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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (10 page)

BOOK: Misión de honor
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—Preséntele la Revolución —propuso Cindy—. A ver si, como Jugador novel, se le ocurre alguna novedad.

—¿Por qué no?

Los ojos intensamente verdes relumbraron, como si aquella perspectiva incluyese algún reto.

—¿Un juego que se llama la Revolución? ¿Tiene algo que ver con la Revolución rusa de Octubre?

Jason se echó a reír.

—No, James, no es eso exactamente. Verá, nuestros juegos son de gran envergadura; excesiva, en cierto modo, para los ordenadores domésticos. A causa de su abundancia de detalles, exigen aparatos de memoria superior. Nos preciamos de construir juegos a un tiempo muy recreativos y de alto valor intelectual. A decir verdad, no nos gusta llamarlos juegos. La palabra «simulacros» nos parece más adecuada. Pero, volviendo a su pregunta: no, no hemos creado nada que tenga que ver con ninguna revolución histórica. De momento, sólo tenemos seis variedades en el mercado: Crécy, Blenheim, la batalla de las Pirámides (inspirada en la expedición egipcia de Napoleón), Austerlitz, Cambrai (ésta es apasionante, porque la batalla se habría podido saldar de forma muy distinta) y Stalingrado. También tenemos en avanzada fase de ejecución un simulacro inspirado en la Guerra Relámpago de 1940, y preparamos otro, muy interesante, sobre la Revolución Norteamericana. Ya sabe: los sucesos de 1774 que condujeron a la Guerra de Independencia…

—Freddie y yo nos vamos a dar una vuelta por el invernadero —le interrumpió Dazzle en tono algo incisivo—. No sabéis hablar más que del trabajo, y resulta tedioso. Confío en que nos veamos luego, James. Y encantada de haberle conocido.

Lejos de pedir disculpas, Jason se limitó a encogerse de hombros y añadir una sonrisa. Mientras se retiraba con su acompañante, Freddie le hizo a Bond un significativo guiño. Al volverse de nuevo hacia la mesa, el agente especial captó también la mirada que le dirigía Cindy, casi de complicidad, como antes, pero de pronto también con un trasfondo de celos. ¿O serían otra vez imaginaciones suyas?

Apenas sin transición, le preguntó Jason:

—Supongo que estará usted al tanto del diseño de programas para ordenadores, ¿no, James?

Bond asintió. No había olvidado las horas dedicadas en Mónaco a la construcción de complicados organigramas con la exacta especificación de lo que pretendía uno de la máquina. Y con ese recuerdo le llegó de nuevo aquella curiosa sensación de que Percy estaba presente allí, en cierto modo. Se forzó para volver a la realidad, pues Jason continuaba con sus explicaciones.

—Antes de construir un diseño de programación, hay que determinar lo que deseamos incluir en él. De modo que, inicialmente, planteamos los simulacros en una mesa de grandes dimensiones. Es como una guía gráfica, en la que utilizamos fichas para indicar las unidades, los soldados, los barcos, los cañones, complementadas con cartas que representan variantes: condiciones climatológicas, epidemias, avances o retrocesos inesperados, y otros factores fortuitos que pueden intervenir en una guerra.

—Eso nos da la medida del programa que tenemos por delante —intervino Peter—. De modo que, después de haber desarrollado la batalla…

—…como un millón de veces… —completó Cindy—. O al menos acaba uno con la impresión de haberla repetido un millón de veces…

Peter asintió, para añadir enseguida:

—Estamos en condiciones de diseñar las distintas etapas. Es un trabajo que requiere dedicación.

—Venga al laboratorio —invitó Jason en tono súbitamente imperativo—. Quiero enseñarle el tablero que estamos empleando como referencia. Es posible que le interese y se decida a volver y librar la batalla conmigo. Si lo hace —añadió, mirando a Bond con fijeza—, venga sin apuros de tiempo. No se puede desarrollar una campaña en cinco minutos.

Bond percibió detrás de esas palabras, en apariencia amables, un dejo de inquietante obsesión.

Al salir de la estancia, notó que Cindy le rozaba a la altura de la cadera izquierda, donde tenía alojada la pistolera con la ASP 9 mm. ¿Había sido accidental, o estaba cacheándole discretamente? En cualquier caso, Cindy Chalmer sabía ahora que llevaba un arma.

Cruzaron el vestíbulo. Jason sacó un llavero sujeto a una gruesa cadena de oro y abrió una puerta que había sido, explicó, el antiguo acceso a las bodegas.

—Como es natural, se han hecho algunos cambios.

—Eso supongo —repuso Bond, que no podía imaginar el alcance de esas modificaciones.

Los sótanos de la casa albergaban tres amplias y bien equipadas salas de ordenadores, varios de ellos de los llamados personales, todos con sus correspondientes pantallas. Pero había una cuarta estancia, correspondiente al despacho de Jason. Bond sufrió una sacudida al descubrir allí una máquina de características casi idénticas al Terror Doce que tenía a seguro en el maletero del Bentley.

