Miguel Strogoff (19 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Miguel Strogoff
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—¿Quién es ese oficial?

Y mientras hacía esta pregunta su rostro se quedó pálido como el de un muerto.

—Es Ivan Ogareff —respondió el campesino con una voz baja que respiraba odio.

—¡Él! —gritó Miguel Strogoff, lanzando esta palabra con un tono de rabia que no pudo disimular.

Acababa de reconocer en aquel oficial al viajero que le había humillado en la parada de Ichim.

Pero repentinamente se iluminó su espíritu. Aquel viajero, al que apenas había entrevisto, le recordaba al mismo tiempo al viejo gitano cuyas palabras había sorprendido en el mercado de Nijni-Novgorod.

Miguel Strogoff no se equivocaba, aquellos dos hombres eran la misma persona. Vestido de gitano y mezclado entre la tribu de Sangarra, Ivan Ogareff había podido abandonar la provincia de Nijni-Novgorod, en donde había ido a buscar afiliados a su maldita obra entre los numerosos extranjeros que del Asia central concurrían a la feria. Sangarra y sus gitanas, verdaderos espías a sueldo, debían serle absolutamente fieles. Era él quien por la noche, sobre el campo de la feria, había pronunciado aquella extraña frase cuyo significado podía Miguel Strogoff comprender ahora. Era él quien viajaba a bordo del
Cáucaso
con toda la tribu de gitanos y era también él quien, siguiendo otra ruta de Kazán a Ichim a través de los Urales, había llegado a Omsk, convirtiéndose en dueño de la ciudad.

Apenas debía de hacer tres días que Ivan Ogareff había llegado a Omsk, por lo que, sin su funesto encuentro en Ichim y sin los acontecimientos que le retuvieron tres días en la orilla del Irtyche, Miguel Strogoff le hubiera adelantado en la ruta de Irkutsk.

¡Quién sabe cuántas desgracias se hubieran podido evitar!

En todo caso, Miguel Strogoff debía evitar más que nunca el encuentro con Ivan Ogareff para no ser reconocido. Cuando llegase el momento de encontrarse cara a cara, ya sabría buscarlo, aunque se hubiera convertido en dueño de toda Siberia.

El campesino y él reemprendieron la marcha a través de la ciudad, llegando a la parada de posta. Abandonar Omsk a través de una de las brechas de la muralla no iba a ser muy difícil por la noche. En cuanto a encontrar un vehículo que reemplazase la tarenta, fue imposible, ya que no había ninguno para alquilar ni vender. Pero ¿qué necesidad tenía él ahora de un carruaje? Un caballo le era más que suficiente y, afortunadamente, pudo agenciarse uno. Era un animal resistente, apto para soportar grandes fatigas y al cual, Miguel Strogoff, que era un buen jinete, podía sacar buen partido.

El caballo fue pagado a alto precio y algunos minutos más tarde estaba dispuesto para la partida.

Eran entonces las cuatro de la tarde.

Miguel Strogoff, obligado a esperar a la noche para franquear la muralla pero no queriendo dejarse ver por la ciudad, se quedó en la parada de posta haciéndose servir algunos alimentos.

La sala común estaba abarrotada de gente. Igual que pasaba en las estaciones rusas, los habitantes de estas ciudades, ansiosos de noticias, iban a buscarlas a las paradas de posta. Se hablaba de la próxima llegada de un cuerpo de tropas moscovita, no a Omsk, sino a Tomsk, destinado a reconquistar esta ciudad de las garras de Féofar-Khan.

Miguel Strogoff prestaba gran atención a todo cuanto se decía, pero sin mezclarse en ninguna conversación.

De pronto, oyó un grito que le hizo estremecer; un grito que le llegó al alma, cuyas dos palabras fueron lanzadas en su oído:

—¡Hijo mío!

¡Su madre, la vieja Marfa, estaba ante él! ¡Le sonreía, temblando de emoción, y tendiendo sus brazos!

Miguel Strogoff se levantó e iba a arrojarse hacia ella cuando el pensamiento del deber y el peligro que aquel lamentable encuentro encerraba para él y para su madre le detuvieron enseguida, y tal fue su dominio de sí mismo, que ni un solo músculo de su cara se contrajo.

Una veintena de personas se encontraban reunidas en la sala común y entre ellas podía ser que hubiera algún espía, aparte de que en la ciudad se sabía de sobras que el hijo de Marfa Strogoff pertenecía al cuerpo de correos del Zar.

Miguel Strogoff no se movió.

—¡Miguel! —gritó su madre.

—¿Quién es usted, mi buena señora? —preguntó Miguel Strogoff, balbuceando más que pronunciando las palabras.

—¿Quién soy, preguntas, hijo mío? ¿Es que no reconoces a tu madre?

—Se equivoca usted… —respondió Miguel Strogoff fríamente—. Quizás alguna semejanza…

La vieja Marfa se acercó a él y mirándolo fijamente a los ojos le dijo:

—¿Tú no eres el hijo de Pedro y Marfa Strogoff?

