Por suerte, pude controlar la marea de cólera que bramaba en mi pecho y retomé mi vuelta a la mesa. Solo dejé de mirarle cuando la gente lo impidió. Podría vengarme de eso, estaba segura.
Cuando llegué a la mesa, Eric me abordó dándome un beso y un abrazo. Mauro me observó de arriba abajo sonriente, y Alex me guiñó un ojo.
—¡Eres lo mejor que hay en esta discoteca, nena! —gritó Eric.
Le empujé, modesta.
—Parece que nunca has visto a una chica con un vestido. —Me senté al lado de Mauro.
Este me dio un beso en la mejilla.
—Estás impresionante. —Me llamó la atención su forma de hablarme. Se acercó aún más a mí—. No hagas caso a nada de lo que te haya dicho Cristianno —susurró en mi oído volviendo su atención a Erika, que ya parecía algo frustrada porque todo el protagonismo me lo llevara yo.
¿Qué quería decirme con aquello? ¿Qué me olvidara de lo que me había dicho la noche anterior? Ni hablar. No, al menos, hasta que me tomara la revancha.
Ahora sonaba Rihanna con «Rude boy». Eric tomó las manos de Luca y las comenzó a mover de un lado a otro. Sonreí.
—Me encanta cuando dice «Esta noche estoy caliente, te dejo ser el capitán» —canturreó Luca mirando de reojo a Eric y con cara de felicidad—. En general, me encanta Rihanna.
—A mí me gusta que Rihanna hable de sexo de esa manera tan desenfadada. —Reconocí esa voz; estaba demasiado cerca. Cristianno tomó asiento justo a mi lado mientras sus amigos cruzaban miradas cómplices—. Resulta tan… —Se acercó a mí creyendo que me alejaría— incitador. Además, al parecer le gusta hacerlo en la calle. ¿Tú qué opinas, Kathia?
No dejé de mirarle ni un momento mientras me pasaba la lengua por mis labios. Lo hipnoticé.
—¿De Rihanna o del sexo en la calle? —hablé bajo para mostrarle el poder de mis labios y mis ojos. Él no sabía dónde mirar.
Hasta que moví las piernas.
—Preferiría que contestaras a lo último. —Sonrió morboso.
—Creo que cuando se trata de hacerlo da igual el lugar y eso tú lo sabes bien, ¿no, Cristianno?
Ahora soltó una carcajada. Me removí en mi asiento al percibir su aroma tan cerca de mí.
—En fin, ¿por qué no bailamos un poco? —dijo Daniela rompiendo la tensión que se había producido. Me guiñó un ojo.
—De acuerdo —dijo Cristianno levantándose—. Dime, Kathia, ¿sabes bailar?
Comenzaba a fastidiarme que quisiera cabrearme con tanta insistencia. Pero no iba a darme por vencida.
—Depende del estilo.
—
Ragga
, por ejemplo. ¿Sabes lo que es?
Luca aplaudió entusiasmado y Mauro resopló mientras movía la cabeza de un lado al otro. Él sabía lo que se avecinaba, yo no.
—Me encanta ese estilo. Ojalá pudiera aprender a bailarlo —dijo Luca, con una voz un tanto nostálgica.
Erika se removió en su asiento y por fin participó en la conversación. Aunque lo hizo de una forma que nunca me hubiera esperado.
—No sabe bailar y menos
ragga
. Es demasiado complicado. —Se tiró en el sofá, cruzó los brazos y aguantó las miradas que Dani y yo le lanzamos, extrañadas. ¿Intentaba humillarme?
—Bah, tonterías —sentenció Cristianno. Se levantó del sofá y desapareció entre la gente.
Creí que por fin podría descansar de él, cuando de repente la música dejó de sonar y se oyó su voz en todo el local. La gente se volvió loca y rompió a aplaudir como si de su ídolo se tratara.
