La pregunta es: ¿hacia dónde se inclina la balanza cuando se sopesan las retroacciones positivas y negativas? La respuesta es que nadie está absolutamente seguro. Los cálculos retrospectivos del calentamiento y el enfriamiento globales durante las glaciaciones en respuesta a las fluctuaciones de los gases invernadero proporcionarán la réplica adecuada. En otras palabras: la calibración de los modelos informáticos, forzando su coincidencia con datos históricos, dará cuenta automáticamente de los mecanismos de todas las retroacciones, conocidas e ignoradas, en la maquinaria del clima natural. Por otra parte, dado que la Tierra se ha visto empujada hacia regímenes climáticos desconocidos durante los últimos 200.000 años, podrían darse nuevas retroacciones de las que nada sabemos. Por ejemplo, hay mucho metano secuestrado en ciénagas (responsable de los fantasmales fuegos fatuos) que al calentarse la tierra podría comenzar a burbujear a ritmo creciente. Ese metano adicional elevaría aún más la temperatura del planeta, con lo que tendríamos otra retroacción positiva.
Wallace Broecker, de la Universidad de Columbia, ha señalado que el veloz calentamiento que se produjo hacia el 10.000 a. de C., justo antes de la invención de la agricultura, fue tan abrupto que implica una inestabilidad en el sistema acoplado océano-atmósfera; si el clima de la Tierra es empujado drásticamente en una u otra dirección, tras cruzarse un umbral se produce una especie de «bang» y todo el sistema se precipita hacia un nuevo estado estable. Broecker añade que quizá nos hallemos al borde de otra inestabilidad similar. Esta consideración sólo empeora las cosas, tal vez mucho más.
En cualquier caso, está muy claro que cuanto más rápido cambie el clima, más difícil será que los sistemas homeostáticos se adapten y estabilicen. Me pregunto si no será más probable que pasemos por alto las retroacciones indeseables antes que las alentadoras. Parece evidente que no somos lo bastante sabios para preverlo todo; creo que es improbable que nos salve la suma de todo aquello con lo que, por ignorancia, no contamos. Podría ser que sí, pero ¿apostaríamos la vida para averiguarlo?
El vigor y la importancia de las cuestiones ambientales se refleja en las reuniones de las sociedades científicas profesionales; por ejemplo, la Unión Geofísica Americana constituye la mayor organización mundial de especialistas en ciencias. Cuando en 1993 se reunió, como todos los años, una de las sesiones estuvo consagrada a revisar episodios de calentamiento anteriores en la historia del planeta, para tratar de averiguar cuáles podrían ser las consecuencias de una elevación global de la temperatura. Ya la primera ponencia advertía que «al ser tan rápida la tendencia futura de la elevación de temperatura, no existen analogías históricas del calentamiento por efecto invernadero en el siglo XXI». Otras cuatro sesiones de medio día se dedicaron a la merma del ozono y tres a la retroacción nubes-clima. Tres sesiones adicionales se reservaron a estudios más generales sobre los climas del pasado. J. D. Mahlman comenzó su intervención, diciendo: «El descubrimiento de las grandes pérdidas de ozono en la Antártida durante la década de los ochenta fue un acontecimiento que nadie había previsto.» Un documento del Centro Byrd de Investigaciones Polares, dependiente de la Universidad de Ohio, brindó pruebas de un reciente calentamiento planetario en comparación con las temperaturas de los últimos 500 años, obtenidas a partir de muestras de hielo de glaciares de China occidental y Perú.
Considerando lo contenciosa que es la comunidad científica, resulta notable que no se haya publicado un solo artículo que afirme que el adelgazamiento de la capa de ozono o el calentamiento global son quimeras o trapisondas, o que siempre hubo un agujero en la capa de ozono sobre la Antártida, o que el calentamiento global al doblarse el volumen de dióxido de carbono será considerablemente inferior a 1 °C. Son muy altas las recompensas para quienes demuestren que no existe merma de ozono o que el calentamiento global es insignificante. Hay muchas personas y empresas poderosas y ricas que se beneficiarían de una reputación en este sentido. Sin embargo, como indican los programas de las reuniones científicas, se trata, probablemente, de una esperanza vana.
