Miguel Strogoff (33 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Miguel Strogoff
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—Bastante bueno, padrecito —respondió—, pero son los últimos días de verano. El otoño es corto en Siberia y muy pronto sufriremos los primeros fríos del invierno. ¿Es posible que los tártaros piensen acantonarse durante la estación fría?

Miguel Strogoff movió la cabeza en señal de duda.

—¿No lo crees, padrecito? —respondió Nicolás—. ¿Piensas que avanzarán hacia Irkutsk?

—Temo que así sea —respondió Miguel Strogoff.

—Sí… Tienes razón. Tienen con ellos un sujeto maldito que no les dejará que se enfríen por el camino. ¿Has oído hablar de Ivan Ogareff?

—Sí.

—¿Sabes que no está bien eso de traicionar a su patria?

—No… No está bien… —respondió Miguel Strogoff, que deseaba permanecer impasible.

—Padrecito —continuó Nicolás—, encuentro que te indignas bastante cuando hablo ante ti de Ivan Ogareff. ¡Tu corazón de ruso debe de saltar cuando se pronuncia ese nombre!

—Créeme, amigo, le odio yo más de lo que tú podrás odiarle nunca —dijo Miguel Strogoff.

—¡Eso no es posible! —respondió Nicolás—. ¡No, no es posible! ¡Cuando pienso en Ivan Ogareff, en el daño que ha hecho a nuestra santa Rusia, me domina la cólera, y si lo tuviera delante de mí…!

—¿Qué harías…?

—Yo creo que lo mataría.

—Estoy seguro —respondió tranquilamente Miguel Strogoff.

7
El paso del Yenisei

El 25 de agosto, a la caída de la tarde, la
kibitka
llegaba a la vista de Krasnoiarsk. El viaje desde Tomsk había durado ocho días y si no pudo hacerse más rápidamente, pese a los esfuerzos de Miguel Strogoff, era porque Nicolás había dormido poco. De ahí la imposibilidad de activar la marcha del caballo, el cual, guiado por otras manos, no hubiera tardado más de sesenta horas en hacer ese mismo recorrido.

Afortunadamente, todavía no se veía ningún tártaro. Los exploradores no habían aparecido sobre la ruta que acababa de recorrer la
kibitka, lo
cual era bastante inexplicable. Evidentemente, era preciso que algo grave hubiera ocurrido para impedir que las tropas del Emir se lanzaran sin retardo sobre Irkutsk.

Esta circunstancia, efectivamente, se había producido. Un nuevo cuerpo de ejército ruso, reunido a toda prisa en el gobierno de Yeniseisk, había marchado sobre Tomsk con el fin de intentar recuperar la ciudad, pero eran unas fuerzas demasiado débiles para enfrentarse contra todas las fuerzas que el Emir tenía allí concentradas, y se habían visto obligados a batirse en retirada.

Féofar-Khan tenía bajo su mando, contando a sus propias tropas y las de los khanatos de Khokhand y de Kunduze, doscientos cincuenta mil hombres, a los que el gobierno ruso todavía no estaba en situación de oponer una resistencia eficiente. La invasión, pues, no parecía que iba a ser detenida de inmediato y toda aquella masa de tártaros podían marchar sobre Irkutsk.

La batalla de Tomsk había tenido lugar el 22 de agosto, lo cual ignoraba Miguel Strogoff y explicaba por qué la vanguardia del Emir no había aparecido todavía por Krasnoiarsk el día 25.

Pero, por otra parte, aunque Miguel Strogoff no podía conocer los últimos acontecimientos que se habían desarrollado después de su partida, al menos sabía que llevaba varios días de ventaja a los tártaros, por lo que no debía desesperar de llegar antes que ellos a Irkutsk, todavía distante unas ochocientas cincuenta verstas (900 kilómetros).

