Mis rincones oscuros (52 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

BOOK: Mis rincones oscuros
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Actué según una dinámica tiempo perdido / tiempo aprovechado. Mi madre consideraba irrecuperable el tiempo que ya había perdido y echaba la culpa de ello a mi padre. También redujo sus expectativas. El bourbon hacía controlables y atractivos a los machos del taller mecánico. Mi madre nunca se preguntó por qué le atraían los hombres débiles y vulgares.

Tenía un porte soberbio. Parecía más alta de lo que figuraba en el informe de la autopsia. Tenía las manos y los pies grandes y unos hombros delicados. Quise besarla en el cuello y oler su perfume y cubrirle los pechos por detrás con mis manos. Usaba perfume Tweed. Tenía un frasco en su mesilla de noche, en El Monte. En cierta ocasión eché unas gotas en un pañuelo y me lo llevé a clase.

Mi madre tenía unas piernas largas y marcas de heridas en el vientre. Las imágenes de la autopsia resultaban sorprendentes y aleccionadoras. Sus pechos eran más pequeños de lo que yo recordaba. Era delgada de cintura para arriba y bastante gruesa de caderas y piernas. Tiempo atrás había grabado su cuerpo en mi memoria. Había reformado sus dimensiones. Había alterado sus contornos para que se adecuaran a mi gusto por las mujeres de constitución robusta. Había crecido con aquella visión de su desnudez y la había aceptado como real. Pero mi madre verdadera era una mujer de carne y hueso, muy diferente.

Mis padres se casaron. Se trasladaron a Los Ángeles. Según él, tenían un piso en la calle Ocho con New Hampshire. Ella encontró trabajo de enfermera. Él probó suerte en Hollywood. Luego se trasladaron al 459 de North Doheny Drive, en Beverly Hills. La dirección era más elegante que la casa. Según mi madre, sólo se trataba de un pequeño apartamento. Mi padre hizo un trabajo para Rita Hayworth. Yo nací en marzo del 48. Mi padre organizó el matrimonio de Rita con el Aga Khan. Lo de Rita Hayworth era cierto; en dos biografías de ella vi escrito su nombre.

Nos trasladamos a un edificio de estilo español en el 9.031 de Alden Drive. Eso quedaba más allá de los límites de West Hollywood. Allí vivían también Eula Lee Lloyd y su marido. Y una solterona que idolatraba a mi madre. Según mi padre, era lesbiana. Mi padre estaba obsesionado con las lesbianas. Decía que había un punto lésbico en Rita Hayworth. Yo, supuestamente, había conocido a Rita Hayworth en un puesto de perritos calientes. Supuestamente, había derramado encima de ella un vaso de zumo de uva. Supuestamente, Rita era ninfómana. Mi padre estaba obsesionado con las ninfómanas. Decía que todos los grandes actores eran maricas. Estaba obsesionado con los maricas. Rita acabó por despedirlo. Él empezó a pasarse el día durmiendo en el sofá como Dagwood Bumstead. Mi madre le decía que buscase trabajo. Él respondía que tenía padrinos. Esperaba la oportunidad adecuada. Mi madre venía del campo, de Wisconsin. No sabía nada de enchufes, y no quiso saber nada más de matrimonio.

Mis recuerdos corrían en línea cronológica. Mis fantasías se desarrollaban como añadidos, como cortes desechados de una película.

Creía estar repasando el mapa de la memoria. Creía estar palpando las minucias de la vida real. Estaba en la senda del recuerdo. Había conjurado el perfume Tweed y algunas instantáneas de la época. Avanzaba siguiendo una línea que ya conocía.

Aminoré el paso. La pelirroja quedó al desnudo. Su cuerpo era real y su rostro reflejaba los cuarenta y dos años que tenía. No podía seguir con aquello.

