Los tártaros se habían dado cuenta de que uno de los prisioneros era ciego y su natural barbarie les sugirió la idea de burlarse del desafortunado. Para ello iban a todo galope, pero como el caballo de Miguel Strogoff no iba guiado por nadie más que por él, iba al albur, haciendo falsos movimientos que llevaban el desorden al destacamento, prodigando contra el correo del Zar injurias y brutalidades que herían el corazón de la joven y llenaban de indignación a Nicolás. Pero nada podían hacer, porque no hablaban la lengua tártara y, además, cualquier intervención suya hubiera sido brutalmente reprimida.
Esos soldados, pronto encontraron un refinamiento para su crueldad y tuvieron la idea de cambiar el caballo de Miguel Strogoff por otro que estuviera ciego. La excusa para el cambio la dieron las palabras de uno de los jinetes, al cual Miguel Strogoff había oído decir:
—¡Puede que no esté ciego, este ruso!
Esto sucedía a sesenta verstas de Nijni-Udinsk, entre los pueblos de Tatán y Chibarlinskos.
Montaron, pues, a Miguel Strogoff sobre otro caballo y poniendo irónicamente las riendas en sus manos, excitaron al caballo a golpes de látigo, pedradas y gritos hasta que le lanzaron al galope.
El animal, no pudiendo ver porque estaba ciego como su jinete, al no ser mantenido en línea recta, tan pronto tropezaba contra un árbol como se lanzaba fuera de la ruta, pudiendo producirse un choque o una caída que tuviera funestas consecuencias.
Miguel Strogoff no protestaba ni dejó escapar una sola queja. Su caballo se cayó y esperó tranquilamente a que vinieran a volverlo a montar. Efectivamente, le pusieron en la silla, continuando aquel juego sangriento.
Nicolás, ante aquellos malos tratos, no pudo contenerse y quiso correr en socorro de su compañero, pero fue detenido brutalmente.
El juego se hubiera prolongado por largo tiempo, con gran jolgorio de los tártaros, si un accidente más grave no le hubiera puesto fin.
En cierto momento, en la jornada del 10 de septiembre, el caballo ciego se desbocó y corrió derecho hacia un precipicio, de una profundidad de treinta a cuarenta pies, que bordeaba la ruta.
Nicolás quiso lanzarse en su seguimiento, pero fue detenido. El caballo iba sin guía y se precipitó en el barranco con su jinete.
Nadia y Nicolás dieron un grito de espanto… Debieron de creer que su desgraciado compañero se había destrozado en la caída.
Cuando acudieron a levantarle, Miguel Strogoff pudo ponerse de pie sin ninguna herida, pero el desafortunado caballo se había roto dos piernas y estaba fuera de servicio.
Los tártaros lo dejaron morir allí mismo, sin siquiera darle el tiro de gracia. Miguel Strogoff fue atado a la silla de uno de los jinetes, teniendo que seguir a pie al destacamento.
¡Aun así, no salió de sus labios una sola queja ni una protesta! Marchó con paso rápido, casi sin notar los tirones de la cuerda que le sujetaba al caballo. Era siempre el «hombre de hierro» del que el general Kissof había hablado al Zar.
Al día siguiente, 11 de septiembre, el destacamento franqueaba la población de Chibarlinskoe.
Entonces se produjo un incidente que debía traer graves consecuencias.
Había llegado ya la noche y los jinetes tártaros, habiendo hecho un alto, bebieron bastante encontrándose más o menos borrachos cuando fueron a reanudar la marcha.
Nadia, que hasta entonces y como por un milagro, había sido respetada por los soldados tártaros, fue insultada de pronto y sin que mediara ninguna palabra por uno de ellos.
Miguel Strogoff no había podido ver ni oír nada, pero Nicolás vio todos los pormenores.