—Bien, quiero que hagáis un círculo en la pista de baile y que Kathia salga de su escondite y dé la cara. —Al escuchar mi nombre casi me desmayo—. Vamos, Kathia, ¿dónde estás? ¡Allí, por favor, enfocad allí! —clamó hasta que el foco me encontró.
Daniela quiso morir y los demás rompieron a reír. Erika no parecía que estuviera allí.
—Supongo que se le da de maravilla ese estilo de baile, ¿no? —quise saber.
Nadie respondió. Al menos, no con palabras. Todos asintieron a la vez.
—¡Oh, vamos, Kathia! ¡Joni, dale a Sean Paul toda la caña! —Bajó de la tarima y corrió hacia mí.
Definitivamente, mis venas dejaron de transportar sangre; toda se había congregado en mi rostro.
—¡Marchando «Press it» de Sean Paul! —aulló el DJ animando aún más el cotarro.
Cristianno me cogió del brazo y me arrastró a la pista de baile. Al menos, cien personas nos contemplaban.
—A ver cómo sales de esta, cariño —susurró, antes de que me deshiciera de sus brazos dándole un empujón.
—Pienso matarte en cuanto acabemos con esto.
—Espero ansioso.
Comenzó a mover la pelvis en cuanto la voz de Sean retumbó en todos los rincones de la discoteca. Efectivamente, era un experto en ese tipo de música. Se movía lento, suave, sexy. Excitaba a cualquiera. Le observé presuntuosa y esperé mi momento mientras me acercaba a él.
—No sabes con quién te la estás jugando, Cristianno —le murmuré, antes de comenzar a bailar el estilo de baile que mejor se me daba.
Al final terminaría dándole la razón a Daniela; en el fondo, éramos iguales.
Cristianno
De todas las cosas que podía esperar, aquella fue la más impensable. No solo bailaba como una experta, sino que lo hacía enviándome un mensaje: supera eso. Pero si esperaba fastidiarme no lo consiguió. Más bien logró todo lo contrario. Me provocó y mucho. Así que me crucé de brazos y observé (como el resto de las personas que nos rodeaban) cómo se contorneaba.
Se agachó y comenzó a mover las caderas mientras avanzaba hacia mí. Me miró desde abajo y fue subiendo lentamente haciendo círculos con las caderas y rozando mis piernas. No pareció importarle que pudiera vérsele la ropa interior. Solo quería molestarme y provocarme. Pegó sus caderas a mi pelvis y movió la cabeza dejando que su cabello cayera en mi rostro. Se giró y sus ojos quedaron a unos centímetros de mi cara. Una separación que no existía entre nuestros cuerpos; estábamos completamente pegados.
Manteniendo el ritmo, habló.
—Deberías mantener tu cuerpo algo más relajado —dijo frunciendo los labios.
Miré hacia abajo arqueando las cejas, y negué con la cabeza mientras chasqueaba la lengua. Volví a mirarla.
—Eso es imposible si tú estás cerca, cariño. —La cogí de las caderas y me pegué aún más a su cintura.
Comenzamos a bailar; pelvis con pelvis, rodilla con rodilla. Pero duró poco. Me empujó y se marchó dejando que la gente rompiera el círculo gritando y aplaudiendo.
Suspiré y sonreí antes de morderme el labio. Para ella, seguramente, era sencillo, pero yo tardaría unos minutos, por no decir horas, en recuperarme.
Kathia
Salimos de la discoteca hacia las dos de la madrugada. Cristianno había desaparecido desde que lo dejé en la pista de baile. Y Erika fingió encontrarse mal y se marchó en un abrir y cerrar de ojos, sin dejar siquiera que hablara. Aquella noche tendría que haber dormido en su casa, pero me dejó bien claro que volviera a la mía porque quería descansar y no le apetecía escucharme hablar de Cristianno. Que yo supiera, nunca había hablado de él. Al menos, no con ella.
Por suerte, Daniela me evitó tener un enfrentamiento con mis padres dejándome dormir en su casa.