Además, confiaba que en Krasnolarsk, población que contaba con unos doce mil habitantes, no le iban a faltar los medios de transporte. Ya que Nicolás tenía que quedarse en esta ciudad, sería preciso reemplazarlo por un guía y sustituir la
kibitka
por otro vehículo más rápido.

Miguel Strogoff, después de dirigirse al gobernador de la ciudad y de haber establecido su identidad —cosa que no le sería difícil—, no dudaba de que éste pondría a su disposición los medios necesarios para llegar a Irkutsk lo más rápidamente posible. En ese caso, no tendría otro deber que dar las gracias al valiente Nicolás Pigassof y reanudar la marcha inmediatamente con Nadia, a la cual no quería dejar antes de haberla puesto en manos de su padre.

Sin embargo, si Nicolás había resuelto quedarse en Krasnoiarsk era a condición, como había dicho, de encontrar un empleo.

Efectivamente, este empleado modelo, después de haberse quedado en la estación telegráfica hasta el último momento, intentaba ponerse de nuevo a disposición de la Administración, repitiéndose a sí mismo que no quería tocar un sueldo que no hubiera antes ganado.

Así que, en caso de que sus servicios no fueran útiles en Krasnoiarsk, caso de que estuviera todavía en comunicación telegráfica con Irkutsk, se proponía desplazarse a la estación de Udinsk o, en caso preciso, hasta la misma capital de Siberia. En este caso, pues, continuaría el viaje con los dos hermanos, los cuales no podrían encontrar un guía más seguro ni un amigo más devoto.

La
kibitka
se encontraba ya solamente a una media versta de Krasnoiarsk y a derecha e izquierda se veían numerosas cruces de madera que se levantaban a ambos lados del camino en las proximidades de la ciudad.

Eran las siete de la tarde y sobre el claro del cielo se perfilaban las siluetas de las iglesias y de las casas construidas sobre la alta pendiente de las márgenes del Yenisei. Las aguas del río reflejaban las últimas luces del crepúsculo.

La
kibitka
se paró.

—¿Dónde estamos, hermana? —preguntó Miguel Strogoff.

—A una media versta de las primeras casas —respondió Nadia.

—¿Es ésta una ciudad dormida? —continuó Miguel Strogoff—. No oigo ni un solo ruido.

—Y yo no veo brillar ni una sola luz en las sombras, ni una sola columna de humo elevarse en el aire —continuó Nadia.

—¡Singular ciudad! ¡No se oye ningún ruido y se acuesta temprano!

Miguel Strogoff tuvo un presentimiento de mal augurio. No había comunicado a Nadia las esperanzas que había depositado sobre Krasnolarsk, en donde esperaba encontrar los medios para proseguir con seguridad el viaje. ¡Temía tanto recibir, una vez más, una decepción! Pero Nadia había adivinado su pensamiento, aunque no comprendía del todo por qué su compañero tenía tanta prisa por llegar a Irkutsk, ahora que no tenía en su poder la carta imperial. Un día, hasta le había preguntado sobre este particular.

—He jurado ir a Irkutsk —se contentó responderle.

Pero, para cumplir su misión, aún tenía que encontrar un medio rápido de transporte en Krasnolarsk.

—Bien, amigo —dijo a Nicolás—. ¿Por qué no avanzamos?

—Es que temo despertar a los habitantes de la ciudad, con el ruido de mi carreta.

Y, con un ligero golpe de látigo, Nicolás estimuló a su caballo. Serko lanzó algunos ladridos y la
kibitka
recorrió al trote corto el camino que se adentraba en Krasnoiarsk. Diez minutos después entraban en la calle principal.