Entonces, con toda la tranquilidad que le caracterizaba y sin haber reflexionado el alcance de su acción, Nicolás fue derecho hacia el soldado y, antes de que éste pudiera hacer ningún movimiento para detenerlo, se apoderó de una pistola que llevaba en las cartucheras de la silla y la descargó a bocajarro contra el soldado que acababa de insultar a la joven.
Al ruido de la detonación, el oficial que mandaba el destacamento se apresuró a acudir enseguida.
Los jinetes iban a hacer pedazos al desgraciado Nicolás, pero entre ellos y la víctima se interpuso el oficial, el cual dio orden de que se le agarrotase. Así lo hicieron y, poniéndole atravesado sobre su caballo partió al destacamento al galope.
La cuerda que ataba a Miguel Strogoff había sido roída por él y, al recibir el inesperado tirón que dio el caballo tártaro, guiado por un jinete medio borracho, se rompió, sin que el soldado lanzado a una rápida carrera, se diera cuenta.
Miguel Strogoff y Nadia se encontraron solos en medio de la ruta.
Miguel Strogoff y Nadia estaban, pues, libres y solos una vez más, como lo estuvieron durante el trayecto desde Perm hasta las orillas del Irtyche. ¡Pero cómo habían cambiado las condiciones del viaje! Entonces, una confortable tarenta con sus caballos frecuentemente cambiados y abundantes paradas de posta bien surtidas les aseguraban la rapidez del viaje. Ahora iban a pie y ante toda imposibilidad de procurarse medios de locomoción, sin recursos e ignorando de qué modo podrían subvenir a sus más elementales necesidades. ¡Y todavía les quedaban cuatrocientas verstas de viaje! Además, Miguel Strogoff no veía más que a través de los ojos de Nadia.
En cuanto a ese amigo que les había dado el destino, acababan de perderle en las más funestas circunstancias.
Miguel Strogoff se había dejado caer sobre uno de los lados del camino y Nadia, de pie, esperaba una palabra de él para reemprender la marcha.
Eran las diez de la noche y hacía tres horas y media que el sol se había ocultado tras el horizonte. No había a la vista ni una casa, ni una choza. Los últimos tártaros se perdían ya en la lejanía. Miguel Strogoff y Nadia estaban, pues, absolutamente solos.
—¿Qué harán con nuestro amigo? —gritó la joven—. ¡Pobre Nicolás! ¡Nuestro encuentro le ha sido fatal!
Miguel Strogoff no respondió.
—Miguel —continuó Nadia—. ¿No sabes que te ha defendido cuando se burlaban de ti los tártaros, y arriesgó su vida por mí?
Miguel Strogoff permanecía callado, inmóvil, con la cabeza apoyada sobre las manos. ¿En qué pensaba? ¿Aunque no le respondía, había oído las palabras de la joven?
Sí, las había oído, puesto que cuando Nadia dijo:
—¿Adónde he de llevarte, Miguel?
—¡A Irkutsk! —respondió.
—¿Por la gran ruta?
—Sí, Nadia.
Miguel Strogoff seguía siendo el hombre que había jurado llegar hasta el final de su viaje. Seguir la gran ruta era ir por el camino más corto. Si la vanguardia de Féofar-Khan aparecía, tendría tiempo de lanzarse a través de la estepa.
Nadia tomó la mano de Miguel Strogoff y emprendieron el camino.
Al día siguiente por la mañana, 12 de septiembre, hacían una corta parada los dos jóvenes, veinte verstas más lejos del lugar de los recientes sucesos en el pueblo de Tulunovskoe. La villa estaba incendiada y desierta.
Durante toda la noche, Nadia intentó encontrar el cadáver de Nicolás, por si acaso había sido abandonado sobre la ruta, pero fue en vano que buscase entre los cadáveres que encontraban por el camino, porque su desafortunado amigo no apareció.
¿No le tendrían reservado aquellos bárbaros algún cruel suplicio cuando llegasen a Irkutsk?
