Irkutsk estaba aislada del resto del mundo.
El Gran Duque no podía hacer otra cosa que organizar la resistencia, a cuya tarea se entregó con la seguridad y la sangre fría de las que había dado muestra en innumerables ocasiones.
Las noticias de la caída de Ichim, Omsk y Tomsk, sucesivamente, habían llegado a Irkutsk. Era preciso, pues, salvar de la ocupación, al precio que fuera, a la capital de la Siberia oriental.
No se podía confiar en recibir refuerzos inmediatos. Las escasas tropas diseminadas por las provincias del Amur y el gobierno de Irkutsk no podían llegar en suficiente número para detener a las columnas tártaras. Por lo tanto, era necesario poner la ciudad en condiciones de resistir un sitio de cierta duración.
Los trabajos comenzaron el día en que Tomsk cayó en manos de los invasores y, al mismo tiempo que recibía esta noticia, el Gran Duque supo que el Emir de Bukhara, junto con los khanatos aliados, dirigía personalmente el movimiento; pero lo que ignoraba era que el lugarteniente del cabecilla de aquellos bárbaros fuera Ivan Ogareff, un oficial ruso al que él mismo había degradado y al que no conocía personalmente.
Inmediatamente, tal como queda dicho, los habitantes de la provincia de Irkutsk, recibieron la orden de abandonar pueblos y ciudades. Los que no se refugiaron en la capital, tuvieron que trasladarse a la parte opuesta del lago Balkal, donde probablemente no llegarían los estragos de la invasión.
Fueron requisadas las cosechas de trigo y de forrajes, con destino al abastecimiento de la capital, y este último baluarte del poderío moscovita en el Extremo Oriente quedó en condiciones para resistir el asedio durante algún tiempo.
Irkutsk, fundada en 1611, está situada en la confluencia del Irkut y del Angara, sobre la orilla derecha de este río. Dos puentes de madera suspendidos sobre pilotes, dispuestos de forma que se abrían a toda la anchura del canal para facilitar las necesidades de la navegación, unen la ciudad con los suburbios que se levantan sobre la orilla izquierda.
Por este lado, la defensa era fácil. Los suburbios fueron desalojados por sus habitantes y los puentes destruidos. El paso del Angara, muy ancho en ese lugar, no hubiera sido posible bajo el fuego de los sitiados.
Pero el río podía ser franqueado más arriba y más abajo de la ciudad y, por consiguiente, Irkutsk corría el riesgo de ser atacada por la parte este, donde no se levanta ninguna muralla que la proteja.
Todos los brazos disponibles se ocuparon, noche y día, en los trabajos de fortificación. El Gran Duque se encontró con una población dedicada ardorosamente a esta tarea y que más tarde derrochó coraje en la defensa de la ciudad. Soldados, comerciantes, exiliados y campesinos, todos se entregaron a la tarea de salvación común, y ocho días antes de que los tártaros aparecieran sobre el Angara, quedaban levantadas unas murallas de tierra y cavada una fosa que fue inundada por las aguas del Angara, cruzándose entre la escarpa y la contraescarpa. La ciudad ya no podía ser conquistada por un simple golpe de mano, sino que era necesario atacarla y asediarla.
La tercera columna tártara, que había llegado remontando el valle del Yenisei, apareció frente a Irkutsk el 24 de septiembre, ocupando inmediatamente los suburbios abandonados, cuyas casas habían sido demolidas con el fin de que no dificultasen la acción de la artillería del Gran Duque que, por desgracia, era insuficiente.
Los tártaros se organizaron, pues, mientras esperaban la llegada de las otras dos columnas, mandadas por el Emir y sus aliados.
La reunión de los distintos cuerpos se operó el 25 de septiembre en el campamento del Angara, y todo el ejército, salvo las guarniciones dejadas en las principales ciudades conquistadas, se concentró bajo el mando de Féofar-Khan.
El paso del Angara fue considerado por Ivan Ogareff como impracticable, al menos frente a Irkutsk; pero una buena parte de las tropas atravesaron el río varias verstas más abajo, sobre puentes de barcas dispuestas al efecto. El Gran Duque no intentó siquiera oponerse, porque no hubiera conseguido otra cosa que entorpecer la operación, pero no impedirla, al no tener a su disposición artillería de campaña. Con mucho sentido de la prudencia, pues, quedó encerrado en el interior de Irkutsk.
Los tártaros ocuparon la orilla derecha del río; después se remontaron hacia la ciudad, incendiando a su paso la residencia veraniega del gobernador general, situada en unos bosques que dominan el curso del Angara desde lo alto de la margen. Los invasores fueron a tomar definitivamente sus posiciones para el asedio, después de haber rodeado completamente Irkutsk.
Ivan Ogareff, hábil ingeniero, era, ciertamente, capaz de dirigir las operaciones de un asedio regular; pero tenía escasez de medios materiales necesarios para operar con rapidez. Por eso había confiado sorprender Irkutsk, meta de todos sus esfuerzos.
