—Y supongo que desde entonces nadie, excluido cero cero siete que se lo encontró en Mónaco, ha vuelto a verle el pelo —replicó M, cabeceando como podría haberlo hecho un buda.
—Bien —terció Bond—, en el casino le acompañaban Zwingli y otros cuatro sujetos.
M le observó largo rato en silencio.
—Es increíble —dijo por fin, reaccionando como si le hubieran dado un bofetón—. Es increíble que Zwingli siga vivo y, lo que es más, que esté en tratos con Rahani. Daría algo por saber qué parte tiene en todo esto. Conviene, cero cero siete, que mantenga usted abiertos los ojos respecto a una posible intervención de Rahani. Ese hombre ha sido siempre una incógnita para nosotros, de forma que informaremos a quien procede. Pero volviendo a lo nuestro, se ha decidido ya que entre usted en acción. Le voy a decir qué pretendo de usted. Empezaremos por Freddie Fortune, su antigua conocida…
James Bond profirió un audible gemido.
En los días sucesivos se dejó ver en sus antiguos lugares predilectos de Londres. Confió a una o dos personas que su desilusión iba en aumento. Acababa de regresar de Montecarlo, donde había visto confirmado el viejo refrán: afortunado en el juego, desdichado en amores. Con la particularidad de que el juego había sido el de la ruleta…
Sembró cuidadosas pistas entre personas propensas a irse de la lengua, o entre aquellas que contaban con relaciones a quienes podía interesar cierta clase de noticias. Y luego, un jueves por la noche, y como por casualidad, tropezó, en el bar de uno de los elegantes clubes de Mayfair, con la mundana, extravagante y folletinesca Lady Freddie Fortune, a quien él había llamado siempre su «comunista bañada en champán».
Freddie la Roja
, como algunos otros la apodaban, era una pelirroja menuda y vivaracha que, totalmente indigna de confianza, aparecía de continuo en los ecos de sociedad, o bien por sus campañas en favor de causas disparatadas, o por verse envuelta en algún escándalo sexual. Sabiendo que sólo se mostraba discreta cuando le convenía, Bond le dejó entender aquella noche que andaba en busca de trabajo en el campo de los ordenadores. Y a eso añadió todo el cúmulo de sus pesares: una aventura en Montecarlo cuyo desastroso final le había dejado sumido en el abatimiento.
Acicateada por la riqueza de emociones de que daba prueba aquel hombre, antaño modelo de sobriedad, Lady Freddie dirigió a Bond prontamente a su cama y le dejó llorar en su hombro… en sentido, claro está, figurado. En el transcurso de esa noche, y mientras fingía haber bebido demasiado, pero sin perder por eso la facultad de divertirse, Bond evocó anhelante a Percy, su peculiar perfume y las sensaciones que le despertaba.
A la mañana siguiente, simulando los efectos de la resaca, se mostró taciturno y hasta irritable. Nada de eso, sin embargo, bastó para desalentar a Freddie Fortune, quien, al despedirse Bond, dijo tener unos amigos que podían resultarle útiles en caso de que estuviera resuelto a situarse en el terreno de los ordenadores.
—Guárdate esto —dijo, deslizándole en el bolsillo superior de la chaqueta una tarjeta comercial—. Son las señas de un pequeño hotel donde, si puedes escaparte, me encontrarás el sábado. Lo único que te pido, por el amor de Dios, es que no le digas a nadie quién te ha puesto sobre esa pista. Lo demás lo dejo a tu discreción, James, pero si decides aparecer el sábado, muéstrate muy sorprendido de verme allí. ¿De acuerdo?
El sábado siguiente, por la mañana, Bond cargó en el Bentley el ordenador y todo su material complementario, amén de una maleta con lo necesario para un fin de semana, y abandonó Londres por la carretera de Oxford. Una hora más tarde la dejaba y, siguiendo la red de carreteras comarcales, ponía rumbo al pueblo de Nun's Cross, situado cerca de Banbury.
La Cruz de Banbury no es lo que podríamos llamar una antigüedad: la construyeron a finales del decenio de 1850, para conmemorar la boda de la princesa real con el príncipe heredero de la corona de Prusia. Aunque existió allí una cruz muy anterior —mejor dicho, tres—, la monstruosidad del «gótico» victoriano se eleva en su actual emplazamiento porque cierto historiador estimó que correspondía al de la antigua Alta Cruz. A cinco kilómetros de Banbury, en dirección norte, se acurruca junto a una colina boscosa el pueblo de Nun's Cross, que no exhibe cruz alguna.
Bond cruzó el pueblo por su estrecha calle principal y metió el Bentley en el patio de la posada que fuera en otro tiempo casa de postas, y que sigue ufanándose de su nombre: El Toro de la Cruz
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. Mientras sacaba del maletero su saco de viaje, llegó a la conclusión de que la posada era probablemente el único negocio próspero de la localidad. Hermoso edificio de estilo georgiano, restaurado con pulcritud y conservado amorosamente, el Toro ofrecía incluso «
Fines de semana gastronómicos para los exigentes
».
