Miedo y asco en Las Vegas (4 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Relato

BOOK: Miedo y asco en Las Vegas
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Le dí la razón.

—Hemos de ir a la pista antes del oscurecer —dije—. Pero tenemos tiempo para ver las noticias de la tele. Pelaremos este pomelo y haremos un buen ponche de ron. Y quizá que le echemos un papelito de ácido… ¿y el coche?

—Se lo dimos a alguien en el aparcamiento —dijo él—. Tengo el comprobante en la cartera.

—¿Qué número tiene? Llamaré abajo para que laven ese trasto, le quiten la mugre y el polvo.

—Buena idea —dijo él. Pero no lograba encontrar el comprobante. —

—Vaya, pues vamos jodidos —dijo—. Nunca les convenceremos, no nos darán el coche sin comprobante.

Lo pensó un momento, luego cogió el teléfono y llamó al garaje.

—Aquí el doctor Gonzo de la ochenta y cinco —dijo—. Creo que he perdido el comprobante de aparcamiento de ese descapotable rojo que le dejé, pero quiero que lo laven y lo dejen listo para de aquí a media hora. ¿Podrá mandarme otro comprobante?… qué… ¿sí?… bueno, estupendo entonces.

Colgó y buscó la pipa de hash.

—No hay ningún problema —dijo—. El hombre me recuerda.

—Qué bien —dije—. Deben tener una gran red preparada para cuando aparezcamos.

Asintió con un cabeceo y añadió:

—Como abogado tuyo, te aconsejo que no te preocupes por

.

El noticiario de la tele hablaba de la invasión de Laos… una serie de desastres aterradores: explosiones y fragmentos retorcidos, hombres huyendo horrorizados, generales del Pentágono babeando mentiras demenciales.

—¡Apaga esa mierda! —grité a mi abogado—. ¡Salgamos de aquí!

Una maniobra inteligente. Momentos después de recoger el coche, mi abogado entró en un coma, ciego de droga, y se saltó una luz roja en Main Street antes de que yo pudiera controlar la situación. Le saqué de detrás del volante y me puse yo… y me sentí en forma, seguro, certero. A mi alrededor veía a la gente hablando y quería oír lo que decían. Todos. Pero el micro automático estaba en el maletero y decidí dejarlo allí. Las Vegas no es el tipo de ciudad donde le gustaría a uno bajar a la calle principal apuntando a la gente con un instrumento negro parecido a un bazoka.

Subir la radio. Subir el magnetófono. Mirar el crepúsculo, allá, delante. Bajar los cristales de las ventanillas para saborear mejor la brisa fresca del desierto. Sí, ése es el rollo. Ahora: control absoluto. Paseando por la arteria principal de Las Vegas, sábado por la noche, dos buenos muchachos, convertible rojo fuego-manzana… pasados, cargados, volados… Gente Maja.

¡Dios mío! ¿Qué es esa horrible música?

«El himno de combate del teniente Calley»:

«…mientras vamos desfilando…

Cuando llego por fin al campamento, en esa tierra más allá del sol,

y el Comandante me pregunta…»

(¿qué te preguntó, Rusty?)

«… ¿luchaste o corriste?»

(¿y qué dijiste, Rusty?)

«…contestamos al fuego de sus fusiles con cuanto teníamos…»

¡No! ¡No
puedo
oír eso! ¡Es la droga! Miro a mi abogado, puro él tiene clavada la vista en el cielo. Y me doy cuenta de que su cerebro se ha enganchado a ese campamento que queda más allá del sol. Menos mal que el no puede oír esta música, pienso. Le lanzaría a un frenesí racista.

Terminó la canción, por suerte.

Pero mi serenidad se había hecho pedazos… y entonces empezó a hacer efecto el zumo del cactos nefando, precipitando un pánico subhumano mientras pasábamos de pronto al desvío que llevaba al Club de Tiro Mint. «Un kilómetro», decía el letrero. Pero pese al kilómetro de distancia, pude oír el rechinante alarido de motores dos tiempos de motos… y luego, ya más cerca, oí otro sonido.

