Mis rincones oscuros (50 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

BOOK: Mis rincones oscuros
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La nueva investigación sobre Jean Ellroy cumplía ya diez meses.

25

Papá Beckett parecía un Papá Noel. En 1981 era un tipo dominante y de malas pulgas. Con el paso de los años se había convertido en un abuelete de barba cana. Sufría del corazón y se había hecho cristiano renacido.

Se encargaba de su caso el juzgado 107 del Tribunal Supremo del condado de Los Ángeles, presidido por el magistrado Michael Cowles. Un abogado llamado Dale Rubin representaba a papá Beckett. La sala de la audiencia estaba forrada en madera y agradablemente climatizada. Tenía una buena acústica, pero los bancos destinados al público eran duros e incómodos.

Cuatro plantas más abajo juzgaban a O.J. Simpson. El vestíbulo permanecía abarrotado todos los días, desde las ocho de la mañana hasta la hora de cerrar. Estábamos en la décima planta del edificio. El ascensor siempre iba repleto, tanto si subía como si bajaba. El edificio de los Juzgados de lo Criminal era un centro de entretenimiento con múltiples salas. En una tenía lugar la atracción principal, y en las otras espectáculos secundarios. Equipos de los medios de comunicación, manifestantes y vendedores de camisetas rodeaban el edificio. Los manifestantes a favor de O.J. eran negros. Los piquetes contrarios a O.J. estaban formados por blancos. Los de las camisetas eran birraciales. El aparcamiento estaba lleno de unidades móviles de televisión y de viseras reflectoras sostenidas sobre soportes. No había clases y mucha gente llevaba consigo a sus hijos.

El juicio de Beckett resultó un fracaso de taquilla. Al diablo con papá Beckett. Era un hombre de pocos recursos, un pobre tonto con un acordeón y una manta raída. La sala principal quedaba cuatro plantas más abajo. O.J. Simpson era el objeto de la atención de los medios de comunicación al completo. Al diablo con Tracy Stewart. Nicole Simpson tenía las tetas más grandes.

Papá Beckett se sentaba junto a Dale Rubin. Bill Stoner, junto a Dale Davidson. El jurado estaba situado a lo largo de la pared de la derecha y presenciaba la acción de lado. El juez, desde su estrado, lo hacía directamente de frente. Yo ocupaba un rincón junto a la pared del fondo.

Me sentaba allí todos los días. Unos bancos más adelante estaban los padres de Tracy Stewart. En ningún momento cruzamos una sola palabra.

Charlie Guenther acudió en avión para asistir al juicio. Gary White hizo lo propio desde Aspen. Bill no se apartó de los Stewart. Quería acompañarlos durante el juicio y ayudarlos a recuperar los restos de su hija. Papá Beckett dijo que recordaba el lugar donde había arrojado el cuerpo. Había dicho a los agentes de Fort Lauderdale que enviaría a los Stewart una nota anónima revelándoselo, pero aún no lo había hecho, seguramente porque no le habría reportado beneficio económico alguno y en el aspecto legal podía volverse en su contra. Los Stewart querían enterrar a su hija. Sabían, probablemente, que el concepto mismo de «caso cerrado» era una tontería. Su hija se había desvanecido un mal día. Tal vez quisieran celebrar una ceremonia y marcar su vida con un puñado de tierra y una lápida.

Bill opinaba que los padres de Tracy nunca recuperarían los restos. El rayo de esperanza que él veía era un engaño. Según sus propias declaraciones, Robbie Beckett había llevado a la muchacha al sur y había dejado el cuerpo cerca de una valla. Nadie había dado con él, aunque ya era hora de que lo hicieran. Quizás alguien lo hubiese encontrado sin informar de ello. Quizás estuviese enterrado bajo otro nombre. Unos días después del asesinato, papá Beckett le dijo a Robbie que vaciara por completo el interior de la camioneta. Se trataba de un acto irracional que contradecía implícitamente el relato de lo sucedido hecho por Robbie. Habían golpeado a Tracy con una cachiporra. Y papá Beckett la había estrangulado. El estropicio que habían organizado era mínimo.

