—Sólo
dos
de ron —dijo—. A mí un Bloody Mary.
El del bar pareció ponerse algo tenso, pero nuestro amigo de Georgia no se dio ni cuenta. Su pensamiento estaba en otro sitio.
—Demonios, es espantoso oír esas cosas —dijo quedamente—. Porque todo lo que pasa en California, tarde o temprano, acaba pasando en mi tierra. Sobre todo en Atlanta. Y por lo menos antes los malditos cabrones eran
pacíficos
. En realidad lo único que teníamos que hacer era tenerlos vigilados. No se movían mucho —se encogió de hombros—. Pero ahora, demonios,
nadie
esta seguro. Podrían aparecer en cualquier sitio.
—Eso desde luego —dijo mi abogado—. Lo sabemos muy bien en California. Recuerdas dónde apareció Manson, ¿no? Justo en medio del Valle de la Muerte. Tenía todo un
ejército
de desviados sexuales allí. Sólo conseguimos echar el guante a unos cuantos. Escaparon casi todos; escaparon corriendo entre las dunas, como grandes lagartos… y todos en pelotas, salvo por las armas.
—Aparecerán en cualquier sitio, muy pronto —dije yo—. Y ojalá estemos preparados para recibirles.
El hombre de Georgia pegó un puñetazo en la barra.
—¡Pero no podemos encerrarnos en casa como prisioneros!
—exclamó—. ¡Ni siquiera sabemos quiénes son esos tipos! ¿Cómo los reconocéis?
—No puedes —contestó mi abogado—. La única solución es coger el toro por los cuernos. ¡Acabar con esa basura!
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Ya sabes lo que quiero decir —dijo mi abogado. Lo hemos hecho antes y, que diablos, podemos hacerlo otra vez.
—Cortarles la cabeza —dije yo—. A todos. Eso es lo que estamos haciendo en California.
—¿
Qué
?
—Pues claro —dijo mi abogado—. Es algo confidencial, secreto, pero la gente de
peso
está de acuerdo con nosotros en todo.
—¡Dios Santo! ¡No tenía ni idea de que estuviesen tan mal las cosas por allí! —dijo nuestro amigo.
—Procuramos que no trascienda —dije—. No es asunto que pueda tratarse ahí arriba, por ejemplo, con la prensa al lado.
Nuestro amigo asintió.
—¡Claro que no, maldita sea! —dijo—. Cualquiera sabe en lo que acabaría la cosa.
—Los Doberman no hablan —dije yo.
—¿Qué?
—A veces es más fácil simplemente soltarles los perros —dijo mi abogado—. Si intentases quitarles la cabeza sin perros, lucharían como diablos.
—¡Santo cielo!
Le dejamos en el bar, revolviendo el hielo en el vaso, no sonreía ya. Estaba preocupado pensando si le debía o no hablar a su mujer de aquel asunto.
—Ella nunca lo entendería —murmuraba—. Ya sabéis cómo son las mujeres.
Asentí. Mi abogado ya se había ido, escurriéndose entre el laberinto de máquinas tragaperras hacia la puerta principal. Me despedí de nuestro amigo advirtiéndole que no dijese nada de lo que habíamos dicho.
Hacia la medianoche, mi abogado quiso café. Había vomitado bastante mientras recorríamos el Strip, y el flanco derecho de la Ballena estaba todo embadurnado. Habíamos parado en un semáforo frente al Silver Slipper junto a un gran Ford azul con matrícula de Oklahoma… en el coche había dos parejas de aire porcino, probablemente polis de Muskogee que aprovechaban la conferencia sobre la droga para que sus mujeres pudiesen ver Las Vegas. Parecía que acabasen de ganarle al Caesar's Palace treinta y tres dólares en las mesas de veintiuna, y se dirigiesen al Circus-Circus a disfrutarlos…
… pero de pronto, se vieron junto a un Cadillac descapotable blanco todo vomitado y un samoano de ciento veinte kilos con camiseta de manga corta amarilla de malla gritándoles:
—¡Eh, amigos! ¿Quieren comprar un poco de heroína?
