Miguel Strogoff (16 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Miguel Strogoff
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Afortunadamente el cambio de posta continuaba haciéndose regularmente, igual que el servicio telegráfico, hasta los puntos en que el cable había sido cortado. A cada parada, los encargados de la posta enjaezaban los caballos en condiciones reglamentarias y en cada estación telegráfica, los encargados del telégrafo, sentados frente a sus ventanillas, transmitían los mensajes que se les confiaban sin más retraso que el que provocaban los mensajes oficiales. Alcide Jolivet y Harry Blount pudieron transmitir extensas crónicas a sus respectivos periódicos.

Hasta aquí, el viaje de Miguel Strogoff se llevaba a cabo en condiciones satisfactorias, sin sufrir retraso alguno, y si lograba salvar la cabeza de puente que los tártaros de Féofar-Khan habían establecido un poco antes de Krasnoiarsk, tenía muchas probabilidades de llegar a Irkutsk antes que los invasores, empleando el mínimo tiempo conocido hasta entonces.

Al día siguiente de haber abandonado Ekaterinburgo, las dos tarentas alcanzaron la pequeña ciudad de Tuluguisk a las siete de la mañana, después de haber franqueado una distancia de doscientas veinte verstas sin incidentes dignos de mención.

Allí, los viajeros consagraron media hora al desayuno. Una vez terminado, reemprendieron la marcha con una velocidad que sólo podía explicar la promesa de un puñado de kopeks.

El mismo día, 22 de julio, a la una de la tarde, las dos tarentas llegaban a Tiumen, sesenta verstas más allá de Tuluguisk. Tiumen, cuya población normal es de diez mil habitantes, contaba a la sazón con el doble. Esta ciudad, primer centro industrial que los rusos establecieron en Siberia, cuenta con notables fábricas metalúrgicas y de fundición, y no había presentado jamás una animación como aquélla.

Los dos corresponsales fueron inmediatamente a la caza de noticias. Aquellas que daban los fugitivos siberianos sobre el teatro de la guerra no eran precisamente tranquilizadoras.

Se decía, entre otras cosas, que el ejército de Féofar-Khan se aproximaba rápidamente al valle del Ichim y se confirmaba que el jefe tártaro se reuniría pronto con el coronel Ivan Ogareff, si no había ya ocurrido, con lo cual se sacaba la conclusión de que las operaciones en el este de Siberia tomarían mayor actividad. En cuanto a las tropas rusas, había sido necesario llamarlas principalmente de las provincias europeas, las cuales, encontrándose tan lejos, aún no habían podido oponerse a la invasión. Mientras tanto, los cosacos del gobierno de Tobolsk se dirigían hacia Tomsk a marchas forzadas, con la esperanza de cortar el avance de las columnas tártaras.

A las ocho de la tarde, llegaron a Yalutorowsk, después de que las dos tarentas hubieran devorado setenta y cinco verstas más.

Se hizo rápidamente el cambio de caballos y, a la salida de la ciudad, viéronse obligados a atravesar el río Tobol en un transbordador. Sobre aquel apacible curso era fácil la operación, la cual tendrían que repetir más de una vez en su recorrido y, seguramente, en condiciones mucho menos favorables.

A medianoche, después de otras cincuenta y cinco verstas de viaje, llegaron a Novo-Saimsk, abandonando, por fin, el suelo ligeramente accidentado por montículos cubiertos de árboles, que constituían las últimas estribaciones de los montes Urales.

Aquí comenzaba verdaderamente lo que se llama la estepa siberiana, que se prolonga hasta los alrededores de Krasnoiarsk. Es una planicie sin límites, una especie de vasto desierto herboso, en cuyo horizonte se confunde el cielo y la tierra en una circunferencia tan perfecta que se hubiera dicho que estaba trazada a compás. Esta estepa no presentaba a su mirada otros accidentes que el perfil de los postes telegráficos situados a cada lado de la ruta y cuyos cables la brisa hacía vibrar como las cuerdas de un arpa. La misma carretera no se distinguía del resto de la planicie más que por la nube de ligero polvo que las tarentas levantaban a su paso. Sin esta cinta blanquecina, que se prolongaba hasta perderse de vista, hubieran podido creerse en pleno desierto.

Miguel Strogoff y sus compañeros se lanzaron a través de la estepa con mayor velocidad aún; los caballos, excitados por el
yemschik
y sin que ningún obstáculo se interpusiera en su camino, devoraban las distancias. Las tarentas corrían directamente hacia Ichim, en donde los dos corresponsales se detendrían si ningún inconveniente modificaba su itinerario.

Alrededor de doscientas verstas separaban Novo-Saimsk de la ciudad de Ichim y, al día siguiente, antes de las ocho de la tarde, podían haberla ya franqueado, a condición de que no perdieran ni un solo instante. Los
yemschiks
pensaban que si los viajeros no eran grandes señores o altos funcionarios, eran dignos de serlo, aunque sólo fuera por las espléndidas propinas que entregaban.

