Mirrorshades: Una antología cyberpunk (27 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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Rickenharp tragó con fuerza, mirándola. Mierda, ella era
su tipo.

Sólo que... sólo que ella llevaba un inhalador de mezcal azul. El signo de interrogación de su inhalador colgaba desde la sujeción de su oído derecho hasta justo debajo de la aleta derecha de la nariz. De vez en cuando bajaba la cabeza y esnifaba un poco del polvo azul.

Rickenharp tuvo que apartar la mirada, jurando en silencio.

Había escrito una canción titulada «Intentando seguir limpio».

El mezcal azul, o la sincocaína, o la heroína, o las anfetamorfinas o el XT2. Pero, fundamentalmente, le iba el mezcal azul. Y el mezcal azul era adictivo. Y era
taann bueeeno.

El mezcal azul, también llamado «azul jefe», destilado en la gelatinosa dulzura de Quaaludes, poseía los mejores efectos de la mescalina y la cocaína juntas. Pero a diferencia de la coca, no producía el mismo mono. Sólo que... sólo que si se dejaba de tomar tras un período de consumo regular, entonces el mundo se vaciaba de significado. De hecho, no producía síndrome de abstinencia. Lo que aparecía era una depresión muy intensa, una sensación de falta de sentido que parecía asentarse como el polvo y criar porquería en cada célula del cuerpo del consumidor. No era lo mismo que un mono de coca pero... pero la gente etiquetaba al mezcal azul como «un billete para el suicidio».

Podía hacerte sentir como un minero de carbón cuando la mina se derrumba, como si uno estuviera enterrado dentro de sí mismo.

Rickenharp había seguido la terapia pagada por sus padres; había quemado el dinero de su único gran éxito en azul jefe y narcóticos. Apenas había conseguido desengancharse. Y últimamente, antes de que su grupo se peleara, había comenzado a sentir de nuevo que merecía la pena vivir la vida.

Mientras veía a la chica con el inhalador pasar a su lado y usarlo, Rickenharp se sintió tocado, perdido, como si hubiera visto algo que le recordara a una amante perdida. El síndrome del ex consumidor. Dolor por la culpa de haber dejado plantada a su droga.

Y pudo imaginar el dulce picor de la sustancia en las aletas de la nariz, el suave y tenue sabor a fármaco en la parte posterior del paladar; o cuando uno se atiborraba, esa explosión de fluorescente confianza, confianza que se podía sentir somáticamente del mismo modo que se sienten los labios de una mujer en la polla; era el retroalimentado bucle autoerótico del mezcal azul. Imaginándolo, tuvo un vislumbre de la sensación, un tantalizador y febril fantasma. Podía saborearlo de memoria, olerlo, sentirlo... Viéndola
usarlo
le trajo de vuelta centenares de iridiscentes recuerdos. Y un casi irreprimible deseo. (Mientras una vocecita en el fondo de su cabeza intentaba avisarle: «Eh, recuerda que esa mierda te hace desear morir cuando no te queda más; recuerda que te hace sentirte demasiado seguro y aburrido; recuerda que devora tus órganos internos...», una débil vocecita... )

La chica lo estaba mirando. Un imitador guiño.

El la saludó con la mano.

La vocecita aumentó su volumen y le dijo: «Rickenharp, si vas con ella, si vas con ella, acabarás tomándolo».

Se dio la vuelta con un angustiado espasmo interior. Se fue, tropezando entre la oleada de sonidos y luces y gente monocroma, hacia los vestuarios. A por la guitarra y los cascos, y el más seguro mundo de los sonidos.

Rickenharp estaba escuchando un ejemplar de coleccionista, una cinta de la Velvet Underground de 1968. Estaba puesta en su audioestim. La canción era: «White Light / White Heat». Los guitarristas hacían cosas que hubieran obligado a decir al barón Frankenstein: «Hay cosas que no se crearon para que los hombres las conocieran». Ajustó el audioestim un poco más hacia dentro, para que las vibraciones hicieran temblar el hueso en torno a su oído, y haciendo así que los escalofríos se transmitieran atravesándolo en armonía con los acordes de la guitarra. Tomó un visorclip para acompañar a la música; un documental de pintores expresionistas. «Escuchar a la Velvet mientras se contempla a Edvard Munch. ¡Tío!»

Y entonces Julio clavó un dedo en su hombro.

—La felicidad es fugaz —murmuró Rickenharp, mientras echaba el visorclip hacia atrás. El visor parecía como esos espejos de observación sujetos a una banda que los doctores usaban antes, sólo que la pantalla que se bajaba a la altura de los ojos era cuadrada, como un retrovisor. Algunos de estos visores venían acompañados de una cámara clip para el ojo y un campoestim. El campoestim se llevaba en la espalda, pegado a la piel como si fuera un ligero corsé. La cámara elegía una imagen de la calle por donde uno caminaba y la dirigía al campoestim, el cual cosquilleaba en la espalda advirtiendo de cualquier obstáculo que viese la cámara. En alguna parte del cerebro se formaba una imagen esquemática de la calle por la que uno caminaba. Desarrollado para los ciegos en los ochenta, era usado ahora por los adictos al vídeo, que caminaban o conducían por las calles llevando visores, viendo la televisión, navegando así, por reflejos, usando el campoestim, pues sus ojos estaban bloqueados por los monitores, pero sin chocarse casi nunca con nadie.

