—Seguiremos viaje en coche. Nos llevará entre una hora y una hora y media. Tenemos tiempo sobrado. Nuestra actuación no comienza hasta las once.
El piloto redujo el régimen de los motores al acometer el aterrizaje, y tras una breve aceleración al enfilar la pista, las ruedas se posaron en ella con un choque casi imperceptible. El aparato emprendió su carrera final, rugiendo al entrar en acción los aerofrenos.
Tal como Bond había imaginado, el desembarco fue rápido, interviniendo en él, combinadas, la eficacia de la burocracia suiza y la astucia de SPECTRA. El avión se detuvo a buena distancia de la terminal de viajeros. Dos Audi Quattro y un coche de la policía lo flanquearon.
Bond asistió por la ventanilla a los trámites de inmigración. El pequeño montón de pasaportes fue entregado, examinado y devuelto, con un saludo. Supuso que no habría inspección aduanera. El reactor de la Goodyear debía de llevar cosa de un mes aterrizando y despegando continuamente de los aeropuertos de Ginebra y Berna: a esas alturas, las formalidades se reducirían al sencillo ejercicio de la confianza mutua.
El general Zwingli fue el primero en abandonar su asiento y enfilar el pasillo. Al cruzar junto a Bond, le saludó con un cabeceo. Abandonaron el avión en fila india, Bond encajonado entre Simon y el asistente árabe. Aunque ninguno de ambos le amenazó, sus miradas daban a entender claramente que cualquier falso movimiento suyo encontraría enérgica respuesta. El coche de la policía se alejaba ya hacia la terminal con su dotación de guardias de frontera.
Los dos Audi exhibían en el parabrisas y en la luneta posterior distintivos que acreditaban a sus ocupantes como altos empleados de la Goodyear. Bond reconoció en ambos chóferes, uniformados de gris, a hombres que había visto en Erewhon.
Minutos más tarde, el agente especial se encontraba acomodado junto a Holy, en la trasera del segundo coche, y abandonaban el aeropuerto en la penumbra del amanecer. Las casas de las afueras de Berna dormían aún; sólo en unas pocas la luz de las ventanas y los verdes postigos abiertos ofrecían los primeros indicios del despertar. Pensó Bond que uno tenía conciencia de encontrarse en Suiza, en un país pequeño y rico, por el hecho de que todos los edificios, incluidos sus jardines y sus flores, daban la impresión de agruparse en un espacio esterilizado, como surgidos de una caja de construcciones de plástico.
Siguieron la ruta más directa: primero en línea recta hacia Lausana y luego por la orilla del lago, flanqueando el tendido del ferrocarril, que se hubiera dicho de juguete. Holy guardó silencio casi todo el trayecto, pero Simon, que viajaba en el asiento delantero, se volvía a trechos, para hablar de naderías.
—¿Conocías este rincón del mundo, James? Un país de cuento de hadas, ¿verdad?
Sin saber exactamente por qué razón, Bond recordó que había visitado por primera vez el lago Léman a sus dieciséis años, en ocasión de unas vacaciones de una semana en casa de unos amigos que vivían en Montreux. Allí tuvo una aventura juvenil con la camarera de un café ribereño y se aficionó al Campari con soda.
Los coches se detuvieron, entre Lausana y Morges, ante un iluminado restaurante próximo al lago. Simon y el asistente árabe se turnaron en acercar café y panecillos a los coches. La total normalidad con que llevaron a cabo esa operación le crispaba a Bond los nervios como si le hurgasen con un torno de dentista una muela cariada. La mitad de su cerebro y de su cuerpo le instaban a actuar drásticamente en ese instante; la otra, en cambio, más profesional, le recomendaba esperar y servirse del momento más propicio, cuando se presentara.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó a Holy poco después de la pausa dedicada al desayuno.
—A un lugar situado a pocos kilómetros de aquí, en la zona de Ginebra —respondió su interlocutor, sereno y confiado—. Tomaremos por una bifurcación de la carretera del lago, hacia un pequeño valle que tiene una pista de aterrizaje. El equipo de Erewhon nos estará esperando. ¿Ha volado alguna vez en dirigible, James?
—No.
—Entonces, va a ser una novedad para ambos. Tengo entendido que es algo fantástico —oteó por las ventanillas—. Y al parecer, el tiempo nos acompaña. Con un día claro, la vista será maravillosa.
Atravesaron Nyon, cuyas casas se apoyaban unas en otras junto al lago, como para ayudarse a no caer a sus aguas. Poco más tarde avistaron, hacia el extremo occidental del Léman, los primeros borrosos edificios de Ginebra, en un panorama surcado por un vaporcito como de juguete, que dejaba tras de sí una solitaria estela de espuma en su perezosa travesía del lago. Todo tenía su apacible aspecto de siempre.
Divisaron también el primer control de policía, donde los dos coches aminoraron la marcha basta casi detenerse, momento en que los agentes uniformados, alerta la mirada, les franquearon el paso con una seña.
