El transbordador se encontraba en el centro de la corriente, a igual distancia de ambas orillas, descendiendo con una velocidad de unas dos verstas por hora, cuando Miguel Strogoff se levantó mirando corriente arriba.
Por la corriente bajaban varios barcos con gran rapidez, ya que a la acción de las aguas se unía la fuerza de los remos con los que iban dotados.
El rostro de Miguel Strogoff se contrajo de golpe, escapándosele una exclamación.
—¿Qué sucede? —preguntó la joven.
Pero antes de que Miguel Strogoff hubiera tenido tiempo de responderle, uno de los bateleros lanzó una exclamación de espanto:
—¡Los tártaros! ¡Los tártaros!
Eran, en efecto, barcas cargadas de soldados que descendían rápidamente por el Irtyche y antes de que hubieran transcurrido varios minutos habrían alcanzado el transbordador, demasiado pesado para huir de ellos.
Los bateleros, aterrorizados por esta aparición, lanzaron gritos de desespero, abandonando los bicheros.
—¡Valor, amigos míos! —gritó Miguel Strogoff—. ¡Valor! ¡Cincuenta rublos para vosotros si estamos en la orilla derecha antes de que nos alcancen esas barcas!
Los bateleros, reanimados por estas palabras, reemprendieron la maniobra y continuaron luchando contra la corriente, pero era evidente que no podrían evitar el abordaje de los tártaros.
¿Pasarían de largo sin inquietarlos? Era poco probable. Por el contrario, debía temerse todo de estos salteadores.
—No tengas miedo, Nadia —dijo Miguel Strogoff—, pero prepárate a todo.
—Estoy preparada —respondió Nadia.
—¿Hasta a arrojarte al río cuando te lo diga?
—Cuando tú me lo digas.
—Ten confianza en mí, Nadia.
—Tengo confianza.
Las barcas tártaras no estaban más que a una distancia de unos cien pies. Llevaban un destacamento de soldados bukharianos que iban a hacer un reconocimiento sobre Omsk.
El transbordador se encontraba todavía a dos cuerpos de la orilla. Los bateleros redoblaron sus esfuerzos. Miguel Strogoff se unió a ellos y cogió un bichero que maniobraba con una fuerza sobrehumana. Si conseguían desembarcar la tarenta y lanzarse a todo galope, tendrían muchas probabilidades de escapar de los tártaros, que no tenían monturas.
¡Pero tantos esfuerzos debían resultar inútiles!
—
¡Saryn na kitchu!
—gritaron los soldados de la primera barca.
Miguel Strogoff reconoció el grito de guerra de los piratas tártaros, al cual debía contestarse arrojándose boca abajo.
Pero como nadie obedeció esta intimación, los soldados hicieron una descarga de la que resultaron mortalmente heridos dos caballos.
En aquel momento se produjo un choque. Las barcas habían abordado el transbordador de través.
—¡Ven, Nadia! —gritó Miguel Strogoff, presto a lanzarse al río.
La joven iba a seguirle cuando Miguel Strogoff, herido por un golpe de lanza, fue arrojado al agua. Lo arrastró la corriente, agitando la mano un instante por encima de las aguas, y desapareció.
Nadia había lanzado un grito, pero antes de que hubiera tenido tiempo de arrojarse al agua en seguimiento de Miguel Strogoff, fue apresada por los tártaros y depositada en una de sus barcas.
Un instante después, los bateleros habían sido muertos a golpes de lanza y el transbordador iba a la deriva, mientras los tártaros continuaban descendiendo el curso del Irtyche.
Omsk es la capital oficial de la Siberia occidental, pese a que no es la ciudad más importante del gobierno de ese mismo nombre, ya que Tomsk es más populosa y más extensa, pero es en Omsk en donde reside el gobernador general de esta primera mitad de la Rusia asiática.
Propiamente hablando, Omsk se compone de dos ciudades distintas, una que está únicamente habitada por las autoridades y los funcionarios, y la otra en donde viven especialmente los comerciantes siberianos, aunque es una ciudad poco comercial.
Consta de una población de diez a trece mil habitantes y está defendida por un recinto flanqueado por bastiones, pero estas fortificaciones son de tierra y le prestan una protección muy insuficiente. Esto lo sabían muy bien los tártaros, que intentaron apoderarse de ella a viva fuerza, lo cual consiguieron después de varios días de asedio.
La guarnición de Omsk, reducida a dos mil hombres, había resistido valientemente, pero superada por las tropas del Emir, había ido cediendo poco a poco la ciudad comercial, para refugiarse en la ciudad alta.
Allí, el gobernador general, sus oficiales y soldados se habían atrincherado, convirtiendo aquel barrio de Omsk en una ciudadela, después de haber almenado las casas y las iglesias y, hasta entonces, se mantenían bien en esa especie de
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improvisado, sin gran esperanza de recibir refuerzos a tiempo.
