Los muebles reflejaban, al parecer, el carácter de Tamil Rahani. Visto en Montecarlo, a cierta distancia y por breve tiempo, Bond había creído descubrir en él lo que en cualquier otro próspero hombre de negocios: cuidada indumentaria, agudeza, suavidad de modales y confianza en sí mismo. Observado de cerca, la seguridad seguía apreciándose claramente. En cuanto a los suaves modales, se quedaban en la superficie; la impresión dominante era de energía, una energía contenida y canalizada. Recordaba la especie de disciplina personal que caracteriza a todo jefe militar de talla: una especie de sosiego que esconde una decidida e inquebrantable resolución. Rahani respiraba a un tiempo autoridad y segura confianza en sus dotes.
Mientras Simon le acercaba la silla y se procuraba otra para él, Bond echó una rápida ojeada a su alrededor. Las paredes del despacho estaban cubiertas de mapas, gráficos y grandes carteles de aviones, barcos, carros de combate y otros vehículos acorazados, vistos de perfil. Había también una serie de organigramas cuyos indicadores verdes, rojos y azules eran la única nota de color apreciable en la espartana estancia.
—¿Es posible que le haya visto en alguna otra parte? —preguntó Bond, cuidando de observar la cortesía militar, pues una aureola de peligroso poder envolvía a Rahani.
El otro rompió a reír, la cabeza echada un poco hacia atrás.
—Es posible que haya visto fotos mías en la prensa, comandante —replicó risueño—. Más tarde podemos tratar ese tema. Ahora preferiría que hablásemos de usted. Nos ha sido recomendado en términos muy elogiosos.
—¿De veras?
Rahani se golpeó los dientes con un lápiz. Era la suya una dentadura perfecta, de piezas blancas y regulares. El bigote que le adornaba el labio estaba pulcramente recortado.
—Permítame que sea totalmente franco, comandante. Nadie sabe si es usted digno de confianza. Lo único que les consta a las principales agencias de espionaje es que, durante mucho tiempo, ha sido usted agente especial de los Servicios Secretos británicos. En fechas recientes dejó usted de pertenecer a ellos. Se rumorea que presentó su dimisión empujado por el despecho —dijo con una especie de carraspeo interrogativo—. Pero también se afirma que un agente del SIS, de la CIA, del Mossad o de la KGB jamás abandona el servicio para operar por su cuenta. ¿Es ésa la expresión correcta? ¿Operar por su cuenta?
—Es la que emplean los autores del género —respondió Bond, determinado a mantener su actitud de indiferencia.
—Bien —continuó Rahani—, hay muchísima gente interesada en averiguar la verdad. Son varios los Servicios Secretos que desearían establecer contacto con usted. Y uno de ellos estuvo a punto de hacerlo, pero luego se arredró, pensando que, a la larga, y por más contrariado que pudiera usted sentirse, una vez puesto a prueba terminaría por devolverle su lealtad a quien siempre se la había tenido.
Siguió un silencio, que Bond arrostró con expresión inmutable, hasta que el oficial de mando tomó de nuevo la palabra.
—Una de dos, comandante: o bien es usted un óptimo actor que desempeña un papel siguiendo instrucciones, o es auténtica su postura. Lo que nadie discute son sus extraordinarias dotes profesionales. Y que está usted sin trabajo. De ser ciertos los rumores relacionados con su dimisión, es una pena dejar que continúe inactivo. Mi propósito al traerle aquí es verificar esos rumores y, quizá también, ofrecerle un empleo. ¿Le gustaría trabajar? En el terreno de la información secreta, se entiende…
—Eso depende —replicó Bond con voz átona.
—¿De qué? —le atajó Rahani en tono vivo, dejando traslucir al hombre autoritario que había en él.
—Del trabajo —el semblante del agente especial había perdido una pizca de su tensión—. Mire usted, no quisiera parecerle brusco, pero se me ha traído aquí en contra de mi voluntad. Por otra parte, mi anterior trabajo es sólo cuenta mía y, supongo, de la gente a quien presté mis servicios. Para serle sincero, estoy tan harto de la profesión, que no tengo la menor certeza de querer volver a ella.
—¿Ni siquiera como asesor? ¿Con unos honorarios muy elevados? ¿Con escasas obligaciones y riesgo personal todavía más escaso?
—La verdad es que no lo sé.
—Pero ¿estaría dispuesto a estudiar una oferta?
—Nunca las rechazo por principio.
Rahani hizo una larga inspiración y dijo:
—Unos ingresos de más de doscientas cincuenta mil libras por año. Algún que otro viaje apresurado, para prestar asesoramiento en terceros países. Cada dos meses, una semana de conferencias aquí.
—¿Dónde es aquí?
Por primera vez, una mueca de disgusto contrajo el semblante de Rahani. Le respondió con las mismas palabras que había empleado Simon momentos antes.
—Todo a su debido tiempo, comandante. A su debido tiempo.