¡La ciudad estaba desierta! En aquella «Atenas del norte», como la ha llamado la señora Bourboulon, no había ni un solo ateniense; ni uno solo de sus carruajes, tan brillantemente enjaezados, recorría las calles espaciosas y limpias; ni un solo paseante andaba por las aceras, construidas en la base de las magníficas casas de madera, de aspecto monumental. Ni un solo siberiano, vestido a la última moda francesa, se paseaba por su admirable parque, levantado entre un bosque de abedules, que se extiende hasta la orilla del Yenisei. La gran campana de la catedral estaba muda; los esquilones de las demás iglesias guardaban silencio, siendo raro, sin embargo, que una ciudad rusa no esté llena del sonido de sus campanas. Esto era el abandono completo. ¡No había un solo ser viviente en esta ciudad, poco antes tan animada!

El último mensaje que habíase recibido del gabinete del Zar antes de la interrupción de las comunicaciones contenía la orden al gobernador, a la guarnición y habitantes, cualquiera que fuese su raza y condición, de abandonar Krasnoiarsk, llevándose consigo cualquier objeto que tuviera algún valor o que pudiera servir de alguna utilidad a los invasores, yendo a refugiarse a Irkutsk. Y la misma orden había sido transmitida a todos los pueblos de la provincia.

El gobierno moscovita quería dejar un desierto frente a los invasores. Estas órdenes, a lo Rostopschin, nadie soñó en discutirlas ni un solo instante, siendo ejecutadas inmediatamente, por lo que no había quedado ni un ser viviente en Krasnolarsk.

Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás recorrieron silenciosamente las calles de la ciudad, experimentando una involuntaria sensación de estupor. Ellos solos producían los únicos ruidos que se dejaban oír en aquella ciudad muerta. Miguel Strogoff no dejaba traslucir los sentimientos que experimentaba en aquel instante; pero le fue imposible dominar un movimiento de rabia por la mala suerte que le perseguía, haciendo que fallasen una vez más sus esperanzas.

—¡Dios mío! —exclamó Nicolás—. ¡Jamás ganaré mi sueldo en este desierto!

—Amigo —dijo Nadia—. Tendrás que reemprender la marcha con nosotros.

—Es preciso, realmente —respondió Nicolás—. El telégrafo debe de funcionar todavía entre Udinsk e Irkutsk, y allí… ¿Nos vamos, padrecito?

—Esperemos a mañana —le respondió Miguel Strogoff.

—Tienes razón —respondió Nicolás—. Hemos de atravesar el Yenisei y es preciso ver…

—¡Ver! —murmuró Nadia, pensando en su compañero ciego.

Nicolás, comprendiendo el sentido de la expresión de Nadia se volvió hacia Miguel Strogoff, diciéndole:

—Perdón, padrecito. ¡Ay! ¡Es verdad que para ti, la noche y el día son la misma cosa!

—No tienes nada que reprocharte, amigo —respondió Miguel Strogoff, pasando la mano por sus ojos—, porque teniéndote a ti de guía puedo valerme aún. Tómate algunas horas de descanso y que las aproveche también Nadia. ¡Mañana será otro día!

Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás no tuvieron que buscar mucho tiempo para encontrar un sitio donde alojarse. Todas las puertas estaban abiertas, pero no encontraron más que algunos montones de follaje. A falta de otra cosa mejor, el caballo tuvo que contentarse con este escaso pienso. En cuanto a las provisiones de la
kibitka
, todavía no se habían agotado y cada uno tomó su ración. Después de haber dicho sus oraciones de rodillas, delante de un modesto icono de la Panaghia suspendida de la pared e iluminada por los últimos destellos de una lámpara, Nicolás y la joven se durmieron, mientras que Miguel Strogoff velaba porque no podía dormir.

Al día siguiente, 26 de agosto, antes del alba, la
kibitka
había sido atelada de nuevo y atravesaba el parque de abedules que conducía a la orilla del Yenisei.

Miguel Strogoff estaba muy preocupado. ¿Cómo se las apañarían para atravesar el río si, como era lo más probable, habían sido destruidos todos los transbordadores y todas las embarcaciones, con el fin de entorpecer la marcha de los tártaros? Él conocía el Yenisei, porque lo había franqueado ya varias veces, y sabía que su anchura es muy considerable y los rápidos son violentos en ese doble curso que ha abierto entre las islas.