Las cosas, como se ve, se le habían puesto de forma muy diferente a como contaba que se presentasen. Por una parte, la batalla de Tomsk había retrasado la marcha del ejército; por otra, la rapidez que el Gran Duque imprimió a los trabajos de defensa. Estas dos razones eran suficientes para hacer tambalear sus proyectos al encontrarse en la necesidad de plantear un asedio en toda regla.
Sin embargo, por inspiración suya, el Emir intentó por dos veces tomar la ciudad a costa de un gran sacrificio de hombres, lanzando en masa a sus soldados contra los puntos que consideraba más débiles de las fortificaciones improvisadas. Pero ambos asaltos fueron rechazados con coraje.
El Gran Duque y sus oficiales no dejaron de exponerse en esta ocasión, poniéndose a la cabeza de la población en las murallas, donde burgueses y campesinos cumplieron admirablemente con su deber.
En el segundo asalto los tártaros consiguieron forzar una de las puertas del recinto, teniendo lugar una lucha cuerpo a cuerpo en el comienzo de la gran calle Bolchaia, de dos verstas de longitud, que va a desembocar en la orilla del Angara; pero los cosacos, los gendarmes y los ciudadanos civiles, les opusieron tan tenaz resistencia, que los tártaros se vieron obligados a volver a sus posiciones y esperar otra oportunidad.
Fue entonces cuando Ivan Ogareff pensó lograr, apelando a la traición, lo que no había podido conseguir por la fuerza.
Se sabe que su proyecto era penetrar en la ciudad, llegar hasta el Gran Duque, captarse su confianza y, llegado el momento, abrir una de las puertas a los sitiadores. Una vez hecho esto, saciaría su venganza en el hermano del Zar.
La gitana Sangarra, que le había seguido hasta e campamento del Angara, le impulsó a que pusiera en ejecución su proyecto.
Efectivamente, decidió llevarlo a cabo sin retraso. Las tropas rusas del gobierno de Yakutsk marchaban ya sobre Irkutsk. Estas tropas estaban concentradas en el curso superior del río Lena, desde donde remontaban el valle del Angara. Antes de seis días habrían llegado a las puertas de la ciudad, por lo que antes de ese plazo, Irkutsk tenía que haber sido tomada a traición.
Ivan Ogareff ya no dudó.
La noche del 2 de octubre se celebró un consejo de guerra en el palacio del gobernador general, donde residía el Gran Duque.
Este palacio, levantado en un extremo de la calle Bolchala, domina el curso del río en un amplio sector de su recorrido. A través de las ventanas de la fachada principal, se percibía perfectamente todo el movimiento del campamento tártaro. Una artillería de mayor alcance que la de los tártaros hubiera hecho inhabitable este palacio.
El Gran Duque, el general Voranzoff, gobernador de la ciudad y el alcalde y jefe de los comerciantes, a los que se sumaba un cierto número de oficiales de alta graduación, acababan de adoptar diversas resoluciones.
—Señores —dijo el Gran Duque—, ustedes conocen exactamente nuestra situación. Abrigo la firme esperanza de que podremos mantenernos firmes hasta que lleguen las tropas de Yakutsk. Entonces rechazaremos perfectamente a las hordas tártaras y no seré yo quien impida que paguen cara la invasión del territorio moscovita.
—Vuestra Alteza sabe que puede contar con toda la población de Irkutsk —dijo el general Voranzoff.
—Sí, general —respondió el Gran Duque—, y rindo homenaje a su patriotismo. Gracias a Dios todavía no ha sido víctima de los horrores de la epidemia y el hambre y creo que conseguirá escapar; pero mientras tanto sólo puedo admirar su coraje en la defensa de las murallas. Recuerde bien mis palabras, señor alcalde, porque quiero que las transmita literalmente.
—Doy las gracias a Vuestra Alteza, en nombre de la ciudad —respondió el alcalde, continuando—. Me atrevo a preguntar a Vuestra Alteza qué plazo máximo de tiempo concede hasta la llegada de las tropas de socorro.
—Seis días como máximo, señores —respondió el Gran Duque—. Esta mañana ha conseguido entrar en la ciudad un hábil y valiente emisario y me ha comunicado que cincuenta mil rusos avanzan a marchas forzadas bajo las órdenes del general Kisselef. Hace dos días estaban en las orillas del Lena, en Kirensk, y ahora, ni el frío ni la nieve les impedirán llegar. Cincuenta mil hombres pertenecientes a tropas escogidas, atacando a los tártaros por el flanco, nos librarán pronto del asedio.
—Agregaré —dijo el alcalde— que el día en que Vuestra Alteza ordene una salida, estaremos preparados para ejecutar sus órdenes.
—Bien, señores. Esperemos a que la vanguardia de nuestras fuerzas aparezca por las alturas y aplastaremos a los invasores —dijo el Gran Duque, volviéndose después hacia el general Voranzoff, añadiendo—: Mañana visitaremos los trabajos de la orilla derecha. El Angara baja lleno de témpanos que no tardarán en cimentarse, en cuyo caso los tártaros puede que consiguieran pasar el río.