No es que tuviera miedo de hacerlo. Era, sencillamente, que no quería. Parecía innecesario. Dejé vagar mi mente. Pensé en Tracy Stewart. Había visto el antiguo apartamento de papá Beckett. Fui con Bill y Dale Davidson. Vi los lugares clave de Beckett. Vi el salón y el dormitorio y los escalones que conducían a la camioneta. Subí por esos escalones con Robbie y Tracy. Fui de mi madre desnuda a Robbie y Tracy en el tiempo que ocupan seis latidos. Robbie condujo a Tracy al dormitorio. Robbie se la dio a papá. Me detuve allí. No tenía miedo. Sabía que podía convertir aquel instante en aterrador. No creía que pudiera sacar nada de ello.

Dejé vagar mi mente. Volví al 55. Disponía de una línea cronológica. Decidí seguirla.

Mi padre ya no estaba. Éramos ella, yo y nadie más. La vi en bata de lino blanca. La vi en bata azul marino. La acosté con algunos machos de la cadena de producción. Puse a los tipos tupé y cicatrices de arma blanca. Se parecían a Steve Cochran en
Private Hell 36
. Me esforzaba por buscar la hipérbole. Creía que los detalles desagradables podían resucitar recuerdos desagradables. Quería seguir el rastro sexual de la pelirroja desde mi padre hasta el Hombre Moreno. Mi padre era débil. Tenía el cuerpo de un hombre duro y el espíritu amilanado. Mi madre lo echó de su vida a puntapiés y se volvió minimalista. Todos los hombres eran débiles y algunos débiles y atractivos. Su debilidad era incontrolable; sólo podía limitarse la conciencia de ello y adjudicarle eufemismos hasta hacerla irreconocible. La pelirroja podía dejar que entraran hombres en su vida, pero en dosis limitadas. Nunca vi una manada de machos a la puerta de mi madre. Sólo dos veces la sorprendí in fraganti. Mi padre decía que era una puta. Yo lo creí. Noté su sexualidad. Filtré esa percepción en el tamiz de mi propia codicia de ella. Vivió con mi padre durante quince años. Sucumbió a esa imagen. Espabiló. El fiasco fue iluminación. Hacía frente a los hombres desde una perspectiva desilusionada y completamente machista. Los hombres eran contenibles. La manera de contenerlos eran el sexo y el licor. Arrojó quince años por el retrete. Sabía que ella era cómplice por pasividad. Se despreciaba por ser tan estúpida y débil. Consideraba a los hombres vulgares una especie de premio de consolación. A mí me veía como una forma de redención. Me enviaba a la iglesia y me hacía estudiar. Predicaba diligencia y disciplina. No quería que me volviese como mi padre. No quería abrumarme con cuidados y convertirme en un afeminado de manual. Ella vivía en dos mundos. Yo marcaba la línea divisoria. Ella pensaba que aquel esquema era sostenible. Se equivocaba. No sabía que la ocultación nunca funciona. Por un lado tenía el alcohol y los hombres; por otro, a su pequeño. Se dispersaba. Vio que sus mundos se superponían. Mi padre me refregó por las narices su vida disipada. Hizo propaganda contra ella. Cada fin de semana me enseñaba a odiarla. Ella se burlaba de él todos los días laborables, me inoculaba el desprecio con menos violencia que él su odio, predicaba el esfuerzo y la determinación. Era una borracha y una puta y, por lo tanto, una hipócrita. El mundo que construía alrededor de mí no existía. Yo tenía acceso a su mundo oculto, como si de una radiografía se tratase.

La sorprendí en la cama con un hombre. Ella se cubrió los pechos con la sábana. La sorprendí en la cama con Hank Hart. Estaban desnudos. Vi una botella y un cenicero en la mesilla de noche. Nos trasladamos a El Monte. Vi a una puta fugitiva. Quizás escapase para crear un espacio entre sus dos mundos. Dijo que lo hacía por los dos. Iba demasiado acelerada y malinterpretó El Monte. Lo vio como una zona neutra entre dos mundos opuestos. Parecía un buen lugar para juergas de fin de semana. Parecía un buen lugar para educar a un muchacho.