Encontraron un segundo puesto de vigilancia poco antes de abandonar hacia el interior la carretera ribereña. Lo atendían un coche policial y dos motoristas que les hicieron señal de parar, hasta que, reparando en los distintivos de la Goodyear, les invitaron, sonrientes, a seguir su camino. Al volverse, Bond vio a uno de los hombres hablar por un transmisor. Tal como había supuesto, la policía secundaba, ignorante de ello, los acontecimientos que al cabo de unas pocas horas iban a tener efecto en el espacio aéreo próximo al lago.
La gran brecha abierta entre las montañas parecía ensancharse a medida que se alejaban de ella. El sol estaba alto ya y se divisaban, minúsculas, las alquerías de las laderas. Y entonces, de improviso, apareció ante ellos el fondo del valle y la pista de aterrizaje, su torre de control, el hangar y un tercer edificio, todo ello diminuto y rodeado de hierba de un verde como esmaltado, y tan pulcro e irreal como si formase parte de un plató cinematográfico. En mitad del césped descansaban, semejantes a pájaros exhaustos, dos aeroplanos del servicio de rescate montañero. Al extremo de la pista, la masa fusiforme del
Europa
, el dirigible de la Goodyear, se mecía perezosamente, fijada en su corto mástil de amarre.
A continuación la carretera empezó a descender, el campo de aterrizaje se perdió de vista y enfilaron la sucesión de sinuosas curvas que habían de conducirlos a su punto de destino.
Antes de alcanzar el fondo del valle y la pista de aterrizaje, los dos Audi tuvieron que cruzar dos nuevos puestos de control. Desde luego, la policía suiza había entrado rápidamente en acción. Bond reconoció que Londres se sentiría muy satisfecho, en su idea errónea de que ninguna irregularidad iba a producirse en las apacibles orillas del lago Léman.
Nada menos que tres coches policiales aguardaban en la entrada del campo, que era poco más que una verja abierta en una alambrada de dos metros y medio de altura tendida en torno al recinto. Un cuarto vehículo de la policía patrullaba a lo lejos el perímetro del campo con la minuciosidad que sólo los suizos ponen en el desempeño de sus tareas oficiales.
Conforme los Audi se acercaban a la entrada, Bond reconoció otras dos caras vistas en Erewhon. En este caso, sin embargo, los hombres vestían trajes elegantes, y al detenerse los coches recién llegados, exhibieron anchas sonrisas poco menos que obsequiosas. Cambiaron unas palabras con el más veterano de los policías de la puerta, tras lo cual los Audi recibieron señal de proseguir. Los dos hombres de paisano subieron cada uno a un coche.
El que se había introducido en el automóvil de Holy era un alemán rubio, de aspecto sospechoso y facciones que parecían talladas en un bloque de piedra por pulimentar. Aparentaba alrededor de veinticinco años, y la chaqueta del elegante traje le formaba un bulto a la altura del bolsillo superior. A Bond no le gustó aquel tipo. Y la aversión que le inspiraba se hizo mayor todavía después de oírle hablar con Jay Autem.
Holy ciñó su interrogatorio a las preguntas estrictamente del caso, y el otro respondió en conciso tono militar y en un inglés con acento americano.
Haciéndose pasar por jefe de relaciones públicas de la Goodyear, Rudi, el alemán, había atendido la llamada telefónica de Bill Tanner, que pasó a referir con detalle, precisando que su interlocutor era sin duda alguna inglés y formaba parte de uno de los principales servicios de seguridad británicos. La policía, finalizó, había empezado a aparecer una hora después de recibirse esa llamada.
Jay Autem le pidió precisiones de horario. Su expresión revelaba claramente que ya se había percatado de que las pesquisas coincidían con la visita de Bond al edificio que tenía el Foreign Office en Northumberland Avenue.
—James, ¿no cometió usted ninguna indiscreción mientras se encontraba en compañía de su amigo Anthony Denton?
Los dos vehículos se dirigían no al pequeño edificio de oficinas, sino hacia el hangar, en cuyas inmediaciones reposaban los dos aviones Pilatus de observación y rescate.
¿Yo? —replicó Bond, tan sobresaltado y confuso como si hubiera permanecido ajeno a la conversación—. ¿Qué clase de indiscreción? ¿Y por qué?
Holy le contempló con semblante ensombrecido por la inquietud.
—Verá, James, la gente de Tamil se apoderó ayer, a primera hora de la mañana, de estas instalaciones y de toda su organización. Nadie sospechó nada ni se produjo contratiempo alguno. Todo marchó bien hasta anoche, cuando se reunió usted con Denton para conseguirnos la frecuencia COPE. Y me pregunto yo: ¿por qué motivo habrían de ponerse a indagar las autoridades a semejante hora de la noche?
Bond se encogió de hombros, como para dar a entender que ni lo sabía ni, en cualquier caso, estimaba que aquello le concerniera en forma alguna.
Los coches se detuvieron.
