Misterio de los anónimos (16 page)

BOOK: Misterio de los anónimos
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—Sólo tenemos uno —replicó el administrador extrañado—. Y es éste. Nunca tuvimos ningún pelirrojo, que yo recuerde. Ya hace casi catorce meses que tenemos a James.

El señor Goon estaba confundido. ¿No había ningún repartidor de telegramas pelirrojo? ¡Ni nunca lo hubo! Bien, entonces, ¿de dónde salió aquel muchacho? Los repartidores de telegramas sólo están empleados en la oficina de telégrafos.

—Lamento no poder ayudarle —dijo el administrador—. Pero le aseguro que aquí nunca hemos tenido a ningún chico pelirrojo. Pero sí tenemos a una joven pelirroja... ¿no le gustaría «verla»?

—No —replicó Goon—. Era un chico y uno de los mejor educados que he visto... demasiado educado. ¡Ahora lo comprendo! ¡Bah! Estoy harto de este asunto.

Y salió de la oficina de telégrafos furioso, pues comprendía que el administrador le habría tomado por loco. Se dirigió a una de las carnicerías con el ceño fruncido. Como cogiera por su cuenta a aquel chico pelirrojo que repartía la carne y los anónimos... ¡Oh, que se lo dejaran a él! ¡Ya le haría hablar bien pronto!

El señor Ternera, el carnicero, se quedó muy sorprendido al ver al señor Goon.

—¿Un poco de carne tierna para usted? —le preguntó afilando su cuchillo.

—No, gracias —replicó Goon—. Quiero saber si tiene usted a un chico pelirrojo para repartir la carne.

—No tengo a ningún chico —replicó el señor Ternera—. Sólo al viejo Sam, que lleva conmigo quince años. Creí que usted ya lo sabía.

—Oh, conozco al viejo Sam —dijo Goon—. Pero pensé que tal vez tuviera también algún chico nuevo. Supongo que debe ser el del otro carnicero el que busco.

Y se fue a la otra tienda. Era un buen establecimiento, mayor que el otro. El señor Cook, el propietario, estaba allí cortando carne con sus dos ayudantes.

—¿Tiene usted algún chico para repartir la carne? —le preguntó el señor Goon.

—Sí, dos —respondió el señor Cook—. Dios mío, espero que ninguno de ellos le hayan dado quehacer, señor Goon. Son muy buenos chicos los dos.

—Uno no lo es —dijo el señor Goon muy serio—. ¿Dónde están? Déjeme verles.

—Están fuera, en el patio de atrás llenando sus cestas con los encargos de carne —dijo el señor Cook—. Iré con usted. Dios mío, espero que no sea nada serio.

Y acompañó al señor Goon hasta el patio. El policía vio a dos muchachos. Uno rubio de ojos azules y el otro de cabellos negros y moreno como un gitano.

—Bien, ahí los tiene, señor Goon —exclamó el señor Cook—. ¿Cuál de los dos es el pillastre?

Los niños alzaron la cabeza sorprendidos. El señor Goon les miró y frunció el ceño.

—Ninguno de los dos es el muchacho que busco —dijo—. Tiene que ser pelirrojo.

—Aquí no hay ningún repartidor pelirrojo —replicó el muchachito rubio—. Los conozco a todos.

El señor Goon lanzó un gruñido y se dispuso a regresar a la tienda.

—Bien, celebro que no sea ninguno de mis muchachos —dijo el carnicero—. El rubio es realmente muy listo.

Pero el señor Goon no estaba dispuesto a escuchar las excelencias de los niños rubios. Él buscaba a un pelirrojo... y cuanto más lo intentaba menos probable parecía que llegara a dar con él.

Se marchó de la tienda disgustado. ¿Quién era el repartidor de telegramas? ¿Acaso no le había visto entregar un telegrama a aquellos niños en cierta ocasión... y luego la noche que tropezó con él? ¿Y qué había de aquel muchacho pelirrojo ayudante del carnicero que la señora Hilton y Philip Hilton decían haber visto? ¿Quiénes eran aquellos individuos pelirrojos que revoloteaban por Peterswood sin que al parecer vivieran en parte alguna, ni les conociese nadie?