En circunstancias normales, mediante transbordadores especialmente equipados para el transporte de viajeros, coches y caballos, el pasaje del Yenisei exige un lapso de tres horas y únicamente con grandes dificultades, los transbordadores alcanzan la orilla derecha. Ahora, en ausencia de toda clase de embarcación, ¿cómo podrá la
kibitka
llegar de una orilla a otra?

«¡Pasaré como sea!», se repetía Miguel Strogoff.

Comenzaba a clarear el día cuando llegaron a la orilla izquierda del río, en el mismo sitio donde terminaba una de las grandes alamedas del parque. En aquel lugar, las márgenes dominaban el Yenisei a un centenar de pies por encima de su curso y, por tanto, se le podía observar en una vasta extensión.

—¿Veis alguna barca? —preguntó Miguel Strogoff, moviendo visiblemente sus ojos de un lado a otro, empujado, sin duda, por la mecánica de la costumbre, como si hubiera podido ver con ellos.

—Apenas es de día, hermano —dijo Nadia—. Sobre el río todavía hay una bruma espesa y aún no pueden distinguirse las aguas.

—Pero las oigo rugir —respondió Miguel Strogoff.

Efectivamente, de las capas inferiores de aquella niebla, salía un sordo tumulto de corrientes y contracorrientes que se entrechocaban. Las aguas, muy abundantes en esa época del año, debían de discurrir con la violencia de un torrente. Los tres se pusieron a escuchar, esperando a que desapareciera aquella cortina de brumas. El sol remontaba con rapidez el horizonte y sus primeros rayos no tardarían en disipar aquellos vapores.

—¿Bien? —preguntó Miguel Strogoff.

—Las brumas comienzan a disiparse, hermano, y la luz del día ya penetra en ellas.

—¿Todavía no ves el nivel de las aguas, hermana?

—Todavía no.

—Un poco de paciencia, padrecito —dijo Nicolás—. ¡Todo esto va a desaparecer! ¡Ya el viento empieza a soplar y comienza a disipar la niebla! Las colinas altas de la orilla derecha ya dejan ver sus hileras de árboles. ¡Todo se va! ¡Todo vuela! ¡Los hermosos rayos de sol han condensado este montón de brumas! ¡Ah, qué hermoso espectáculo, mi pobre ciego, y qué desgracia que no puedas contemplarlo!

—¿Ves alguna barca? —preguntó Miguel Strogoff.

—No veo ninguna —respondió Nicolás.

—¡Mira bien, amigo, tanto sobre esta orilla como sobre la opuesta, mira bien todo lo lejos que pueda alcanzar tu vista, un barco, un transbordador, una cáscara de nuez!

Nicolás y Nadia se agarraron a los últimos árboles del acantilado, colgándose casi sobre el curso del río, pero abarcando, de esta forma, un inmenso campo de acción para sus miradas. El Yenisei, en ese lugar, no mide menos de versta y media de ancho y forma dos brazos casi de las mismas dimensiones cada uno, por los que circula el agua con rapidez, y entre los cuales se levantan varias islas pobladas de sauces, olmos y álamos, semejando otros tantos buques verdes anclados en el río. Más allá se dibujaban las altas colinas de la orilla oriental, coronadas de bosques y cuyas cimas se empurpuraban ahora con las luces del día. Hacia arriba y hacia abajo, el Yenisei se escapaba hasta perderse de vista. Aquel admirable panorama ofrecíase a las miradas en un perímetro de cincuenta verstas.

Pero no había una sola embarcación, ni sobre la orilla izquierda ni sobre la derecha, ni en las márgenes de las islas. Ciertamente, si los tártaros no traían consigo el material necesario para construir un puente de barcos, su marcha hacia Irkutsk se vería frenada durante cierto tiempo, frente a esta barrera del Yenisei.

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