Como si no esperase respuesta alguna, pasó a realizar su jugada: una concentración de tropas en terreno dominado por la artillería británica.
—Estoy hilvanando un plan. Para el cual necesitaré cierta información anticipada…
—¿Qué clase de información?
—El nombre del oficial de guardia que esté de servicio nocturno en el Foreign Office la víspera del día elegido.
—Eso no plantea problema alguno. Los turnos de servicio son semanales, ¿no es así?
—Por lo regular.
—Y se confía a oficiales de grado superior, ¿verdad?
Bond desplegó los dedos de la mano derecha e hizo con ésta un movimiento de balanceo.
—Más bien a mandos medios.
—Pero lo probable es que conozca usted a la persona en cuestión…
—Por eso necesito saber su nombre. Si no pueden averiguarlo, tendré que telefonear…
—Lo averiguaremos.
—De todas formas, tendré que efectuar una llamada. Y en caso de que no le conociese, cosa poco probable, habría de discurrir otro plan.
—Pero ¿si no es así, si le conoce usted?…
—Entonces es cosa hecha. Si tengo ocasión de pasar una hora en compañía de ese hombre… —Bond confió en que la añagaza surtiese efecto: necesitaba algún medio de comunicación con el mundo exterior. Recorriendo con un dedo las inmediaciones de Breed's Hill, propuso—: Le desafío en esta zona.
—Pero… —objetó su oponente, reparando de pronto en la trampa que Bond le había tendido.
Unos minutos más tarde, diezmados ya sus hombres y perdida la mayoría de sus armas en las laderas de Bunker's Hill, en Breed's Hill y en las colinas de Dorchester, Jay Autem señaló airadamente a Bond que se le advertiría con antelación más que sobrada.
—Sabrá quién es el oficial de guardia, se lo prometo —dijo. Y al ver que Bond oponía dos nuevos cañones al contraataque emprendido por la Milicia en el lado opuesto de la elevación, añadió con rabia apenas dominada:
—¡No es así como ocurrió! La batalla de Bunker's Hill no debiera lanzarse hasta el mes de junio. ¡Y apenas estamos en febrero!
—Pero aquí interviene la ficción —replicó el agente especial—. Porque la realidad histórica también tiene su lado de ficción.
Muy complacido con el partido que estaba sacando del simulacro, dio rienda suelta a su imaginación. En esa serie de jugadas rigieron condiciones meteorológicas de intensas lluvias y viento racheado procedente del mar. Este último soplaba sin clemencia en las agrestes elevaciones conforme cañones y hombres eran situados en sus emplazamientos, con lo que los gritos se perdían arrastrados por el frío viento mientras los rebeldes que aún permanecían en Boston quedaban a merced de las baterías británicas de Dorchester y Breed's Hill.
Y entonces, de improviso, estalló la tormenta. Como si se ahogase, Jay Autem Holy se puso rojo y después escarlata.
—Pero…, pero…, pero… —la voz se había convertido en un grito—, ¡si me ha derrotado! ¡A mí! —su manaza barrió los papeles del terreno de juego y luego se abatió en un puñetazo—. ¡Cómo se atreve! ¡Cómo se ha atrevido…!
Era un formidable ataque de ira: espurreaba, pateaba el suelo, lanzaba puntapiés a la mesa… Un estallido temible y al mismo tiempo cómico, como una rabieta infantil, por igual divertida y lamentable. Así siguió, espurreando y lanzando bravatas, hasta el punto de que Bond pensó que iba a agredirle físicamente. Como ya había supuesto, aquel hombre estaba totalmente desquiciado; era un psicótico peligroso, víctima de una perturbación profunda.
Y luego, de forma tan súbita como se había iniciado, pasó el acceso, sin transición alguna ni indicios de que fuera a operarse el cambio. Recobrada la cordura, observó por un instante la actitud del niño que ha sufrido un correctivo.
—La Milicia podría recuperarse aún —dijo con voz apagada, gutural—. Pero ya ha durado mucho la partida. Tengo otras cosas que hacer. Cosas mejores.
Se puso en pie. Daba la impresión de que perder o ganar el juego le tuviese ya sin cuidado. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz enteramente normal, como si nada extraordinario hubiese ocurrido, en tono de conversación, apacible y, por eso mismo, todavía más extraño.
—El motivo de esta partida era saber qué forma estaban cobrando sus pensamientos… en lo referente a su papel en esta operación. Dígame: si resulta que conoce al oficial de guardia, ¿cómo se propone arrancarle la frecuencia?
Al consultar su reloj, Bond comprobó con estupor que eran las ocho de la noche. Pasó a referirle a Holy el procedimiento que había discurrido. Terminado su relato, surgió un silencio…, la calma tras una batalla que se ha librado con fichas, en lugar de hombres, y con un tablero por campo de operaciones. Según transcurrían los segundos, Bond pensó que quizá presentaba su esquema algún error de cálculo. Lo repasó mentalmente. ¿Ofrecía de verdad puntos débiles, algo a lo que Jay Autem Holy pudiera aferrarse para demostrar que todo aquello era una pantomima sin fundamento?