El mozo que cargó su maleta le hizo saber que el fin de semana se presentaba muy tranquilo para el hotel, que en cambio había estado al completo el anterior.
Bond deshizo el equipaje y se cambió de ropa, sustituyendo la del viaje por unos pantalones grises, una camisa de cuello abierto y, sobre éste, un jersey azul marino, y se calzó sus mocasines más cómodos. Prescindió de las armas. Había dejado la ASP 9 mm en el compartimento oculto del Bentley, bien sujeta por las abrazaderas. Aun así, extremó la atención mientras descendía a la planta baja y, cruzando el patio que antiguamente usaran las diligencias, salía a la calle. Buscaba su mirada un Jaguar XJ6 o un gran turismo Mercedes Benz de color gris cuyas matrículas llevaba grabadas en la memoria desde la mañana, cuando aparecieron en su retrovisor apenas haberse puesto él en carretera. Turnándose con monótona regularidad, no dejaron ya de seguirlo.
No eran imaginaciones suyas: por vez primera desde que adoptara su supuesta identidad de ex agente secreto suspendido del Servicio, le pisaban los talones y de forma casi manifiesta, como si el perseguidor quisiera hacerse ver.
Era demasiado temprano para tomar el aperitivo, y James Bond decidió dar una vuelta por el pueblo, que si todos los indicios se veían confirmados, albergaba a un maleante muy fuera de lo común, el cual, además, podía ser un traidor.
El Toro de la Cruz estaba situado casi en la encrucijada que constituía el antiguo centro de la población, formado por una mezcolanza de edificios de estilo georgiano, con unas cuantas casas de época anterior, que formando hileras y apoyadas unas en otras, como prestándose auxilio, habían pasado a convertirse en los comercios del pueblo. Pequeños grupos de antiguas cabañas de braceros servían ahora de vivienda a gente que, empleada en distintas actividades en Banbury o en Oxford, abandonaba a diario la población para acudir al trabajo.
Casi delante mismo del antiguo patio de diligencias se encontraba la iglesia. Desde allí, la calle principal serpeaba hasta las afueras del pueblo, salpicadas de bosquecillos y con casas de mayor tamaño, como si los más acaudalados de la localidad hubieran querido crear con sus propiedades una zona sur de amenas vistas. Amplias cancelas y caminillos orlados de redodendros permitían divisar sosegadas mansiones victorianas o edificios de estilo georgiano, de roja piedra de Hornton.
El tercer acceso para coches que se encontraba después de la iglesia, se abría paso entre altas tapias, tras un moderno portón de doble hoja, encastrado en el marco original, de piedra del siglo dieciocho. En la columna de la derecha destacaba una pequeña placa de latón en la que podía leerse, en letras grabadas: GUNFIRE SIMULATIONS LTD. Y en piedra tallada, más nueva pero pulcramente unida a la primitiva, una única palabra: ENDOR.
El caminillo, que describiendo una cerrada curva desaparecía tras una espesura de árboles y plantas de jardín, estaba muy bien cuidado. Al fondo, a unos doscientos metros de distancia, se distinguía vagamente una franja de pizarra gris. Estimó Bond que la propiedad tendría una superficie de algo menos de dos kilómetros cuadrados. La alta tapia, que se prolongaba hacia la izquierda, iba a morir junto a un camino de tierra apisonada y con un poste indicador que señalaba, en letras muy legibles: Los Matorrales.
Recorridos unos ochocientos metros, torció por la calle del pueblo y la siguió hasta su extremo norte, donde una sucesión de viejas casas flanqueaba una elevación boscosa y cubierta de maleza. Obra de especuladores con olfato comercial, había surgido ya allí una moderna urbanización que casi se metía en el propio bosque.
Pasadas ya las doce, Bond regresó despacio a la posada. En el patio, no lejos del Bentley, había un Jaguar azul oscuro, pero exceptuado el personal de la hospedería, no vio a nadie por los alrededores. En el bar de la casa no encontró más que al encargado de la barra y a un único cliente.
—¡James, cariño, qué sorpresa! ¿Qué haces tú aquí, en estas soledades?
Sentada junto a una de las ventanas descubrió a Freddie Fortune, que lucía una camisa verde esmeralda y ajustados tejanos.
—La sorpresa es mutua, Freddie. ¿Qué quieres tomar?
—Un vodka con tónica, cariño.
Preparadas las bebidas por el afable camarero, salió con ellas al encuentro de Freddie, diciendo en voz alta por el camino:
—Y a ti, ¿qué te trae por estos parajes?
—Verás, es que me encanta esto. Vengo aquí a menudo, para establecer contacto con la naturaleza… y con los amigos. A ti, en cambio, me cuesta imaginarte en un lugar como éste, James —comentó. Y en voz baja—: ¡Qué bien que hayas podido venir!
Bond repuso que también él lo celebraba.
—Estoy un poco bajo de moral. Y perdóname, Freddie, lo de la otra noche. Te debí de dar una auténtica paliza con mis lamentaciones…
—Ni mucho menos, cariño —murmuró ella—. La verdad es que quedé terriblemente conmovida. Créeme que siento horrores lo que estás pasando, mi pobre corderito.