El cuerpo debería haber sido localizado.

Era posible que hubiesen descuartizado a Tracy en la furgoneta y luego arrojado las partes en diferentes lugares.

Bill opinaba que nunca lo sabrían con seguridad. Robbie mantendría su declaración. Papá Beckett no enviaría aquella nota. Lo de «caso cerrado» era, en efecto, una tontería. Papá Beckett sería condenado por el jurado, pero el juez no le impondría la pena de muerte. Necesitaban un cuerpo. Necesitaban demostrar que papá Beckett había violado a Tracy, tal como había declarado Robbie, pero la palabra de éste no era prueba suficiente. Robbie aseguró que él no había violado a Tracy. Bill no le creyó.

Charlie Guenther prestó declaración. Describió el caso de la desaparición de Tracy Stewart. Describió el trabajo de Gary White para el Departamento de Policía de Aspen. Consultó un cuaderno de notas y enumeró metódicamente las fechas y lugares que mencionaba. Papá Beckett observaba. Dale Rubin protestó de algunas fechas y lugares. Guenther revisó sus anotaciones y las confirmó. Papá Beckett siguió observando. Vestía camiseta deportiva de manga larga y pantalones holgados. Las sandalias casaban con sus canas y sus gafas. Sus compañeros de celda probablemente lo llamasen «papi».

Gloria Stewart subió al estrado para declarar. Describió la vida de Tracy y los sucesos previos a su desaparición. Tracy era una chica tímida y miedosa. Había tenido problemas en el instituto y había dejado los estudios. Rara vez tenía citas. Tracy hacía recados y atendía el teléfono cuando no estaban sus padres. Pasaba muchísimo tiempo en casa.

Dale Davidson se mostró amable. Formuló sus preguntas con tono respetuoso. Dale Rubin interrogó a la testigo. Dio a entender que Tracy vivía enclaustrada y llevaba, en general, una existencia neurótica. Rubin terminó algo nervioso y poco convencido de su propio argumento. Observé a los miembros del jurado y me introduje en sus mentes. Supe que consideraban desmedidas las insinuaciones del abogado. Tracy había sido asesinada. Su vida hogareña carecía de importancia.

Davidson era amable. Rubin, casi educado. Gloria Stewart se mostró como una fiera.

Tembló. Sollozó. Miró a papá Beckett. Lloró, tosió y balbuceó. Su testimonio decía que el caso no estaba cerrado. El odio que sentía llenó la sala. Había asistido al juicio de Robbie y había presenciado cómo era condenado. Fue un fugaz momento de respiro en su odio. Esta vez, tenía otro de esos momentos. Todo aquello no era nada en comparación con la fuerza conjunta del odio que mantenía a diario.

Cuando dejó el estrado de los testigos, pasó junto a la mesa de la defensa y miró detenidamente a papá Beckett. Con un estremecimiento, siguió hasta su banco y tomó asiento. Su marido le pasó un brazo por los hombros.

Yo nunca había experimentado aquella clase de odio. Nunca había tenido un objetivo de carne y hueso.

El juicio de Beckett continuó. Cuatro plantas más abajo, también continuaba el de Simpson. Me cruzaba con Johnnie Cochran cada día. Era un hombrecillo perfectamente pulcro y atildado. Vestía mejor que Dale Davidson y que Dale Rubin.