Y entonces, interrumpiendo el silencio, brotó una risa de la garganta de su adversario, que rompió a asentir con movimientos espasmódicos, de ave de rapiña que ataca a su presa y la desmembra con el afilado pico.
—Magnífico, James. Acertaba al decirles que era usted nuestro único posible candidato. Si saca adelante ese proyecto, todos nos sentiremos muy contentos.
Y lanzando vivas miradas a su alrededor, como si hubiera estado a punto de cometer una indiscreción, contuvo la risa y se serenó por fin.
Bond percibió ruido y voces provenientes del otro extremo del laboratorio: llegaba gente.
—Nos hemos entretenido aquí demasiado tiempo —dijo Holy en tono cortante—. Le pedí a Cindy que le preparase un bocado. Encontrará una bandeja en su habitación. Yo comeré más tarde.
«El Superhombre —pensó Bond—: quiere que me percate de que puede sobrevivir largos períodos sin bebida ni alimentos».
—En el desierto —dijo suavemente—, en compañía de Zwingli, después de saltar del avión… ¿tuvo que afrontar muchas privaciones?
Una amarga frialdad invadió los verdes ojos del Amo de Endor, que perdieron todo indicio de vida manifiesta.
—Muy inteligente, míster Bond. ¿Desde cuándo lo sabe?
Percatado de que probablemente se había excedido jugando sus cartas, y sin saber a ciencia cierta por qué lo había hecho, Bond respondió que si bien no estaba seguro, albergaba aquella sospecha desde su primer encuentro.
—Ocurre que leí tiempo atrás su antiguo expediente. Lo desentierran de vez en cuando, ¿sabe? Su cara me resultó conocida desde la primera noche, cuando Freddie nos presentó aquí. La impresión fue afirmándose durante la velada, aunque sin llegar a convertirse en certeza. ¿Cómo podía ser Jay Autem Holy, si él llevaba muerto tanto tiempo?
—¿Y qué hubiera ocurrido de haber estado usted todavía en el Servicio, míster Bond? ¿Se habría apresurado a irles con el cuento a sus superiores? Y por cierto, ¿cuál es el motivo de que desentierren periódicamente el caso?
—Ya sabe usted cómo son los de la Milicia Colonial —Bond trató de poner una nota de humorismo en su respuesta—. Porque son los suyos quienes lo hacen. Persiguen espectros, fantasmas.
—Tamil estaba en lo cierto —dijo Holy con un rezongo—. Es una pena no haberle reclutado antes. Su gente lo intentó, desoyendo mi consejo. No me apetecía la idea de cargar con un rehén. Me refiero a la mujer. Porque le acompañaba una mujer, ¿no es así? En cualquier caso, los planes se aguaron; fue usted astuto y rápido —de nuevo la tensión del ambiente se disipó sin previo aviso, como solía ocurrir con Holy—. En fin, tengo que hacer. Manténgase alerta, James. Y celebro tenerle con nosotros.
Los visitantes se estaban congregando en la sala principal del laboratorio; todos los bronceados mercenarios de Erewhon estaban allí. Bond advirtió que Tamil y Zwingli continuaban en animada conversación, como si no la hubieran dejado desde la hora del almuerzo.
—Acompañe a mister Bond arriba —le dijo Holy a Tigerbalm, y a Bond le dio una palmadita en la espalda, como para tranquilizarle con la idea de que todo estaba en orden.
Tigerbalm sólo subió hasta el rellano, y desde allí siguió a Bond con la mirada camino de su cuarto. Bond recordaba haber oído decir que Jay Autem Holy era una especie de genio. ¿Era Percy quien había expresado esa opinión? Una cosa estaba clara: aquel hombre vivía en el curioso mundo de la irrealidad. Si él decía haber muerto, eso y nada más que eso debía creer el mundo. Descubrir que otros albergaban dudas al respecto había sido una auténtica conmoción para él. Y luego estaba lo de Percy… «Porque le acompañaba una mujer, ¿no es así?». En fin; todos aseguraban que ni siquiera Holy sería capaz de reconocer a su esposa…
Abrió la puerta. Y por segunda vez desde el comienzo de aquella intriga, encontró a Cindy Chalmer esperándole en su cuarto. Tenía en una mano un disco de ordenador, y se había llevado un dedo a los labios, en petición de silencio.
Bond cerró la puerta.
—¿Nuevos saludos de Percy? —preguntó en voz queda.
—No. Esta visita es por mi cuenta —respondió Cindy, y siguió la mirada de Bond que, súbitamente silencioso, escudriñaba centímetro por centímetro el contorno del cuarto—. No hay nada que temer, James —agregó por lo bajo—. Esta gente dispone de medios de vigilancia visual y de todos los dispositivos de detección militares, pero por lo visto no han descubierto todavía la temible técnica de los micrófonos escondidos.
—¿Estás segura? —bisbiseó él.
—Inspeccioné la casa personalmente durante mi primera semana aquí. Y desde entonces he venido observando todas las medidas de seguridad que adoptaban. Si han puesto escuchas en la casa, yo vuelvo a mi estado virginal.