Al día siguiente, 23 de julio, en efecto, las dos tarentas no se encontraban más que a treinta verstas de Ichim. En aquel momento Miguel Strogoff distinguió sobre la ruta, apenas visible a causa de las nubes de polvo, un vehículo que precedía al suyo. Pero como sus caballos estaban menos fatigados, corrían con una velocidad mucho mayor y no tardarían en darles alcance. No era una tarenta ni una telega, sino una poderosa berlina de posta que debía de haber hecho ya un largo viaje. Su postillón no tenía más remedio que mantener el galope de los caballos a fuerza de golpes de látigo y de injurias. Aquella berlina no había pasado, ciertamente, por Novo-Saimsk, sino que debía de haber seguido el camino de Irkutsk por cualquier ruta perdida en la estepa.

Miguel Strogoff y sus compañeros, viendo aquella berlina que corría hacia Ichim, no tuvieron más que un pensamiento: pasarle delante y llegar antes que ellos a la parada, con el fin de asegurarse los caballos disponibles. Por tanto, dieron instrucciones a los
yemschiks
y no tardaron en ponerse en línea con la berlina. Fue Miguel Strogoff quien llegó primero a su altura, en el mismo momento en que una cabeza se asomó por la portezuela del vehículo.

Miguel Strogoff no tuvo tiempo de observarla, pero al pasar, pese a la velocidad, oyó claramente una palabra, pronunciada con una imperiosa voz que se dirigió a él:

—¡Deténgase!

No se paró, sino todo lo contrario, y la berlina fue dejada atrás por las dos tarentas.

Se produjo entonces una carrera de velocidad, porque los caballos de la berlina, excitados sin duda por la presencia y el ritmo de los caballos que les adelantaban, encontraron fuerzas para mantenerse a su ritmo durante algunos minutos. Los tres vehículos estaban envueltos por nubes de polvo. De aquellas nubes blanquecinas se escapaban, como una descarga de cohetes, los restallidos de los látigos, mezclados con gritos de excitación y de cólera.

Pero pronto Miguel Strogoff y sus compañeros sacaron ventaja; una ventaja que podía ser muy importante si la parada de postas estaba poco surtida de caballos, porque era muy fácil que el encargado de la posta no pudiera suministrar caballos de repuesto a tres vehículos en tan corto espacio de tiempo.

Media hora después, la berlina quedaba atrás, convertida en un punto apenas visible en el horizonte de la estepa. Eran las ocho de la tarde cuando las dos tarentas llegaron a la parada de posta, situada a la entrada de Ichim.

Las noticias de la invasión empeoraban por momentos. La ciudad estaba directamente amenazada por la vanguardia de las columnas tártaras y, desde hacía dos días, las autoridades habían tenido que replegarse sobre Tobolsk y en Ichim no había quedado ni un funcionario ni un soldado.

Miguel Strogoff, en cuanto llegó a la parada, pidió rápidamente para él los caballos.

Había hecho bien en adelantar a la berlina, porque únicamente quedaban tres caballos de refresco que fueron rápidamente enganchados. El resto de los caballos estaban cansados a causa de algún largo viaje. El encargado de la posta dio la orden de enganchar rápidamente.

En cuanto a los dos corresponsales, a los que pareció bien el quedarse en Ichim, no tenían ya por qué preocuparse del medio de transporte e hicieron guardar su vehículo. Diez minutos después de la llegada, Miguel Strogoff fue advertido de que la tarenta estaba lista para partir.

—Bien —respondió.

Después, dirigiéndose a los dos periodistas les dijo:

—Señores, ya que se quedan en Ichim, ha llegado el momento de separarnos.

—¿Cómo, señor Korpanoff; no se quedan en Ichim ni siquiera una hora? —dijo Alcide Jolivet.

—No, señor. Deseo abandonar la parada antes de la llegada de la berlina que hemos adelantado.

—¿Teme que aquellos viajeros le disputen los caballos?

—Intento, sobre todo, evitar cualquier dificultad.

—Entonces, señor Korpanoff —continuó Alcide Jolivet— no nos queda más que darle las gracias una vez más por el servicio que nos ha prestado y dejar constancia del placer que ha significado viajar en su compañía.

—Es posible que nos encontremos en Omsk dentro de algunos días —precisó Harry Blount.

—Es posible, en efecto, ya que voy allí directamente —respondió Miguel Strogoff.

—¡Pues bien! ¡Buen viaje, señor Korpanoff, y que Dios le guarde de las telegas! —dijo entonces Alcide Jolivet.

Los dos corresponsales tendieron la mano hacia Miguel Strogoff con la intención de estrechársela lo más cordialmente posible, cuando en aquellos momentos se oyó el ruido de un carruaje.

Casi inmediatamente se abrió la puerta y apareció un hombre. Era el viajero de la berlina, individuo de aspecto militar, de una cuarentena de años, alto robusto, de poderosa cabeza, anchas espaldas y unos espesos mostachos que se unían a sus rojas patillas. Llevaba un uniforme sin insignias, un sable de caballería cruzado a la cintura y en la mano un látigo de mango corto.

