Mis rincones oscuros (47 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

BOOK: Mis rincones oscuros
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A menos que el agresor fuese detenido y encarcelado durante un período de tiempo prolongado, cabe suponer que continuase matando. Si no en este estado, en otros.

Carlos Avila

Consultor para la elaboración

de perfiles criminológicos

Avila creía que nos hallábamos ante un asesino en serie. En su opinión mi madre había consentido en follar con el Hombre Moreno. Lo decía con ligeros rodeos:

«Parece que la víctima había aceptado mantener relaciones sexuales…»

«Fueran cuales fueren las circunstancias que provocaron la furia del agresor, se produjeron después de la que la víctima se introdujera otra vez el tampón.»

Bill y yo discutimos acerca del informe en general y sobre el aspecto concreto de si había habido sexo consentido o violación. Estuvimos de acuerdo en el enfoque de Avila sobre el perfil psicológico del asesino. Bill coincidía con su conclusión de que se trataba de un asesino en serie. Yo discutí tal extremo. Sólo acepté un punto: que mi madre tal vez hubiese sido la primera víctima de la cadena de muertes de un asesino en serie. Carlos Avila era un criminólogo experto y reconocido. Yo, no. Desconfiaba de su conclusión porque se basaba en un conocimiento acumulado de casos criminales parecidos y de sus fundamentos patológicos comunes. Desconfiaba de las rigideces lógicas y del conocimiento acotado que lo llevaba a sacar determinadas conclusiones. La conclusión subvertía la, para mí, ley fundamental del asesinato, según la cual la pasión criminal derivaba de temores reprimidos durante largo tiempo y devueltos momentáneamente a la consciencia por la alquimia única del asesino y la víctima. Dos estados inconscientes encajan y crean un punto de fusión que explica los hechos. El asesino lo sabe. El asesino sigue adelante: «Sentía que era lo que tenía que hacer.» La víctima proporciona el conocimiento. Las víctimas femeninas son como semáforos que emiten señales de carácter sexual. Ahí está el esmalte de uñas desconchado. Y qué sórdido se vuelve hacer el amor dos segundos después de que uno se ha corrido. El semáforo sexual es un subtexto misógino. Todos los hombres odian a las mujeres por razones probadas que comparten entre ellos mediante chistes y bromas. Ahora, uno lo sabe. Sabe que la mitad del mundo perdonará lo que se dispone a hacer. Observa las bolsas bajo los ojos de la pelirroja. Observa las arrugas. La mujer está poniéndose otra vez ese tapacoños. Está manchándote de sangre la funda del asiento… El la mató esa noche. No podría haber matado a ninguna otra mujer. No buscaba ninguna mujer a la que matar, esa noche. Y ella no podría haber impulsado a ningún otro hombre a tal punto de fusión que explicase los hechos. La alquimia entre ambos era vinculante y mutuamente exclusiva.

Bill lo consideró violación. Yo, también. Bill dijo que debíamos permanecer atentos. Yo acepté la teoría del asesino en serie, por el momento. Pregunté a Bill si podíamos acceder a archivos estatales o federales y catalogar los asesinatos por estrangulamiento hasta la época que nos interesaba. Bill respondió que la mayor parte de los archivos no estaban computerizados y que muchos de ellos, cumplimentados a mano, ya habían sido destruidos. No había manera de acceder a la información de forma sistemática. El gran ordenador del FBI no almacenaba datos tan antiguos. Nuestra mejor alternativa seguía siendo la publicidad. El artículo en
L.A. Weekly
salía a mediados de febrero.
Day One
se emitiría en abril. Quizás algún antiguo poli leyese el reportaje o mirase el programa y nos telefoneara para decirnos que recordaba un caso en que…

Dejamos a un lado el perfil psicológico. Rastreamos otros nombres.