Dani silbó para llamar la atención de un taxi que venía por la calle. El coche se detuvo enfrente y ella me miró.
—Lo siento, pero tenemos que ir en taxi.
Nos miramos durante unos segundos mientras yo rememoraba lo que me había sucedido el sábado anterior, hasta que soltamos una carcajada. Me agarró de un brazo y nos dispusimos a cruzar la calle cuando el Bugatti de Cristianno se detuvo a unos pocos centímetros de mis piernas.
A Daniela se le escapó un gritó intentando alejarme, pero me solté de sus brazos y contemplé el rostro risueño de Cristianno. Torció el gesto y me envió un beso.
Sonreí y respiré hondo cuando una idea se me pasó por la cabeza. Con todo el dolor de mi alma (por el coche, claro) clavé mi tacón en el faro delantero. Este estalló en mil pedazos dejando a Cristianno noqueado.
Salió del coche hecho una furia, se dirigió hacia mí, me cogió de los brazos y me estampó contra el capó. Mi espalda desnuda percibió el calor que manaba la chapa y maldije no haberme puesto el abrigo; ahora debía de estar en el suelo.
Cristianno se recostó sobre mi cuerpo después de empujar mis rodillas. Se acercó flexionando sus brazos lentamente, amenazante.
—Si buscabas tocarme los cojones, lo has conseguido —masculló sin perder el maravilloso brillo de sus ojos. No estaba tan enfadado como quería aparentar.
—Es la segunda vez que lo «percibo» esta noche. —No pude evitar sonreír.
Pero dejé de hacerlo en cuanto sentí cómo su cuerpo presionaba con más fuerza el mío, lentamente, despacio. Cristianno me desafió con la mirada. Esperaba que le empujara, pero hice todo lo contrario. Suavemente, separé las piernas.
—Podemos estar toda la noche así, si lo deseas.
—Sería demasiado para ti —refunfuñó.
Gané. Se separó, deslizando primero sus manos por mis caderas. Tiró de mi falda con delicadeza, ayudándome a que no se viera más de lo que tenía que verse. Me incorporé desafiante y recogí mi abrigo.
—¿Piensas pagarlo? —me preguntó.
—Espera sentado. —Eché un vistazo al faro antes de volver a mirarle—. Te veo mañana en la fiesta, ca-ri-ño —arrastré las palabras cerca de su mejilla.
—Cuento las horas —dijo con una mueca en su cara.
Volvió al Bugatti y salió de la calle derrapando.
Cristianno
Me desplomé en la cama sabiendo que la oscuridad de mi habitación me consumiría. El silencio de la madrugada lo invadió todo y dejó vía libre a mis pensamientos.
Su nombre retumbaba en mi cabeza como si alguien me lo estuviera susurrando al oído una y otra vez. Cerré los ojos, desesperado, pero entonces vi su imagen. Parecía dibujarse entre la bruma.
Tan delicada y atractiva. Tan pálida y sensual. Deseé tenerla delante de mí. No dejaría que hablara, únicamente le pediría que me dejara observarla hasta que me venciera el sueño. Y cuando despertara…
«¡¿Pero qué estoy pensando?! ¿Eres estúpido o qué? Es una niñata. No la soportas», me reproché.
No podía permitirme caer, no con ella. No podía… enamorarme.
Suspiré vencido por el sueño. Me quedaba poco tiempo de conciencia. Pronto mi mente sería la dueña de todo mi ser y ahí no tendría nada que hacer. Así que me dejé llevar, convencido de que Kathia sería la protagonista de mis sueños.
Mi padre golpeteaba su rodilla con los dedos. El aroma de su habano había impregnado toda la limusina y mi madre hacía todo lo posible por disimular lo mucho que le molestaba. Hasta que mi padre vio cómo su esposa arrugaba la nariz. Abrió el cenicero y apagó con decisión el puro mientras ahuyentaba la pequeña humareda que se había formado alrededor de su cabeza.
