Miedo y asco en Las Vegas (3 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Relato

BOOK: Miedo y asco en Las Vegas
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Luego me eché a reír, a reír, a reír…

Mi abogado se volvió para mirar al autostopista.

La verdad es —dijo— que vamos a Las Vegas a liquidar a un barón de la heroína que se llama Henry el Salvaje. Le conozco hace años, pero nos la ha jugado… y supongo que sabes lo que eso significa.

Quise cerrarle la boca, pero ninguno de los dos podía controlar la risa. ¿Qué coño hacíamos nosotros allí, en aquel desierto, estando como estábamos los dos enfermos del corazón?

¡Henry el Salvaje ha hecho efectivo su cheque! —dijo mi abogado burlonamente al chaval del asiento de atrás.

—Le arrancaremos los pulmones.

—¡Y nos los comeremos! —solté yo—. ¡Ese cabrón va a pagarlas! ¿Adónde iría a parar este país si un mamón como ése pudiese engañar impunemente a un doctor en periodismo?

No hubo respuesta. Mi abogado abrió otro amyl y el chaval intentó salir del asiento trasero deslizándose por encima de la tapa del maletero.

—Gracias por el viaje —gritó—.
Muchísimas
gracias. Me caéis muy bien. No os preocupéis por mí.

En cuanto sus pies tocaron el asfalto, echó a correr de vuelta a Baker. Corriendo en medio del desierto sin un árbol a la vista.

—Espera hombre —grité—. Vuelve y toma una cerveza.

Pero, al parecer, no me oía. Teníamos la música muy alta y él se alejaba a velocidad muy respetable.

—Buen viaje —dijo mi abogado—. Qué chaval más raro. Me ponía nervioso. ¿Viste que
ojos
tenía?

Aún seguía escapándosele la risa.

—Dios mío —añadió—. ¡Esta sí que es una buena medicina!

Abrí la puerta y pasé al asiento del conductor, rodeando el coche.

—Vamos —dije—. Ahora conduzco yo. Tenemos que salir de California antes de que ese chaval avise a un poli.

—Mierda. Tardará horas —dijo mi abogado—. No hay nada en ciento sesenta kilómetros a la redonda.

—Tampoco para nosotros —dije.

—Demos la vuelta y vayamos al Polo Lounge —dijo él—. Allí nunca nos buscarán.

No hice caso.

—Abre la tequila —grité al tiempo que sentía aullar el viento; apreté a fondo el acelerador en cuanto volvimos a entrar en la autopista. Momentos después él examinaba el mapa.

—Hay un sitio cerca que se llama Fuentes de Mescal —dijo— Como abogado tuyo, te aconsejo que pares y nos demos un chapuzón.

Rechacé la idea con un gesto.

—Es absolutamente imperativo —dije— que lleguemos al Hotel Mint antes de que termine el plazo de inscripción de prensa. Si no, tendríamos que pagar nosotros la suite.

El asintió y dijo:

—Pero olvidémonos del cuento ese del Sueño Americano. Lo
importante
es el Gran Sueño Samoano —añadió hurgando en el maletín—. Creo que es hora de tomar un ácido. Hace ya mucho que se pasaron los efectos de esa mescalina barata y no sé si podré soportar otra vez el olor de ese jodido éter.

—A mí me
gusta
—dije—. Deberíamos empapar una toalla con él y ponerla en el suelo junto al acelerador, para que nos vayan subiendo los vapores a la cara durante todo el camino hasta Las Vegas.

El estaba dando vuelta a la cinta. La radio aullaba «Poder para el pueblo… ¡ahora!» Canción política de John Lennon, con diez años de retraso.

—Ese pobre imbécil debería haberse quedado donde estaba —dijo mi abogado—. Los mierdas como él no hacen más que estorbar en el camino cuando intentan ser serios.

—Hablando de cosas serias —dije—. Creo que ya es hora de pasar al éter y a la cocaína.

—Olvida el éter —dijo él—. Dejémoslo para empapar la alfombra de la suite. Pero toma esto. Tu parte del ácido. No tienes más que masticarlo como si fuese chicle.

