Así transcurrieron esos tres días, en los que se hizo bien patente que la tercera columna de invasores avanzaban rápidamente hacia el este, lo cual era fácilmente reconocible por las ruinas que dejaban tras su paso, las cenizas que ya no humeaban y los cadáveres descompuestos que yacían esparcidos por el suelo.
Nada se veía aún hacia el oeste. La vanguardia del Emir no aparecía por parte alguna. Miguel Strogoff llegó a hacerse las más inverosímiles suposiciones para explicar ese retraso. ¿Los rusos, con un contingente suficiente, amenazaban recuperar Tomsk o Krasnolarsk? ¿Aislada de las otras, la tercera columna estaba en peligro de verse cortada? Si era así, le sería fácil al Gran Duque defender Irkutsk, y el tiempo ganado en una invasión era camino adelantado para rechazarla.
Miguel Strogoff se dejaba llevar por esas esperanzas, pero bien pronto comprendía que eran quiméricas, y no contaba más que consigo mismo, como si la seguridad del Gran Duque hubiera estado únicamente en sus manos.
Sesenta verstas separaban Kultunskoe de Kimiteiskoe, pequeña población situada a poca distancia del Dinka, tributarlo del Angara. El correo del Zar pensaba con cierto temor en el obstáculo que significaba este afluente, de cierta importancia, situado en su camino. Ni soñar encontrarse con algún transbordador o alguna barca, y se acordaba, por haberlo atravesado en otros tiempos más afortunados, que era muy difícil de vadear. Pero una vez franqueado aquel obstáculo, ningún río y ningún afluente interponíase ya en su camino y, después de recorrer otras doscientas treinta verstas, se hallarían en Irkutsk.
Fueron precisos tres días para llegar a Kimilteiskoe. Nadia no podía ya con sus piernas. Cualquiera que fuese su fortaleza moral, su fuerza física iba a derrumbarse. Pero Miguel Strogoff no se daba perfecta cuenta de esto.
Si no hubiera estado ciego, Nadia le hubiera dicho:
—Vete, Miguel, déjame en cualquier cabaña y llega a Irkutsk, cumple con tu misión. Ve a ver a mi padre y dile dónde estoy, dile que le espero y los dos juntos sabréis encontrarme. Vete. No tengo miedo.
Me esconderé de los tártaros. Me conservaré para ti y para él. Vete, Miguel, ya no puedo más…
Varias veces, Nadia había tenido que detenerse y entonces Miguel Strogoff la tomaba en sus brazos y, no teniendo que preocuparse de la fatiga de la joven, desde el momento en que la llevaba él, andaba más rápidamente con su infatigable paso.
El 18 de septiembre, a las diez de la noche, llegaron por fin a Kimilteiskoe. Desde lo alto de una colina, Nadia percibió en el horizonte una línea menos oscura que el resto del paisaje. Era el Dinka, en cuyas aguas se reflejaban algunos relámpagos sin trueno que iluminaban de vez en cuando el cielo.
Nadia condujo a su compañero a través de la arruinada población. Las cenizas de las hogueras estaban ya frías y era lógico pensar que los tártaros habían pasado por allí por lo menos cinco o seis días antes.
Al llegar a las últimas casas, Nadia se dejó caer sobre un banco de piedra.
—¿Hacemos un alto ahora? —le preguntó Miguel Strogoff.
—Ya es de noche, Miguel —respondió Nadia—. ¿No quieres descansar un poco?
—Hubiese querido atravesar antes el Dinka —respondió Miguel Strogoff—. Hubiera querido dejar entre nosotros y la vanguardia del Emir este río, ¡pero tú no puedes ya ni arrastrarte, pobre Nadia!
—Vamos, Miguel —respondió Nadia, tomando la mano de su compañero y siguiendo adelante.