—Cornelio, ¿podrías abrir la ventana? —preguntó mi padre al chófer.
—Enseguida, señor.
La ventanilla comenzó a bajar lentamente y dejó entrar unas gotas de lluvia acompañadas de una brisa helada. No llovía demasiado, pero era suficiente para estropear la entrada triunfal que Adriano había planeado.
Adriano Bianchi había convocado a todos los medios de comunicación de la ciudad poniendo como excusa que se trataba de una fiesta benéfica. Asistía toda la aristocracia, así como los políticos importantes del país. Se suponía que la recaudación iría destinada a los más desfavorecidos: centros de acogida, albergues, hospitales, familias sin trabajo…
Pero, en realidad, era una enorme tapadera. No se haría ninguna obra benéfica, solo era una pretexto para conseguir escaños en su campaña política y así alejarse de Umberto Petrucci, su mayor contrincante en la batalla por la alcaldía de Roma. Simples artimañas políticas para tener el favor del pueblo. Y, si no lo lograba, siempre podía comprar los votos.
—¿Así está bien? —preguntó Cornelio.
—Perfecto, gracias —contestó mi padre, y enseguida cogió la mano de su esposa y añadió—: Disculpa, querida, no recordaba lo mucho que te incomodaba el aroma del cigarro.
Ella sonrió y se acercó para darle un beso en la mejilla. Desvié mi mirada hacia la calle y mis hermanos hicieron lo mismo.
—No pasa nada, mi amor —contestó mi madre.
Después de más de veinticinco años juntos, seguían igual de enamorados. Me preguntaba si yo lograría eso. Seguramente no, pero estaba orgulloso de que mis padres aún disfrutaran de su amor.
—¿Crees que la prensa se enterará? —preguntó Diego, controlando la tensión de sus piernas.
Él era el mayor de los tres; le seguía Valerio.
—Tranquilízate, hijo. Tenemos más de cien personas velando por la seguridad de nuestra «fiesta benéfica». Deja que hagan su trabajo —le cortó mi padre, con aquel tono de voz tan sarcástico y seguro.
—Estoy tranquilo, papá. Pero no creo que se lo traguen. ¡Por favor! Si así fuera, entrarían los medios. Sé que sospecharán —remarcó.
Diego tenía razón; si se descubría que Adriano Bianchi había organizado un evento que no existía, tendríamos problemas con su campaña y todo el proyecto se iría a la mierda. Porque lo que menos nos convenía era que Umberto Petrucci fuera alcalde.
—Diego, ¿es que no has aprendido nada, muchacho? —Mi padre se incorporó y yo me crucé de piernas mientras mordisqueaba mi nudillo. —¿Crees que dejaríamos que lo descubrieran? Tengo a tres comisarías vigilando la zona y a toda nuestra seguridad controlando el hotel. Necesitamos esos votos sea como sea y tú lo sabes. —Su voz subió ligeramente de tono—. Así que deja de importunar con tus estúpidos miedos de cobarde, ¿quieres?
—No soy un cobarde, papá. Es solo que… estoy algo nervioso. Son demasiados millones los que podrían perderse. Solo quiero que salga bien.
—Pues entonces comienza por relajarte, Diego —le dijo Valerio tocando su hombro—. Todo saldrá como lo planeamos el jueves en la mansión Carusso.
El coche se detuvo frente al hotel Belluci. Ese enorme edificio de cinco estrellas era propiedad de mis abuelos maternos. Así que, en total, contábamos con la seguridad de los Belluci más la que llevaban los más de veinte clanes familiares que allí se daban cita. Parecía suficiente.
—Hemos llegado, señor Gabbana.
En la entrada se agolpaban algunos periodistas equipados con sus cámaras y unos chubasqueros de plástico para evitar que el agua calara su ropa y enseres. La seguridad personal de mi padre se colocó junto a su puerta para evitar que se agolparan allí todos los fotógrafos.