaba derrotado; iba contra las Normas, y la gente contratada para hacer efectivas tales normas decía: «No hay plazas libres».
Después de diez minutos allí de pie haciendo cola detrás de aquel pobre mierda escandaloso y de sus amigos, sentí que la bilis empezaba a subir. ¿De dónde sacaba aquel poli, él precisamente, valor para discutir con alguien en términos de Derecho y Razón? A mí me había sucedido
aquello
mismo con aquellos peludos comemierdas… y tenía la sensación de que también le había pasado lo mismo al recepcionista. Tenía el aire del hombre al que han estado jodiendo, en su momento, una buena cantidad de polis malhumorados y locos por las reglas…
Así que ahora el tipo se limitaba a devolverles sus argumentos:
—Da igual que tenga razón o no, amigo… o que haya pagado o no la factura… lo que importa en este momento es que por primera vez en mi vida puedo machacar a un cerdo: «Se va a joder,
oficial
. Quien manda aquí soy yo. Y le digo que para usted no hay habitación».
Me divertía la escena, pero al cabo de un rato empecé a sentirme mareado, muy nervioso, y la impaciencia me privaba de lo mejor de la diversión. Así que sorteé al Cerdo y hablé directamente con el recepcionista.
—Oiga —dije—. Lamento interrumpir, pero tengo una reserva y si no le importa me gustaría formalizar la cosa y dejarles con lo suyo.
Sonreí, para que se diese cuenta de que entendía perfectamente el número que estaba montándose con el grupo de polis que me miraban fijamente, desconcertados psicológicamente, como si fuese una especie de rata de agua que subiese arrastrándose hasta la mesa.
Yo tenía muy mal aspecto: vaqueros viejos y botas de baloncesto blancas… y hacía mucho que mi camisa Acapulco de diez pesos se había descosido por los hombros debido al viento de la carretera. Llevaba barba de tres días, casi la típica del borracho callejero, y tenía los ojos totalmente ocultos tras las gafas de sol de espejo…
Pero el tono de mi voz era el del hombre que
sabe
que tiene una reserva. Actuaba basándome en la previsión de mi abogado… pero no podía perder la oportunidad de clavarle el cuerno a un poli.
…y estaba en lo cierto. La reserva estaba hecha a nombre de mi abogado. El recepcionista tocó el timbre para llamar al mozo de equipajes:
—De momento esto es todo lo que llevo conmigo —dije—. El resto está ahí fuera, en ese Cadillac descapotable blanco.
Señalé el coche que todos pudieron ver allí, ante la puerta principal.
—¿Podrán aparcarlo ustedes, por favor?
El recepcionista se mostró muy cordial.
—No se preocupe usted por nada, señor. Preocúpese sólo de disfrutar durante su estancia aquí. Y si necesita algo, no tiene más que llamar a recepción.
Asentí con un gesto y sonreí, observando de reojo la atónita reacción del grupo de polis de al lado. Estaban estupefactos de asombro. Allí estaban ellos utilizando todas las presiones posibles para conseguir una habitación que habían
pagado
ya… y de pronto todo su montaje quedaba barrido por un marrano que parece recién salido de una selva de vagabundos del norte de Michigan. ¡Y se inscribe con un puñado de
Tarjetas de Crédito
! ¡Jesús! ¿Pero dónde va el mundo?
Le di mi bolsa al mozo que se escabulló rápidamente, y le dije que me trajese un cuarto de Wild Turkey y dos quintos de Bacardí añejo, con hielo para una noche.
Nuestra habitación estaba en una de las alas extremas del Flamingo. Ese sitio es mucho más que un hotel, es una especie de inmenso Club Playboy subfinanciado en mitad del desierto. Lo forman unas nueve alas separadas, con caminos empedrados que las comunican, y piscinas: un vasto recinto, cortado por un laberinto de rampas y caminos particulares para vehículos. Tardé unos veinte minutos en llegar al ala que nos habían asignado.