Jason le condujo a continuación a una espaciosa cámara rectangular iluminada por no menos de treinta focos. Los muros aparecían cubiertos de gráficos y mapas, y una enorme mesa ocupaba el centro de la estancia. Cubría casi toda la superficie de esa mesa un detallado mapa de la costa oriental de Norteamérica, centrado en torno al Boston del decenio de 1770. Vías de comunicación y características topográficas estaban indicadas en vivos colores. En conjunto se encontraba protegido por una plancha de plástico transparente que tenía en su centro un marco rectangular, éste de plástico negro y de la forma y dimensiones de una pantalla de televisión grande. Dos pequeños caballetes se alzaban en los extremos opuestos de la mesa, y a ambos lados de ésta se habían dispuesto otras tantas bandejas con mazos de tarjetas blancas de doce por ocho centímetros. Frente a cada bandeja, una silla destinada al jugador y, a la derecha de aquélla, un casillero bien provisto de papel, mapas y formularios impresos.

Peter y Cindy pasaron a explicar el concepto del juego y la forma en que se utilizaba para elaborar todos los detalles del simulacro antes de proceder a la programación del ordenador. El marco de plástico negro podía desplazarse vertical y horizontalmente a través del mapa.

—El recuadro —explicó Jason— corresponde a la zona que el jugador verá en su pantalla una vez hayamos ultimado el juego.

Se le notaba menos cordial, como si la afabilidad de su carácter hubiera sucumbido repentinamente a las exigencias de su profesión. Expuso entonces a Bond el método que utilizaban para ampliar en el rectángulo el perfil del terreno.

—Una vez pasado el juego al ordenador, se puede recorrer todo el mapa en la pantalla, pero sólo por zonas localizadas. Existe, sin embargo, la posibilidad de ampliarlas mediante un zoom, para lo cual se pulsa la tecla de la Z.

Refiriéndose a los pequeños caballetes, Cindy dijo que contenían un calendario y cartas correspondientes al tiempo, que se barajaban antes de iniciar el juego.

—Las condiciones meteorológicas favorecen o dificultan el movimiento.

Le hizo una demostración práctica: las mismas patrullas británicas que habían avanzado cinco espacios en días claros, no adelantaban más que tres con lluvia intensa, y sólo dos si nevaba.

Jason pasó a explicar el desarrollo del juego. Los participantes se alternaban en dictar consignas al ordenador y proceder al avance de sus efectivos. Ciertas jugadas podían ser secretas, pero tenían que anotarse. En la etapa inmediata se emprendían desafíos y, a ser posible, escaramuzas.

—Lo interesante, a mi modo de ver, es la posibilidad de alterar la historia. Eso es una idea que siempre me ha atraído —observó Jason, de nuevo en un tono que revelaba obsesión, casi de locura peligrosa—. Es posible que un día cambie yo la historia —dijo en un susurro amenazador—. ¿Un sueño? Quizá, pero los sueños pueden realizarse si su ejecución se confía a un hombre de mente genial. ¿Cree usted que lo que hay en mí de genio se aprovecha debidamente? ¡No! —exclamó sin esperar respuesta. Y el tono de sus siguientes palabras resultó apasionado en exceso, para tratar de algo tan trivial como un juego—: A lo mejor podríamos considerar todo esto con más detalle, e incluso jugar unas cuantas partidas. ¿Le va bien mañana?

Consciente de que la oferta encerraba un desafío fuera de lo común, Bond respondió que aceptaba con mucho gusto. St. John-Finnes siguió hablando de revolución y cambio, y de la complejidad de los juegos bélicos. Cindy echó mano de una excusa para retirarse, saludó a Bond con un cabeceo y expresó su esperanza de que volverían a verse.

—Estoy convencido de que así será —dijo Jason, que parecía muy seguro de sí mismo—. He invitado a James a darse otra vuelta por aquí. ¿Le parece bien a las seis de la tarde?

Bond aceptó, advirtiendo que su interlocutor no había sonreído tan siquiera.

Como Jason les precediera al abandonar la estancia, Peter aprovechó para rezagarse y susurrarle al agente especial:

—Si juega usted con él, tenga en cuenta que no sabe perder. Y que juega ateniéndose a la historia. Siempre da por supuesto que su adversario la reseguirá en todos sus acontecimientos. Es un tipo paradójico —concluyó con un guiño que patentizaba la escasa afición que sentía por su jefe.

Arriba les esperaba Dazzle, que regresaba de acompañar a Freddie al hotel en coche.

—Me pareció que estaba muy cansada. Dijo que esta tarde la hizo trotar usted todos estos campos. No debe imponerle tanto ejercicio físico, míster Bond. Ya sabe que es una criatura de ciudad.

Bond tenía opiniones propias a ese respecto. Y por más que también él necesitaba una noche de sueño reparador, aceptó la copa de despedida que le ofrecía su anfitrión. Cindy se había retirado ya a su habitación, y Peter y Dazzle pidieron que les disculparan e hicieron otro tanto, dejando a solas a los dos hombres.