A dos o tres verstas de allí, el Dinka cortaba la ruta de Irkutsk. Este último esfuerzo que le pedía su compañero no podía la joven dejar de llevarlo a cabo; marcharon, pues, ambos, a la luz de los relámpagos. Atravesaban entonces un desierto sin límites, en medio del cual se perdía el pequeño río. Ni un árbol, ni un montículo sobresalían en esta vasta planicie, en donde recomenzaba la gran estepa siberiana.
No soplaba la más ligera brisa y la calma era tan absoluta que el más leve ruido hubiera podido propagarse a una distancia infinita.
De pronto, Miguel Strogoff y Nadia se detuvieron, como si sus pies se hubieran quedado aprisionados en alguna grieta del suelo.
—¿Has oído? —preguntó Nadia.
Después, un lamento se dejó oír. Era un grito desesperado, como la última llamada a la vida de un ser humano agonizante.
—¡Nicolás, Nicolás! —gritó la joven, impulsada por algún siniestro pensamiento.
Miguel Strogoff, que escuchaba, movió la cabeza.
—¡Ven, Miguel, ven! —dijo Nadia.
Y la joven, que hacía un momento apenas podía arrastrar sus pies, encontró que de pronto sus fuerzas volvían a ella bajo el empuje de a violenta excitación.
—¿Hemos salido del camino? —preguntó Miguel Strogoff, al sentir bajo sus pies una tupida hierba, en lugar del polvoriento camino.
—Sí… Sí, es preciso… —respondió Nadia—. ¡El grito ha partido de allá, de la derecha!
Unos minutos después estaban solo a una media versta de la orilla del río.
Dejóse oír un ladrido que, aunque más débil, venía, ciertamente, de muy cerca.
Nadia se detuvo.
—¡Sí! —dijo Miguel Strogoff—. ¡Es Serko quien ladra! ¡Ha seguido a su dueño!
—¡Nicolás! —gritó la joven.
Pero su llamada no obtuvo respuesta.
Únicamente algunas aves de rapiña tendieron el vuelo y desaparecieron en las alturas.
Miguel aguzaba el oído y Nadia miraba tratando de penetrar en las sombras de esta planicie, impregnada de efluvios luminosos, que centelleaban como hielo, pero no vio nada ni a nadie.
Y, sin embargo, se oyó nuevamente una voz que esta vez gritaba con tono lastimoso: «¡Miguel!»…
Inmediatamente, un perro ensangrentado saltó hacia Nadia. Era Serko.
¡Nicolás no podía estar lejos! ¡Solamente él había podido murmurar el nombre de Miguel! ¿Dónde estaba? Nadia ya no tenía ni fuerzas para llamarlo.
Miguel Strogoff, arrastrándose por el suelo, buscaba con la mano.
De pronto, Serko lanzó un nuevo ladrido y se precipitó sobre una gigantesca ave que se había posado en tierra.
Era un buitre que, cuando Serko se lanzó sobre él, levantó el vuelo, pero casi inmediatamente volvió a la carga, atacando al perro… ¡Éste ladró todavía al buitre… Pero un formidable picotazo se abatió sobre su cabeza y, esta vez, Serko cayó sin vida sobre el suelo!
Al mismo tiempo, un grito de horror se escapó de la garganta de Nadia.
—¡Allí… Allí!
¡Una cabeza sobresalía del suelo! La joven hubiera tropezado con ella de no ser por la intensa claridad que el cielo proyectaba sobre la estepa.
Nadia cayó arrodillada al lado de aquella cabeza.
Nicolás, enterrado hasta el cuello según la atroz costumbre de los tártaros, había sido abandonado en la estepa para que muriera de hambre y sed, o víctima de las dentelladas de los lobos o de los picotazos de las aves de rapiña. Era un suplicio horrible para la víctima, que estaba aprisionada en el suelo, cuya tierra había sido apretada a su alrededor, no pudiéndola remover porque sus brazos estaban atados al cuerpo, como los de un cadáver en su ataúd. Vivía en un molde de arcilla que no podía romper y no podía hacer otra cosa que implorar la llegada de la muerte, que tardaba demasiado en venir.
