Alcide Jolivet y Harry Blount estaban, pues, mezclados entre la multitud y miraban la forma de no perderse ningún detalle de una fiesta que les proporcionaría motivo para una buena crónica. Admiraron la magnificencia de Féofar-Khan, sus mujeres, sus oficiales, su guardia y toda esa pompa oriental, de la que las ceremonias europeas no pueden dar ni una ligera idea. Pero se volvieron con desprecio cuando Ivan Ogareff se presentó ante el Emir y esperaron, con cierta impaciencia, a que la fiesta comenzase.
—Lo ve usted, mi querido Blount —dijo Alcide Jolivet—, hemos venido demasiado pronto, como buenos burgueses que velan por su dinero. Todo esto no es más que un levantamiento de telón y hubiera sido de mejor gusto llegar en el momento que comenzase el ballet.
—¿Qué ballet? —preguntó Harry Blount.
—¡El ballet obligatorio, pardiez! Pero creo que va a levantarse el telón.
Alcide Jolivet hablaba como si se encontrase en la ópera y, sacando sus gemelos se preparó a observar, como buen entendido, a las primeras figuras de la troupe de Féofar.
Pero una penosa ceremonia iba a proceder a las diversiones.
En efecto, el triunfo del vencedor no podía ser completo sin la humillación pública de los vencidos, por lo que varios centenares de prisioneros, conducidos a latigazos por los soldados, fueron obligados a desfilar delante de Féofar-Khan y sus aliados, antes de ser encerrados con el resto de sus compañeros en la cárcel de la ciudad.
Entre aquellos prisioneros figuraba, en primera fila, Miguel Strogoff, que iba especialmente custodiado por un pelotón de soldados. Su madre y Nadia estaban también allí.
La vieja siberiana, siempre tan enérgica cuando se trataba de sus propios sufrimientos, tenía ahora el rostro horriblemente pálido. Esperaba alguna horrible escena, porque su hijo no había sido conducido ante el Emir sin una razón determinada. Temía por él. Ivan Ogareff había sido golpeado públicamente con el
knut
que ya se había levantado sobre ella y no era hombre que perdonase las ofensas. Su venganza no tendría piedad. Algún insoportable suplicio, habitual en los bárbaros de Asia central, amenazaba con certeza a Miguel Strogoff. Si Ivan Ogareff había impedido que lo mataran los soldados que se habían lanzado sobre él, era porque sabía muy bien lo que hacía reservándole a la justicia del Emir.
Además, madre e hijo no habían podido hablarse después de la funesta escena del campamento de Zabediero, porque les mantenían implacablemente separados el uno del otro. Esto agravaba aún más sus penas, las cuales se hubieran suavizado de haber podido vivir juntos unos pocos días de cautiverio. Marfa Strogoff hubiera querido pedir perdón a su hijo por todo el mal que le había causado involuntariamente, ya que se acusaba a sí misma de no haber sabido dominar sus sentimientos maternales. ¡Si hubiera sabido contenerse en Omsk, en aquella parada de posta, cuando se encontró cara a cara con él, Miguel Strogoff hubiera pasado sin ser reconocido y cuántas desgracias hubieran evitado!
Y Miguel Strogoff pensaba, por su parte, que si su madre estaba allí, era para que sufriera también su propio suplicio. ¡Puede que, como a él, le estuviera reservada una espantosa muerte!
En cuanto a Nadia, se preguntaba qué podía hacer para salvar a uno y otra; cómo poder ayudar al hijo y a la madre. No sabía qué cosa imaginar, pero presentía vagamente que antes que nada debía evitar llamar la atención sobre ella. ¡Era preciso disimular, hacerse pequeña! Puede que entonces pudiera romper la red que aprisionaba al león. En cualquier caso, si se le presentara cualquier ocasión, intentaría aprovecharla aunque tuviera que sacrificar su vida por el hijo de Marfa Strogoff.
Mientras tanto, la mayor parte de los prisioneros acababa de desfilar por delante del Emir y, al pasar por delante de él, cada uno de los cautivos había tenido que postrarse, clavando la frente en el suelo en señal de servidumbre. ¡La esclavitud comenzaba por la humillación! Cuando alguno de aquellos infortunados era demasiado lento al inclinarse, las rudas manos de los guardias les lanzaban violentamente contra el suelo.
Alcide Jolivet y su compañero no podían presenciar parecido espectáculo sin experimentar una verdadera indignación.
—¡Es infame! ¡Vámonos! —dijo Alcide Jolivet.
—¡No! —respondió Harry Blount—. ¡Es preciso verlo todo!
—¡Verlo todo…! ¡Ah! —gritó de pronto Alcide Jolivet, agarrando el brazo de su compañero.
—¿Qué le pasa? —preguntó Harry Blount.
—¡Mire, Blount! ¡Es ella!
—¿Ella?
—¡La hermana de nuestro compañero de viaje! ¡Sola y prisionera! ¡Es preciso salvarla!