Después de un corto silencio, Jason alzó su copa y dijo:

—Por nuestro reencuentro de mañana —sus verdes ojos habían cobrado el aspecto del cristal—. Quizá no juguemos a nada, James, pero de todas formas me gustaría medirme con usted. ¿En el campo de los ordenadores? Quién sabe… —de nuevo se evadía hacia un mundo propio, hacia un tiempo y un espacio distintos, regidos por otra escala de valores—. Los ordenadores son… o bien el instrumento más prodigioso que ha inventado el hombre, su más espléndida magia, capaz de inaugurar una nueva era —soltó una risa aguda—, o bien el mejor juguete que ha puesto Dios a su disposición.

Siguió otro breve silencio. Unos pocos segundos bastaron para que reapareciese el otro Jason, más benigno y accesible.

—¿Me permite expresar una opinión que le concierne, James? —dijo. Y sin esperar ni su respuesta ni su consentimiento, añadió—: Creo que es usted un pequeño impostor. Que es muy poco lo que sabe acerca del arte de programar ordenadores. Posee, sí, algunos conocimientos, pero no tantos como pretende. ¿Me equivoco?

—Sí —respondió Bond con firmeza—. Se equivoca usted. Recibí la formación que suele impartirse en mi campo de actividades. Y la considero suficiente. Quizá no esté yo a su altura, pero ¿lo está alguien?

—Mucha gente —replicó Jason en tono reposado—. Cindy y Peter, por mencionar sólo dos nombres. La programática es una profesión de jóvenes, James; un porvenir que les pertenece a ellos. Es verdad que yo poseo amplios conocimientos y cierto instinto estratégico. Pero la juventud formada en el mundo de los ordenadores adquiere muy rápidamente ese instinto. ¿Sabe qué edad tiene el más eminente y acaudalado magnate de la programática estadounidense?

—Veintiocho años.

—Así es. Veintiocho. Y algunos de los programadores de nivel verdaderamente superior son todavía más jóvenes. Yo lo sé todo, pero la realización de mis ideas está en manos de gente como Cindy y Peter. La genialidad, las dotes creativas, exigen alimento. Es posible que mis dos programadores no se den cuenta de que proporcionan nutrición a mis ideas. De ahí que usted, con una formación tan exigua, no pueda serme de utilidad alguna. No tiene usted nada que hacer en este campo.

Bond se encogió de hombros. Ignorando hasta qué punto esas afirmaciones entrañaban una tortuosa estratagema, una trampa psicológica, respondió:

—Frente a un adversario como usted, reconozco que es así.

Ya en la puerta, Jason dijo que esperaba con vivo interés su próximo encuentro.

—Si considera que puede competir conmigo, en un juego, se entiende, me pondré gustoso a su disposición. Aunque es posible que descubramos alternativas más interesantes, ¿no le parece? Le espero a las seis.

Bond ignoraba que el propio juego de la vida habría cambiado antes de su siguiente entrevista con Jay Autem Holy. Y también desconocía los riesgos que llevaban aparejados los juegos predilectos de aquel hombre extrañamente mudable. Le constaba, eso sí, que Holy era un poseído. Su afabilidad y su encanto eran disfraces de una mente dispuesta a jugar a Dios con el mundo, y Bond encontraba eso inquietante en extremo.

De regreso en el hotel, y habiendo recibido su llave de un adormilado conserje, subió a su habitación. Pero al introducir la llave en la cerradura, notó que la puerta cedía. «Freddie», pensó un tanto molesto, pues lo que le apetecía era estar solo y reflexionar.

Cauteloso, desenfundó la automática y, ocultándola detrás de la cadera, hizo girar el pomo y empujó suavemente la puerta con el pie.

—Buenas noches, míster Bond —dijo Cindy Chalmer con una sonrisa.

Sentada en una butaca, tenía extendidas ante sí las largas piernas en una postura como de invitación.

Bond cerró silenciosamente.

—Le traigo saludos de Percy —añadió la muchacha, confiriendo a su sonrisa una expresión hechicera.

Bond recordó entonces las miradas que le había dirigido durante la velada.

—¿Y quién es Percy? —preguntó en tono neutro, clavados los ojos en los de ella, al acecho de sus ocultas intenciones.

9. Los secretos de Endor

—¡Pues quién va a ser, míster Bond! Percy Proud. Persephone. Somos colegas.

—Le agradezco mucho la visita, Cindy, pero no conozco a ninguna Percy, Persephone ni Proud.

Y devolvió discretamente la pistola a su funda. Si Cindy quería que la tomase en serio, habría de mostrarse más convincente. El simple hecho de mencionar a Percy y asegurar que la conocía, no bastaba.

Sin embargo, una voz resonó en su memoria: «Nos hemos introducido en Endor».

—Es usted muy hábil —continuó ella, en tono de una colegiala descarada—. Percy me lo anticipó. También me dijo que le gustaba tentar con manzanas a las profesoras…

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