Encontramos a un anciano médico que tenía su consulta cerca del Desert Inn. El hombre nos sugirió que habláramos con Harry Bullard, el propietario del Coconino. También mencionó a los hermanos Pitkin, que tenían un par de estaciones de servicio cerca de Five Points.

Encontramos a los hermanos. No nos dieron ningún nombre. Y nos dijeron que Harry Bullard había muerto.

Queríamos desatar una avalancha de nombres. Estábamos hambrientos de nombres y fanáticamente dispuestos a conseguirlos. La investigación duraba ya tres meses y medio.

Helen vino por Navidad. Pasamos la Nochebuena con Bill y con Anne Stoner. Bill y yo tratamos el caso junto al árbol iluminado. No presté atención a los chismorreos de las vacaciones. Helen conocía el caso perfectamente. Durante más de tres meses habíamos hablado de él cada noche. Ella me había enviado a perseguir un fantasma pelirrojo. No trataba al fantasma como si se tratase de una rival o de una amenaza. Seguía su evolución a través de mis pensamientos y discutía la teoría y la reconstrucción del asesinato con la misma precisión que Bill y yo. Helen era la abogada y la destructora de Geneva. Me advertía que no la juzgase ni idealizara. Se burlaba de los apetitos de Geneva, la comparaba con políticos del momento y se ganaba algunas merecidas risas. Bill Clinton dejaba a Hillary por Geneva y fastidiaba las elecciones del 96. Hillary se trasladaba a El Monte y empezaba a follar con Jim Boss Bennett. Chelsea Clinton ligaba clientes detrás del Desert Inn. El Hombre Moreno era un pez gordo del movimiento antiabortista. La Rubia tenía un hijo extraconyugal de Newt Gingrich.

Bill pasó una semana con su familia. Yo pasé una semana con Helen. Dejamos el caso en suspenso, temporalmente. Me entró el síndrome de ausencia de asesinatos. Hablé con el jefe de la Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff y me dejó participar activamente en algunos operativos.

Llevaba un busca. Me llamaron y me condujeron a las escenas de un par de crímenes. Me encontré con dos asesinatos cometidos por bandas callejeras. Vi manchas de sangre y agujeros de bala y familias dolientes. Tuve ganas de escribir un ensayo para una revista. Quería confrontar aquel nuevo horror mecanicista con mi antiguo horror sexual. Las ideas no cristalizaron. Las dos víctimas eran varones.

Observé los restos de masa encefálica esparcidos en el suelo y vi a mi madre en King's Row. Vi al hermano de uno de los pandilleros muertos y vi a mi padre tranquilo y satisfecho en la comisaría de El Monte. La vieja Brigada de Homicidios de la Oficina del Sheriff constaba de catorce hombres. La actual era una división completa. En 1958 se habían contabilizado cuarenta y tres homicidios en el condado de Los Ángeles. El último año, la cifra había ascendido a quinientos. Los miembros de la Brigada de Homicidios se llamaban a sí mismos los Bulldogs. Sus oficinas parecían una auténtica perrera llena de bulldogs. En todas había insignias y adornos que lo atestiguaban. El lugar estaba a rebosar de papeles y documentos con los emblemas de los Bulldogs estampados en ellos. En la pared del fondo una gran placa recordaba, por sus nombres, a todos los detectives que habían trabajado en la Brigada.