—Conténgase —respondió Harry Blount fríamente—. Nuestra intervención en favor de esta joven podría serle más perjudicial todavía.
Alcide Jolivet, que ya estaba presto para lanzarse, se detuvo, y Nadia, que no les había visto porque llevaba el rostro medio velado por sus cabellos, pasó por delante del Emir sin llamar su atención.
Después de Nadia llegó Marfa Strogoff y, como no se lanzó al suelo con suficiente rapidez, los guardias la empujaron brutalmente.
Marfa Strogoff cayó al suelo.
Su hijo tuvo un movimiento tan terrible que los soldados que le guardaban apenas pudieron dominarlo.
Pero la vieja Marfa se levantó y ya iba a retirarse cuando intervino Ivan Ogareff, diciendo:
—¡Que se quede esta mujer!
En cuanto a Nadia, fue devuelta entre la multitud de prisioneros sin que la mirada de Ivan Ogareff se posara sobre ella.
Miguel Strogoff fue entonces empujado delante del Emir y allí se quedó de pie, sin bajar la vista.
—¡La frente a tierra! —le gritó Ivan Ogareff.
—¡No! —respondió Miguel Strogoff.
Dos guardias quisieron obligarle a inclinarse, pero fueron ellos los que se vieron lanzados contra el suelo por la fuerza de aquel robusto joven.
Ivan Ogareff avanzó hacia Miguel Strogoff, diciéndole:
—¡Vas a morir!
—¡Yo moriré —respondió fieramente Miguel Strogoff—, pero tu rostro de traidor, Ivan, llevará para siempre la infamante marca del
knut
!
Ivan Ogareff, al oír esta respuesta, palideció intensamente.
—¿Quién es este prisionero? —preguntó el Emir con una voz que por su calma era todavía más amenazadora.
—Un espía ruso —respondió Ivan Ogareff.
Al hacer de Miguel Strogoff un espía ruso, sabía que la sentencia dictada contra él sería terrible.
Miguel Strogoff se había lanzado sobre Ivan Ogareff, pero los soldados lo retuvieron.
El Emir hizo entonces un gesto ante el cual se inclinó toda la multitud. Después, a una señal de su mano, le llevaron el Corán; abrió el libro sagrado y puso un dedo sobre una de las páginas.
Para el pensamiento de aquellos orientales, era el destino, o mejor aún, el mismo Dios, quien iba a decidir la suerte de Miguel Strogoff. Los pueblos de Asia central dan el nombre de
fal
a esta práctica. Después de haber interpretado el sentido del versículo que había tocado el dedo del juez, aplicaban la sentencia, cualquiera que fuese.
El Emir había dejado su dedo apoyado sobre la página del Corán. El jefe de los ulemas, aproximándose, leyó en voz alta un versículo que terminaba con estas palabras.
«Y no verá más las cosas de la tierra.»
—Espía ruso —dijo Féofar-Khan—, has venido para ver lo que pasa en un campamento tártaro ¡Pues abre bien los ojos! ¡Ábrelos!
Miguel Strogoff, con las manos atadas, era mantenido frente al trono del Emir, al pie de la terraza.
Su madre, vencida al fin por tantas torturas físicas y morales, se había desplomado, no osando mirar ni escuchar nada.
«¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!», había dicho Féofar-Khan, tendiendo el amenazador dedo hacia Miguel Strogoff.
Sin duda, Ivan Ogareff, que estaba al corriente de las costumbres tártaras, había comprendido el significado de aquellas palabras, porque sus labios se habían abierto durante un instante con una cruel sonrisa. Después, había ido a situarse tras Féofar-Khan.
Un toque de trompetas se dejó oír enseguida. Era la señal de que comenzaba el espectáculo.
—¡He aquí el ballet! —dijo Alcide Jolivet a Harry Blount—, pero contrariamente a todas las costumbres, estos bárbaros lo dan antes del drama.
Miguel Strogoff tenía la orden de mirar y miro.
Una nube de bailarinas irrumpió entonces en la plaza y empezaron a sonar los acordes de diversos instrumentos tártaros. La
dutara
, especie de mandolina de mango largo de madera de moral, con dos cuerdas de seda retorcida y acordadas por cuartas; el
kobize
, violoncelo abierto en su parte anterior, guarnecido de crines de caballo, que un arco hacía vibrar; la
tschibizga
, flauta larga, de caña, y trompetas, tambores y batintines, unidos a la voz gutural de los cantores, formando una armonía extraña a la que se agregaron también los acordes de una orquesta aérea, compuesta por una docena de cometas que, suspendidas por cuerdas que partían de su centro, sonaban al impulso de la brisa, como arpas eólicas.
Enseguida comenzaron las danzas.
Las bailarinas eran todas de origen persa y, como no estaban sometidas a esclavitud, ejercían su profesión libremente. Antes figuraban con carácter oficial en las ceremonias de la corte de Teherán, pero desde el advenimiento al trono de la familia reinante estaban casi desterradas del reino y se veían obligadas a buscar fortuna en otras partes.