En efecto, las tropas tártaras que descendían el curso del Irtyche recibían cada día nuevos refuerzos y, lo que era más grave, estaban entonces dirigidos por un oficial traidor a su país, pero hombre de gran valía y de una audacia a toda prueba.
Era el coronel Ivan Ogareff.
Este hombre, terrible como cualquiera de los jefes tártaros a los que impulsaba adelante, era un militar instruido. Él mismo tenía en sus venas un poco de sangre mongol por parte de su madre, que era de origen asiático, y amaba el engaño, complaciéndose en imaginar estratagemas y no reparaba en medios cuando se trataba de sorprender algún secreto o de tender alguna trampa.
Bribón por naturaleza, empleaba gustosamente los más viles artificios, convirtiéndose en mendigo si se terciaba la ocasión, o adoptando con gran perfección todas las formas y todos los modales. Además, era cruel y hubiera hecho de verdugo si se presentara la oportunidad. Féofar-Khan tenía en él un lugarteniente digno de secundarle en aquella salvaje guerra.
Cuando Miguel Strogoff llegó a las orillas del Irtyche, Ivan Ogareff era ya dueño de Omsk y estrechaba el cerco de la ciudad alta ya que tenía prisa por reunirse en Tomsk con el grueso de las fuerzas tártaras, que acababan de concentrarse allí.
Tomsk, en efecto, había sido tomada por Féofar-Khan hacía varios días, y desde allí, los invasores, dueños ya de la Siberia central, debían marchar sobre Irkutsk.
Esta ciudad era el verdadero objetivo de Ivan Ogareff.
El plan del traidor era ganarse la confianza del Gran Duque bajo un nombre falso y, cuando considerase llegado el momento, entregar la ciudad y el Gran Duque a los tártaros.
Dueños de tal ciudad y de tal rehén, toda la Rusia asiática debía caer en manos de los invasores.
Ahora bien, como ya se sabe, el Zar tenía conocimiento de ese complot y para frustrarlo era por lo que había confiado a Miguel Strogoff la importante misión de que era portador. De ahí las severas instrucciones que se le habían dado al joven correo para que pasase las comarcas invadidas con el mayor incógnito.
Esta misión la había ejecutado fielmente hasta el momento, pero ¿podría llevarla ahora adelante?
La herida que había recibido Miguel Strogoff no era mortal. Nadando, evitando ser visto, alcanzó la orilla derecha del río en donde cayó desvanecido entre unos cañaverales.
Cuando recobró el conocimiento se encontraba en la cabaña de un campesino que lo había recogido y cuidado, y al cual debía él estar todavía vivo. Pero ¿cuánto tiempo hacía que era huésped de aquel bravo siberiano? No lo podía decir. Cuando abrió los ojos vio una bondadosa figura barbuda que le miraba compasivamente inclinada sobre él. Iba a preguntarle dónde se encontraba cuando el campesino le previno, diciéndole:
—No hables, padrecito, no hables. Estás todavía demasiado débil. Yo te diré dónde estás y todo lo que ha ocurrido desde que te recogí en mi cabaña.
Y el campesino le contó a Miguel Strogoff los diversos incidentes de la lucha que había tenido lugar; el ataque de las barcas tártaras, el pillaje de la tarenta, la masacre de los bateleros…
Miguel Strogoff ya no le escuchaba y llevó su mano a sus vestiduras, palpando la carta imperial que aún conservaba consigo sobre su pecho.
Respiró tranquilizándose, pero no era eso todo:
—¡La joven que me acompañaba! —dijo.
—No la han matado —respondió el campesino, saliendo al paso de la inquietud que leía en los ojos de su huésped—. La metieron en una de sus barcas y continuaron descendiendo por el Irtyche. Es una prisionera que irá a reunirse con tantas otras que han conducido a Tomsk.
Miguel Strogoff no pudo responder. Apoyó la mano sobre el pecho para frenar los latidos de su corazón.
Pero, pese a tan duras pruebas, el sentimiento del deber dominaba su alma entera y preguntó:
—¿Dónde estoy?
—Sobre la ribera derecha del Irtyche, a sólo cinco verstas de Omsk —respondió el campesino.
—¿Qué clase de herida he recibido, que me ha postrado de este modo? ¿Ha sido un disparo de arma de fuego?
—No, ha sido un golpe de lanza en la cabeza, que ya ha cicatrizado —respondió el campesino—. Después de algunos días de reposo, padrecito, podrás continuar la ruta. Caíste al río, pero los tártaros no te tocaron ni te registraron, y tu bolsa está todavía en tu bolsillo.
Miguel Strogoff tendió la mano al campesino y después, con un supremo esfuerzo, se enderezó en la cama diciéndole:
—Amigo, ¿cuánto tiempo llevo en tu cabaña?
—Desde hace tres días.
—¡Tres días perdidos!
—Tres días durante los cuales has estado sin conocimiento.
—¿Puedes venderme un caballo?
—¿Quieres partir?
—Al instante.
—No tengo caballo ni carruaje, padrecito. ¡Allí por donde los tártaros pasan no queda nada!