Los nuevos Bulldogs eran de ambos sexos y de todas las razas. Estaban contra el asesinato sofisticado, contra la responsabilidad pública, contra la polarización racial, contra la superpoblación y contra una jurisdicción decadente. Los antiguos Bulldogs eran hombres, eran blancos y tenían botellas de licor en los escritorios. Las cosas les eran favorables. Se enfrentaban al asesinato vulgar en una sociedad estratificada y segregada. Todo el mundo los respetaba o temía. Podían emplear métodos coactivos impunemente. Podían mantener un esquema mental con dos mundos separados sin temor a que se superpusieran. Podían ocuparse de asesinatos en los barrios negros o de muertes violentas de inmigrantes ilegales en El Monte y volver a la seguridad de sus casas, donde guardaban a sus familias. Eran hombres brillantes, impulsivos y susceptibles a las tentaciones placenteras de su oficio. No eran pensadores prescientes ni futuristas desnutridos. No podían predecir que un día su mundo seguro sería engullido por su mundo profesional. En 1958, los Bulldogs eran catorce. Ahora su número ascendía a ciento cuarenta. El incremento de componentes indicaba que no había dónde ocultarse. La reducida cifra de entonces contextualizaba el horror que yo sentía en esa época. Implicaba que mi antiguo horror aún ejercía cierta influencia. Mi antiguo horror vivía en recuerdos previos a la técnica. La Rubia se lo había contado a alguien. Los chismorreos de taberna aún flotaban en el ambiente. Los recuerdos significaban nombres.

Las vacaciones terminaron. Helen se fue a casa. Bill y yo volvimos al trabajo.

El jefe Clayton nos proporcionó algunos nombres. El director del museo de El Monte, también. Los buscamos. No aparecían por ninguna parte. Visitamos los dos bares de El Monte que se mantenían abiertos desde 1958. Por entonces eran tugurios de blancos pobres y racistas. Con los años, se habían convertido en tugurios de hispanos. Habían cambiado de mano una docena de veces. Intentamos seguir el rastro de los propietarios hasta 1958, pero nos encontramos con registros y documentos perdidos, con nombres perdidos de los que nadie sabía nada.

Seguimos el rastro de los nombres por el valle de San Gabriel. La gente se trasladaba al valle y rara vez lo abandonaba para instalarse en otra parte. A veces se marchaban a poblaciones pestilentes, como Colton o Fontana. Siempre era yo quien conducía. Bill se había jubilado por pasar demasiado tiempo en la carretera. Ahora yo lo «desjubilaba», lo que significaba que debía hacer de chófer y soportar sus insultos por mi impericia al volante.

Hablábamos. Le dábamos vueltas a nuestro caso hasta abarcar el mundo del delito en su totalidad. Recorrimos autovías y caminos secundarios. Bill señaló lugares ideales para arrojar un cadáver y me contó anécdotas de su oficio. Yo le hablé de mis patéticas hazañas delictivas. Él describió sus años de patrulla con fervor picaresco. Los dos adorábamos la sobrecarga de testosterona. A los dos nos encantaban los cuentos de energía masculina sublimada. Ambos veíamos el mundo a través de ella. Los dos sabíamos que aquello había matado a mi madre. Bill vio la muerte de mi madre en todo su contexto, y eso le valió mi estimación.

Todo el mes de enero llovió sin parar. Teníamos que esperar pacientemente en las horas punta y cuando topábamos con una carretera inundada. Estuvimos en el Pacific Dining Car y tomamos grandes bistecs para cenar. Charlamos. Empecé a darme cuenta de lo mucho que ambos detestábamos la pereza y el desorden. Yo había vivido en ellos durante veinte años seguidos. Bill lo había vivido no hacía mucho tiempo, como policía en activo. La pereza y el desorden pueden ser sensuales y seductores. Los dos lo sabíamos. Comprendíamos el tirón que producían. Tenía que ver con la testosterona. Uno debía controlarse, hacerse valer. Si se perdía el control, el tirón lo obligaba a capitular y a rendirse. El placer barato era una tentación condenable. La bebida, la droga y el sexo sin orden ni concierto proporcionaban una versión barata del poder al que uno se proponía renunciar. Destruían la voluntad de llevar una vida decente. Promovían el delito. Destruían los contratos sociales. La dinámica tiempo perdido / tiempo recuperado me lo enseñó. Los estudiosos atribuían la delincuencia a la pobreza y el racismo. Tenían razón. Vi el crimen como una plaga moral concurrente cuyo origen era absolutamente empático. El delito era energía masculina mal dirigida, un anhelo absoluto de rendición extática, un anhelo romántico fracasado. El delito era la pereza y el desorden del descuido personal a escala epidémica. El libre albedrío existía. Los seres humanos eran mejores que las ratas en sus reacciones a los estímulos. El mundo era un lugar jodido. Todos éramos responsables, en cualquier caso.