Por la boca amarga de la muchacha no pasó ni la sombra de una sonrisa: la situación no tenía nada de divertida. Él, por su parte, y pese a darse por satisfecho, habló en murmullos todo el tiempo que permanecieron en el cuarto. Una bobada, pensó, pues si resultaba que Cindy se había equivocado, sería como si llevasen a voz en cuello su conversación.
—El juego del Globo —dijo la muchacha, tendiéndole una caja pequeña, cuadrada y plana, que contenía un disco duro.
De modo que se había hecho con la prueba —o, mejor, con el indicio— de lo que SPECTRA tenía encomendado a Rahani y a Holy. Aquella delgada placa magnética contenía las respuestas a todas las preguntas de Bond. Y aun así, no hizo ademán de alcanzarla.
—Bien; no te quedes ahí, parado. Dame las gracias, por lo menos.
Deseoso de hacerla hablar, Bond guardó silencio. Era una argucia tan antigua como su misma profesión, y la practicaban todos los reclutadores de agentes, al igual que los oficiales de seguimiento de datos. Guardar silencio y dejar que el informador diga cuanto tenga que decir. Y entonces, sólo entonces, aportar comentarios que puedan dar cohesión al informe.
—Tienen cuatro copias del trabajo —dijo por fin la mulata—, y pido al cielo que a
la Vieja Águila Calva
no se le ocurra echar mano de la cuarta… porque está aquí.
Bond ni interrumpió su silencio ni sonrió.
—Pensé que tendrían el programa bajo siete llaves, en la cámara acorazada, que aparte de arañas antropófagas, dispone de toda clase de defensas —continuó, fija la mirada en Bond, que permanecía inmóvil, y de nuevo le tendió el disco—. Pero hoy tenemos entrenamiento general, de modo que se utilizarán los cinco ejemplares continuamente. Como suele ocurrir en estos casos, a Peter y a mí nos han prohibido la entrada en el laboratorio. Menos mal que los vigilantes están acostumbrados a vernos entrar y salir. Parece que derrotaste a nuestro hombre en su propio terreno…
—Sí —respondió Bond secamente, como si la victoria no le hubiera procurado placer alguno.
—Me han llegado rumores en ese sentido. Quizá te convenzas ahora de que está loco. También tengo entendido que le dio una de sus pataletas…
—¿Cómo hiciste para bajar?
—Aparentando que atendía a mis obligaciones. Me puse bajo el brazo una tablilla con su pinza y su papel de notas y pasé como si tal cosa frente al tipo que montaba guardia en la puerta. Están hartos de verme. Tú estabas con Holy. Como ocurre con tantos maníacos de la seguridad, nuestro hombre incurre en errores garrafales. Se había dejado abierta la caja fuerte. Aproveché para mangarle esto y escondérmelo debajo de la camisa.
Percatado de que la chica no le diría más, preguntó:
—Entonces, ¿no has visto funcionar el programa?
Ella negó con la cabeza. Bond había advertido que siempre lo hacía ladeándola un poco a la derecha: un amaneramiento como el de quien florea su firma para realzar la importancia del nombre. Pero también un hábito de los que los psiquiatras suelen detectar —y eliminar— durante el entrenamiento de los agentes, que deben evitar las reacciones estereotipadas. De nuevo se mantuvo a la expectativa.
—No hubo forma, James. Sólo los elegidos lo han visto funcionar y han jugado con él… si en este caso se puede hablar de juego.
Bond tomó por fin el disco.
—Yo diría que se han entrenado en su uso. Por lo demás, veo pocas posibilidades de echarle un vistazo. ¿Dónde quedó mi equipo?
—En un rincón del garaje, debajo de una montaña de desechos: neumáticos, latas vacías, herramientas, trastos. Tuve que improvisar. Era mejor ponerlo allí que dejarlo en el coche, donde lo habrían encontrado. Desde luego no está seguro, de modo que habrá que confiar en que nadie se ponga a revolver por allí.
Bond parecía reflexionar detenidamente sobre la situación.
—Bien; no me seduce la idea de averiguar qué contiene esto. En todo caso es importante, y sospecho que peligroso. Confiemos en que aciertes en suponer que no lo echarán en falta, y que no se pondrán a revolver en el garaje y darán con todos mis chismes electrónicos…
—Entonces, ¿de qué nos va a servir el equipo? ¿Quieres que intente sacarlo de allí?
Bond se acercó a la ventana, que tenía echadas sus cortinas de cretona. En una mesa cercana estaba la prometida bandeja de la cena. Advirtió que contenía dos servicios, y constaba de cóctel de gambas, pollo y lengua fríos, ensaladillas varías, panecillos y una botella de vino. ¿Cuándo comían caliente en Endor?, se preguntó. ¿En verano?
Todavía tenía el disco en la mano. Mejor no apartarse de él. Sin embargo, los posibles escondrijos eran pocos. Confiando en que no se producirían registros, se acercó al armario y metió la grabación entre su ropa. Con todo eso, el silencio se prolongó varios minutos más.