—Asesoramiento ¿sobre qué? Conferencias ¿sobre qué?
—Las conferencias, sobre la estructura de los Servicios Secretos británicos y sus métodos. El asesoramiento, sobre aspectos informativos y de seguridad de ciertas operaciones.
—Operaciones desarrolladas ¿dónde y por quién?
Rahani desplegó las manos ante sí.
—Eso estará en función de las circunstancias. Y variará con las propias operaciones. Mire usted, la organización que dirijo no está casada con país, grupo humano o ideología alguna. Somos… ya sé que se trata de una palabra muy manoseada, pero es la única posible en este caso… somos apolíticos.
Bond permaneció a la expectativa, con el aire de quien no quiere comprometerse todavía. Fue Rahani quien tuvo que capitular finalmente.
—Soy un soldado. En mis tiempos fui mercenario. Y también me he situado, con muchísimo éxito, en el mundo de los negocios. Tenemos, creo yo, algunas cosas en común. Entre ellas, la afición por el dinero. Tiempo atrás, con unas cuantas personas de mentalidad afín a la mía, vimos la posibilidad de conseguir beneficios muy sustanciosos entrando en el negocio del mercenariado. Apolítico como soy y no teniendo deudas contraídas con ninguna ideología ni creencia, resultó fácil. Son numerosos los países y grupos revolucionarios que necesitan especialistas: un hombre o varios o, incluso, una organización de ellos, con efectivos humanos capaces de llevar a término un plan.
—¿Terrorismo de alquiler? —preguntó Bond con una pizca de repugnancia—. Quien no se atreve a ejecutar algo, lo encarga a terceros más osados.
—Lo expresa usted muy bien, comandante Bond. Pero le sorprendería comprobar que las organizaciones terroristas no son nuestros únicos clientes. También se han dirigido a nosotros gobiernos legalmente constituidos. De todas formas, y dada su condición de antiguo agente de los Servicios Secretos, política e ideales son un lujo que no puede usted permitirse.
—Puedo permitirme el de desaprobar ciertos ideales. Y el de oponerme a ellos con profunda aversión.
—Y si nuestros informes son correctos, ese tipo de aversión es la que le inspiran los métodos de los Servicios Secretos tanto británicos como norteamericanos, ¿es así?
—Digamos, sin más, que me defrauda el que, después de tan largos años de fiel dedicación, un organismo oficial pueda ponerme en entredicho.
—¿Y no ha pensado en ningún momento en el placer de la venganza?
—Mentiría si dijese que no me ha pasado por el pensamiento; sin embargo, nunca ha llegado a convertirse en una obsesión. No soy rencoroso.
—Nosotros necesitamos un colaborador decidido. ¿Comprende lo que quiero decir?
A modo de interrogación, produjo el carraspeo de antes. Bond asintió, y seguidamente dijo que no era un necio: una vez revelados la existencia y los propósitos de su organización, Tamil Rahani no tenía más remedio que decidirse con respecto a él. Si le ofrecía un empleo y él lo aceptaba, no surgiría problema alguno. En cambio, si resolvía que su persona representaba un riesgo, o que sus móviles no estaban claros, el desenlace podía ser sólo uno.
Oída su exposición hasta el fin, Rahani indagó:
—Siendo así, ¿le importa que le haga unas cuantas preguntas pertinentes?
—¿Qué entiende usted por pertinentes?
—Relacionadas con el tipo de cosas que no trataría usted con la prensa. Quiero saber, comandante, el verdadero motivo de su dimisión. Creo que en su momento la atribuyó a disensiones entre departamentos. Se formularon acusaciones que, si bien acabaron siendo retiradas, usted tomó muy en serio.
—¿Y si opto por no hablar de eso?
—No me dejará más salida, amigo mío, que considerarle indigno de confianza. Conclusión que podría tener consecuencias desagradables —añadió Rahani con una sonrisa.
Bond acometió el proceso de fingir que meditaba la situación. M, Bill Tanner y él habían elaborado conjuntamente una versión de los hechos verosímil hasta cierto punto. Tanto confirmarla como refutarla exigiría acceder a información reservada, en poder del departamento jurídico, que contaba entre su personal con una serie de experimentados jurisconsultos. A esa información habría que añadir la de otras tres personas, empleadas en el registro, y la de una cuarta que pudiese consultar fácilmente toda la documentación archivada en el departamento 5.
—De acuerdo —dijo Bond al cabo de unos segundos, asintiendo con la cabeza—. Si quiere saber la verdad…
—En efecto, comandante Bond. Le escuchamos —repuso Rahani con voz tan suave como su actitud.