—Confío en que me haya dado usted la frecuencia correcta, James. De no ser así… En fin, ya le advertí de las consecuencias que esto tendría… para el mundo entero, amigo mío.
—Es la frecuencia COPE vigente; no le quepa ninguna duda al respecto, profesor Holy —fue la tajante respuesta de Bond.
Holy compuso una mueca al oír su nombre verdadero; pero luego asintió, y se adelantó en el asiento, para abrir la portezuela.
Bond se quedó a solas con el asistente árabe, que le vigilaba con ojos brillantes de recelo, empuñando una pequeña Walther en la diestra. El agente especial advirtió que la pistola tenía quitado el seguro.
Rahani y el general Zwingli se reunieron con Holy, Simon y el alemán Rudi, y la pequeña procesión partió con paso vivo hacia el hangar. Los hombres de Rahani, observó Bond en ese momento, lo ocupaban todo: armados tras las defensas que ofrecía el contorno, ocupaban posiciones estratégicas. Hasta en la poterna de las grandes puertas corredizas del hangar montaban guardia dos centinelas.
Franqueado el paso, el grupo penetró en la edificación. Simon salió al cabo de dos minutos y se encaminó rápidamente al auto.
—El coronel Rahani te llama.
Lo dijo en tono frío, con la indiferencia de quien no quiere verse mezclado con persona alguna ajena al restringido círculo de sus camaradas. A Bond, que había estudiado a fondo la psicología de los terroristas, no le pasó inadvertida esa actitud. Se daba cuenta de que estaban al filo de un momento decisivo, y de que a partir de ese punto, Simon no quería ninguna clase de cuentas con él. Bien podría ser, reflexionó mientras caminaban hacia el hangar, que esto fuera verdaderamente el final. «Que estén convencidos de que hablé y, con eso, me hayan retirado toda confianza. Va a caer el telón; ficción y realidad están a punto de confluir».
El pequeño grupo de los hombres con mando estaba congregado en la misma entrada. Fue Rahani quien se dirigió a él.
—Ah, comandante Bond… Hemos creído conveniente que viera usted eso —e indicó con un ademán el centro del hangar.
Alrededor de cuarenta hombres permanecían sentados en el suelo, aglutinados en prieto corro por la presencia de tres ametralladoras que, montadas en trípodes, apuntaban hacia ellos, cada una atendida por un grupo de cuatro mercenarios.
—Le presento a la buena gente de Goodyear, que permanecerá aquí hasta que finalice nuestra misión. Serán sumariamente ejecutados, del primero al último, si alguno de ellos intenta escapar. Ese otro equipo —indicó a cuatro hombres situados entre las ametralladoras— atiende a su alimentación y demás cuidados. Su situación es incómoda, pero si todo se desarrolla satisfactoriamente, serán puestos en libertad sanos y salvos. Observará que hay una señora entre los rehenes.
Cindy Chalmer, que se encontraba en mitad del apiñamiento, dirigió a Bond una descolorida sonrisa. En voz baja, Tamil Rahani añadió:
—Quede esto entre nosotros, comandante Bond: no creo que la encantadora miss Chalmer tenga grandes posibilidades de sobrevivir. Sin embargo, no queremos derramar sangre; ni siquiera la de usted. Verá: era propósito de SPECTRA que, una vez desempeñada su misión, pasara usted a engrosar el grupo de los prisioneros. El representante de SPECTRA desconfió de usted desde el mismo principio, y sigue muy descontento de su persona. Ello no obstante… —comprimió los labios en lo que no era una sonrisa, sino un tajo que le cruzaba la parte inferior de la cara—, ello no obstante, yo considero que puede sernos usted útil en el dirigible. Sabe usted pilotar, ¿verdad? ¿Posee una licencia de vuelo?
Bond asintió, pero precisando que nunca había guiado un dirigible.
—Sólo ocupará usted el puesto de copiloto. Un copiloto encargado de que el capitán de vuelo cumpla con sus instrucciones. Si por casualidad nos ha traicionado usted, la cosa no dejará de tener su lado irónico, comandante Bond. ¡Andando!
Regresaron a los coches, y cubrieron rápidamente los pocos centenares de metros que les separaban del edificio de oficinas. En su interior, unos cuarenta reclutas entrenados por Rahani en Erewhon aguardaban tomando café y fumando.
—Nuestro equipo operativo, comandante Bond. Adiestrado mediante simulacro. En Erewhon. Eso no se lo mostramos a usted durante su estancia allí; sin embargo, van a sernos muy necesarios durante la maniobra de despegue y, en cierta medida, también al regreso de nuestra excursión.
Un solo hombre permanecía apartado de los demás, sentado a una mesa junto a la misma entrada. Vestía el uniforme azul marino de los pilotos, complementado por una gorra de plato, visible sobre la mesa, frente a él. Uno de los hombres de Rahani ocupaba una silla, al otro lado del mueble, pero a cierta distancia, armado con una metralleta Uzi lista para volarle al otro las entrañas, en caso de que buscara problemas.