Intentó enseñarme cosas. Las aprendí demasiado tarde. Me hice más disciplinado, meticuloso, diligente y decidido de lo que ella hubiese podido imaginar. Sobrepasé todos sus sueños respecto a mi éxito. Yo no podía comprarle una casa y un Cadillac y expresarle mi gratitud a la manera de un auténtico nuevo rico.

Viajamos en el tiempo. Recorrimos nuestros diez años juntos. Hicimos saltos irregulares hacia delante y hacia atrás. Cada viejo recuerdo tenía su contrapunto. Cada destello de Jean, la pelirroja licenciosa, iluminaba su imagen contrapuesta. Allí estaba la Jean borracha. La Jean con su hijo desagradecido. El chico se ha caído de un árbol. Ella le quita astillas de los brazos. Lo lava con agua de hamamelis. Lo inspecciona bajo una lupa con unas pinzas.

Viajamos en el tiempo. En la oscuridad, perdí conciencia del tiempo real. Aquel equilibrio contrapesado se mantuvo. Me quedé sin recuerdos y abrí los ojos.

Vi la gráfica de la pared. Noté el sudor en la almohada.

Desconecté la máquina del tiempo. Ya no quería llevarla a ningún otro sitio. No quería ponerla en ambientes de ficción ni recoger mis revelaciones y denominarlas un resumen de su vida. No quería descalificarla como una mujer compleja y ambigua. No quería darle menos de lo que le correspondía.

Estaba hambriento e inquieto. Deseaba respirar aire fresco y ver gente viva.

Me acerqué a un centro comercial. Dejé el coche, anduve hasta un merendero y tomé un bocadillo. El lugar estaba abarrotado. Observé a la gente. Observé a los hombres y a las mujeres juntos. Busqué seducciones. Robbie cortejó a Tracy en público. El Hombre Moreno llevó a Jean al Stan's Drive-In. Harvey llamó a la puerta de Judy e hizo que se sintiese segura.

No vi nada sospechoso.

Dejé de inspeccionar. Me quedé sentado, muy quieto. La gente cruzaba mi línea de visión. Me sentí como si flotara. Como si estuviera colocado de oxígeno.

Me vino a la cabeza suavemente.

El Hombre Moreno carecía de relevancia. Tal vez estuviese muerto, o no. Tal vez lo encontrásemos, o no. Nunca dejaríamos de buscar. Ese hombre no era más que una señal de dirección. Me obligaba a esforzarme por ser plenamente justo con mi madre.

Ella era ni más ni menos que mi salvación.

27

El jurado deliberó. Papá Beckett fue condenado por lo de Tracy Stewart. Bill dijo que le caería cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Gloria Stewart se enfrentó a papá Beckett. Clamó por el cuerpo de su hija y llamó a papá cosas terribles. Yo dije que no había cuerpo ni punto final. A papá Beckett lo sentenciaban de por vida. Gloria tenía otra cadena perpetua con papá y con Robbie.

Bill celebró una fiesta en su casa. La denominó «un ensayo para el Día del Trabajo». En realidad, se trataba de una fiesta de despedida por papá Beckett.

Asistí. Estaban Dale Davidson y su esposa, Vivian, que era ayudante del fiscal de distrito y conocía el caso Beckett a la perfección. Asistieron otros ayudantes de la Fiscalía. Gary White y su novia. El padre de Bill asomó la nariz. También se presentaron los vecinos. Todo el mundo comió perritos calientes y hamburguesas y habló del asesinato. Los policías y ayudantes del fiscal se sentían aliviados ahora que el asunto Beckett había terminado. Los que no eran agentes o ayudantes del fiscal pensaban que eso ponía punto final al asunto. Deseé conocer al estúpido que había inventado el concepto de punto final y meterle una buena placa de punto final por el culo. Todo el mundo hablaba de O.J. Todo el mundo especulaba sobre la posible sentencia y sus posibles ramificaciones. Yo no hablé gran cosa. Disfrutaba de mi propia fiesta con la pelirroja. Estaba juguetona. Me robaba las patatas fritas del plato. Compartíamos nuestros propios chistes privados.