Por eso tuvo que mirar a Julio con sus propios ojos.

—¿Qué quieres?

—'Ndiez —dijo Julio atropelladamente. Julio, el bajista tecnita. En diez. Tenían que salir en diez minutos.

José, Ponce, Julio, Murch: guitarra rítmica y coro, teclado, bajo, batería.

Rickenharp asintió y levantó la mano para colocar el visor en su sitio, pero Ponce le desconectó el equipo de visión. La imagen del visor se encogió como un paisaje desvaneciéndose por un túnel tras el tren y Rickenharp sintió como si su estómago se encogiera en su interior a la misma velocidad.

—Vale —dijo, volviéndole a mirar—. ¿Qué?

Estaban en el vestuario. Las paredes estaban negras de grafitos. Todos los vestuarios de los clubs de rock siempre estarán negros de grafitos. Siempre serán reconocibles por estar plagados de grafitos. Como la sencilla declaración de «Los parásitos mandan», la alegre petulancia de «Simbiosis 666 se aburrió de muerte aquí», el oblicuo existencialismo de «Los hermanos alcaloides te quieren, pero estarías mejor muerto» y enigmáticos como «SYNC 66 hace clic ahora». Parecían los diseños de un empapelado desparejado. Capas y más capas, formando un palimpsesto. La alucinatoria estilización de los trazos de los electrones disparados en el córtex visual.

Las paredes, en los pocos sitios donde eran visibles bajo los grafitos, eran una mampara gris. Apenas había sitio para el grupo de Rickenharp, sentado en círculo sobre sillas de cocina con los asientos rotos y una silla de despacho de tres patas. Amontonados entre las sillas estaban los instrumentos en sus estuches. Los bordes de los estuches estaban gastados, el falso cuero pelado y la mitad de los cierres rotos.

Rickenharp miró al grupo, en la dirección de las agujas del reloj, pasando de una cara a otra, escrutando sus expresiones: José a su izquierda, con una mirada maltrecha en sus ojos, las ojeras bajo sus párpados compositivamente armonizadas con su doble ristra de aretes, su pelo un hacha triple, la del centro roja, las otras dos azul y blanca, y un cristal ahumado en su anillo del índice izquierdo a juego, él lo sabía, con sus ojos de color ámbar ahumado. Se miraron el uno al otro un poco acusatoriamente. Existía entre ellos una irritación de amantes, aunque nunca lo habían sido. José estaba herido porque Rickenharp no quería cambiar; Rickenharp estaba anteponiendo sus propios gustos musicales a la supervivencia del grupo y Rickenharp estaba herido porque José quería transformarse en actor de cable minimono, una traición al espíritu ético del grupo, y porque en el fondo José quería sacrificar a Rickenharp, sustituirlo por un bailarín de cable. Ambos lo sabían, aunque nunca lo habían hablado. La mayor parte de lo que pasaba entre ellos era transmitido semióticamente con las estudiadas indirectas de una frialdad definitiva. Ahora José parecía traer malas noticias. Su cabeza estaba inclinada como si tuviera el cuello roto. Sus ojos no tenían brillo.

Ponce se había hecho minimono, al menos en su vestimenta, por lo que tuvieron una feroz, pelea al respecto. Ponce era más delgado y con cara de zorro, y ahora iba de gris barco de guerra, desde la cabeza hasta la punta de los dedos del pie, incluyendo el teñido en la piel. En la atmósfera llena de humo del club, algunas veces desaparecía por completo.

Llevaba lentillas plateadas. Miraba sus diez reflejos plateados, como de un túnel de los horrores, en sus uñas pintadas de espejo; abrumadoramente triste.

Julio, «síííí», parecía que Rickenharp le importaba una mierda, y quería el cambio. Desde luego sólo era fiel a Rickenharp hasta cierto punto. Pues también era un conformista. Quizás discutiría a favor de Rickenharp, pero al final se decidiría por el consenso. Julio tenía un brillante y rizado pelo portorriqueño, peinado en un ancho tupé sobre su cabeza. Tenía el rostro y las pestañas de mujer. Llevaba como pendiente una barrita plateada y vestía el clásico cuero negro del retro-rock, como Rickenharp. Jugueteó con la calavera de su anillo, devolviendo un bufido a su sonrisa y mirándola como si le preocupara enormemente que uno de los falsos rubíes de cristal que formaban sus ojos estuviera a punto de caerse.

Murch era una gorda babosa con un corte al rape. Era un batería mediocre, pero era un batería, una especie de músico al borde de la extinción.

—Murch es raro como un dodó —había dicho Rickenharp una vez—, y esto no es todo lo que él tiene en común con los dodós.