—Estuve ridículo. Olvida las tonterías que dije, ¿quieres? —se sentía un perfecto necio, imitando el estilo de las amistades londinenses de Freddie.
—No fueron tonterías, tesoro, pero ya están olvidadas —tomó un rápido sorbo del combinado—. O sea que has querido alejarte del mundanal ruido, ¿acierto?
—Aciertas —respondió él, casi con la misma afectación de su interlocutora.
—¿O has venido porque te lo pedí?
—Mmmm —contestó él, para no comprometerse.
—¿Y quizá también por la posibilidad del trabajo?
—Un poco por las tres cosas, Freddie.
—Tres cosas son ya muchas cosas.
Y se apretujó contra él. Por un instante, Bond tuvo la extraña sensación de encontrarse junto a Percy.
Almorzaron juntos, a base de un menú que no habría sido motivo de vergüenza para el propio Connaught. A continuación dieron un paseo de unos ocho kilómetros por el campo y bosques, y regresaron alrededor de las tres y media.
—La hora indicada para una siestecita —comentó Freddie, dirigiéndole una mirada de clara invitación, ante la cual Bond, tonificado por el paseo, no quiso en forma alguna desilusionarla.
Previamente, sin embargo, inventó una excusa y salió a retirar del Bentley la ASP 9 mm y dos cargadores de repuesto, todo lo cual ocultó cuidadosamente antes de reunirse con Freddie en la acogedora habitación de ella.
La encontró tendida en la cama, vestida sólo con lo indispensable para no estar desnuda.
—Ven y dame ahora una de tus auténticas palizas —le dijo, sonriendo con dulzura.
—¿Cenaremos juntos? —le preguntó Bond más tarde, mientras tomaban el té en el salón de huéspedes.
El hotel estaba repleto. Tres camareros españoles se afanaban de un lado a otro, distribuyendo teteras y pequeñas fuentes de emparedados y repostería fina. «Igual que el Brown's de Londres en una tarde de domingo —pensó Bond—, pero sin el atildamiento de allí».
—¡Jesús, cariño…! —exclamó Freddie con la expresión que componía cuando deseaba mostrarse «desolada»—. Tengo ya un compromiso —explicó. Y acto seguido, con una sonrisa—: Y a poco bien que juguemos nuestras cartas, la invitación te incluirá a ti. ¿Sabes?, tengo aquí unos viejos amigos —agregó. Y en tono repentinamente confidencial—: Podrían ser los que andas buscando, James. Cuando dijiste que querías entrar en el terreno de los ordenadores, ¿hablabas en serio?
—Totalmente en serio.
—Magnífico. Al bueno de Jason le encantará.
—¿Quién es ése?
—Un amigo mío. O, mejor dicho, unos amigos míos, porque también lo es su mujer: Jason y Dazzle St. John-Finnes.
—¿Ella se llama Dazzle?
Freddie hizo un ademán de impaciencia.
—Su verdadero nombre es Davide o algo por el estilo, pero todo el mundo la llama Dazzle. Gente estupenda. Se dedican al negocio de los juegos electrónicos, y en gran escala. Son inteligentísimos; inventan una especie de simulacros bélicos terriblemente complicados.
M le había dado ya referencias de los restantes miembros del equipo de Jay Autem Holy: la «esposa», Dazzle; un joven profesional llamado Peter Amadeus —«austríaco, me parece»—, y Cindy Chalmers, todavía más joven, y graduada en Cambridge.
—Ella es una viciosa perdida —le confió Freddie—. La gente de aquí la llama Cindy la Pecadora, y es de lo más popular, sobre todo entre los hombres. Es negra, ¿sabes?
Bond dijo que no, que no lo sabía, pero que le gustaría comprobarlo. ¿Qué tal se llevaba Cindy la Pecadora con Peter Amadeus?
—Oh, cariño, el tal Amadeus es la clase de chico del que una mujer no tiene nada que temer ni esperar…, ya me entiendes. ¿Sabes qué? Voy a darle un telefonazo a Jason —como mucha gente de su mundo, Freddie utilizaba el habla particular de Londres, sobre todo cuando estaba fuera de la capital—. Más que nada, por asegurarme de que no le importa que me presente acompañada.
Se ausentó cinco minutos. Bond sabía, sin embargo, cuál iba a ser el resultado de la consulta. Freddie era —tenía que reconocerlo— tan agradable como buena actriz.
—Resultado positivo, James —anunció al volver—. Estarán absolutamente encantados de que vayas a cenar.
Como él daba por descontado, pensó Bond, y también ella.
A pesar de su afectación, de su forma de hacer, algo boba, y de su indiscutible ligereza moral, Freddie Fortune era una amiga leal y, aunque ingenua en sus juicios, se mostraba inconmovible cuando se entregaba a una causa o a una persona. Bond tenía la seguridad de que en aquella ocasión concreta la estaban utilizando, y posiblemente no sospechaba Freddie tan siquiera los peligros a que le estaba exponiendo y, posiblemente, se exponía ella misma.