Allí era donde los tártaros habían enterrado a su prisionero hacía ya tres días… Tres días llevaba Nicolás esperando aquel socorro que llegaba demasiado tarde.
Los buitres habían distinguido esta cabeza destacarse a ras del suelo y el perro había tenido que defender a su dueño contra las feroces aves.
Miguel Strogoff, valiéndose de su cuchillo, empezó a remover la tierra para desenterrar a aquel vivo.
Los ojos de Nicolás, cerrados hasta aquel momento, se abrieron.
Reconociendo a Miguel y a Nadia, murmuró:
—¡Adiós, amigos! ¡Estoy contento de haberos vuelto a ver! ¡Rezad por mí…!
Éstas fueron sus últimas palabras.
Miguel Strogoff continuó removiendo el suelo que, al haber sido tan fuertemente apretado, tenía la dureza de la roca, consiguiendo al fin retirar el cuerpo del infortunado. Comprobó si su corazón aún latía… Pero ya había dejado de existir.
Quiso entonces enterrarlo, para que no quedase expuesto sobre la estepa, en aquel agujero en donde había estado enterrado en vida, y lo alargó y amplió, de manera que pudiera ser enterrado muerto. El fiel Serko sería colocado al lado de su dueño…
En aquel momento se produjo un gran tumulto sobre la gran ruta, a una distancia de media versta.
Miguel Strogoff escuchó.
Por el ruido, había reconocido que un destacamento de jinetes avanzaba hacia el Dinka.
—¡Nadia, Nadia! —dijo en voz baja.
Al oír su voz, Nadia dejó de rezar y se enderezó.
—¡Mira, mira! —le dijo el joven.
—¡Los tártaros! —murmuró Nadia.
Era, en efecto, la vanguardia del Emir, que desfilaba con toda rapidez hacia Irkutsk.
—¡No me impedirán que lo entierre! —dijo Miguel Strogoff en tono resuelto.
Y continuó su trabajo.
Muy pronto, el cuerpo de Nicolás, con las manos cruzadas sobre el pecho, fue acostado en la tumba.
Miguel Strogoff y Nadia, arrodillados, rezaron durante media hora por aquel pobre muchacho, inofensivo y bueno, que había pagado con la vida su devoción hacia ellos.
—¡Ahora —dijo Miguel Strogoff, acabando de apretar la tierra sobre el cadáver—, los lobos de la estepa ya no podrán devorarlo!
Después extendió su mano amenazadora hacia la tropa de jinetes que pasaba, diciendo:
—¡En marcha, Nadia!
Miguel Strogoff no podía seguir caminando por la gran ruta, que estaba ya ocupada por los tártaros, y tenía que andar a través de la estepa, dando un rodeo para llegar a Irkutsk.
No tenía ya que preocuparse por la travesía del Dinka.
Nadia no podía dar un paso, pero podía ver por él, así que, tomándola en sus brazos, se adentró hacia el sudoeste de la provincia.
Le quedaban todavía por recorrer doscientas verstas. ¿Cómo las anduvo? ¿Cómo no sucumbió a tantas fatigas? ¿Cómo pudieron alimentarse en ruta? ¿Con qué sobrehumana energía llegó a remontar las primeras estribaciones de los montes Sayansk? Ni Nadia ni él hubieran podido decirlo.
Sin embargo, doce días después, el 2 de octubre, a las seis de la tarde, una inmensa lámina de agua se extendía a los pies de Miguel Strogoff.
Era el lago Baikal.
El lago Baikal está situado a mil setecientos pies por encima del nivel del mar. Tiene una longitud de alrededor de novecientas verstas y una anchura de cien. Su profundidad es desconocida. Según la señora Bourboulon, aseguran los marineros que navegan por este lago que quiere que se le llame «señora mar», porque cuando se oye llamar «señor lago», se enfurece enseguida.