¡El señor Goon comenzó a pensar que aquellos niños pelirrojos eran un producto de su imaginación, de manera que cuando de pronto oyó ladridos de un perro asustado y al levantar la cabeza para mirar «vio» a un repartidor pelirrojo al alcance de su mano, no es de extrañar que lo sujetara con fuerza!

Eso fue cuando Fatty estaba tratando de consolar al perro que casi atropella. El señor Goon consideró un milagro encontrar a un chico pelirrojo, aunque no fuese repartidor de telegramas ni de carne. ¡Era pelirrojo, y con eso bastaba!

Y ahora también había perdido a aquel muchacho. Acababa de escapar de una habitación cerrada con llave y desaparecido en el aire. Le había dejado... y de repente... ya no estaba.

En su aturdimiento el señor Goon se olvidó por completo de la bicicleta del muchacho, que había quedado en el jardincito de la parte delantera, cuando arrastró al niño al interior de la casa. Ni siquiera se fijó en ella cuando salió a comprar el periódico del mediodía, ni tampoco en que Larry estaba aguardando en la esquina.

Pero Larry estaba apostado allí por orden de Fatty para ver lo que el señor Goon hacía con su bicicleta. Fatty temió que el policía hiciera averiguaciones y descubriese quién era su propietario, y él no quería que lo averiguara.

Larry vio salir al señor Goon. Supuso que habiendo descubierto la desaparición de Fatty tendría gran satisfacción en confiscar su bicicleta. No podía imaginar el complejo estado de ánimo del señor Goon. El pobre hombre se había sentado en su sillón para reflexionar sobre los acontecimientos, pero se hizo tal lío que decidió salir a comprar el periódico y tomar una copa. Tal vez entonces se sintiera algo mejor.

El señor Goon salió de su casa atravesó el jardín andando como en sueños. No vio a Larry ni a la bicicleta. Se dirigió al quiosco de periódicos.

Larry estaba asombrado. ¿Es que el viejo Goon no pensaba encerrar la bicicleta? Sin duda debía hacerlo. ¿Sería posible que se le hubiera pasado por alto? Eso parecía.

El señor Goon entró en el quiosco de periódicos, y mientras Larry actuó con la velocidad del rayo. Cruzó la calle como una exhalación, entró en el jardincito, sacó la bicicleta de Fatty y montando en ella desapareció a toda velocidad. ¡Nadie tuvo tiempo de verle siquiera!

El señor Goon compró su periódico, y estuvo charlando un poco con el propietario del quiosco. Al salir, de pronto, se acordó de la bicicleta.

«¡Diantre! ¡Debiera de haberla encerrado en seguida! —pensó el policía apresurando el regreso a su casa—. ¿Cómo he podido olvidarme de este detalle? Estaba tan aturdido.»

Corrió a su jardín... pero se detuvo en seco al llegar a poca distancia. ¡La bicicleta había desaparecido! Naturalmente que ahora estaba ya a medio camino de la casa de Pip llevada velozmente por Larry, quien estaba deseando conocer toda la historia de lo ocurrido a Fatty. Pero eso el señor Goon no lo sabía.

Tragó saliva. Aquello estaba siendo demasiado para él. Tres pelirrojos desaparecidos en el aire... y ahora ocurría lo mismo con una sólida bicicleta. Suponía que aquel pelirrojo se la habría llevado sin que le vieran... ¿pero cómo?

—¡Bah! —exclamó el señor Goon enjugándose la frente—. ¡Con ese asunto de las cartas... mujeres histéricas... pelirrojos que desaparecen... y ese descarado de Federico Trotteville... la vida en Peterswood no merece la pena de ser vivida! Primero una cosa y luego otra. Me gustaría hablar con ese Federico Trotteville. No le perdonaría que me hubiese escrito ese anónimo tan impertinente. Y ha sido él quien lo ha escrito... apostaría un millón de dólares a que ha sido él. ¡Bah!

