Misterio de los anónimos (15 page)

BOOK: Misterio de los anónimos
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—¡Fatty! —exclamó al verle y luego se llevó la mano a la boca esperando que ningún transeúnte le hubiese oído.

—¡Cabezota! —le dijo Fatty deteniéndose a su lado—. ¡No me llames a gritos por mi nombre cuando voy disfrazado! ¡Llámame Bert, o Al, o Sid... lo que quieras, pero no Fatty!

—¡Perdona! Lo hice sin pensar —dijo Larry—. No creo que me haya oído nadie. ¿Qué vas a hacer, Fatty... er... quiero decir Sid?

—Voy a llevar un paquete al viejo Curiosón —repuso Fatty—. ¡De un amigo desconocido! Y tendrá que firmarme el recibo. ¿Comprendes?

—Caramba, qué listo eres —dijo Larry lleno de admiración—. Claro... así puedes hacer fácilmente que firme con su nombre... y ponga su dirección también, supongo... llevándole un paquete y pidiéndole que firme el recibo. Nunca se me hubiera ocurrido. Nunca.

—Dentro he puesto un par de pipas viejas y tabaco —dijo Fatty con una sonrisa—. ¡Qué bonita sorpresa va a llevarse el viejo Curiosón! También voy a llevarle un paquete a la señorita Tittle... y más tarde otro a la señora Luna. Tengo el presentimiento de que si consigo muestras de los tres, pronto podremos descubrir al verdadero autor de los anónimos. Pienso pedirles que pongan su nombre en el recibo con letras mayúsculas, naturalmente.

—Bien por Fatty —dijo Larry—. Diré a Pip y a Bets que te busquen más tarde... cuando vayas a entregar su paquete a la señora Luna.

Fatty se alejó silbando y no tardó en llegar al Prado de la Rectoría. En el centro estaba el viejo carromato con su chimenea humeando. La esposa de Curiosón estaba fuera guisando algo encima del fuego, y su marido sentado junto a ella chupando una pipa vacía. Fatty atravesó el prado en su bicicleta y cuando llegó junto a ellos se dispuso a desmontar.

—Buenos días —dijo—. ¡Un paquete para usted! ¡Envío certificado!

Y alargó el paquete al sorprendido viejo. El gitano le dio vueltas y más vueltas tratando de averiguar lo que había dentro.

—¿Hay que pagar algo? —preguntó la mujer de Curiosón.

—No. Pero debe firmarme un recibo —dijo Fatty con presteza sacando un librito de notas en el que estaba escrito con letras mayúsculas:

RECIBIDO, UN PAQUETE, por...

—¿Quiere poner aquí su nombre y dirección en letras mayúsculas? —le preguntó, mostrando a Curiosón lo que quería.

—No pienso firmar nada —dijo Curiosón sin mirar a Fatty.

—Bueno, si quiere usted el paquete tendrá que firmar —dijo Fatty—. Siempre hay que acusar recibo, ya sabe. Es la única prueba que tengo para demostrar que he entregado el paquete. ¿Comprende?

—Yo lo firmaré —dijo la mujer de Curiosón alargando la mano para que le entregase el lápiz.

—No —respondió Fatty—. El paquete es para su esposo. Y tiene que firmarlo él, señora.

—Déjame a mí —dijo la mujer—. Vamos... dámelo que yo lo firmaré. No importa quien de nosotros lo firme.

Fatty estaba casi desesperado. Además le parecía un detalle muy sospechoso el que Curiosón no quisiera firmar con su nombre y dirección... tal vez tuviera miedo por alguna cosa.

—Pues si no firma tendré que llevarme el paquete —dijo con el tono más firme que pudo—. Hay que ser muy estricto con estas cosas. Es lástima... huele a tabaco.

—Sí, es verdad —dijo el viejo Curiosón, olfateando el paquete con fruición—. Vamos, mujer, fírmalo tú.

—Le digo... —comenzó a decir Fatty, pero la mujer de Curiosón le tiró de la manga, y le habló al oído en un susurro ronco.