Tenía la intención de entrar en la habitación, aceptar la entrega del alcohol y el equipaje, fumar luego mi último pedazo de Gris Singapur mientras veía a Walter Cronkite y esperar que llegara mi abogado. Necesitaba aquel descanso, aquel momento de paz y de cobijo antes de pasar a la conferencia de la droga. Sería algo muy distinto a la Mint 400. Aquello había sido cuestión de
observar
, pero esto exigiría
participación
… y en situación muy especial: en la Mint 400 tratábamos con gente esencialmente
simpática
, y si nuestra conducta era grosera y ofensiva… en fin, era sólo cuestión de grado.
Pero en esta ocasión nuestra simple
presencia
sería ofensiva. Asistiríamos a la conferencia con falsos pretextos y trataríamos, desde el principio, con gente que se reunía con el expreso propósito de encarcelar a tipos como nosotros. Nosotros
éramos
la Amenaza: sin ningún disfraz, éramos drogadictos escandalosamente pasados, montando un número de locos flagrantes que intentábamos llevar siempre hasta el límite. No para demostrar ningún principio sociológico trascendente, ni siquiera como burla consciente: básicamente era cuestión de estilo de vida, un sentido de lo que era obligado e incluso del deber. Si los cerdos se reunían en Las Vegas para una conferencia de alto nivel sobre la droga, considerábamos que la cultura de la droga debía estar representada allí.
Aparte de esto, yo llevaba ya tanto tiempo pasado, que aquello me parecía perfectamente lógico. Consideraba las cosas y me sentía totalmente engranado en mi Karma.
O al menos eso creí hasta que llegué a la gran puerta gris que se abrió a la minisuite 1150 del Ala Final. Metí la llave en la cerradura, la giré y abrí la puerta pensando, «¡uf! ¡en casa al fin!»… y la puerta
golpeó
algo, que identifique inmediatamente como una forma humana: una chica de edad indefinida que tenía la cara y la forma de un bulterrier. Vestía una bata azul suelta y le brillaban mucho los ojos…
No sé bien por qué, pero estaba seguro de que aquella era mi habitación. No quería creerlo, pero las vibraciones eran irremediablemente ciertas… Y ella parecía saberlo también, porque no hizo ademán de pararme cuando pasé ante ella y entré. Tiré en una de las camas la bolsa de cuero y eché un vistazo buscando lo que sabía que iba a ver… a mi abogado… en pelotas, de pie a la puerta del baño, con una sonrisa drogotonta en la cara.
—Cerdo degenerado —mascullé.
—No hubo forma de evitarlo —dijo, indicando con un gesto a la chica bulldog—. Esta es Lucy.
Luego soltó una risil la distraída.
—Sabes —dijo—, es como Lucy en el cielo con diamantes…
Saludé con un gesto a Lucy, que me miraba venenosamente. Yo era sin duda algún tipo de enemigo, un intruso desagradable en su mundo… y era evidente por la forma en que se movía por la habitación, muy de prisa y tensa, que me estaba juzgando. Parecía dispuesta a la violencia, de eso no había duda. Hasta mi abogado lo advirtió.
—¡Lucy! —masculló él—. ¡Lucy! ¡Cálmate, demonios! Recuerda lo que pasó en el aeropuerto… Ya bastó con ese asunto ¿Entendido?
Luego le sonrió nervioso. La muchacha tenía el aspecto de una bestia a la que hubiesen acabado de arrojar en un pozo de serrín para que luchase por su vida…
—Lucy… éste es mi
cliente
. El señor Duke, el famoso periodista. El
paga
esta suite. Está de
nuestra
parte.
Ella no decía nada. Me di cuenta de que no se controlaba del todo. Tenía unos hombros inmensos y una barbilla como Oscar Bonavena. Me senté en la cama y busque tranquilamente en mi bolsa la lata de Mace… y cuando puse el pulgar en el pulsador, tuve la tentación de sacar aquel chisme y empaparla de arriba a abajo, por cuestión de principios. Yo necesitaba desesperadamente
paz
, descanso, refugio. Lo último que podía desear era una lucha a muerte, en mi habitación, con una especie de monstruo hormonesco drogoenloquecido.