Yo lo sabía. Bill, también. Él templaba su conocimiento con un sentido de la caridad mayor que el mío. Yo me juzgaba con dureza y traspasaba a otra gente los niveles de exigencia para conmigo mismo. Bill creía en la moderación más que yo. Y quería que hiciese extensivo a mi madre cierto sentido de tal moderación.

Bill consideraba que yo era demasiado duro con ella. Le gustaba mi sinceridad de colega y le desagradaba mi falta de sentimentalismo materno filial. Comenté que estaba tratando de mantener a raya su presencia. Desarrollaba un diálogo con ella. Básicamente, un diálogo interno. Mi actitud externa era de permanente crítica y de valoración falsamente objetiva. Ella cobraba plena fuerza dentro de mí. Me hostigaba y me tentaba. Me puse una bata blanca y me dirigí a ella públicamente, haciéndome pasar por médico. Formulé comentarios desconsiderados para provocar respuestas francas. Mantuvimos una relación clandestina. Éramos como amantes ilícitos que vivían en dos mundos.

Sabía que Bill estaba enamorándose de ella. Y no era una cana al aire como la que había echado con Phyllis
Bunny
Krauch, sino una fantasía de resurrección. Tampoco era un juego, como su deseo de ver a Tracy Stewart y a Karen Reilly exhumadas, más allá de su condición de víctimas. Estaba interesándose por los espacios en blanco de la pelirroja. Con el mismo interés que sentía por encontrar al asesino, Bill deseaba resolver los misterios del carácter de la víctima.

Hablábamos. Perseguíamos nombres. Nos desviamos por tangentes antropológicas. Nos detuvimos en el aparcamiento del otro lado de la calle, frente al Desert Inn. Anotamos algunos nombres y seguimos el rastro de los diversos propietarios hasta remontarnos a 1958. El hijo del antiguo dueño, que tenía un concesionario Toyota, nos proporcionó cuatro nombres. La pista de dos de ellos nos condujo al depósito de cadáveres y la de los otros dos a sendos establecimientos de coches usados, en Azusa y Covina. Bill tuvo el presentimiento de que el Hombre Moreno era un vendedor de coches. Seguimos aquel presentimiento durante diez días seguidos. Hablamos con un montón de antiguos vendedores. Todos estaban fosilizados.

Ninguno de ellos recordaba el caso que nos interesaba. Ninguno se acordaba del Desert Inn. Ninguno había asomado jamás la nariz por el Stan's Drive-In. No eran de fiar. Casi todos tenían pinta de auténticos desgraciados. Negaban haber frecuentado los bares de El Monte.

Hablábamos. Perseguíamos nombres. Rara vez nos salimos del valle de San Gabriel. Cada nueva pista, cada nueva sugerencia, nos conducía de vuelta allí. Me aprendí de memoria todas las rutas por autovía desde Duarte a Rosemead, a Covina y al norte, hasta Glendora, así como las entradas y salidas de El Monte. Siempre pasábamos por El Monte. Era la ruta más corta hacia las autovías 10 Este y 605 Sur. Aquella población se nos hizo muy familiar. El Desert Inn se había convertido en Valenzuela's. La comida era mala; los camareros, incompetentes. Era una sentina con una banda de mariachis. La repetición me hizo aborrecer aquel tugurio. Perdió su encanto y su factor sorpresa. Dejó de existir para servirme de fondo en mis citas mentales con mi madre. En El Monte ya sólo quedaba un campo de fuerza magnético: King's Row por la noche.

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