—No le molestes más. ¡No sabe leer ni escribir!

—Oh —exclamó Fatty asombrado, dejando que la mujer de Curiosón firmara el recibo sin más reparos. Apenas pudo leer lo que ella había escrito porque la mitad de las letras estaban inclinadas hacia atrás y ni siquiera había puesto bien Peterswood.

Fatty se alejó en su bicicleta pensativo. De manera que el viejo Curiosón no sabía escribir. Bien, entonces había que descartarle también. En realidad sólo quedaba la señorita Tittle... porque la señora Luna había recibido una de las cartas y podía ser borrada de la Lista de Sospechosos.

Fue a su casa y buscó una caja de cartón en la que había empaquetado un pedazo de tela que había comprado en la tienda aquella mañana. Llegó a tiempo de alcanzar a la señora Tittle en el momento en que salía para ir a trabajar de nuevo a casa de lady Candling.

—Un paquete para usted —le dijo Fatty rápidamente—. Certificado. ¿Quiere hacer el favor de firmar... aquí... con letras mayúsculas para mayor claridad... nombre y dirección?

La señorita Tittle quedó bastante sorprendida al recibir un paquete certificado cuando no esperaba ninguno, pero supuso que alguna cliente le enviaba algún vestido para que se lo arreglara con urgencia. Así que puso su nombre en letras mayúsculas muy pulcras y menudas como sus puntadas.

—Aquí tienes —le dijo—. ¡Por poco no me encuentras! Buenos días.

«¡Ha sido fácil esta vez! —pensó Fatty mientras se alejaba en su bicicleta—. Ahora... quisiera saber si es verdaderamente necesario que obtenga una muestra de la escritura de la señora Luna. Tal vez sea mejor, puesto que ha sido sospechosa. ¡Bueno, allá voy!»

Y enfiló la avenida de la casa de Pip. Sus compañeros le esperaban tumbados en el jardín y al pasar le gritaron en voz baja:

—¡Eh, Sid!

—¡Hola, Bets! —¡Alf!

Fatty sonrió yendo hasta la puerta posterior. Esta vez llevaba un paquete pequeño cuidadosamente envuelto y atado con una cinta y la etiqueta de la tienda. En realidad resultaba un paquete muy intrigante.

La señora Luna se acercó a la puerta de la cocina.

—Un paquete para usted —le dijo Fatty, mostrándoselo—. Certificado. Firme aquí, por favor, en letras mayúsculas para mayor claridad nombre y dirección.

—Tengo las manos manchadas de harina —respondió la señora Luna—. Firma tú por mí, jovencito. ¿Quién podrá enviarme este paquete?

—Tendrá que firmar usted misma —insistió Fatty. La señora Luna lanzó un sonido que denotaba su exasperación y arrancando el lápiz de manos de Fatty se sentó a la mesa y con gran trabajo escribió su nombre y dirección, pero mezclando las letras mayúsculas y minúsculas de un modo muy particular. El recibo decía así:

RECIBIDO, UN PAQUETE, por

Wlnnle LUNa

CaSaROJa

peTeRSWOOD

—Gracias —dijo Fatty examinándolo detenidamente—. ¡Pero si ha mezclado mayúsculas y minúsculas, señora Luna! ¿Por qué lo ha hecho?

—¡No sé escribir mucho! —replicó la señora Luna contrariada—. Toma tu recibo y vete. En mis tiempos las escuelas no eran lo que son ahora, que incluso un niño de cinco años sabe ya leer.

Fatty se marchó. Si la señora Luna no conocía la diferencia entre las minúsculas y las mayúsculas, no veía cómo pudo haber escrito aquellos lamentables anónimos. De todas formas, no es que hubiera sospechado realmente de ella. Estuvo pensando en todo aquello mientras bajaba la avenida y volvía a atravesar el pueblo. Curiosón no sabía escribir. Descartado. La señora Luna tampoco pudo hacerlo. Descartada. Sólo quedaba la señorita Tittle... y la diferencia entre sus letras menudas y cuidadas y las desmañadas y torpes de los anónimos era sorprendente...