Refirió la historia tal como la habían urdido en el despacho de M. Unos seis meses antes se había descubierto en las oficinas centrales del Servicio la desaparición, sólo durante las horas nocturnas, de una serie de delicados expedientes. El hecho no era nuevo, y técnicamente resultaba posible, pese a las rigurosas medidas de seguridad y a la necesidad de regularizar mediante firma la entrega y recepción de archivos. El sistema, con todo, estaba sometido a una segunda vigilancia electrónica, en función de contraseñas codificadas existentes en todas las carpetas, y que se registraban cuantas veces se retiraba o devolvía una de aquéllas. Los expedientes pasaban por una máquina que leía el código y lo transmitía al banco de datos del registro, el cual se examinaba todos los finales de mes. Alterar las contraseñas codificadas o sacar copia de ellas hubiera sido imposible. Lo que cualquiera podía hacer, en cambio, y puesto que las extensas cintas del ordenador no se comprobaban más que a final de mes, era devolver todas las noches un falso expediente y sustituirlo a la noche siguiente por el original. De tal forma, y alternando originales y expedientes ficticios, era posible examinar una veintena de aquéllos en un mes, antes de que se descubriese el amaño. Y era eso lo que había ocurrido, sostuvo Bond, si bien el registro empleó tanto tiempo en confrontar y verificar datos, pensando que la irregularidad tenía que ver con un error de programación, que hubo de transcurrir otra semana antes de que llegase el informe al jefe del Servicio.
En total eran sólo ocho los expedientes extraídos de forma clandestina. El hecho, sin embargo, era que en las fechas en cuestión Bond figuraba entre las personas con acceso a los archivos. Y aunque eran cinco los sospechosos, fue a él a quien interrogaron en primer lugar.
—Cuando lo normal, dados mi rango y antigüedad, habría sido concederme la cortesía de una entrevista con el jefe del Servicio —señaló en tono que orillaba la cólera—. Pero no; al parecer, carecía de importancia el hecho de que los otros cuatro fuesen agentes de experiencia relativamente escasa y sin hechos de armas en su historial. Era como si se me singularizase a mí a causa de mi grado, de mis antecedentes, de mi experiencia.
—¿Y llegaron a acusarle formalmente? —la pregunta fue esa vez de Simon.
Bond dejó que la ira cobrase intensidad y saliera a la superficie.
—Oh, sí. ¡Sí, me vi acusado! Aun antes de haber hablado con los demás, me echaron encima a un par de habilísimos interrogadores, además de un fiscal de la Corona. «Retiró usted de las oficinas centrales esos expedientes, comandante Bond. ¿Por qué? ¿Sacó copia de ellos? ¿Quién le pidió que los extrajese de los archivos?». Y así durante dos días.
—¿Y había usted sacado esos archivos de las oficinas, comandante?
—En absoluto —respondió Bond, gritando casi—. Les llevó otros dos días interrogar a los restantes sospechosos, y pasó un tercer día antes de que el jefe del registro recordase que uno de los funcionarios había recibido permiso especial para sacar los dichosos expedientes, que debía estudiar uno de los mandatarios del Servicio, asesor del Ministerio. Habían dejado espacios en blanco en el libro de salidas, a fin de hacer cuadrar los datos. En principio, el jefe del Servicio habría tenido que sentar ese hecho en el banco de datos, pero se encontraba de permiso y lo olvidó. Nadie arremetió contra él, ni mucho menos se pidió su cabeza.
—De manera que no había desaparecido ningún expediente… Supongo que le ofrecerían una satisfacción.
—No de inmediato —respondió Bond con furia algo pueril—. Ni a nadie pareció importarle en absoluto lo que yo sintiera. Por lo visto, el jefe del Servicio ni siquiera llegó a comprender que me considerase ofendido.
—De modo que presentó usted su dimisión. ¿Así, sin más?
—Eso podríamos decir.
—Una explicación excelente —determinó Tamil Rahani con aire satisfecho—. Pero difícil de probar, según mi experiencia de las oficinas gubernamentales.
—Muy difícil —reconoció Bond.
—Y dígame, ¿a quién se referían los protocolos en cuestión?
—¡Vaya! —replicó el agente especial, esforzándose en resultar simpático—. Lo que ahora me pide es una traición.
—En efecto —dijo Rahani con la mayor naturalidad.
—Principalmente contenían información actualizada acerca del despliegue de efectivos tácticos del bloque soviético. Uno se refería a agentes destacados cerca de bases orientales.
Rahani frunció el entrecejo.
—Un asunto delicado, no hay duda. Bien, comandante, haré unas cuantas indagaciones. Entretanto, Simon puede enseñarle Erewhon, y luego procederemos a otras pequeñas entrevistas.
—¿Interrogatorios, quiere decir?
—Como prefiera —Rahani se encogió de hombros—. Su porvenir depende de lo que nos diga ahora. La cosa no puede ser más sencilla.
Camino ya de la puerta, Bond se volvió.
—¿Me permite que le haga yo una pregunta?
—No faltaría más.
—Guarda usted un extraordinario parecido con cierto señor Tamil Rahani, presidente de la Rahani Electronics. ¿Es posible que nos hayamos visto anteriormente en Montecarlo?