¡Tiros! Era imposible confundir con otra cosa aquel estruendo hueco y liso.

Detuve el coche. ¿Qué demonios pasa ahí abajo? Subí los cristales de todas las ventanillas y seguí lentamente por aquella carretera de grava, encogido sobre el volante… hasta que vi a unos doce individuos que apuntaban con armas al aire, y que disparaban a intervalos regulares.

Allí de pie, sobre una losa de hormigón, allí en el desierto de mezcales, en aquel pequeño oasis irregular de un páramo del norte de Las Vegas… se arracimaban con sus armas, a unos cincuenta metros de un edificio de una sola planta de bloques de hormigón, medio ensombrecido por diez o doce árboles y rodea de coches de policía, motos y remolques de moto.

Claro. ¡El
Club de Tiro
Mint! Aquellos lunáticos no podían permitir que nada interrumpiese sus prácticas de tiro. Había unas cien personas entre motoristas, mecánicos y otras gentes del deporte del motor alrededor de la cancha, inscribiéndose para la carrera del siguiente día, trasegando perezosamente cervezas y estudiando la maquinaria de los rivales… y allí en medio de todo pendiente sólo de los pichones de arcilla que saltaban del aparato, cada cinco segundos o así, los tipos del tiro no perdían ni un solo disparo.

En fin, ¿y por qué no?, pensé. Los tiros proporcionaban cierto ritmo, una especie de base o contrabajo, al caos agudo del ambiente motociclista. Aparqué el coche y me metí entre la gente dejando a mi abogado en su coma.

Pedí una cerveza y eché un vistazo a las motos. Muchas Husquavarnas 405, bólidos suecos trucados… también muchas Yamahas., Kawasakis, algunas Triumph 500, Maicos, algunas CZ una Pursang… jodidas motos superligeras y rapidísimas todas. No había allí Hogs, ni Sportsters siquiera… eso sería como meter a nuestro Gran Tiburón Rojo en la competición de enloquecidos todo terreno.

Quizá debiese hacerlo, pensé. Inscribir a mi abogado como conductor, y luego ponerle en la salida con la cabeza llena de ácido y éter. ¿Qué harían?

Nadie se atrevería a salir a la pista con un individuo así de pirado. Volcaría en la primera curva y se llevaría por delante a cuatro o cinco todo terreno. Un viaje kamikaze.

—¿Cuál es la tarifa de inscripción? —pregunté al encargado.

—Dos cincuenta —dijo.

—¿Y si te dijera que yo tenía una Vincent Black Shadow?

Alzó la vista hacia mí sin decir nada, cabreado, más bien. Me di cuenta de que llevaba un revólver del treinta y ocho en el cinturón.

—Bueno, da igual —dije—. En realidad, mi conductor está malo.

Achicó los ojos.

Tu conductor no es el único que está poniéndose malo aquí tío.

Es que tiene un hueso atravesado en la garganta, sabes —dije.

¿Qué?

El tipo empezaba a ponerse de muy mala leche. Pero, de pronto, desvió la vista. Miraba a otro…

A mi abogado; no llevaba ya gafas de sol danesas ni camisa Acapulco… su aspecto era increíble, allí semidesnudo y jadeante.

¿Qué es lo que pasa aquí? —mascullaba—. Este hombre es cliente mío. ¿Quiere usted acabar ante un tribunal?

Le agarré por el hombro y, suavemente, le hice dar vuelta.

—No pasaba nada —le dije—. Es por la Black Shadow… no quieren aceptarla…

—¡
Espera
un momento! —gritó—. ¿Qué quieres decir con eso de que no quieren aceptarla? ¿Por qué has de soportar lo que digan esos cerdos?

—Por supuesto —dije, empujándole hacia la puerta—. Pero fijate que van todos armados. Y nosotros no. ¿No oyes los
tiros
?

Se paró, escuchó un momento y luego, de pronto, echó a correr hacia el coche.

—¡Mamones! —gritaba por encima del hombro—. ¡Volveremos!