—Bien, pues iré a pie hasta Omsk a buscar un caballo.
—Unas horas de reposo todavía y estarás en mejores condiciones para continuar el viaje.
—Ni una hora.
—Vamos, entonces —respondió el campesino, comprendiendo que no podría luchar contra la voluntad de su huésped—. Yo mismo te conduciré. Todavía hay un gran número de rusos en Omsk y podrás pasar desapercibido.
—¡Amigo —le dijo Miguel Strogoff—, que el cielo recompense todo lo que estás haciendo por mí!
—¡Una recompensa! ¡Sólo los locos la esperan en la tierra! —respondió el campesino.
Miguel Strogoff abandonó la cabaña; pero cuando quiso iniciar la marcha sintió tal desvanecimiento, que seguramente hubiera caído a tierra de no ser por la ayuda del campesino, sin embargo su gran voluntad hizo que se recuperara prontamente.
Sentía en su cabeza el golpe de lanza que había recibido y que afortunadamente había sido amortiguado por el gorro de pieles con que se cubría, pero siendo poseedor de la energía que le caracterizaba, no era hombre para dejarse abatir por tan poca cosa.
Un solo pensamiento cruzaba por su mente: aquella lejana Irkutsk a la que tenía necesidad de llegar. Pero antes era preciso atravesar Omsk sin detenerse.
—¡Que Dios proteja a mi madre y a Nadia! —murmuró—. Ahora no tengo derecho a pensar en ellas.
Miguel Strogoff y el campesino llegaron pronto al barrio comercial de Omsk y, aunque estaba ocupado militarmente, no tuvieron dificultad de entrar en él.
La muralla de tierra había sido destruida por muchos sitios, por cuyas brechas entraron los merodeadores que seguían a los ejércitos de Féofar-Khan.
En el interior de Omsk, por sus calles y plazas, había un verdadero hormiguero de soldados tártaros; pero era fácil apreciar que una mano de hierro les imponía una disciplina a la que no estaban acostumbrados. Efectivamente, no circulaban solos, sino en grupos armados, prestos a repeler en todo momento cualquier agresión.
En la plaza mayor, transformada en campamento guardado por numerosos centinelas, dos mil soldados tártaros vivaqueaban ordenadamente. Los caballos, sujetos a estacas, permanecían siempre ensillados, dispuestos a partir a la primera orden. Omsk no podía ser más que una parada provisional para esta caballería tártara que debía sin duda preferir las ricas llanuras de la Siberia oriental, en donde las ciudades son más opulentas, las campiñas más fértiles y, por consiguiente, el pillaje más fructífero.
Por encima de la ciudad comercial se levantaba el barrio alto, el cual Ivan Ogareff había intentado asaltar varias veces, siendo bravamente rechazado en todas las ocasiones y no habiendo conseguido todavía reducirlo. Sobre sus aspilleradas murallas ondeaba aún la bandera nacional con los colores de Rusia.
Miguel Strogoff y su guía saludaron esta bandera con legítimo orgullo.
El correo del Zar conocía perfectamente la ciudad de Omsk y, siempre en pos de su guía, evitaba las calles más frecuentadas. No es que temiera ser reconocido, ya que en toda la ciudad únicamente su madre podía llamarlo por su verdadero nombre, pero había jurado no verla y no la vería. Por eso deseaba con todo su corazón que se encontrara refugiada en algún tranquilo lugar de la estepa.
Afortunadamente, el campesino conocía a un encargado de posta el cual, pagándole bien, no se negaría a alquilar o vender un carruaje o un caballo. Quedaba la dificultad de abandonar la ciudad, pero las brechas practicadas en la muralla podían facilitar la salida de Miguel Strogoff.
El campesino conducía, pues, a su huésped directamente a la parada cuando, en una calle estrecha, Miguel Strogoff se detuvo de pronto y retrocedió hasta esconderse detrás de una esquina.
—¿Qué te pasa? —le preguntó vivamente el campesino, sorprendido de aquel brusco movimiento.
—¡Silencio! —se limitó a decir Miguel Strogoff, llevando un dedo a sus labios.
En aquel momento, un destacamento de tártaros desembocaba de la plaza mayor y entraba en la calle por la que circulaban Miguel Strogoff y su compañero.
A la cabeza del destacamento, compuesto por una veintena de jinetes, marchaba un oficial vestido con un simple uniforme. Pese a que su mirada iba de un lado a otro, no podía haber visto a Miguel Strogoff, que se había batido rápidamente en retirada.
El destacamento iba a un buen trote por la estrecha calle sin que el oficial ni su escolta hicieran caso de los habitantes del lugar, los cuales apenas tenían tiempo de echarse a un lado, lanzando gritos medio ahogados a los que respondían inmediatamente los soldados con golpes de lanza, por lo que la calle estuvo despejada en un instante.
Cuando la escolta hubo desaparecido, Miguel Strogoff se volvió hacia el campesino, preguntando: