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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Misión de honor (13 page)

BOOK: Misión de honor
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Bond, que no tenía el menor deseo de que le matasen a esas alturas de su carrera, arrojó la ASP al suelo.

—Bien hecho —aprobó la voz, que era suave, algo cantarina—. Y ahora, las manos a la cabeza, tenga la bondad.

Los dos hombres que antes detectara Bond se habían incorporado y, en ese momento, avanzaban hacia él, el de la izquierda aferrando ante sí con ambas manos un revólver de cañón corto, los brazos firmes como barras de hierro y clavados los ojos en el cautivo. Bond comprendió claramente que cualquier falso movimiento le valdría el inmediato impacto de dos balas. El otro, inclinándose con la presteza de un ave de rapiña que se abate sobre su presa, recogió la ASP de un manotazo.

—Perfectamente. Ahora levántese muy despacio —añadió la voz, al tiempo que el cañón del arma dejaba de apoyarse detrás de la oreja de Bond. Siguió un rumor de pisadas; el desconocido retrocedía—. No ha estado mal del todo nuestra maniobra, ¿verdad? Como sabíamos más o menos por dónde se había emboscado, era simple cuestión de ponerle a la vista a un hombre sigiloso y a otro rápido. Los muchachos han tenido que repetir tres veces esa pequeña farsa antes de dar con su paradero. Es la clase de estratagema de campaña que enseñamos a nuestros hombres. Dese la vuelta, tenga la bondad.

—¿Y quiénes son ustedes, los que enseñan? —preguntó Bond mientras se volvía.

Vio ante sí a un hombre bien constituido, de unos treinta y cinco años de edad, espeso cabello negro y rizado, ojos del mismo color, rostro cuadrado, nariz grande y carnosos labios. Las mujeres debían de encontrarle atractivo, pensó el agente especial. Su piel atezada tenía además el curtido del sol. Pero lo más revelador eran los ojos. Tenían esa particular mirada de quien ha pasado largos años escrutando horizontes al acecho de una columna de polvo delatora, o el cielo en busca de una mota, o un contenido movimiento entre las rocas, o el destello del cañón de un arma en portales y ventanas. Tal era la actividad a que se habían entregado aquellos ojos probablemente desde la niñez. En cuanto a la nacionalidad de su dueño, ¿quién hubiera podido determinaría? Procedía de algún país del Cercano Oriente, pero resultaba imposible precisar de cuál: Jerusalén, Beirut o El Cairo. «Seguramente hay en él una mezcla de orígenes», pensó Bond. Y de nuevo preguntó:

—¿Quién imparte esas enseñanzas?

El joven alzó una ceja.

—Quién sabe, míster Bond. A lo mejor llega usted a descubrirlo —su sonrisa no estaba exenta de cordialidad—. Y ahora hemos de ponernos en marcha —continuó—, y no tengo la seguridad de que vaya a estarse usted quietecito —soltó una breve risa—. Como además tengo la impresión de que mis superiores le prefieren vivo que muerto, ¿quiere hacer el favor de quitarse la chaqueta y subirse una de las mangas de la camisa?

Otras dos siluetas se alzaron entre los matorrales al mismo tiempo que, enfundando la pistola, el jefe del grupo se sacaba del bolsillo una caja rectangular.

Uno de los recién llegados ayudó a quitarle a Bond la chaqueta, mientras el otro le apoyaba con firmeza las manos en los hombros. Él no opuso resistencia, y dejó que le arremangasen. El jefe del grupo, entretanto, había llenado una jeringuilla hipodérmica; le dio la vuelta, de forma que la aguja quedase hacia arriba, y de su punta surgió entonces un chorrillo de líquido incoloro que formó un breve arco en el aire. Bond sintió a continuación un aguijonazo en la parte alta del brazo.

—Descuide —dijo con una sonrisa el que comandaba el grupo—. Le aseguro que nuestro interés es conservarle vivo.

Alguien soltó una risotada, y otro hizo un comentario en una lengua que el agente especial no supo identificar. Ni siquiera percibió la inoculación del líquido.

Al principio le pareció que iba en un helicóptero, tendido boca arriba y sobre la caja de un motor que trepidaba. Oyó el voltear de las palas del rotor. Y luego, de muy lejos, le llegó un tableteo de armas automáticas. Entonces, y por cierto espacio de tiempo, volvió a distanciarse, como arrastrado por una corriente, hasta que de nuevo le invadió la sensación de estar en un helicóptero, y con ella percibió una serie de explosiones, violentas y cercanas.

Al abrir los ojos, vio un ventilador que giraba lentamente en el techo, y cobró conciencia de estar entre paredes blancas, tendido en una sencilla cama metálica y vestido por completo.

Se incorporó sobre un brazo. Su estado físico era bueno: no sentía náuseas ni dolor de cabeza, y fijaba normalmente la mirada. Extendió ante sí una mano, desplegando los dedos. El pulso era firme. La habitación, por completo vacía de muebles exceptuada la cama, tenía una sola puerta y una única ventana, ésta enrejada en el exterior y con una retícula por dentro. El sol se filtraba tímidamente por esa abertura.

En el momento en que echaba los pies al suelo, se hizo audible otra explosión lejana. Se irguió. Las piernas le aguantaban. Echó a andar hacia la puerta. Recorrida la mitad del camino, volvió a oír tableteo de ametralladoras…, de nuevo distante. La puerta estaba cerrada con llave, y la retícula de la ventana apenas permitía ver nada. Con ese fin la habían aplicado. Se trataba de una lámina de lo que parecía papel adhesivo. Pegada a los cristales, impedía también que éstos se fragmentasen por efecto de las explosiones.

De una cosa estaba seguro: no se encontraba en Inglaterra. La temperatura reinante en el cuarto, pese a la acción del ventilador, no era de las que se conocen en Inglaterra aun en los más espléndidos veranos. Los disparos de armas de pequeño calibre, puntuados a ratos por una explosión, le llevaron a pensar que estaba en alguna zona de guerra.

Tanteó de nuevo la puerta, y luego inspeccionó la cerradura. Era sólida, bien construida y más que segura. Y podía dar casi por cierto que también del otro lado existían cerrojos.

Se revisó metódicamente los bolsillos, pero nada había en ellos. Le habían dejado limpio, sin olvidar siquiera el reloj. Miró la cama. Su bastidor parecía de una sola pieza. Estaba seguro de que, disponiendo del tiempo suficiente —y de alguna suerte de palanca— podría haber desprendido un trozo de recio alambre de los muelles; pero la tarea se presentaba ardua, y no tenía forma de saber cuánto tiempo le dejarían solo.

«En la duda, abstenerse», pensó.

Regresó a la cama y, tendido en ella, pasó revista a los acontecimientos de que todavía guardaba clara memoria. La tentativa de huir con los programas del ordenador. La acción de echarlos en el buzón. Los coches lanzados tras de él. El bosque y su captura. La jeringuilla. Sólo él había disparado. Alcanzando sin duda —y quizá matando— a uno del grupo. Sin embargo, y aparte las precauciones del caso, los demás habían puesto empeño en que él no recibiera daño alguno. Podía existir una relación entre el trance en que se hallaba y su visita a Jay Autem Holy, pero no forzosamente. «No des nada por sentado. Espera a los acontecimientos. Prepárate para lo peor».

A ese propósito dedicó los próximos minutos, quizá veinte. Por fin oyó ruido de pisadas. Poco audibles, como si las acallara un pavimento de tierra. El paso, sin embargo, era inconfundiblemente militar. Detrás de la puerta rechinaron cerrojos. Giró una llave en la cerradura. Abrieron.

Vislumbró arena, bajas edificaciones blancas y dos hombres armados, de uniformes verde oliva. Otro sujeto entró en el cuarto. Era el mismo que le había administrado la inyección en el bosquecillo del Oxfordshire. Ahora también él vestía uniforme, del mismo tono de verde, pero desprovisto de insignias y demás distintivos de rango. Calzaba botas especiales para el desierto y del lado derecho del cinto le colgaba un revólver de grueso calibre. En el lado opuesto pendía un largo cuchillo envainado. Iba tocado con un
kefiyé
color castaño claro, casi de factura casera, que sujetaba con un cordón rojo. Uno de los dos hombres que montaban guardia en el exterior tendió un brazo y cerró la puerta tras el recién llegado.

—¿Ha dormido bien, míster Bond?

Lo preguntó con una sonrisa que era casi contagiosa. Al encontrar su mirada, Bond recordó las impresiones que le habían producido aquellos ojos.

—La verdad es que hubiera preferido estar despierto.

—Pero ¿se encuentra bien? ¿No nota molestias?

Bond negó con la cabeza.

—Bien. Me llamo Simon —vivaz, dinámico, le tendió una mano que Bond no tomó—. No le reprochamos lo ocurrido a nuestro compañero —continuó, tras una breve pausa—. Porque le mató usted, por si no lo sabía. Claro está que se le pagaba por arriesgar la vida —se encogió de hombros—. Temo que le hayamos subestimado a usted. Culpa mía. A nadie se le ocurrió que pudiera llevar armas. Bien mirado, ya no está en la profesión. Pensé que si iba usted armado sería por pura nostalgia, y nada tan mortífero, desde luego, como aquel artefacto. Que por cierto es nuevo para nosotros. ¿De qué se trata exactamente?

—Me llamo James Bond. Ex comandante de la Armada Real y ex funcionario de los Servicios Extranjeros. En la actualidad retirado.

Una mueca de desconcierto frunció por un instante el rostro de Simon.

—Ah, ya entiendo: nombre y rango, y ni una palabra más —soltó una risa monocorde—. Siento desilusionarle, comandante Bond; no es un prisionero de guerra. Cuando se nos escapó usted en aquel espléndido automóvil, no teníamos manera de hacerle saber que nuestro cometido era el de emisarios amistosos. En relación con un posible empleo.

—De ser así, podrían haberlo gritado. La voz se difunde con mucha claridad en los bosques.

—¿Y nos habría creído usted?

Se produjo un silencio.

—¿Lo ve? No; dudo que nos hubiera creído. Por eso no nos quedaba más camino que traerle aquí, sano y salvo, recurriendo a la fuerza sólo en medida indispensable.

Bond reflexionó un instante.

—Exijo saber dónde estoy y quiénes son ustedes.

—A su debido tiempo. Todo a su…

—¿Dónde estoy? —le atajó Bond cortante.

—En Erewhon* —Simon rió entre dientes—. Nos gustan los nombres cifrados, ¿sabe? Cuestión de seguridad… y de paz de espíritu. Por si rechazase usted nuestra oferta o, ¿por qué no?, resultase no ser del todo la clase de hombre que necesitamos. Así pues, este lugar se llama Erewhon. Y ahora, si tiene la bondad, el oficial de mando desea hablar con usted.

Bond echó los pies al suelo lentamente, al tiempo que asía a Simon de la muñeca. La mano libre de su interlocutor voló a la culata del revólver.

—Comandante, yo no le aconsejaría…

—Descuide, no voy a atacarle. Es que no recuerdo haber solicitado ningún empleo. A nadie.

—Ah, ¿es eso? Sí, claro; no lo ha solicitado —confirmó Simon en tono ingenuamente burlón—. De todas formas, una cosa es cierta: está sin trabajo. ¿No es así, comandante Bond?

—En efecto.

—Y no es usted, por naturaleza, un hombre ocioso. Nosotros quisimos… ¿Cómo lo diría yo…? ofrecerle una oportunidad.

Bond miró de hito en hito a Simon.

—¿Y no habría sido más civilizado hacerlo en Inglaterra, por invitación, y no secuestrándome?

—El oficial de mando de Erewhon desea hablar con usted —insistió Simon con una sonrisa cautivadora, como si eso lo explicara todo.

Bond hizo como si lo meditara un momento, y luego asintió.

—Está bien. Me entrevistaré con él.

—Estupendo.

Simon tabaleó a la puerta, que uno de los que aguardaban afuera abrió. Al salir ellos del cuarto, los dos guardianes flanquearon al agente especial. Éste olisqueó el aire. Era caliente pero seco. Y pobre en oxígeno. Tenían que estar muy por encima del nivel del mar. Por lo demás, se encontraban en una pequeña hondonada entre montañas. A un lado formaban éstas dos elevaciones redondeadas, como senos femeninos, pero de seca tierra revuelta con rocas. El resto del círculo ofrecía un aspecto más áspero, con cimas y picachos que alcanzaban alturas de algunos centenares de metros, e impresionantes peñascos.

El sol estaba alto, casi en el cenit. Una serie de chatos edificios blancos ocupaban el arenoso fondo de la hondonada, en una larga hilera y dispuestos en forma de una gran E. Donde el terreno se elevaba, y recostadas en la pendiente, había otras edificaciones de parecido aspecto, aunque repartidas con un criterio menos simétrico. Simon se encaminó hacia ellas, distantes unos quinientos o seiscientos metros.

De algunos de los edificios menores emanaba humo. Bond vio a su izquierda un campo de tiro, y en él un grupo de hombres uniformados haciendo instrucción. Por el lado de las colinas onduladas, entre un grupo de desventradas casas de ladrillo que casi parecían europeas, sonaron de improviso violentas explosiones punteadas por disparos de armas ligeras. En medio de las destruidas viviendas cruzaron fugaces siluetas, como de hombres enzarzados en una batalla urbana.

Al volverse, atraído por el estruendo, Bond advirtió asimismo una especie de casamata hundida en la cima de una de las elevaciones. Un puesto defensivo, pensó, y casi inexpugnable desde el aire, aunque quizá podría accederse a él mediante helicópteros.

—¿Qué le parece nuestro Erewhon? ¿Le gusta? —preguntó Simon animadamente.

—Depende de lo que hagan ustedes aquí. ¿Organizan visitas turísticas?

—Poco menos que eso —replicó en tono al parecer muy divertido.

Habían llegado a un edificio de las dimensiones de un modesto bungalow. A la derecha de la puerta, en una placa pulcramente rotulada en varios idiomas, entre ellos el hebreo y el árabe, se leía OFICIAL DE MANDO. Entraron en una pequeña antesala, que Simon cruzó para llamar a una puerta situada al otro extremo. No había otra en la estancia.

«Entre», dijo una voz. Con un ademán elocuente, Simon anunció en tono marcial:

—El comandante James Bond, señor.

Después de todo lo ocurrido, y ante la cantidad de preguntas insatisfechas que se planteaba a sí mismo, a Bond no le hubiera sorprendido encontrarse con el general Zwingli al trasponer aquella puerta. Pero viendo al hombre que se hallaba sentado a la mesa plegable que presidía el espacioso despacho, se quedó sin aliento. Y no era que aquel personaje no guardara cierta relación con Zwingli, pues la última vez que le había visto se encontraba en compañía de él, en la
salle privée
del casino de Montecarlo.

—Entre, comandante Bond. Entre usted. Bien venido a Erewhon —dijo Tamil Rahani—. Tenga la bondad de sentarse. Simon, acérquele una silla al comandante.

11. Terror de alquiler

La habitación estaba amueblada funcionalmente: su mesa plegable, el archivador y las cuatro sillas eran la clase de equipo que se hubiera podido encontrar en cualquier almacén de intendencia de cualquier parte del mundo.

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