Sharon Hatch compareció para testificar. En 1981 era la querida de papá Beckett, y dijo que lo había abandonado. Papá Beckett se puso furioso al oírla. La amenazó e hizo otro tanto con sus hijos. Sharon miró a Dale Davidson. Papá Beckett miró a Sharon. Sharon dijo que papá Beckett nunca le había pegado ni amenazado hasta el momento de abandonarlo. Seguí la lógica de Davidson. Estaba planteando el estado mental de papá Beckett antes y después de la ruptura. Antes, estaba tranquilo; después, se le habían cruzado los cables. Yo desconfiaba de aquella línea argumental. Contenía la insinuación, dirigida contra una mujer inocente, de que en lo sucedido existía una relación causa efecto. Tal línea argumental podía golpear a los varones del jurado en los huevos e inducirlos a tratar con conmiseración a papá Beckett. Una golfa carente de sentimientos había jodido al pobre viejo. Observé a Sharon Hatch. Intenté descifrar sus pensamientos. Parecía pasablemente despierta. Tal vez supiese que papá Beckett ya estaba chiflado mucho antes de que rompiese con él. El tipo era un matón que se dedicaba a cobrar préstamos, un fetichista de las armaduras cuya galantería con las mujeres constituía un síntoma del odio que le inspiraban, un psicópata sexual en estado de hibernación. En su fuero interno sabía que deseaba violar y matar mujeres. La ruptura le había proporcionado una excusa. Esta se basaba en una combinación de una parte de rabia y dos de autocompasión. Y no podía fijarse como fecha de inicio de su odio hacia todo el género femenino el día en que Sharon Hatch le había dicho: «Piérdete, encanto.» Papá Beckett ya se dirigía al punto culminante de su explicación. Era como el Hombre Moreno de la primavera del 58. Sentí un leve asomo de comprensión hacia el Hombre Moreno. Y sentí una gran descarga de odio hacia papá Beckett. Mi madre tenía cuarenta y tres años y un humor cáustico. Sabía poner en su sitio a los hombres débiles. Tracy Stewart estaba absolutamente indefensa. Papá Beckett la había atrapado en su dormitorio, donde la muchacha era como un cordero en el matadero.

Dale Davidson y Sharon Hatch formaron un buen equipo. Entre los dos describieron a papá Beckett como una mecha deshilachada a punto de arder. Dale Rubin planteó ciertas objeciones. El juez Cowles aceptó algunas y denegó otras. Las protestas se referían a aspectos legales y apenas presté atención. Yo volvía a estar en South Bay, en 1981, a medio paso de esa noche de hacía veintitrés años.

El juez anunció un descanso. Papá Beckett se encaminó hacia el calabozo contiguo a la sala de juicios. Dos policías de paisano entraron con Robbie, que venía esposado y con grilletes en los tobillos. Vestía ropa carcelaria. Los agentes lo instalaron en el asiento de los testigos y le quitaron las esposas y los grilletes. Robbie vio a Bill Stoner y a Dale Davidson y les hizo un gesto con la mano. Los dos hombres se acercaron a él, mientras todos los asistentes empezaban a sonreír y a charlar.

Robbie era duro de pelar. Alto y macizo, su índice de grasas en el cuerpo no debía de superar el 0,05 por 100. Lucía bigote poblado y larga cabellera color castaño. Parecía capaz de alzar ciento cincuenta kilos y de correr cien metros en menos de diez segundos.

Se reemprendió el juicio. Los policías de paisano se sentaron cerca del estrado de los testigos. El juez ordenó que entrase papá Beckett, quien se sentó al lado de Dale Rubin.

Robbie miró a papá. Papá miró a Robbie. Cada cual comprobó cómo estaba el otro y, a continuación, apartó la mirada.

El secretario tomó juramento a Robbie, tras lo cual éste respondió a algunas preguntas preliminares formuladas por Dale Davidson. Lo hizo con aire fanfarrón. Se encontraba allí para solventar un agravio familiar. Con sus palabras estaba diciendo que sabía lo que se jugaba y que le importaba una mierda. Y decía algo más: «Soy como soy y quien me ha hecho así es mi padre.»

Papá observó a Robbie. Los Stewart, también. Davidson condujo a Robbie de vuelta a Redondo Beach, a la casa de Tracy y al apartamento de papá. Hizo varias protestas. El juez las desestimó o las aceptó. Rubin parecía desconcertado e incapaz de frenar la carrerilla que traía Robbie, quien empezó a mirar directamente a su padre.