Nadia se encontraba agotada por el hambre, así como su compañero, pero tuvo la buena suerte de encontrar, en una casa de la villa, una cierta cantidad de carne seca y de
sukbaris
, pedazos de pan que, secos por la evaporación pueden conservar indefinidamente sus cualidades nutritivas. Miguel Strogoff y la joven cargaron con todo lo que podían transportar, asegurando así la comida para varias jornadas y, en cuanto al agua, no tenían por qué preocuparse en aquellas comarcas regadas por mil pequeños afluentes del Angara.
Se pusieron otra vez en camino. Miguel Strogoff iba siempre a paso regular, regulado por el paso lento de su compañera. Nadia, no queriendo quedarse atrás, forzaba su marcha. Afortunadamente, su compañero no podía ver el estado miserable en que se encontraba reducida.
Sin embargo, Miguel Strogoff lo presentía.
—Estás al cabo de tus fuerzas, mi pobre niña —le decía de vez en cuando.
—No —respondía ella.
—Cuando ya no puedas más, yo te llevaré, Nadia.
—Sí, Miguel.
Durante aquel día fue preciso atravesar el Oka, pero su curso era vadeable y no ofrecía ninguna dificultad.
El cielo estaba encapotado y la temperatura era soportable; pero era de temer que lloviese, lo cual hubiera aumentado sus miserias.
Efectivamente, cayeron algunos chaparrones, pero por fortuna fueron de poca duración.
Caminaban siempre igual, cogidos de la mano y hablando poco. Se detenían dos veces al día y reposaban durante seis horas por la noche. En unas cabañas abandonadas, Nadia encontró algunos pedazos más de esa carne seca, tan abundante en el país, que no cuesta más que a dos kopeks y medio la libra.
Pero contrariamente a lo que podía ser la esperanza de Miguel Strogoff, no había una sola bestia de carga en toda la comarca. Los caballos y camellos fueron muertos o transportados a otros lugares. No tenían más remedio que continuar a pie la travesía de esta interminable estepa.
Las huellas de la tercera columna tártara que se dirigía hacia Irkutsk eran bien visibles. Aquí un caballo muerto, allá un carruaje abandonado. Los cadáveres de los desdichados siberianos iban jalonando también la ruta, principalmente a la entrada y salida de las poblaciones. Nadia, dominando su repugnancia, revisaba todos los cadáveres.
Pero, en suma, el peligro no estaba delante, sino atrás. La vanguardia del más importante ejército del Emir, mandado por Ivan Ogareff, podía aparecer de un momento a otro. Las barcas transportadas al Yenisei inferior debían de haber llegado ya a Krasnoiarsk y habrían servido para atravesar rápidamente el río. El camino, a partir de allí, estaba ya libre para los invasores, porque ningún cuerpo de ejército ruso podía barrerlos entre Krasnoiarsk y el lago Baikal. Miguel Strogoff, pues, esperaba la llegada de los exploradores tártaros.
Nadia, en cada parada, subía a algún promontorio o a cualquier sitio elevado y miraba atentamente hacia el oeste, pero ninguna nube de polvo señalaba todavía la aparición de tropas a caballo.
Después, reanudaban la marcha y cuando Miguel Strogoff notaba que era él quien arrastraba a Nadia, hacía más lento su paso. Hablaban poco y únicamente Nicolás era el objeto de sus conversaciones. La joven recordaba todo lo que había significado para ellos aquel compañero de unos días.
Cuando le respondía, Miguel Strogoff intentaba dar a Nadia alguna esperanza, de la que no había trazas en sí mismo, porque sabía perfectamente que el infortunado muchacho no podía escapar a una muerte cierta.
Un día, Miguel Strogoff dijo a la joven.
—No me hablas nunca de mi madre, Nadia.
¡Su madre! ¡Nadia no quería hablarle de ella! ¿Por qué aumentar su dolor? ¿Había muerto la vieja siberiana? ¿No había dado su hijo el último beso al cadáver de su madre, caído sobre el anfiteatro de Tomsk?
