No obstante, si era necesario, no dudaría en lanzarse fuera de la ruta de Irkutsk y viajar entonces, a través de la estepa, con evidente riesgo de encontrarse sin recursos, ya que por allí, efectivamente, no había caminos trazados, ni ciudades, ni aldeas. Apenas sí se encuentran algunas aldeas perdidas o simples cabañas habitadas por gente muy pobre y muy hospitalaria, sin duda, pero que apenas posee lo necesario Sin embargo, no dudaría ni un instante.
Al fin, hacia las tres y media de la tarde, después de haber pasado la estación de Kargatsk, Miguel Strogoff dejó las últimas depresiones de la Baraba y el suelo duro y seco del territorio siberiano sonaba de nuevo bajo los cascos de su caballo.
Había dejado Moscú el 15 de julio. Aquel día pues, 5 de agosto, habían transcurrido ya veinte jornadas desde su partida, incluyendo las setenta horas perdidas en las orillas del Irtyche.
Mil quinientas verstas le separaban todavía de Irkutsk.
Miguel Strogoff tenía razón al temer algún mal encuentro en aquellas planicies que se prolongaban más allá de la Baraba, porque los campos, hollados por los cascos de los caballos, mostraban claramente que los tártaros habían pasado por allí, y de aquellos bárbaros podía decirse lo mismo que se dice de los turcos: «Por allá por donde pasa el turco, no vuelve a crecer la hierba.»
El correo del Zar debía, pues, tomar las más minuciosas precauciones para atravesar aquellas comarcas. Algunas columnas de humo que se elevaban por encima del horizonte indicaban que todavía ardían las aldeas y los caseríos. Aquellos incendios ¿habían sido provocados por la vanguardia de las fuerzas tártaras, o el ejército del Emir había llegado ya a los últimos límites de la provincia? ¿Se encontraba Féofar-Khan personalmente en el gobierno del Yeniseisk? Miguel Strogoff no lo sabía y no podía decidir nada mientras no estuviera seguro sobre este punto. ¿Estaba el país tan abandonado que no encontraría un solo siberiano a quien dirigirse?
Miguel Strogoff anduvo dos verstas sobre una ruta absolutamente desierta, buscando con la mirada, a derecha e izquierda, alguna casa que no hubiera sido abandonada, pero todas las que visitó estaban completamente vacías.
Finalmente distinguió una cabaña entre los árboles que todavía humeaba y, al aproximarse, vio, a algunos pasos de los restos de la casa, a un anciano rodeado de niños que lloraban y una mujer, joven todavía, que sin duda debía de ser su hija y madre de los pequeños, arrodillada sobre el suelo y contemplando con mirada extraviada aquella escena de desolación. Estaba amamantando a un niño de pocos meses, al que pronto le faltaría hasta la leche. ¡Todo eran ruinas y miseria alrededor de esta desgraciada familia!
Miguel Strogoff se dirigió hacia el anciano con voz grave:
—¿Puedes responderme?
—Habla —contestó el viejo.
—¿Han pasado por aquí los tártaros?
—Sí, puesto que mi casa está ardiendo.
—¿Eran un ejército o un destacamento?
—Un ejército, puesto que por lejos que alcance tu vista, todos los campos están devastados.
—¿Iba comandado Por el Emir?
—Por el Emir, puesto que las aguas del Obi se han teñido de rojo.
—¿Y Féofar-Khan ha entrado en Tomsk?
—Sí.
—¿Sabes si los tártaros se han apoderado de Kolyvan?
—No, puesto que Kolyvan no está ardiendo.
—Gracias, amigo. ¿Puedo hacer algo por ti y por los tuyos?
—Nada.
—Hasta la vista.
—Adiós.
Y Miguel Strogoff, después de depositar veinticinco rublos sobre las rodillas de la desgraciada mujer, que ni siquiera tuvo fuerzas para dar las gracias, montó de nuevo sobre su caballo y reemprendió la marcha que por un instante había interrumpido.
Ahora ya sabía que debía evitar pasar a todo trance por Tomsk. Dirigirse a Kolyvan, adonde los tártaros aún no habían llegado, todavía era posible y lo que debía hacer en esta ciudad era reavituallarse para una larga etapa y lanzarse fuera de la ruta de Irkutsk, dando un rodeo para no pasar por Tomsk, después de haber franqueado el Obi. No había otro camino a seguir.
Una vez decidido este nuevo itinerario, Miguel Strogoff no dudó ni un instante, e imprimiendo a su caballo una marcha rápida y regular, siguió la ruta directa que le llevaba a la orilla izquierda del Obi, del que le separaban aún cuarenta verstas. ¿Encontraría un transbordador para poder atravesar el río, o los tártaros habrían destruido todo tipo de embarcaciones, viéndose obligado a atravesar el río a nado? Ya lo resolvería.
En cuanto al caballo, muy agotado ya, después de pedirle que empleara el resto de sus fuerzas en esta etapa, Miguel Strogoff intentaría cambiarlo por otro en Kolyvan. Sentía el que dentro de poco el pobre animal se quedaría sin su dueño.