Nuestra civilización técnica se está poniendo a sí misma en peligro. Por todo el mundo los combustibles fósiles degradan simultáneamente la salud del aparato respiratorio humano, la vida en bosques, lagos, litorales y océanos, y el clima del planeta. Es seguro que nadie pretendió causar semejante daño. Los responsables de la industria basada en combustibles fósiles trataban, sencillamente, de obtener un beneficio para sí y para sus accionistas, de ofrecer un producto que todos deseaban y de apoyar el poder militar y económico de las naciones a que pertenecían. El que no supieran lo que hacían, el que sus intenciones fuesen benignas, el que la mayoría de nosotros, habitantes del mundo desarrollado, nos hayamos beneficiado de nuestra civilización basada en combustibles fósiles, el que muchas naciones y generaciones contribuyeran a agravar el problema, son motivos para pensar que no es momento de echar las culpas a nadie. No nos metió en este apuro una sola nación, generación o industria, y no será una sola de ellas la que nos saque de él. Si queremos impedir que este peligro climático tenga efecto, deberemos trabajar juntos y por mucho tiempo. El principal obstáculo es, está claro, la inercia, la resistencia al cambio de las grandes entidades multinacionales industriales, económicas y políticas que dependen de los combustibles fósiles, cuando son éstos los que crean el problema. A medida que crece la conciencia de la gravedad del calentamiento global, en Estados Unidos parece menguar la voluntad política de hacer algo al respecto.
Evidentemente, no experimentará temor quien cree que nada puede sucederle [...]. Sienten miedo aquellos que juzgan probable que algo les pase [...]. Los hombres no piensan así cuando se encuentran o creen hallarse en la plenitud de la prosperidad, y en consecuencia se muestran insolentes, desdeñosos y temerarios [...]. [Pero si] conocen la angustia de la incertidumbre, tiene que haber alguna esperanza de salvación, por exigua que sea.
A
RISTÓTELES
(384-322 a. de C),
Retórica,
1382
b
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¿Q
UÉ HACER? DADO QUE EL DIÓXIDO DE CARBONO
que hemos lanzado a la atmósfera permanecerá allí durante décadas, por muchos que sean los esfuerzos en aras del autocontrol tecnológico, y aun cuando sea posible reducir a ritmo más acelerado la contribución de otros gases al calentamiento global, sólo las generaciones futuras se verán beneficiadas. Tenemos que distinguir entre las medidas a corto plazo y las soluciones a largo plazo, si bien se requieren ambas. Todo indica que debemos pasar tan velozmente como sea posible a una nueva economía energética mundial que no genere tantos gases de invernadero y otros contaminantes. Ahora bien, «tan velozmente como sea posible» significa, como mínimo, décadas, y mientras tanto hemos de aliviar el daño, cuidar de que la transición perjudique lo menos posible el tejido social y económico del mundo para evitar que baje el nivel de vida. Lo único que importa es si conseguiremos gobernar la crisis o si ésta nos gobernará a nosotros.
Según una encuesta Gallup de 1995, casi dos de cada tres norteamericanos se consideran defensores del medioambiente y otorgarían prioridad a la protección de éste sobre el desarrollo económico. La mayoría incluso aceptaría un aumento de los impuestos
si
estuviese encaminado a este fin. Aun así, puede suceder que todo esto sea imposible, que los intereses creados de la industria sean tan poderosos, y tan débil la resistencia del consumidor, que no se produzca ningún cambio significativo en la situación presente hasta que ya sea demasiado tarde, o que la transición hacia una civilización basada en combustibles no fósiles quebrante tanto la ya frágil economía mundial que provoque el caos económico. Hemos de escoger con cautela nuestro camino. Tenemos una tendencia natural a contemporizar: éste es un territorio desconocido, ¿no deberíamos, pues, proceder lentamente? Sin embargo, cuando echamos un vistazo a los mapas del cambio climático previsto comprendemos que no cabe contemporizar, que es una locura avanzar con demasiada lentitud.
Estados Unidos es el mayor emisor planetario de CO
2,
Le sigue en orden de importancia Rusia y otras repúblicas de la ex Unión Soviética. El tercero es el conjunto de los países en vías de desarrollo. Este hecho es muy importante. No se trata de un problema que afecte sólo a las naciones de tecnología avanzada; a través de la quema de rastrojos, del consumo de leña y otras prácticas, los países en vías de desarrollo contribuyen significativamente al calentamiento global. Por si esto fuera poco, ostentan la tasa más alta de crecimiento demográfico. Aunque nunca lleguen a alcanzar el nivel de vida del Japón, Australia y Occidente, esas naciones representarán una parte cada vez mayor del problema. En el orden de complicidad siguen Europa occidental, China y, tras ella, Japón, una de las naciones del planeta más eficientes en lo que al empleo de combustibles se refiere. Una vez más, y puesto que la causa del calentamiento global es planetaria, también ha de serlo cualquier solución que se adopte.
La escala del cambio necesario para abordar el meollo del problema es casi aterradora (sobre todo para los políticos interesados especialmente en hacer cosas que los beneficien durante sus mandatos). Si la acción requerida para mejorar las cosas pudiera concentrarse en programas de dos, cuatro o seis años, los políticos se mostrarían más dispuestos, porque entonces podrían sacar partido de ello a la hora de presentarse a la reelección. Pero los programas a 20, 40 o 60 años, cuyos beneficios se dejarán ver cuando esos políticos no sólo hayan dejado de ocupar sus cargos sino que estén muertos, resultan muy poco atractivos.