Miguel Strogoff hubiera dado su vida por poder estrechar fuertemente a su madre entre sus brazos… Pero si cedía era su fin, el de ella, de su misión y de su juramento… Dominándose completamente, cerró los ojos para no ver la irreprimible angustia que reflejaba la mirada venerable de su madre y retiró sus manos para no tenderlas hacia aquellas otras que le buscaban temblorosamente.

—Yo no sé, realmente, qué es lo que quiere usted decir, buena mujer —respondió Miguel Strogoff, retrocediendo algunos pasos.

—¡Miguel! —gritó aún la mujer.

—¡Yo no me llamo Miguel! ¡No he sido nunca su hijo! ¡Yo soy Nicolás Korpanoff, comerciante de Irkutsk!

Y bruscamente abandonó la sala, mientras re sonaban unas palabras pronunciadas tras él por última vez:

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío!

Miguel Strogoff, haciendo un esfuerzo supremo, se había marchado, sin ver a su vieja madre que se dejaba caer casi inerte sobre un banco. Pero en el momento en que el encargado se precipitó hacia ella para socorrerla, la anciana se levantó. Una súbita revelación había entrado en su espíritu. ¡Ella, renegada por su hijo! ¡Esto no era posible! En cuanto a que ella pudiera equivocarse, era más imposible todavía. Era evidente que el que acababa de ver era su hijo y si él no la había reconocido es que no había querido, que no debía reconocerla, que tenía terribles razones para comportarse de aquella manera. Entonces, reprimiendo sus sentimientos maternales, no tuvo más que un pensamiento: «¿Lo habré perdido sin querer?»

—¡Estoy loca! —dijo a los que la interrogaban—. ¡Mis ojos me han engañado! ¡Ese joven no es mi hijo! ¡No tenía su voz! ¡No pensemos más en ello porque acabaré viéndolo en todas partes!

Pero menos de diez minutos después, un oficial tártaro se presentaba en la parada de posta.

—¿Marfa Strogoff? —preguntó.

—Soy yo —respondió la anciana mujer, con tono calmoso y la mirada tan tranquila que los testigos de la escena que acababan de presenciar no la hubieran reconocido.

—Ven conmigo —dijo el oficial.

Marfa Strogoff siguió con paso seguro al oficial tártaro, abandonando la casa de postas.

Algunos minutos después se encontraba en el vivac de la plaza mayor, ante la presencia de Ivan Ogareff, el cual tuvo inmediato conocimiento de todos los detalles de la escena.

Ivan Ogareff, suponiendo la verdad, había querido interrogar él mismo a la anciana siberiana.

—¿Tu nombre? —preguntó con tono rudo.

—Marfa Strogoff.

—¿Tú tienes un hijo?

—Sí.

—¿Es correo del Zar?

—Sí.

—¿Dónde está?

—En Moscú.

—¿Tienes noticias suyas?

—No.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace dos meses.

—¿Quién era, pues, aquel joven al que hace unos instantes has llamado hijo en la parada de posta?

—Un joven siberiano al que he confundido con él —respondió Marfa Strogoff—. Es la décima vez que creo encontrar a mi hijo desde que la ciudad está llena de extranjeros. Creo verlo por todas partes.

—¿Así que aquel joven no es Miguel Strogoff?

—No es Miguel Strogoff.

—¿Sabes, vieja, que puedo hacerte torturar hasta que digas toda la verdad?

—He dicho la verdad y la tortura no hará cambiar en nada mis palabras.

—¿Ese siberiano no era Miguel Strogoff? —preguntó nuevamente Ivan Ogareff.

—¡No! ¡No era él! —respondió nuevamente también Marfa Strogoff—. ¿Cree que por nada del mundo renegaría de un hijo como el que Dios me ha dado?

Ivan Ogareff miró malignamente a la anciana, la cual no bajó la vista. No dudaba que había reconocido a su hijo en aquel siberiano y que si él había renegado de su madre entonces, y su madre renegaba de él a su vez, era por un motivo gravísimo.

Para Ivan Ogareff, pues, no había ninguna duda de que el pretendido Nicolás Korpanoff era Miguel Strogoff, correo del Zar camuflado bajo un nombre falso y encargado de una misión cuyo conocimiento le era capital. Por ello dio la orden inmediata de que se iniciara su persecución. Después, volviéndose hacia Marfa Strogoff, dijo:

—Que esta mujer sea conducida a Tomsk.

Y mientras los soldados la apresaban con brutalidad, murmuró entre dientes:

—Cuando llegue el momento, ya sabré hacer hablar a esta vieja bruja.

15
Los pantanos de la Baraba

Miguel Strogoff había obrado con acierto al abandonar tan bruscamente la parada, porque las órdenes de Ivan Ogareff habían sido transmitidas enseguida a todos los puntos de la ciudad, y sus señas enviadas a todos los encargados de las postas, con el fin de que no pudiera salir de Omsk. Pero, en aquellos momentos, el correo del Zar había ya franqueado una de las brechas de la muralla y su caballo corría por la estepa y, si no era perseguido inmediatamente, tenía muchas probabilidades de escapar.