Cogí el papel y me lo comí. Mi abogado andaba hurgando en el salero de la cocaína, abriéndolo. Derramándolo. Luego se puso a aullar y a manotear en el aire, mientras nuestro delicado polvo blanco se desparramaba por la autopista del desierto. Un material muy caro el que iba desprendiendo nuestro gran Tiburón Rojo.

—¡Ay Dios mío! —gimió—. ¿Viste lo que acaba de hacernos Dios?

—¡Eso no lo hizo Dios! —grité—. Lo hiciste tú. ¡Eres un agente de narcóticos cabrón! ¡Desde el principio me di cuenta de que estabas fingiendo, cerdo!

—Mucho ojo —dijo él.

Y vi de pronto que me apuntaba con una Magnum 357 gorda y negra. Una de esas Colt Pythons chata de cilindro biselado.

—Por aquí hay muchos buitres —dijo—. Dejarán tus huesos limpios antes de que amanezca.

—Maricón de mierda —dije yo—. Cuando lleguemos a Las Vegas te hago picadillo. ¿Qué crees que harán los de la Mafia de la Droga cuando aparezca con un estupa samoano?

—Nos mataran a los dos —dijo él—. Henry el Salvaje sabe quién soy. Soy tu abogado, demonios.

Luego, estalló en una risa salvaje.

—Estás cargado de ácido, imbécil —dijo—. Será todo un milagro que consigamos llegar al hotel e inscribirnos antes de que te conviertas en un animal salvaje. ¿Estás preparado para eso? ¿Estás preparado para inscribirte en un hotel de Las Vegas con un nombre falso con el propósito de cometer un importante fraude y con la cabeza llena de ácido?

Se rió de nuevo, luego acercó la nariz al salero, hundiendo en el polvo restante el delgado canutillo verde hecho con un billete de veinte dólares.

—¿Cuánto nos falta? —dije.

—Pues unos treinta minutos —contestó él —. Como abogado tuyo, te aconsejo que conduzcas a velocidad máxima.

Las Vegas quedaba ante nosotros. Podía ver el alto horizonte, de hoteles entre la baja niebla azulada del desierto: el Sahara, el Landmark, el Americana y el lúgubre Thunderbird. un racimo de grises rectángulos en la lejanía, alzándose sobre los cactos.

Treinta minutos. Faltaba ya muy poco. El objetivo era la gran torre del Hotel Mint, en el centro de la ciudad… y si no llegábamos allí antes de perder por completo el control, estaba también la prisión estatal de Nevada en Carson City, al norte del Estado. Yo había estado una vez allí, pero sólo para una charla con los presos… y no quería volver, bajo ningún concepto. Así que, en realidad, no había elección: tendríamos que pasar por el aro, y a la mierda el ácido. Pasar por todo el galimatías oficial, meter el coche en el garaje del hotel, pasar por el empleado de recepción, tratar con el botones, firmar los pases de prensa… todo ello falso, totalmente ilegal, un fraude en sus propias narices pero, por supuesto, habría que hacerlo.

«SI MATAS EL CUERPO

MORIRÁ LA CABEZA»

La cita aparece en mi cuaderno de notas, no sé por qué motivo. Quizá se relacione con Joe Frazier. ¿Sigue vivo? ¿Puede hablar aún? Yo vi aquella pelea de Seattle… espantosamente volado, unos cuatro asientos pasillo abajo del gobernador. Una experiencia muy dolorosa en todos los sentidos, un final muy adecuado de los años sesenta: Tim Leary prisionero de Elridge Cleaver en Argelia, Bob Dylan recortando cupones en Greenwich Village, los dos Kennedy asesinados por mutantes, Owsley doblando servilletas en Terminal Island y, por último, Cassius-Alí derribado increiblemente de su pedestal por una hamburguesa humana, un hombre al borde de la muerte. Joe Frazier, como Nixon, se había impuesto al fin, por razones que gente como yo nos negábamos a entender… al menos de modo manifiesto.