Cuando enfilamos el Tiburón de nuevo en la autopista, pude hablar.

—¡Santo Dios! ¿Cómo pudimos mezclarnos con esa pandilla de lunáticos locos? Salgamos de esta ciudad. ¡Esos mierdas querían matarnos!

5. CUBRIENDO LA NOTICIA… VISIÓN DE LA PRESA EN ACCIÓN …FEALDAD Y FRACASO

Los corredores estaban preparados al amanecer. Un amanecer maravilloso el del desierto. Muy tenso. Pero la carrera no empezaba hasta las nueve, así que tuvimos que matar unas horas largas en el casino junto a las pistas, y ahí fue donde empezaron los problemas.

El bar abría a las siete. Había también una «Cantina de café y donuts» junto a las pistas, pero los que habíamos pasado la noche por ahí en sitios como el Circus-Circus no estábamos para café y donuts. Queríamos bebida fuerte. Estábamos de muy mal humor y éramos doscientos por lo menos. Así que abrieron el bar antes. A las ocho y media había un gran gentío alrededor de las mesas de dados. Aquello hervía de ruido y de gritos beodos. Un golfo huesudo, talludo ya, de camiseta Harley Davison irrumpió en el bar gritando:

—¡Cagondiós! ¿Qué día es hoy? ¿Sábado?

—Más bien domingo —contestó alguien.

—¡Ajá! ¡Es cojonudo! —aulló el de la camiseta Harley Davison sin dirigirse a nadie en concreto—. Anoche estaba yo en Long Beach y un tipo me dijo que hoy era la Mint 400, así que le dije a la vieja: «Me voy, tía».

Soltó una carcajada y luego siguió:

—Entonces ella empezó con chorradas, y bueno… tuve que atizarle y cuando me di cuenta dos tíos, a los que no había visto en mi vida, me sacaron a la calle a leches. ¡Cojones! Me dejaron tonto a hostias.

Se echó a reír otra vez, hablaba para la gente y al parecer sin preocuparse de quién le escuchara.

—Sí, demonios, sí —siguió—. Y luego uno de ellos me dice: «¿Adónde vas?», y yo le digo: «A Las Vegas, a la Mint 400». Y los tipos me dan diez pavos y me bajan hasta la estación de autobuses. —hizo una pausa—. Bueno, yo
creo
que fueron ellos…

«En fin, la cosa es que aquí estoy. ¡Y vaya noche, amigos! ¡Siete horas en ese maldito autobús! Pero cuando desperté amanecía y me vi aquí, en el centro de Las Vegas y estuve un rato sin saber qué coño hacía aquí yo. Lo único que se me ocurrió pensar fue: «Ay Dios mío, otra vez. ¿Quién se divorciará de mí ahora?»

Aceptó un cigarrillo de alguien, aún riendo entre dientes mientras lo encendía.

Pero entonces recordé, demonios, vine aquí por la Mint 400… y, amigo, eso es todo lo que necesitaba saber. Os aseguro que es una maravilla estar aquí. Me importa un huevo quién gane o quién pierda. Lo bueno es estar aquí con todos vosotros, estar con la gente…

Nadie le discutió. Comprendían todos. En algunos círculos, la Mint 400 es como mucho, muchísimo mejor que el Super Bowl, el Derby de Kentucky y las finales de Oakland todos juntos. Esta carrera atrae a gente muy especial, y evidentemente nuestro amigo de la camiseta Harley Davison era uno de ellos.

El corresponsal de
Life
cabeceó comprensivo— y gritó beodamente al del bar:

—¡Sirva a ese hombre lo que quiera!

—¡Venga, rápido! —grité yo—. ¿Por qué no cinco?

Aporreé la barra con la palma abierta y sangrante.

—¡Qué diablos! ¡Que sean diez! —añadí.

—¡Apoyo eso! —aulló el hombre de
Life
.

Estaba perdiendo apoyo en la barra, iba cayendo lentamente de rodillas, pero aún hablaba con clara autoridad:

—¡Este es un momento mágico del deporte! ¡Quizá nunca se repita!