—Permitidme Vuestra Alteza que haga una observación —dijo el alcalde.
—Hacedla, señor.
—He visto más de una vez bajar la temperatura a treinta o cuarenta grados bajo cero y el Angara siempre ha arrastrado trozos de hielo, sin congelarse enteramente. Esto se debe, sin duda, a la rapidez de su curso. Si los tártaros no disponen de otros medios para franquear el río, yo puedo garantizar a Vuestra Alteza que ellos no entrarán así en Irkutsk.
El gobernador general confirmó las palabras de alcalde.
—Es una afortunada circunstancia —dijo el Gran Duque—. No obstante, estaremos preparados par, afrontar cualquier eventualidad.
Volviéndose entonces hacia el jefe de policía, le preguntó:
—¿No tiene usted nada que decirme, señor…?
—He de hacer llegar a Vuestra Alteza una súplica que se le dirige por mediación mía.
—¿Dirigida por…?
—Los exiliados, de los que, como Vuestra Alteza sabe, hay quinientos en la ciudad.
Los exiliados políticos, repartidos por toda la provincia, quedaban concentrados en Irkutsk desde el comienzo de la invasión. Obedeciendo la orden de refugiarse en la ciudad, abandonando los lugares donde ejercían diversas profesiones, unos de médicos, otros de profesores, bien en el Instituto, en la Escuela Japonesa o en la Escuela de Navegación. Desde el primer momento el Gran Duque, confiando como el Zar en su patriotismo, los había armado, encontrando en ellos unos valientes defensores.
—¿Qué piden los exiliados? —preguntó el Gran Duque.
—Piden la autorización de Vuestra Alteza para formar un cuerpo de elite, que sea situado a la cabeza de la primera salida —respondió el jefe de policía.
—Sí —dijo el Gran Duque, embargado por una emoción que no intentó disimular—. ¡Estos exilados son rusos y tienen derecho a luchar por su país!
—Creo poder afirmar —agregó el gobernador general— que Vuestra Alteza no tendrá mejores soldados.
—Pero necesitan un jefe. ¿Quién va a ser? —preguntó el Gran Duque.
—Les gustaría que Vuestra Alteza nombrase a uno de ellos que se ha distinguido en diversas ocasiones.
—¿Es ruso?
—Sí, de las provincias bálticas.
—¿Se llama…?
—Wassili Fedor.
Este exiliado era el padre de Nadia.
Como se sabe, Wassili Fedor ejercía en Irkutsk su profesión de médico. Era un hombre bondadoso e instruido, dotado de un gran valor y del más sincero patriotismo. Todo el tiempo que le dejaba libre su dedicación a los enfermos y heridos lo empleaba en organizar la resistencia. Fue él quien unió a sus compañeros de exilio en una acción común. Los exiliados, hasta entonces mezclados entre las filas de la población, se habían comportado de tal forma que llamaron la atención del Gran Duque. En varias salidas habían pagado con su sangre la deuda contraída con la santa Rusia.
¡Santa, en verdad, y amada por sus hijos!
Wassili Fedor se había portado heroicamente y su nombre había sido citado en varias ocasiones, pero nunca pidió gracias ni favores y cuando los exiliados de Irkutsk tuvieron el pensamiento de formar un cuerpo de elite, él mismo ignoraba que tuvieran la intención de elegirle su jefe.
Cuando el jefe de policía hubo pronunciado el nombre, el Gran Duque respondió que no le era desconocido.
—En efecto —dijo el general Voranzoff—, Wassili Fedor es un hombre con gran valor y coraje. Es muy grande la influencia que ejerce entre sus compañeros.
—¿Desde cuándo está en Irkutsk?
—Desde hace dos años.
—¿Y su conducta…?
—Su conducta —dijo el jefe de policía—, es la de un hombre sometido a las leyes especiales que lo rigen.
—General —dijo el Gran Duque—, ¿quiere presentármelo inmediatamente?
Las órdenes del Gran Duque fueron ejecutadas enseguida, y no había transcurrido ni media hora cuando Wassili Fedor era introducido en su presencia.
Era un hombre de unos cuarenta años a lo sumo, de fisonomía severa y triste. Se notaba en él que toda su vida se resumía en una palabra: lucha, y que había luchado y sufrido. Sus rasgos recordaban extraordinariamente los de Nadia Fedor.
A él, más que a ningún otro, la invasión tártara lo había herido en su más querido afecto y arruinado su suprema esperanza de padre, exiliado a ocho mil verstas de su ciudad natal.
Una carta le había llevado la noticia de la muerte de su esposa y, al mismo tiempo, la partida de su hija, que había obtenido autorización para reunirse con él en Irkutsk.
Nadia debía haber salido de Riga el 10 de julio y la invasión se produjo el 15. Si en esa época Nadia había pasado la frontera. ¿Qué podía haber sido de ella en medio de los invasores? Se concibe que este desgraciado padre estuviera devorado por la inquietud, ya que desde aquellas fechas no tenía ninguna noticia de su hija.