Tenemos que ser, por supuesto, cautelosos; debemos evitar precipitarnos como Creso para descubrir después de un enorme desembolso que hemos logrado algo innecesario, estúpido o peligroso. Pero más irresponsable todavía es hacer caso omiso de una catástrofe inminente y confiar de manera ingenua que el peligro se esfumará por sí solo. ¿No podemos encontrar una respuesta política a medio plazo que se adecué a la gravedad del problema sin arruinarnos en caso de que por alguna razón —una retroacción negativa
deus ex machi
na,
por ejemplo— hayamos sobreestimado esa gravedad?
Imaginemos que tenemos que levantar un puente o un rascacielos. Tales construcciones suelen hacerse de modo que sean capaces de resistir tensiones mucho mayores que las que probablemente tendrán que soportar. ¿Por qué? Pues porque las consecuencias del derrumbamiento de un puente o un rascacielos son tan graves que hay que tener una seguridad. Necesitamos garantías muy sólidas. Opino que es preciso adoptar el mismo enfoque para los problemas medioambientales locales, regionales y globales. Aquí, como ya he dicho, tropezamos con una gran resistencia, en parte porque se requiere un gran desembolso del Gobierno y la industria. Es por ello que asistiremos a crecientes tentativas de poner en tela de juicio el calentamiento global. Sin embargo, también hace falta dinero para apuntalar puentes y reforzar rascacielos; consideramos que eso forma parte del coste de construir a lo grande. A los arquitectos y constructores que escatiman gastos y no toman las debidas precauciones no se les considera capitalistas prudentes por no gastar dinero en contingencias improbables: se les considera delincuentes. Si hay leyes para garantizar que no se desplomen puentes y rascacielos, ¿no debería haber leyes y preceptos morales que afectasen a las cuestiones medioambientales, mucho más graves en potencia?
Quiero brindar ahora algunas sugerencias prácticas relacionadas con el cambio climático. Creo que representan el consenso de gran número de expertos, aunque, sin duda, no de todos. Constituyen sólo un comienzo, un intento de mitigar el problema, pero con un grado de seriedad apropiado. Dar marcha atrás y conseguir que el clima de la Tierra vuelva a ser el que era, por ejemplo, en la década de los sesenta resultará mucho más difícil. Las propuestas que ofrezco son también moderadas en otro aspecto: hay razones excelentes para llevarlas a cabo, al margen de la cuestión del calentamiento global.
Mediante una observación sistemática del Sol, la atmósfera, las nubes, las tierras y los océanos desde el espacio, aviones, barcos y observatorios terrestres, con una amplia gama de sistemas de detección, podríamos disminuir la incertidumbre actual, identificar posibles bucles retroactivos, observar pautas regionales de contaminación y sus efectos, apreciar el retroceso de los bosques y la expansión de los desiertos, vigilar los cambios en los casquetes polares, los glaciares y el nivel de los océanos, examinar la química de la capa de ozono, observar la difusión de los escombros volcánicos y sus consecuencias climáticas y escrutar las fluctuaciones de la cantidad de luz solar que llega a la Tierra. Nunca antes hemos dispuesto de instrumentos tan poderosos para estudiar y salvaguardar el medioambiente global. Aunque están a punto de entrar en liza naves espaciales de muchas naciones, el primero de tales instrumentos es el sistema robótico de observación terrestre de la NASA, incluido en la Misión al Planeta Tierra.
Cuando se añaden a la atmósfera gases invernadero, el clima de la Tierra no reacciona de forma instantánea, sino que, según parece, tarda aproximadamente un siglo en sentir dos tercios del impacto potencial. Así pues, aunque detuviéramos mañana mismo todas las emisiones de CO
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y otros gases, el efecto invernadero seguiría aumentando por lo menos hasta finales del siglo XXI. Esta es una poderosa razón para desconfiar de la actitud de esperar a ver qué pasa.
Durante la crisis petrolífera producida entre los años 1973 y 1979, elevamos los impuestos para reducir el consumo, fabricamos coches más pequeños y redujimos los límites de velocidad. Ahora que sobra petróleo hemos bajado los impuestos, estamos fabricando coches más grandes y hemos elevado los límites de velocidad. No hay ningún atisbo de planes a largo plazo.
Para evitar que siga aumentando el efecto invernadero, el mundo debe reducir en más de la mitad su dependencia de los combustibles fósiles. A corto plazo, mientras sigamos atados a ellos, cabe emplearlos de manera mucho más eficiente. Con sólo el 5 % de la población del planeta, Estados Unidos gasta casi el 25 % de la energía mundial. Los automóviles son responsables de casi una tercera parte de la producción de CO
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en Norteamérica. Nuestro vehículo emite al año un peso de CO
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superior al suyo propio. Está claro que arrojaremos menos dióxido de carbono a la atmósfera si podemos hacer más kilómetros por litro de gasolina.