… Pero eso fue en otra era distinta, terminada y muy lejos de las brutales realidades de este año absurdo de Nuestro Señor, año de 1971. En ese tiempo, habían cambiado muchísimas cosas. Yo estaba en Las Vegas como encargado de la sección de deportes de motor de la prestigiosa revista que me había enviado allí en el Gran Tiburón Rojo por alguna razón que nadie pretendía entender, «Basta con que te presentes en el hotel», dijeron, «ya nos encargaremos del resto…»

Bueno. Presentarse en el hotel. Pero cuando por fin llegamos al Hotel Mint, resultó que mi abogado no era capaz de enfocar como es debido el procedimiento de inscripción. Nos vimos obligados a hacer cola con todos los demás… lo que resultaba sumamente difícil dadas las circunstancias. Yo no hacía más que repetirme: «Tranquilo, calma, no digas nada. Habla sólo cuando te pregunten: nombre, categoría y asociación de prensa, nada más, procura ignorar esta droga terrible, fingir que no está pasando…»

No hay manera de explicar el terror que sentí cuando me acerqué por fin a la empleada y empecé a balbucir. Todo lo que había preparado se desmoronó bajo la mirada pétrea de aquella mujer.

—Hola, qué hay —dije—, me llamo… Bueno, Raoul Duke sí,
está en la lista
, seguro. Comida gratis, sabiduría total, cobertua absoluta… ¿por qué no? Traigo conmigo a mi abogado, y lo sé, claro, que su nombre no está en la lista, pero
tenemos
que ocupar esa suite, sí. Bueno, este hombre en realidad es mi
chófer
. Trajimos este Tiburón Rojo desde el Strip y es hora ya de que descansemos, ¿no? Sí. No tiene más que comprobar la lista y verá. No hay ningún problema. ¿Qué pasa? ¿No me oye?

La mujer ni siquiera pestañeó.

—Su habitación aún no está lista —dijo—, pero hay una persona que le busca.

—¡No! —grité—. ¿Por qué? ¡Si todavía no hemos hecho nada!

Sentía las piernas como de goma. Me agarré a la mesa y me derrumbé hacia ella cuando alzó el sobre, pero me negué a aceptarlo. La cara de aquella mujer empezaba a
cambiar
: se hinchaba palpitaba… ¡horribles mandíbulas verdes y colmillos saltones, la cara de una murena! ¡Veneno mortífero! Me lancé hacia atrás contra mi abogado, que me agarró de un brazo mientras se inclinaba para coger la nota.

—Ya arreglo yo esto —dijo a la mujer murena—. Este hombre está mal del corazón, pero yo tengo medicina suficiente. Soy el doctor Gonzo. Preparen inmediatamente nuestra Suite. Estaremos en el bar.

La mujer se encogió de hombros mientras mi abogado me sacaba de allí. En una ciudad llena de locos auténticos, nadie
percibe
siquiera a un loco del ácido. Nos abrimos paso por el vestíbulo atestado de gente y conseguimos localizar dos taburetes en el bar. Mi abogado pidió dos cubalibres con acompañamiento de cerveza y mescal y luego abrió el sobre.

—¿Quién es Lacerda? —preguntó—. Está esperándonos en una habitación de la planta doce.

No podía recordar. ¿Lacerda? El nombre hizo sonar una campanilla, pero de todos modos no podía concentrarme. Sucedían cosas terribles a nuestro alrededor. Justo a mi lado, un reptil inmenso mordisqueaba el cuello de una mujer, la alfombra era una esponja empapada de sangre… imposible caminar sobre ella. Uno no podía asentar los pies en aquello.

Hay que pedir unos zapatos de golf —murmuré—. Si no, nunca saldremos vivos de aquí. Te has fijado que esos lagartos andan sin problemas sobre esa basura… eso es porque tienen
garras
en los pies.

¿Lagartos? —dijo él—. Si crees que tenemos problemas ahora espera un poco y verás lo que pasa en los ascensores.