Murch llevaba gafas con montura de hueso y cristales oscuros, y siempre había una botella de Southern Confort sobre su rodilla. Southern Confort era parte de su vestimenta. Iba a juego con sus camperas de vaquero, o al menos así lo creía.

Murch miraba a Rickenharp con franco descontento. No tenía cabeza para fingir.

—Que te jodan, Murch —dijo Rickenharp.

—¿Eh? No he dicho nada.

—No hace falta. Puedo oler tus pensamientos. Hieden lo suficiente como para tumbar a cualquiera —Rickenharp se levantó y miró a los otros—. Sé lo que os pasa por la cabeza. Dadme una última actuación buena. Después tendréis lo que queréis.

La tensión levantó sus alas y desapareció.

Pero otro pájaro se asentó en la sala. Rickenharp lo vio con el ojo de la mente: era el pájaro del trueno. Hecho a medias con la pintura del pájaro del trueno de un tipi indio y a medias con las piezas cromadas de un pájaro T
[1]
. Cuando extendió sus alas, las plumas brillaron como pulidos parachoques. Tenía dos luces indicadoras en su pecho, y cuando el grupo recogió sus instrumentos para salir a escena, las luces indicadoras se encendieron.

Rickenharp llevaba su Stratocaster en un estuche negro. El estuche estaba vendado con cinta aislante y con desteñidas pegatinas medio despegadas. Pero la Strat estaba inmaculada. Era transparente, con sus líneas agresivamente curvadas como las de un deportivo.

Bajaron hacia el escenario por el corredor de ladrillos revocados. El corredor se estrechaba tras el primer giro, por lo que tenían que caminar de uno en uno, sosteniendo los instrumentos hacia delante. El espacio era algo precioso en Zona Libre.

El director de escena vio a Murch aparecer primero, y señaló al pinchadiscos que haría las mezclas y anunciaría a la banda a través del PA. A la vieja moda, como Rickenharp había pedido.

—Por favor, demos la bienvenida, a... ¡Rickenharp!

No hubo un rugido de respuesta de la multitud. Hubo unos pocos maullidos y un aplauso superficial.

«Bueno, tú, perra, ¡pelea conmigo!», pensó Rickenharp, esperando que el grupo ocupara sus posiciones. Iría al escenario en último lugar, después de que le hubieran preparado un espacio para él. Siempre era así. Rickenharp echó un vistazo desde el telón, para mirar más allá del resplandor de las luces, en la oscura sentina de la audiencia. Esto le venía bien, le daba una oportunidad de tomar aliento.

La banda ocupó sus lugares. Apretaron los afinadores automáticos, movieron los diales.

Rickenharp estaba placenteramente sorprendido de ver que el escenario estaba iluminado con suaves luces rojas, tal como él había pedido. Quizás el director de iluminación fuera uno de sus admiradores. Quizás la llave de la jaula se movería en la dirección adecuada abriendo la puerta y el pájaro T volaría.

Pudo oír a parte de la audiencia susurrando sobre Murch. Muchos de ellos no habían visto nunca antes a un batería excepto por la «salsa». Rickenharp captó un fragmento de jerga tecnita: «¿Queráconso? ¿Qué hará con eso», lo que significaba: ¿qué son esas cosas que está ajustando? Los tambores.

Rickenharp sacó la Strat de su estuche y se la colocó. Ajustó la banda. Apretó el afinador. No necesitaba conectarla; cuando caminara por el escenario, el campo de recepción de los amplificadores se dispararía, transmitiendo la señal de la Strat a la pila de Marshalls tras el batería. En cierto sentido era una pena la miniaturización de la electrónica, pues los amplificadores, aunque tan potentes como los altavoces y amplificadores del siglo XX, eran más pequeños, por lo que resultaban menos imponentes. La audiencia murmuraba también sobre los Marshalls. Muchos no habían visto amplificadores tan pasados de moda.

—¿Paqué son?

Murch miró a Rickenharp. Rickenharp asintió.

Durante un instante, Murch condujo un solo de 4 por 4. Luego el bajo lo recogió, extendiendo una capa de sonido, una suerte de apoyo lateral. Y los teclados extendieron las hojas de la eternidad.

Ahora ya podía entrar en escena. Era como si hubiera existido un abismo entre Rickenharp y el escenario, y el bajo, la batería y el teclado, tocando juntos, hubieran tendido un puente para que él lo salvara. Cruzó el puente hacia la calidez de las corrientes. Podía sentir el calor de los focos en su piel. Era como salir de una habitación con aire acondicionado al trópico. La música sufría deliciosamente en esa abundancia tropical. La luz blanca y pura del foco lo atrapó y se mantuvo con él, enfocando su guitarra, según sus instrucciones. «Bien, el chico de iluminación está de mi parte.»

Sintió como si pudiera percibir lo que la guitarra sentía, y la guitarra anhelaba ser tocada.

Sin saberlo conscientemente, Rickenharp se movía con la música, aunque no demasiado. No en la forma exigente de «mírame» que tienen algunos intérpretes. Esa es la forma para intentar
forzar
el entusiasmo de la audiencia, haciendo que cada movimiento parezca artificioso.

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