Observé a Bill, que engullía hamburguesas y hablaba con los amigos. Sabía que estaba aliviado. Sabía que su alivio se remontaba a la detención de papá Beckett. Había hecho caso omiso de la declaración de papá Beckett respecto a matar a otras mujeres; resultó una decisión hipotéticamente firme. El veredicto de culpabilidad era más ambiguo. Papá Beckett estaba viejo y enfermo. Sus días de violador y asesino habían pasado. Robbie aún tenía edad para seguir violando, matando y moliendo a palos a una mujer. Y había llevado a cabo una actuación desconcertante. Había colaborado con la justicia en el caso del condado de Los Ángeles contra Robert Wayne Beckett, padre. Había hecho amistad con las fuerzas del orden y en nombre de éstos había cometido parricidio. En su expediente carcelario se señalaba su buena conducta. Quizá le sirviera para salir bajo palabra antes de lo previsto.

Bill seguía en la Autopista de los Cuerpos Abandonados. Cumplía su propia cadena perpetua. Había escogido el asesinato. El asesinato me había escogido a mí. Él llegó al asesinato como un deber moral. Yo llegué a él como mirón. Él se convirtió en mirón. Tenía que mirar. Tenía que saber. Sucumbió a repetidas seducciones. Las mías empezaban y terminaban en mi madre. Bill y yo éramos coacusados procesables. Estábamos encausados por el tribunal de Preferencias en las Víctimas de Asesinato. Nos sentíamos inclinados hacia las víctimas femeninas. ¿Por qué sublimar el deseo cuando éste puede utilizarse como instrumento de percepción? La mayoría de las mujeres morían a causa del sexo. Se trataba de la justificación de un mirón. Bill era un detective profesional. Sabía mirar, o cribar, o distanciarse de sus descubrimientos y conservar la compostura profesional. Yo podía evadirme de tales limitaciones. No tenía que consolidar pruebas demostrables ante un tribunal. No tenía que establecer unos motivos coherentes y explicables. Podía revolcarme en la vida sexual de mi madre o de otras mujeres muertas. Podía ordenarlas por categorías y reverenciarlas como a hermanas en el horror. Podía mirar y cribar y comparar y analizar y construir mi propio surtido de vínculos sexuales y no sexuales. Podía declararlos válidos para todo el género y atribuir un amplio abanico de detalles a la vida y la muerte de mi madre. No andaba tras los pasos de sospechosos activos. No intentaba que los hechos se adecuaran a ninguna tesis preestablecida. Lo que intentaba era saber. Andaba tras mi madre como elemento de verdad. Ella me había enseñado algunas verdades en una alcoba a oscuras. Quería devolverle el gesto. Quería honrar en ella a todas las mujeres asesinadas. Aquello sonaba rotundamente ampuloso y egoísta. Me decía que estaba contemplando la vida en la Autopista de los Cuerpos Abandonados. Hacía que reviviese, en una reposición perfecta, aquel momento en el merendero. En ese preciso instante me señalaba un camino.

Yo tenía que conocer su vida igual que conocía su muerte.

Me aferré a la idea. La abrigué en privado. Volvimos al trabajo.

Nos reunimos con los periodistas de
La Opinión
,
Orange Coast
y el
San Gabriel Valley Times
. Los llevamos a dar un paseo por El Monte. El
Los Angeles Times
publicó algo. Tuvimos sesenta llamadas en total. Hubo gente que colgó y llamadas de videntes y personas que hacían chistes sobre O.J. y otras que nos deseaban buena suerte. Dos mujeres llamaron para decir que su padre quizá fuese el asesino de mi madre. Atendimos estas llamadas y oímos más historias de abusos infantiles. Los dos padres quedaron libres de sospecha de asesinato.

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