Se quitó las gafas de sol brasileñas y me di cuenta de que había estado llorando.

Acabo de subir a ver a ese hombre, a ese Lacerda —dijo—. Le dije que sabíamos perfectamente lo que se proponía.
Dice
que es fotógrafo, pero cuando le mencioné a Henry el Salvaje… bueno, bastó con eso; flipó. Se le veía en sus ojos. Sabe que vamos a por él.

¿Se ha enterado de que tenemos una Magnum? —dije.

No. Pero le conté que teníamos una Vincent Black Shadow. Se cagaba de miedo.

Bueno —dije—. Pero, ¿qué hay de nuestra habitación? ¿Y los zapatos de golf? ¡Estamos en un zoo de reptiles! ¡Y están dándoles alcohol a esos bichos malditos! Pronto nos harán pedazos. ¡Dios mío! ¡Mira el suelo! ¿Viste alguna vez tanta sangre? ¿A cuántos habrán matado ya?

Señalé al otro lado del local, a un grupo que parecía estar mirándonos fijamente.

¡Hostias! Mira aquel grupo de allí. ¡Ya nos han localizado!

Esa es la mesa de la prensa —dijo—. Allí es donde tenemos que ir a pedir las credenciales. Venga, qué coño, liquidémoslo rápido. Encárgate tú de eso y yo conseguiré la habitación.

4. MÚSICA ESPANTOSA Y RUMOR DE DISPAROS… RUDAS VIBRACIONES EN SÁBADO POR LA NOCHE EN LAS VEGAS

Entramos por fin en la suite hacia el oscurecer, y mi abogado telefoneó inmediatamente al servicio de habitaciones… pidiendo cuatro bocadillos, cuatro cócteles de gambas, un cuarto de ron y nueve pomelos frescos.

—Vitamina C —explicó—. Necesitaremos toda la posible.

Le dí la razón. Para entonces la bebida empezaba ya a cortar el ácido y mis alucinaciones descendieron a un nivel tolerable. La camarera del servicio de habitaciones tenía un vago aire de reptil pero por lo menos ya no veía inmensos pterodáctilos rondando pesadamente por los pasillos entre charcos de sangre fresca. El único problema era el gigantesco cartel de neón que había junto a la ventana y que bloqueaba nuestra visión de las montañas… millones de bolas coloradas corriendo alrededor de una pista muy complicada, extraños símbolos y filigranas lanzando un ruidoso tarareo…

—Mira fuera —dije.

—¿Por qué?

—Hay una gran… una gran máquina en el cielo… una especie de serpiente eléctrica… que viene directamente hacia nosotros.

—Dispárale —dijo mi abogado.

—Todavía no —dije—. Quiero estudiar sus costumbres.

El se acercó al rincón y empezó a tirar de una cadena para cerrar los cortinones.

—Oye mira —dijo—, tienes que acabar con ese rollo de las culebras y las sanguijuelas y los lagartos y toda esa mierda. Me repugnan ya.

—No te preocupes hombre —dije.

—¿Preocuparme? Dios mío, abajo en el bar estuve a punto de volverme loco. No nos dejarán volver nunca a este sitio… Después del número que montaste en la mesa de prensa.

—¿Qué número?

—Cabrón de mierda —dijo—. ¡Te dejé solo tres
minutos
! ¡Hiciste cagarse de miedo a aquellos tipos! Agitando aquel condenado cacharro por allí y gritando cosas sobre los reptiles. Tuviste suerte de que volviese a tiempo. Iban a llamar a la policía. Dije que estabas borracho y que te subiría yo a tu habitación a que tomaras una ducha fría. Demonios, si nos dieron los pases de prensa sólo para que nos largáramos de allí.

Paseaba por la habitación dando vueltas, nervioso.

—¡Y ese asunto me despejó del todo! Tengo que tomar algo. ¿Que has hecho con la mescalina?

—En el maletín —dije.

Abrió el maletín y tomó dos píldoras mientras yo ponía el magnetófono.



deberías tomar sólo una —dijo—. Aún te duran los efectos del ácido.

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