No hubo respuesta. No hubo signo alguno de reconocimiento. Ya les habían advertido sobre cosas así: lo mejor era ignorarlo…
—¡Eh, rostros pálidos! —gritó mi abogado—. ¡Hablo en serio, coño! ¡Quiero venderos
caballo
puro!
Había sacado la cabeza del coche y estaba casi pegado a ellos, pero aún así ninguno contestaba. Eché un vistazo breve, y vi cuatro rostros norteamericanos de mediana edad, paralizados de estupor, mirando fijo al frente.
Nosotros estábamos en el carril del medio. Un giro rápido a la izquierda sería ilegal. Tendríamos que seguir derechos cuando cambiase el semáforo y luego escapar en la esquina siguiente. Esperé, tanteando nervioso el acelerador…
Mi abogado había perdido ya el control:
—¡Heroína barata! —gritaba—. ¡De la buena! ¡Con esta no os engancharéis! Maldita sea, sé muy bien lo que tengo aquí.
Aporreó la carrocería del coche, para llamar su atención… pero no querían saber nada de nosotros.
—¿Nunca hablaron con un veterano, amigos? —dijo mi abogado—. Acabo de volver de Vietnam. ¡Pero si es heroína, hombre! ¡Puro
caballo
!
De pronto cambió el semáforo y el Ford salió como un cohete. Pisé el acelerador a fondo y me mantuve a su altura unos doscientos metros, vigilando por el espejo retrovisor a ver si aparecían polis; mientras, mi abogado, seguía gritándoles:
—¡Chute! ¡Joder! ¡Heroína! ¡Sangre! ¡
Caballo
! ¡Violación! ¡Barato! ¡Comunistas! ¡Voy a meteros la aguja en los ojos, cabrones!
Ibamos hacia el Circus-Circus a gran velocidad y el coche de Oklahoma giró a la izquierda, intentando desviarse por el carril de giro. Cambié de velocidad la Ballena y corrimos parachoque contra parachoques un momento. El tipo no pensaba siquiera en pegarme; había horror en su mirada…
El hombre que iba atrás perdió el control y estirándose por encima de su mujer aulló furioso:
—¡Sucios Cabrones! ¡Bajad de ahí y os mataré! ¡Cabrones de mierda!
Parecía dispuesto a saltar por la ventanilla a nuestro coche loco de furia. Por suerte, el Ford era un dos puertas y no podía salir.
Estábamos llegando al siguiente semáforo y el Ford aún intentaba girar a la izquierda. Ibamos los dos como tiros. Miré por encima del hombro y vi que habíamos dejado muy atrás el resto del tráfico. A la derecha había mucho espacio. Así que pisé el freno, lanzando a mi abogado contra la guantera, y en el momento en que el Ford siguió adelante corté por detrás suyo y entre zumbando por una calle lateral, un giro a la derecha algo brusco cruzando tres carriles de tráfico. Pero resultó. Dejamos el Ford calado en medio de la intersección, colgado en mitad de un rechinante giro a la izquierda. Con un poco de suerte, les detendrían por conducción peligrosa.
Mi abogado reía a carcajadas mientras bajábamos en primera, con las luces apagadas, por un polvoriento entramado de calles secundarias detrás del Desert Inn.
—Demonios —dijo—. Esos de Oklahoma se estaban poniendo nerviosos. El tipo del asiento de atrás quería
morderme
. Echaba espuma por la boca.
Cabeceó solemnemente y añadió:
—Debía haber machacado a ese jodido… un psicópata criminal, un desastre absoluto… uno nunca sabe cuándo pueden explotar esos tipos.
Metí la Ballena en una curva que parecía llevar fuera de aquel laberinto… pero en vez de patinar, el maldito cacharro estuvo a punto de dar una vuelta de campana.
—¡Hostias! —aulló mi abogado—. ¡Apaga esas luces!