«No puedo creer que esas cartas fuesen escritas por «ella» —pensó Fatty—. Bueno, la verdad es que este caso se pone cada vez más difícil. Tenemos buenas ideas y buenas pistas... y una por una, todas van fracasando. Ninguno de nuestros sospechosos lo parece ahora... aunque supongo que la más probable es la señorita Tittle.»

Estaba tan absorto en sus pensamientos que no miraba por dónde iba, y por poco atropella a un perro, que aulló tan fuertemente del susto que Fatty, sintióse responsable, desmontó de la bicicleta para consolarle.

—¿Qué estás haciendo para que el perro ladre de esa manera? —le preguntó de pronto una voz dura, y Fatty alzó la cabeza sobresaltado, viéndose ante el señor Goon.

—Nada, señor —tartamudeó Fatty fingiendo tener miedo del policía. En los ojos del señor Goon iba apareciendo una mirada muy curiosa... tanto que Fatty empezó a tener miedo «de verdad».

El señor Goon miraba la peluca roja de Fatty, y su sombrero de repartidor. Le miraba intensamente. ¡Otro chico pelirrojo! ¡Vaya, al parecer el pueblo estaba lleno de pelirrojos!

—¡Ven conmigo! —le dijo de pronto agarrando a Fatty de un brazo—. Quiero hacerte algunas preguntas. ¡Ven conmigo!

—Yo no he hecho nada —exclamó Fatty fingiéndose asustado—. Déjeme marchar, señor. Yo no he hecho nada.

—Entonces no tienes por qué asustarte —le dijo el señor Goon, y sujetándole fuertemente de un brazo le hizo bajar la calle hasta su casa. Una vez allí le hizo entrar, y le llevó al piso de arriba, a una pequeña habitación llena de cachivaches de todas clases.

—¡Me he pasado toda la mañana buscando chicos peli- rojos! —dijo el señor Goon—. Y no he encontrado los que quería. ¡Pero en cambio te he encontrado a «ti»! Ahora espérame aquí y aguarda a que suba a interrogarte. Estoy harto de pelirrojos... entrometiéndose en todo... recogiendo cartas perdidas, entregando cartas y paquetes... y luego desapareciendo en el aire como por arte de magia. ¡Oh, sí, estoy empezando a cansarme de todos esos pelirrojos!

Y salió cerrando la puerta con llave. Bajó las escaleras y Fatty pudo oírle hablando por teléfono, pero sin entender lo que decía.

Fatty echó un rápido vistazo a su alrededor. Era inútil tratar de salir por la ventana, porque daba a la calle Alta y mucha gente le vería escapar y darían la alarma.

No... debía escapar por la puerta cerrada, como hiciera ya en otra ocasión cuando el enemigo le tenía encerrado. ¡Ah, Fatty sabía cómo salir de una habitación cerrada con llave! Buscó en su bolsillo y encontró un periódico doblado. ¡Era verdaderamente extraordinaria la cantidad de cosas que Fatty guardaba en sus bolsillos! Abrió el periódico, lo alisó para que quedara bien plano y lo empujó despacio por debajo de la puerta.

Luego cogió un pequeño carrete de alambre de su bolsillo y enderezó el extremo. Insertó dicho extremo cuidadosamente en la cerradura. Claro que por el otro lado estaba la llave que Goon había utilizado para cerrar la puerta.

Fatty estuvo tanteando con el pedazo de alambre hasta conseguir empujar y mover un poco la llave. De pronto, con un golpe seco cayó al otro lado de la puerta encima del periódico que Fatty había colocado. Sonrió.

Había dejado que asomara una esquina del periódico por su lado, y ahora tiró de él con cautela. Todo el periódico fue pasando por debajo de la puerta... ¡trayendo la llave! Qué truco tan inteligente... y «tan» sencillo, pensó Fatty.

Fue cosa de un momento el introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta. Cogió la llave, salió sin hacer ruido, y volvió a cerrar la puerta dejándola puesta.