Kolyvan debía ser, pues, como un nuevo punto de partida, porque a partir de esta ciudad su viaje se efectuaría en unas nuevas condiciones. Mientras recorriese el país devastado, las dificultades serían grandes todavía, pero si después de evitar Tomsk podía reemprender la marcha por la ruta de Irkutsk a través de la provincia de Yeniseisk, que los invasores no habían desolado todavía, esperaba llegar al final de su viaje en pocos días.
Después de una calurosa jornada, llegó el atardecer y, a medianoche, una profunda oscuridad envolvía la estepa. El viento, que había desaparecido al ponerse el sol, dejaba la atmósfera en una calma absoluta. Únicamente dejaban oírse sobre la desierta ruta el galope del caballo y algunas palabras con las que su dueño le animaba. En medio de aquellas tinieblas era preciso poner una atención extrema para no lanzarse fuera del camino, bordeado de estanques y de pequeñas corrientes de agua, tributarias del Obi.
Miguel Strogoff avanzó tan rápidamente como le era posible, pero con una cierta circunspección, confiando tanto en su excelente vista, que penetraba las sombras, como en la prudencia de su caballo, cuya sagacidad le era sobradamente conocida.
En aquel momento, Miguel Strogoff, habiendo puesto pie a tierra para cerciorarse de la dirección exacta que tomaba el camino, creyó oír un murmullo confuso que procedía del oeste. Era como el ruido de una cabalgata lejana sobre la tierra reseca. No había duda. A una o dos verstas detrás de él se producía una cierta cadencia de pasos que golpeaban regularmente el suelo.
Miguel Strogoff escuchó con mayor atención, después de haber puesto su oído en el eje mismo del camino.
—Es un destacamento de jinetes que vienen por la ruta de Omsk —se dijo—. Marchan a paso rápido, porque el ruido aumenta. ¿Serán rusos o tártaros?
Miguel Strogoff escuchó todavía.
—Sí, estos jinetes vienen a todo galope. ¡Estarán aquí antes de diez minutos! Mi caballo no podrá mantener la distancia. Si son rusos, me uniré a ellos, pero si son tártaros, es preciso evitarlos. ¿Pero cómo? ¿Dónde puedo esconderme en esta estepa?
Miguel Strogoff miró a su alrededor y su penetrante mirada descubrió una masa confusamente perfilada en las sombras, a un centenar de pasos delante de él, a la derecha del camino.
—Allí hay una espesura —se dijo—, aunque buscar refugio es exponerme a ser apresado si los jinetes la registran; no tengo elección. ¡Aquí están! ¡Aquí están!
Instantes después, Miguel Strogoff, llevando a su caballo por la brida, llegaba a un pequeño bosque de maleza, al cual tuvo acceso por una vereda. Aquí y allá, completamente desprovista de árboles, discurría aquella senda entre barrancos y estanques, separados por matas de juncos y brezos nacientes. A ambos lados, el terreno era absolutamente impracticable y el destacamento debía pasar forzosamente por delante de aquel bosquecillo, ya que seguía la gran ruta hacia Irkutsk.
Miguel Strogoff buscó la protección de la maleza, pero apenas se había internado unos cuarenta pasos cuando se vio detenido por una corriente de agua que encerraba la espesura en un recinto semicircular.
Las sombras eran tan espesas que el correo del Zar no corría ningún peligro de ser visto, a menos que el bosquecillo fuera minuciosamente registrado. Condujo, pues, su caballo hasta la orilla del riachuelo y, después de atarlo a un árbol, volvió al lindero del bosque para cerciorarse de a qué bando pertenecían los jinetes.
Apenas acababa de agazaparse detrás de la maleza, cuando un resplandor bastante confuso, del que se destacaban aquí y allá algunos puntos brillantes, apareció entre las sombras.
—¡Antorchas! —se dijo.
Y retrocedió vivamente, deslizándose como un felino, hasta ocultarse en la parte más densa de la espesura.
A medida que iban aproximándose al bosquecillo, el paso de los caballos comenzaba a hacerse más lento. ¿Registrarían aquellos jinetes la ruta, con la intención de observar hasta los más pequeños detalles?
Miguel Strogoff debió de temerlo y retrocedió hasta la orilla del curso de agua, dispuesto a sumergirse si era preciso.
El destacamento, al llegar a la altura de aquella espesura, se detuvo. Los jinetes descabalgaron. Eran alrededor de una cincuentena y diez de ellos llevaban antorchas que iluminaban la ruta en una amplia extensión.
Por ciertos preparativos, Miguel Strogoff se dio cuenta de que por una fortuna inesperada, el destacamento no iba a registrar la espesura, sino que iba a vivaquear en aquel lugar para dar reposo a los caballos y permitir a los hombres que tomaran algún alimento.
Efectivamente, los caballos fueron desensillados y comenzaron a pastar por la espesa hierba que tapizaba el suelo. En cuanto a los jinetes, se tendieron a lo largo del camino y comenzaron a repartirse la comida que llevaban en sus mochilas.