—¡Háblame de ella, Nadia! —suplicó, sin embargo, Miguel Strogoff—. ¡Me dará tanta dicha!
Entonces, Nadia hizo lo que ni siquiera había intentado hasta entonces. Le contó todo lo que les había sucedido a Marfa y a ella desde su encuentro en Omsk, donde ambas se habían visto por primera vez, explicando cómo un extraño instinto la había impulsado hacia la anciana prisionera, sin conocerla, prodigándole sus cuidados y recibiendo de la vieja siberiana una mayor firmeza para afrontar la situación. Miguel Strogoff, para ella, en aquella época, era todavía Nicolás Korpanoff.
—¡Lo que hubiera debido ser siempre! —respondió Miguel Strogoff con la frente ensombrecida.
Y al cabo de un rato, agrego:
—¡He faltado a mi promesa, Nadia! ¡Había jurado que no vería a mi madre!
—¡Pero tú no has intentado verla, Miguel! —respondió Nadia—. ¡Fue el azar quien te puso en su presencia!
—Había jurado que, ocurriera lo que ocurriese, no me descubriría!
—¡Miguel, Miguel! ¿Viendo el látigo levantado sobre Marfa Strogoff, cómo podías resistirlo? ¡No! ¡No hay promesa ni juramento alguno que pueda impedir a un hijo ayudar a su madre!
—He faltado a mi juramento, Nadia —insistió Miguel Strogoff—. ¡Que Dios y el Padre me perdonen!
—Miguel —dijo entonces la joven—, tengo que hacerte una pregunta. No me respondas, si crees que no debes responderme. De ti nada puede herirme.
—Habla, Nadia.
—¿Por qué, ahora que la carta del Zar no está en tu poder, tienes tanta prisa por llegar a Irkutsk?
Miguel Strogoff apretó más fuertemente la mano de su compañera, pero no contestó.
—¿Conocías el contenido de la carta antes de abandonar Moscú? —siguió preguntando Nadia.
—No, no lo conocía.
—¿Debo pensar, Miguel, que te empuja a Irkutsk únicamente el deseo de dejarme en manos de mi padre?
—No, Nadia —respondió con gravedad Miguel Strogoff—. Te engañaría si te dejara creer que es así. Voy allí porque mi deber me ordena ir. En cuanto a conducirte a Irkutsk, ¿no eres tú quien me conduce a mí ahora? ¿No veo por tus ojos? ¿No es tu mano la que me guía? ¿No has devuelto centuplicados los servicios que te haya podido hacer? Ignoro si la mala suerte dejará de abrumarnos, pero si algún día tú me das las gracias por haberte dejado en manos de tu padre, yo te las daré por haberme conducido a Irkutsk.
—¡Pobre Miguel! —respondió Nadia emocionada—. ¡No hables así! ¡Ésta no es la respuesta que yo te pido! Miguel, ¿por qué tienes tanta prisa por llegar a Irkutsk?
—Porque es preciso que esté allí antes de que Ivan Ogareff se haga llamar Miguel Strogoff.
—¿Pese a todo?
—¡Pese a todo, llegaré!
Al pronunciar estas últimas palabras, Miguel Strogoff no hablaba únicamente así por odio al traidor. Pero Nadia comprendió que su compañero no se lo decía todo porque no se lo podía decir.
El 15 de septiembre, tres días más tarde, ambos llegaron a la aldea de Kuitunskoe, a sesenta verstas de Tulunovskoe. La joven caminaba con grandes sufrimientos, sostenida apenas por sus doloridos pies. Pero resistía y no tenía más que un pensamiento:
«Puesto que no puede verme, seguiré caminando hasta que me caiga.»
Por otra parte, ningún obstáculo se les había presentado en esta parte de su viaje; ningún peligro tuvieron que afrontar esos últimos días de la ruta, desde la partida de los tártaros; únicamente muchas fatigas.