Luego pareció quebrársele la voz.

—Yo corrí la Triple Crown —murmuró—. Pero no tenía comparación con esto.

La mujer de ojos de rana le agarró febrilmente por el cinturón.

—¡Levántate! —Suplicó—. ¡Levántate,
por favor
! ¡Estarías guapísimo si te levantaras!

El se echó a reír muy animado.

—Oiga señora —masculló—. Soy casi intolerablemente guapo aquí abajo donde estoy. ¡Se volvería usted loca si me levantara!

La mujer seguía tirando de él. Debía de llevar colgada de su brazo dos horas y ahora le tocaba a ella. El hombre de
Life
no quería saber nada. Estaba ya en cuclillas.

Aparté la vista. Era demasiado horrible. Después de todo éramos la crema misma de la prensa deportiva nacional. Y estábamos allí reunidos en Las Vegas para una misión muy especial: informar sobre la cuarta «Mint 400» anual… y, en cosas como ésta, uno no hace el tonto.

Pero había ya indicios (antes de iniciarse el espectáculo) de que quizás estuviéramos perdiendo el control del asunto. Nos encontrábamos allí en aquella magnífica mañana de Nevada, aquel amanecer fresco y luminoso del desierto, apretujados en la mugrienta barra de un fortín y casino de juego llamado «Club Tiro Mint» a unos dieciséis kilómetros de Las Vegas… y con la carrera a punto de empezar, estábamos peligrosamente desorganizados.

Fuera, los lunáticos jugaban con sus motos, probando los faros, dando los últimos toques de aceite a las horquillas, el ajuste de tuercas del último minuto (tuercas del carburador, tornillos múltiples, etc.) y las primeras diez motos salieron como tiros a la cuenta de nueve. Era la mar de emocionante y salimos fuera a verlo. Bajó la banderola y aquellos diez pobres maricones apretaron a fondo y se metieron zumbando en la primera curva, todos juntos, hasta que alguien cogió la delantera (una Husquavarna 450, me parece), se alzó un grito cuando el corredor roscó a fondo y desapareció en una nube de polvo.

—Bueno, ya está —dijo alguien—. Volverán de aquí a una hora o así. Nosotros, al bar.

Pero aún no. No. Quedaban algo así como unas ciento noventa motos más, esperando salida. Salían de diez en diez, cada dos minutos. Al principio podías verlas hasta unos doscientos metros de la línea de salida, pero esta visibilidad duró muy poco. La tercera tanda desapareció en el polvo a unos cien metros de donde estaban… y cuando habían salido los cien primeros (y quedando aún otros cien por salir), nuestra visibilidad se había reducido a unos quince metros. Sólo veíamos hasta las balas de paja del final de los boxes…

Más allá de aquel punto, la increíble nube de polvo que iba a colgar sobre esa parte del desierto los dos días siguientes se había hecho ya sólida y firme. Ninguno de nosotros sabía, por entonces, que era la última vez que veríamos la «Fabulosa Mint 400»…

A mediodía, resultaba difícil ver la zona del foso desde el bar/casino, a treinta metros de distancia bajo el sol radiante. La idea de intentar «cubrir la carrera» en cualquier sentido periodístico convencional era absurda: era como intentar seguir un campeonato de natación en una piscina olímpica llena de polvos de talco en vez de agua. La empresa Ford había aparecido, cumpliendo su promesa, con un «Bronco para la prensa» y chófer, pero tras unos cuantos recorridos salvajes por el desierto (buscando motoristas y encontrando alguno de vez en cuando) abandoné el vehículo a los fotógrafos y volví al bar.

Era hora, creía yo, de una Recapitulación ambiciosa de todo el asunto. La carrera estaba celebrándose, sin duda. Yo había presenciado la salida, de eso estaba seguro. Pero, ¿qué hacer ahora? ¿Alquilar un helicóptero? ¿Volver a aquel Bronco apestoso? ¿Vagar por ese maldito desierto y ver pasar a toda pastilla aquellos locos por los puestos de control? Uno cada trece minutos…

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