Era el 29 de julio, a las ocho de la tarde, cuando Miguel Strogoff abandonó Omsk. Esta ciudad se encontraba a poco más de medio camino entre Moscú e Irkutsk, y, si quería adelantarse a las columnas tártaras, tenía que llegar allí en menos de diez días.

Evidentemente, el deplorable azar que le había puesto en presencia de su madre había revelado su identidad, e Ivan Ogareff no podía ignorar que un correo del Zar acababa de atravesar Omsk dirigiéndose hacia Irkutsk. Los mensajes que llevaba este correo debían ser de una importancia extrema y Miguel Strogoff sabía que harían todo lo posible por apoderarse de él.

Pero lo que no podía saber es que Marfa Strogoff estaba en manos de Ivan Ogareff y que era ella quien iba a pagar, puede que con su vida, el impulso que no había podido detener al encontrarse de pronto en presencia de su hijo. Y afortunadamente no lo sabía porque, ¿hubiera podido resistir esta nueva prueba?

Miguel Strogoff estimulaba a su caballo, comunicándole toda la impaciencia febril que le devoraba y no le pedía más que una cosa, que le llevara rápidamente hasta la próxima parada en donde pudiera obtener un caballo más rápido.

A medianoche había franqueado setenta verstas y llegaba a la estación de Kulikovo, pero allí, tal como temía, no se encontraban caballos ni carruajes, porque algunos destacamentos tártaros habían pasado por aquella gran ruta de la estepa y lo habían robado y requisado todo, tanto en las poblaciones como en las casas de posta. Miguel Strogoff apenas pudo conseguir algún alimento para él y para su caballo.

Le interesaba, por tanto, conservar y cuidar el que tenía, porque no sabía cuándo podría reemplazarlo.

Mientras tanto, quería dejar la mayor distancia posible entre él y los jinetes que Ivan Ogareff debía de haber lanzado en su persecución, por lo cual resolvió seguir adelante y, después de una hora de reposo, reemprendió su carrera a través de la estepa.

Hasta entonces, afortunadamente, las condiciones atmosféricas habían favorecido el viaje del correo del Zar. La temperatura era soportable y la noche, muy corta en esa época, estaba iluminada por esa media claridad de la luna que, tamizándose a través de algunas nubes, hacía la ruta muy practicable.

Miguel Strogoff iba, pues, adelante, sin ninguna duda, sin ninguna vacilación. Pese a los dolorosos pensamientos que le obsesionaban, había conservado una extrema lucidez de espíritu y marchaba hacia su objetivo, como si éste fuese visible en el horizonte.

Cuando se detenía en algún recodo del camino, era para dejar tomar aliento durante unos instantes a su caballo. Entonces, echando pie a tierra, libraba de su peso al animal y aprovechaba para poner el oído en el suelo y escuchar si algún galope se propagaba por la superficie de la estepa. Cuando se había asegurado de que no se oían ruidos sospechosos, continuaba la marcha hacia delante.

¡Ah, si todas estas comarcas siberianas estuvieran invadidas por la noche polar, y esa noche durara varios meses! ¡Lo deseaba con toda vehemencia porque podía atravesarla con mucha mayor seguridad!

El 30 de julio, a las nueve de la mañana, pasó por la estación de Turumoff, encontrándose con la región pantanosa de la Baraba.

Allí, las dificultades naturales podían ser extremadamente graves. Miguel Strogoff lo sabía, pero también sabía que podría sobrellevarlas.

Estos vastos Pantanos de la Baraba se extienden de norte a sur desde el paralelo sesenta al cincuenta y dos, y sirven de depósito a todas las aguas fluviales que no encuentran salida ni hacia el Obi ni hacia el Irtyche. El suelo de esta vasta depresión es totalmente arcilloso y, por consecuencia, permeable, de tal forma que las aguas se acumulan, haciendo que esta región sea muy difícil de atravesar durante la estación cálida.

No obstante, el camino hacia Irkutsk pasa por allí, en medio de estas lagunas, estanques, lagos y pantanos, donde el sol provoca emanaciones malsanas que convierten este camino, además de fatigoso, en terriblemente peligroso para el viajero.

En invierno, cuando el frío solidifica todo líquido; cuando la nieve ha nivelado el suelo y condensado las miasmas, los trineos pueden deslizarse impunemente sobre la dura corteza de la Baraba, y los cazadores frecuentan con asiduidad aquellas comarcas tan abundantes en caza, a la busca de martas, cebellinas y esos preciosos zorros cuya piel es tan buscada. Pero durante el verano, los pantanos se vuelven fangosos, pestilentes y hasta impracticables cuando el nivel de las aguas ha crecido demasiado.

Miguel Strogoff lanzó su caballo en medio de una pradera de turba, en la que ya se notaba la falta de la hierba baja de la estepa, de la que se alimentan exclusivamente los inmensos rebaños siberianos. No se trataba de una pradera sin límites, sino una especie de inmenso vivero de vegetales arborescentes.

La hierba se elevaba entonces a cinco o seis pies de altura e iba dejando su sitio a las plantas acuáticas, a las cuales la humedad, ayudada por el calor estival daba proporciones gigantescas.

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