Vestían su traje nacional y, como adorno, llevaban profusión de joyas. De sus orejas pendían, balanceándose, pequeños triángulos de oro con largos colgantes; aros de plata con esmaltes negros rodeaban sus cuellos; sus brazos y piernas estaban ceñidos por ajorcas, formadas por una doble hilera de piedras preciosas; y ricas perlas, turquesas y coralinas pendían de los extremos de las largas trenzas de sus cabellos. El cinturón que les oprimía el talle iba sujeto con un brillante broche, parecido a las placas de las grandes cruces europeas.
Unas veces solas y otras por grupos, ejecutaron muy graciosamente varias danzas. Llevaban el rostro descubierto pero, de vez en cuando, lo cubrían con un ligero velo, de tal manera que hubiera podido decirse que una nube de gasa pasaba sobre todos aquellos ojos brillantes, como el vapor por un cielo tachonado de luminosas estrellas.
Algunas de estas persas llevaban, a modo de echarpe, un tahalí de cuero bordado en perlas, del que pendía un pequeño saco en forma triangular, con la punta hacia abajo, que ellas abrían en determinados momentos para sacar largas y estrechas cintas de seda de color escarlata y en las cuales podían leerse, en letras bordadas, algunos versículos del Corán.
Estas cintas, que las bailarinas se pasaban de unas a otras, formaban un círculo en el que penetraban otras bailarinas y, al pasar por delante de cada uno de los versículos, practicaban el precepto que contenía, ya postrándose en tierra, ya dando un ligero salto, como para ir a tomar asiento entre las huríes del cielo de Mahoma.
Pero lo más notable, que sorprendió a Alcide Jolivet, fue que aquellas persas se mostraban, en lugar de fogosas, indolentes. Les faltaba entusiasmo y, tanto por el género de las danzas como por su ejecución, recordaban más a las apacibles y decorosas bayaderas de la India que a las apasionadas almeas de Egipto.
Terminada esta primera parte de la fiesta, oyóse una voz que, con grave entonación, dijo:
—¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!
El hombre que repetía las palabras del Emir era un tártaro de elevada estatura, ejecutor de los altos designios de Féofar-Khan. Se había situado detrás de Miguel Strogoff y llevaba en la mano un sable de hoja larga y curvada, una de esas hojas damasquinadas, que han sido templadas por los célebres armeros de Karschi o de Hissar.
Cerca de él, los guardias habían trasladado un trípode sobre el que se asentaba un recipiente en donde ardían, sin producir humo, algunos carbones. La ligera ceniza que los coronaba no era debida más que a la incineración de alguna sustancia resinosa y aromática, mezcla de olíbano y benjuí, que, de vez en cuando, se echaba sobre su superficie.
Mientras tanto, las persas fueron inmediatamente sustituidas por otro grupo de bailarinas, de raza muy diferente, que Miguel Strogoff reconoció enseguida.
Y hay que creer que los dos periodistas también las reconocieron, porque Harry Blound dijo a su colega:
—¡Son las gitanas de Nijni-Novgorod!
—¡Las mismas! —exclamó Alcide Jolivet—. Imagino que a estas espías deben de reportarles más beneficios sus ojos que sus piernas.
Al considerarlas agentes al servicio del Emir, Alcide Jolivet no se equivocaba.
Al frente de las gitanas figuraba Sangarra, soberbia en su extraño y pintoresco vestido, que realzaba más aún su belleza.
Sangarra no bailó, pero situóse como una intérprete de mímica en medio de sus bailarinas, cuyos fantasiosos pasos tenían el ritmo de todos los países europeos que su raza recorre: Bohemia, Egipto, Italia y España. Se animaban al sonido de los platillos que repiqueteaban en sus brazos y a los aires de los panderos, especie de tambores que golpeaban con los dedos.
Sangarra, sosteniendo uno de esos panderos en su mano, no cesaba de hacerlo sonar, excitando a su grupo de verdaderas coribantes.
Entonces avanzó un gitanillo, de unos quince años, llevando en la mano una cítara, cuyas dos cuerdas hacía vibrar por un simple movimiento de sus uñas, y empezó a cantar. Una bailarina que se había colocado junto a él, permaneció inmóvil escuchando; pero cuando el gitano entonó el estribillo de esta extraña canción de ritmo tan bizarro, reemprendía su interrumpida danza, haciendo sonar cerca de él su pandero y sus platillos.
Después del último estribillo, las bailarinas envolvieron al gitano en los mil repliegues de su danza.
En ese momento, una lluvia de oro salió de las manos del Emir y de sus aliados, de las manos de los oficiales de todo grado y, al ruido de las monedas que golpeaban los timbales de las danzarinas, se mezclaban todavía los últimos sones de las cítaras y los tamboriles.
—¡Pródigos como ladrones! —dijo Alcide Jolivet al oído de su compañero.
Era, en efecto, dinero robado el que caía a puñados, porque mezclados con los tomines y cequíes tártaros, llovían también los ducados y rublos moscovitas.