Luego se detuvo en lo alto de la escalera para escuchar. Evidentemente el señor Goon estaba en plena charla telefónica como todas las mañanas a aquella hora.

Cerca había un pequeño cuarto de baño, y Fatty entró en él con cuidado lavándose todas las pecas de su rostro. Se quitó la peluca y las cejas guardándolas en su bolsillo. Luego cambió su corbata chillona por otra que también sacó de su bolsillo.

Ahora su aspecto era completamente distinto. Se sonrió en el espejo.

—Desaparición de otro pelirrojo —dijo y luego bajó la escalera haciendo el menor ruido posible. El señor Goon seguía en la sala telefoneando. Fatty se introdujo en la cocina que estaba vacía. Aquel día no había ido la señora Cockles. Salió por la puerta posterior al jardín, y de allí al camino. Tenía que abandonar su bicicleta pero no importaba... ¡ya encontraría un medio para recuperarla! ¡Se alejó silbando, y pensando con deleite en la cara que pondrían los Pesquisidores cuando les contase sus aventuras de aquella mañana!

CAPÍTULO XVIII
EL MISTERIO DE LOS MUCHACHOS PELIRROJOS

Cuando el señor Goon terminó su conferencia telefónica, subió al piso de arriba dispuesto a dar a aquel muchacho su merecido, y a ponerle las peras a cuarto. El señor Goon estaba harto de perseguir a chicos pelirrojos que al parecer nadie conocía. Y ahora que tenía uno en sus manos pensaba conservarlo en ellas hasta que averiguara unas cuantas cosas que estaba deseando saber.

Se detuvo a escuchar ante la puerta. No se oía el menor ruido. Aquel chico estaba realmente asustado... como todos los niños, pensó el señor Goon. ¡Él no tenía tiempo para niños... aquellas criaturas frescas, descaradas y silbadoras! Aclaró su garganta y se irguió con toda la majestad que le fue posible. ¡Él era la Ley!

La llave estaba en la cerradura, y la puerta bien cerrada. Hizo girar la llave, y la abrió de par en par entrando en la habitación con paso firme y mirada severa.

Allí no había nadie. El señor Goon examinó toda la habitación respirando pesadamente. Desde luego allí no había nadie, ni tampoco lugar donde esconderse... ni armario, ni cómoda... La ventana seguía cerrada y ajustada. El chico no se había ido por allí.

El señor Goon no podía dar crédito a sus ojos. Tragó saliva. Aquella mañana había estado buscando a dos pelirrojos que al parecer nadie había visto ni oído hablar... y ahora el tercero se había escapado... desaparecido... volatilizado... evaporado... Pero, ¿«dónde»? y ¿«cómo»?

Nadie puede atravesar una puerta cerrada. Y la puerta estaba cerrada y además con la llave por el otro lado. Pero aquel muchacho había huido tranquilamente a través de una puerta cerrada. El señor Goon comenzó a pensar que tenía que habérselas con alguna especie de magia.

Paseó por la habitación sólo para convencerse de que el chico no se había introducido en una lata o en una caja. ¡Pero era un muchacho muy grueso! El señor Goon estaba completamente asombrado, y preguntándose si no le habría hecho daño el sol. Acababa de informar por teléfono que había detenido a un muchacho pelirrojo para interrogarle... ¿Y cómo iba a explicar su repentina desaparición? No creía probable que sus superiores creyeran que un niño puede atravesar una puerta cerrada con llave.

¡Pobre señor Goon! La verdad es que la mañana había sido de prueba... una verdadera caza infructuosa...

En primer lugar había ido a la oficina de telégrafos para preguntar al administrador si le dejaba hablar con el repartidor pelirrojo.

¡Pero cuando apareció el repartidor de telegramas, no era pelirrojo! Era castaño claro, bajito y delgado, y era evidente que se había asustado mucho al saber que el señor Goon quería hablar con él.

—Éste no es el que busco —dijo el señor Goon al administrador de telégrafos—. ¿Dónde está el otro chico? ¿El pelirrojo?

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