Miguel Strogoff conservaba toda su sangre fría y deslizándose entre los matorrales, intentó ver y oír.
Era un destacamento que procedía de Omsk y estaba compuesto por jinetes usbecks, raza dominante en Tartaria, cuyo tipo se asemeja sensiblemente al mongol. Estos hombres, bien constituidos, de una talla superior a la media, de rasgos duros y salvajes, estaban cubiertos con un talpak, especie de gorro de piel de carnero negra, e iban calzados con botas amarillas de tacón alto, cuyas puntas se dirigían hacia arriba, como los zapatos de la Edad Media. Su pelliza era de indiana y estaba guateada con algodón crudo, sujetándola a la cintura mediante un cinturón de cuero con pintas rojas. Sus armas defensivas eran un escudo y las ofensivas estaban constituidas por un sable curvo, un largo cuchillo y un fusil de mecha suspendido del arzón de la silla. Una capa de fieltro de colores brillantes cubría sus espaldas.
Los caballos, que pastaban con toda libertad por los linderos de la espesura, eran de raza usbecka, como los jinetes que los montaban. Esta circunstancia podía distinguirse perfectamente a la luz de las antorchas que proyectaban una viva claridad sobre el ramaje de la maleza.
Estos animales, un poco más pequeños que el caballo turcomano, pero dotados de una notable fortaleza, son bestias de fondo que no conocen otro tipo de marcha que el galope.
El destacamento estaba mandado por un
pendjabaschi
, es decir, un comandante de cincuenta hombres, que tenía bajo sus órdenes a un
dehbaschzi
, simple jefe de diez hombres. Estos dos oficiales llevaban un casco y una media cota de malla y el distintivo que indicaba su grado eran unas pequeñas trompetas colgadas del arzón de su silla.
El
pendja-baschi
había tenido que dejar reposar a sus hombres, que estaban fatigados a causa de una larga marcha. Conversando con su subordinado mientras iban y venían, fumando sendos cigarrillos de
beng
, hoja de cáñamo que constituye la base del hachís, del que los asiáticos hacen tan gran uso, paseaban por el bosque, de manera que Miguel Strogoff, sin ser visto, podía captar su conversación y comprenderla, ya que se expresaban en lengua tártara.
Ya desde las primeras palabras que llegaron a los oídos del fugitivo, la atención de Miguel Strogoff se sobreexcitó.
Efectivamente, era a él a quien se estaban refiriendo.
—Este correo no puede habernos sacado tanta ventaja —decía el
pendja-baschi
— y, por otra parte, es absolutamente imposible que haya tomado otra ruta que la de la Baraba.
—¿Quién sabe si ni siquiera ha abandonado Omsk? —respondió el
deh-baschi
—. Puede ser que todavía esté escondido en alguna casa de la ciudad.
—Se dice que es natural del país; un siberiano y, por tanto, debe de conocer estas comarcas; puede que haya salido de la ruta de Irkutsk para volver a ella más tarde.
—Pero entonces le habremos adelantado —respondió el
pendja-baschi
— porque hemos salido de Omsk menos de una hora después de su partida y hemos seguido el camino más corto con los caballos a todo galope. Por tanto, o se ha quedado en Omsk o llegaremos a Tomsk antes que él para cortarle la retirada y, en cualquiera de los dos casos, no llegará a Irkutsk.
—¡Es una mujer fuerte, aquella vieja siberiana que es, evidentemente, su madre! —dijo el
deh-baschi
.
Al oír esta frase, el corazón de Miguel Strogoff aceleró sus latidos y pareció que fuera a romperse.
—Sí —respondió el
pendja-baschi
—, continúa sosteniendo que aquel pretendido comerciante no es su hijo, pero ya es demasiado tarde. El coronel Ogareff no se ha dejado engañar y, tal como ha dicho, ya sabrá hacer hablar a esa vieja bruja cuando llegue el momento.
Cada una de estas palabras era como una puñalada que se asestara a Miguel Strogoff. ¡Había sido identificado como correo del Zar! ¡Un destacamento de caballería, lanzado en su persecución no podía dejar de cortarle la ruta! Y, ¡supremo dolor!, ¡su madre estaba en manos de los tártaros y el cruel Ivan Ogareff se vanagloriaba de que la haría hablar cuando quisiera!
Miguel Strogoff sabía perfectamente que la enérgica siberiana no hablaría nunca y eso le costaría la vida.
No creía ya que pudiera odiar a Ivan Ogareff más de lo que lo había odiado hasta aquel instante, pero, sin embargo, una nueva oleada de odio le subió al corazón.
¡El infame que había traicionado a su país, amenazaba ahora con torturar a su madre!
Los dos oficiales continuaron conversando y Miguel Strogoff creyó entender que en los alrededores de Kolyvan era inminente un enfrentamiento entre las tropas tártaras y las moscovitas, que habían llegado procedentes del norte.
Un pequeño cuerpo del ejército ruso, compuesto por unos dos mil hombres, había aparecido sobre el curso inferior del Obi, dirigiéndose hacia Tomsk a marchas forzadas.