Davidson actuó despacio, con premeditación. Llevó a Robbie hasta el momento preciso. Robbie se puso a balbucir y a sollozar. Llevaba a Tracy a la habitación y se la entregaba a papá, que comenzaba a sobarla…

Robbie perdió el hilo. Vaciló y tropezó con sus propias palabras. Dale Davidson hizo una pausa. Suspendió su interrogatorio apenas por unos segundos, calculado con maestría superior. Luego le preguntó a Robbie si estaba en condiciones de continuar. Robbie se enjugó el rostro y asintió. Davidson le ofreció un vaso de agua y le pidió que prosiguiese. Robbie retomó su relato como un actor profesional.

Él estaba borracho. Papá violó a Tracy. A continuación, dijo que tenían que matarla. La llevaron abajo. Papá la golpeó en la cabeza con una cachiporra…

Robbie vaciló otra vez. Vaciló como si respondiese a una señal, pero nadie le dio tal señal. Sacó de dentro un llanto ruidoso y se puso a hipar. Lloró por su propia vida desperdiciada. No tenía intención de matar a la muchacha. Su padre lo había obligado. No lloraba por la muchacha a la que había matado. Lloraba por su propia pérdida.

Robbie era buen actor. Entendía cómo funcionaba el cambio de tono dramático. Buscó en su vieja autocompasión, extrajo algunas lágrimas y pulsó, en un
molto bravissimo
, la cuerda del típico buscador de redención. Él era malo, pero no tanto como su padre. Su carácter retorcido y sus remordimientos, espléndidamente fingidos, le proporcionaban carisma y credibilidad al instante. Viajé hacia atrás en el tiempo hasta el 9/8/81. Un hombre tenía que matar a una mujer. Un muchacho tenía que complacer a su padre. Papá sólo mataba mujeres en presencia de otros hombres. Papá necesitaba a Robbie. Sin él, papá no podía matar a Tracy. Robbie sabía qué quería su padre. ¿Tú también la violaste? ¿Lo hiciste porque tu padre lo hizo y lo odiabas y no soportabas verlo disfrutar más que tú? ¿La violaste porque sabías que tu padre la mataría y a fin de cuentas qué importaba una violación más? ¿Buscaste unas bolsas de basura y la descuartizaste en la parte trasera de la camioneta?

Davidson guió a Robbie en su recuerdo de las andanzas de aquella noche y en sus primeros actos para borrar el rastro. Robbie se mantuvo en la historia que ya había contado tantas veces y que había sido grabada de manera oficial. Davidson le dio las gracias y pasó el turno a Dale Rubin. En ese momento, Robbie volvió a hacerse real y tangible. Allí estaba Robbie, enfrentado a papá. Y sin ninguna tontería vendible que distorsionara el maldito asunto.

Rubin intentó desacreditar a Robbie. Le preguntó si había llevado a Tracy a su casa él solo. Robbie respondió que no. Rubin volvió a formular la pregunta de diversas maneras en varias ocasiones. Robbie lo negó repetidamente y alzó la voz con cada nueva negativa. Ahora era todo orgullo. Sentado en la tribuna de los testigos, se pavoneó y repitió sus noes con inflexiones exageradas al tiempo que movía la cabeza arriba y abajo como si hablara con un jodido retrasado mental. Rubin le preguntó si por aquel tiempo solía meterse en peleas. Robbie contestó que era un tipo de sangre caliente. Le gustaba patear culos. Había aprendido de su padre. Todas las cosas malas que sabía las había aprendido de su padre. Rubin le preguntó si acostumbraba pegar a sus novias. Robbie repuso que no. Rubin expresó su incredulidad. Robbie añadió entonces que Rubin podía pensar lo que le viniese en ganas. Cada vez que negaba algo, Robbie sacudía la cabeza arriba y abajo con mayor vehemencia. Rubin insistió. Robbie también, dándose aún más aires. Tenía al menos una decena de matices distintos para sus negativas. Miró fijamente a papá Beckett y sonrió a Dale Rubin. La sonrisa y la mirada decían: «No podéis ganarme porque no tengo nada que perder.»

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