Estaba subiéndose a la parte de arriba del parabrisas… y de pronto se puso a echar el Gran Escupitajo por encima.
Me negué a aminorar la marcha hasta estar seguro de que nadie nos seguía… especialmente aquel Ford de Oklahoma: aquella gente era muy peligrosa, al menos hasta que se calmaran. ¿Informarían de aquel terrible y fugaz enfrentamiento a la policía? Probablemente no. Había sucedido demasiado de prisa, sin testigos, lo más razonable era que, de todos modos, nadie les creyera. La idea de que dos traficantes de heroína estuvieran recorriendo el Strip en un Cadillac descapotable blanco metiéndose en los cruces con desconocidos, era, en principio, algo absurdo. Ni siquiera Sonny Liston llegó a perder el control hasta ese punto.
Volvimos a girar y a punto estuvimos de volcar otra vez. El Coupe de Ville no es ideal para doblar esquinas a gran velocidad en barrios residenciales. Es bastante traidor… a diferencia del Tiburón Rojo, que había respondido magníficamente en situaciones en las que era necesario el derrape rápido sobre las cuatro ruedas. Pero la Ballena (en vez de deslizarse en el momento crítico) tenía tendencia a
clavarse
, lo cual producía esa inquietante sensación de «allá vamos».
Al principio creí que era sólo porque los neumáticos no estaban bien hinchados, así que lo metí en la primera gasolinera de Texaco, junto al Flamingo, e hice que hincharan las ruedas hasta las cincuenta libras cada una… lo cual alarmó al empleado, hasta que le dije que se trataba de neumáticos «experimentales».
Pero las cincuenta libras no resolvían el problema de las curvas, así que volví al cabo de unas horas y le dije que quería probar con setenta y cinco. El tipo movió la cabeza nervioso.
—No quiero hacerlo —dijo, pasándome la manguera de aire—. Tome. Los neumáticos son suyos. Hágalo
usted
.
—¿Pero qué pasa? —pregunté—. ¿Cree usted que no pueden
aguantar
?
Asintió, apartándose mientras me lanzaba a por la rueda delantera izquierda.
—Eso es —dijo—. Esos neumáticos llevan veintiocho en las delanteras y treinta y dos atrás. En fin, cincuenta es
peligroso
pero setenta y cinco es una
locura
. ¡Explotarán!
Sacudí la cabeza y seguí llenando la rueda delantera izquierda.
—Ya se lo dije —expliqué—. Estos neumáticos están diseñados por los Laboratorios Sandoz. Son especiales puedo meterles hasta cien.
—¡Santo Dios! —gruñó—. Aquí no lo haga.
—Hoy no —contesté—. Quiero ver cómo toman las curvas con setenta y cinco.
Rió entre dientes.
—No
llegará
ni a la esquina, señor.
—Ya lo veremos —dije, pasando a la parte de atrás con la manguera de aire…
La verdad es que estaba nervioso. Las ruedas delanteras estaban tensas como tambores. Cuando las golpeabas con la varilla sonaban a madera de teca. Pero ¿qué demonios? pensé. Si explotan, qué más da. Pocas veces tiene un hombre oportunidad de realizar experimentos decisivos con un Cadillac virgen y cuatro neumáticos nuevos de ochenta dólares. Según mi opinión, el trasto podía empezar a coger las curvas como un Lotus Elan. Si no, lo único que tenía que hacer era llamar a la agencia VIP y que me entregasen otro… Podía amenazarles incluso con un pleito por haber explotado los cuatro neumáticos, en pleno tráfico además. La próxima vez pediría un Eldorado, con cuatro neumáticos Michelín X. Y lo cargaría todo a la tarjeta… se lo cargaría todo a aquel equipo de béisbol de San Luis.