Sin embargo, según una leyenda que corre por esta comarca, ningún ruso se ha ahogado jamás en sus aguas.
Este inmenso depósito de agua dulce, alimentado por más de trescientos ríos, está encerrado en un magnífico circuito de montañas volcánicas. No tiene otra salida para sus aguas que el río Angara, que después de pasar por Irkutsk, va a desembocar en el Yenisei, un poco más arriba de la ciudad de Yeniseisk.
En cuanto a los montes que lo circundan, son un brazo de los Tunguzes, que derivan del vasto sistema orográfico de la cordillera Altai.
En esta época los fríos ya se dejan sentir. En cuanto llega a este territorio, sometido a unas condiciones climatológicas tan particulares, el otoño parece que queda anulado por un precoz invierno.
Eran los primeros días de octubre y el sol ya se escondía por detrás del horizonte a las cinco de la tarde, bajando la temperatura de las largas noches por debajo de los cero grados. Las primeras nieves, que no desaparecerían hasta el verano, ya teñían de blanco las cimas vecinas del Baikal. Durante el invierno siberiano, este mar interior, con una capa de hielo de varios pies de espesor, se veía cruzado continuamente por los trineos de los correos y de las caravanas.
Bien sea porque se le falta al respeto llamándole «señor lago», o por cualquier otra razón más meteorológica, el Baikal está sujeto a violentas tempestades y sus olas, rápidas como las de todos los mediterráneos, son muy temidas por las balsas, los barcos y los vapores que lo atraviesan durante el verano.
Miguel Strogoff acababa de llegar al extremo sudoeste del lago, llevando a Nadia, de la que podía decirse que toda su vida se concentraba en los ojos. ¿Qué podían esperarlos dos en aquella parte salvaje de la provincia, como no fuera morir de agotamiento y de inanición? Y, sin embargo, ¿qué quedaba por recorrer de aquel largo camino de seis mil verstas, para que el correo del Zar llegase a su destino? Nada más que sesenta verstas desde el lago hasta la desembocadura del Angara y ochenta verstas desde allí hasta Irkutsk. En total, ciento cuarenta verstas que significaban tres días de recorrido a pie para un hombre fuerte y vigoroso.
—¿Era todavía Miguel Strogoff ese hombre?
Sin duda, el cielo no quería someterlo a esta prueba y la fatalidad que se cernía sobre él parecía querer abandonarlo por un instante. Ese extremo del Balkal, esa porción de la estepa que crecía desierta y que, en realidad, lo era en todo tiempo, no lo estaba entonces.
Unos cincuenta individuos se encontraban reunidos en el ángulo que forma el extremo sudoeste del lago.
Cuando Miguel Strogoff desembocó por el desfiladero de las montañas llevando en brazos a Nadia, ésta los había visto enseguida.
La joven debió de temer por un instante que fuera un destacamento de tártaros enviado para patrullar las orillas del lago Balkal, en cuyo caso, la huida sería imposible.
Pero se tranquilizó pronto y gritó:
—¡Rusos!
Después de este último esfuerzo, los párpados de la joven se cerraron y su cabeza cayó sobre el pecho de Miguel Strogoff.
Habían sido vistos y varios de aquellos rusos corrían hacia ellos, conduciendo al ciego y a la joven a la orilla de una pequeña playa en la que había amarrada una balsa.
La balsa iba a partir.
Estos rusos eran fugitivos de diversa condición, a los que un interés común había reunido en esta parte del Baikal. Empujados por los tártaros, intentaban refugiarse en Irkutsk y, no pudiendo llegar por tierra, ya que los invasores habían tomado posiciones frente a la ciudad, en las dos orillas del Angara, esperaban llegar descendiendo el curso del río, que atravesaba Irkutsk.