—Caballos —pidió con el tono imperioso de un hombre acostumbrado a mandar.

—No tengo caballos disponibles —respondió el encargado de la posta, inclinándose.

—Los necesito inmediatamente.

—Es imposible.

—¿Qué caballos son esos que acaban de ser enganchados en la tarenta que he visto a la puerta de la parada?

—Pertenecen a este viajero —respondió el encargado, señalando a Miguel Strogoff.

—¡Que los desenganchen…! —gritó el viajero con un tono que no admitía réplica.

Miguel Strogoff avanzó entonces, diciendo:

—Estos caballos han sido contratados por mí.

—¡Me importa poco! ¡Los necesito! ¡Venga, pronto, no tengo tiempo que perder!

—Yo tampoco tengo tiempo que perder —respondió Miguel Strogoff, que quería mantener la calma y hacía esfuerzos por contenerse.

Nadia estaba cerca de él, calmada también, pero secretamente inquieta por aquella escena que hubiera sido preferible evitar.

—¡Basta! —espetó el viajero y, después, dirigiéndose al encargado dijo, en tono amenazante—: ¡Que los desenganchen y que los coloquen en mi berlina!

El encargado de la posta, muy embarazado, no sabía a quién obedecer y miraba a Miguel Strogoff porque encontraba evidente que tenía el derecho a oponerse a las injustas exigencias del viajero.

Miguel Strogoff dudó un instante. No quería hacer uso de su
podaroshna
porque hubiera llamado la atención, pero tampoco quería ceder los caballos porque retrasaría su viaje y, sin embargo, no podía enzarzarse en una pelea que podría comprometer su misión.

Los dos periodistas lo miraban, prestos a intervenir si él pedía su ayuda.

—Mis caballos se quedarán en mi coche —dijo Miguel Strogoff sin elevar el tono de voz, como convenía a un simple comerciante de Irkutsk.

El viajero avanzó hacia él, le puso rudamente la mano en el hombro y gritó:

—¡Cómo es eso! ¿No quieres cederme los caballos?

—No —respondió Miguel Strogoff.

—¡Está bien! ¡Serán para aquel de nosotros que quede en disposición de continuar el viaje! ¡Defiéndete porque no te voy a dar cuartel!

Y diciendo esto, el viajero tiró de su sable, poniéndose en guardia.

Nadia se puso rápidamente delante de Miguel Strogoff y Harry Blount y Alcide Jolivet avanzaron hacia él.

—No me batiré —dijo sencillamente Miguel Strogoff, el cual, para contenerse mejor, cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿No vas a batirte?

—No.

—¿Y después de esto? —gritó el viajero.

Y antes de que pudieran contenerlo golpeó el hombro de Miguel Strogoff con el mango de su látigo.

Ante este insulto, Miguel Strogoff palideció horriblemente y sus manos se elevaron completamente abiertas, como si quisiera triturar entre ellas a aquel brutal personaje. Pero con un supremo esfuerzo, volvió a ser dueño de sí mismo. ¡Un duelo! ¡Era más que un retraso! ¡Podía significar el fracaso de su misión! ¡Era mejor perder algunas horas…! ¡Sí, pero tragarse tamaña afrenta!

—¿Te batirás ahora, cobarde? —repitió el viajero añadiendo la grosería a la brutalidad.

—¡No! —respondió Miguel Strogoff, sin moverse, mirando al viajero fijamente a los ojos.

—¡Los caballos, al instante! —dijo éste entonces, saliendo de la sala.

El encargado de la posta le siguió rápidamente, encogiéndose de hombros, después de haber examinado a Miguel Strogoff con aire poco aprobatorio.

El efecto que este incidente produjo en los periodistas no podía redundar en ventaja de Miguel Strogoff. Su descontento era manifiesto. ¡Este robusto joven se dejaba golpear de esa manera, sin intentar vengar tamaño insulto!

Limitáronse, pues, a saludar y se retiraron.

Alcide Jolivet le dijo a Harry Blount:

—Jamás hubiera creído eso de un hombre que se enfrenta tan valerosamente con un oso de los Urales. ¿Será verdad que el valor se manifiesta en sus horas y con sus formas? ¡No entiendo nada! ¡Quizá lo que nos hace falta a nosotros es haber sido siervos alguna vez!

Un instante después, un ruido de ruedas y el estallido de un látigo indicaban que la berlina, tirada por los caballos de la tarenta, dejaba rápidamente la parada de posta.

Nadia, impasible, y Miguel Strogoff, estremecido todavía por la cólera, se quedaron solos en la sala de la parada de posta.

El correo del Zar, con los brazos siempre cruzados sobre el pecho, se sentó. Se hubiera dicho que era una estatua. No obstante, un rubor que no debía de ser el de la vergüenza, había reemplazado a la palidez de su rostro.

Nadia no dudó que tenían que existir grandes razones para que un hombre como aquél soportara tal humillación.

Yendo hacia él, pues, como él fue hacia ella en las oficinas de la policía de Nijni-Novgorod, le dijo:

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