En fin, la cosa es que la Ballena se portó magníficamente con aquellos neumáticos. Bueno, resultaba algo inquietante. Sentías todas las piedrecitas del camino. Era como recorrer en patines un camino de grava. Pero aquel chisme tomaba las curvas con muchísimo estilo, era como conducir una moto a toda marcha un día de mucha lluvia: un patinazo y ZAS, salías por el aire y te recortabas cabrioleando en el paisaje con la cabeza entre las manos.
Unos treinta minutos después de nuestro incidente con los de Oklahoma, entramos en un restaurante de esos que están abiertos toda la noche, en la autopista de Tonotah, en los arrabales de un ghetto miserable llamado «Las Vegas Norte», que en realidad está fuera de los límites urbanos propiamente dichos de Las Vegas. Las Vegas Norte es el sitio adonde vas cuando la has cagado ya demasiadas veces en el Strip y ni siquiera te reciben bien en los sitios baratos del centro de la ciudad, alrededor de Casino Center.
Esta es la respuesta de Nevada al San Luis Este: un barrio pobre y un cementerio, última parada antes del exilio permanente en Ely o Winnemuck. Las Vegas Norte es el lugar al que va la puta que bordea los cuarenta y los hombres del sindicato del Strip deciden que ya no sirve gran cosa para el negocio allí con los peces gordos… o el macarra con mal crédito en el Sands… o lo que aún llaman, en Las Vegas, un «toxicómano». Esto puede significar casi cualquier cosa desde un borracho a un junkie, pero en términos de aceptabilidad comercial, significa que ya no sirves para los sitios buenos.
Los grandes hoteles y los casinos dedican mucha pasta a asegurar que los peces gordos no sean molestados lo más mínimo, por «indeseables». El servicio de seguridad de sitios como Caesar's Palace es supertenso y superestricto. Es posible que un tercio de las personas que estén en el local en un momento dado sean señuelos o perros guardianes. Los borrachos públicos y los chorizos conocidos reciben un tratamiento que se aplica de modo instantáneo: los matones de esa especie de servicio secreto que hay en la ciudad los sacan al aparcamiento y les dan una conferencia rápida e impersonal sobre el coste del trabajo odontológico y las dificultades de intentar ganarse la vida con dos brazos rotos.
La «parte selecta» de Las Vegas probablemente sea la sociedad más cerrada que hay al Oeste de Sicilia… y poco importa, en términos del estilo de vida cotidiano del lugar, si el Hombre que Manda es Lucky Luciano o Howard Hughes. En una economía en que Tom jones puede ganar setenta y cinco mil dólares semanales por dos espectáculos por noche en Caesar's, es indispensable la guardia palatina, y a nadie le importa quién firma los cheques. Una mina de oro como Las Vegas crea su propio ejército, como cualquier otra mina de oro. El músculo alquilado tiende a acumularse en gruesas capas alrededor de los polos dinero/poder… y mucho dinero, en Las Vegas, es sinónimo de Poder para protegerlo.
Así que en cuanto te ponen en la lista negra en el Strip, por la razón que sea, o sales de la ciudad o te montan tu número en el limbo barato y mísero de Las Vegas Norte… allí fuera con los pistoleros, los maleantes, los drogolisiados y todos los demás perdedores. Las Vegas Norte, por ejemplo, es el sitio al que vas si necesitas comprar caballo antes de medianoche y no tienes contactos.
Pero si por ejemplo buscas cocaína, y estás dispuesto a dar la cara con unos billetes y las palabras clave adecuadas, es mejor recurrir a una puta bien conectada en el Strip, lo que costará un mínimo de un billete a los primerizos.
Pero en fin, dejemos esto. Nosotros no ajustábamos en el molde. No hay fórmula para encontrarte a ti mismo en Las Vegas con un Cadillac blanco lleno de drogas y nada bueno para mezclar. El estilo Fillmore nunca cuajó aquí del todo. En Las Vegas aún consideran «extravagante» a gente como Sinatra y Dean Martin. El «periódico underground» de aquí, el
Free Press
de Las Vegas, es un cauto eco de
The People's World
o quizá del
National Guardian
.