CAPÍTULO XIX
¡PISTAS, POR FIN PISTAS AUTÉNTICAS!

Aquella tarde, los cinco Pesquisidores y «Buster» se reunieron en la pequeña glorieta situada al fondo del jardín de la casa de Pip. Allí estaban calientes y recogidos, y deseaban estar completamente aislados para oír una y otra vez todo lo que Fatty había hecho aquella mañana... especialmente su limpia manera de escapar de la casa del señor Goon.

—No soy capaz de «imaginar» lo que habrá dicho cuando haya abierto la puerta descubriendo que te habías escapado, Fatty —dijo Bets—. ¡Cómo me hubiera gustado estar allí!

Fatty les enseñó las dos muestras de escritura de la señorita Tittle y la señora Luna. Les dijo que Curiosón no sabía escribir, y que eso le descartaba por completo.

—Y si miráis este recibo que ha firmado su mujer, veréis que tampoco ha podido escribir nunca esas cartas, aunque Curiosón le hubiese dicho que lo hiciera —dijo Fatty.

—Es extraño —comentó Daisy—. Teníamos muchos sospechosos... pero uno por uno hemos tenido que descartarlos. Sinceramente, no creo que quede ya ningún sospechoso de verdad, Fatty.

—Y aparte de haber visto las cartas, tampoco tenemos ninguna pista auténtica —dijo Larry—. A esto le llamo yo un misterio descorazonador. El autor de los anónimos se ha vuelto un poquitín loco esta semana, ¿no es cierto... enviando cartas a la señora Lamb... a la señora Luna «y» al señor Goon. Hasta ahora, que nosotros sepamos, sólo enviaba una por semana.

—¿Verdad que el viejo Ahuyentador pone una cara muy graciosa cuando yo finjo tener una nueva pista? —dijo Fatty sonriendo—. ¿Recordáis su cara cuando saqué de mi bolsillo a Waffles, la rata blanca? Por casualidad la llevaba encima aquel día.

—El pobre Ahuyentador ya no volverá a creer nada de lo que digamos —dijo Pip—. Me pregunto si sospecha de veras de alguna persona... que nosotros ignoramos.

—Es posible que tenga algunas pistas o ideas que nosotros no hayamos podido lograr —replicó Fatty—. No me sorprendería nada que resolviera este misterio él... y no nosotros.

—¡Oh, «Fatty»! —exclamaron todos decepcionados.

—¿Cómo «puedes» decir eso? —dijo Bets—. ¿No sería espantoso si lo lograba... y el inspector Jenks estuviese satisfecho de él y no de nosotros?

El inspector Jenks era un buen amigo suyo, y siempre estuvo muy satisfecho de ellos porque habían logrado resolver varios misterios muy curiosos en Peterswood anteriormente. No le habían visto desde las vacaciones de Navidad.

—Salgamos de la glorieta —dijo Larry—. Nos vamos a derretir aquí dentro. Fatty, no olvides de llevarte tu peluca pelirroja y demás cosas esta noche. Esta glorieta no es un buen escondite para eso. La mamá de Pip puede venir por aquí y encontrarlas debajo del asiento.

—Me acordaré —dijo Fatty bostezando—. ¡Caramba, ha sido muy divertido entrar esta mañana en casa de Goon disfrazado de repartidor pelirrojo... y salir como soy sin que nadie me viera! Vamos... daremos un paseo por la orilla del río. Allí hará más fresco. ¡Estoy medio dormido con este calor!

Cuando bajaron al río encontraron al señor Goon que subía con su bicicleta, y se preguntaron a quién iría a visitar. El policía se detuvo y se apeó de su «bici».

—¿Os acordáis de aquel repartidor de telegramas que os trajo uno tiempo atrás? —les dijo—. Bien, pues he descubierto que es un fraude, ¿comprendéis? No existe ningún repartidor de telegramas como ése, y estoy haciendo serias investigaciones sobre este asunto... sí, y también sobre telegramas falsos, ¿entendéis? Y os advierto que si alternáis con pelirrojos os veréis en un apuro serio.

—Me asusta usted —dijo Fatty abriendo mucho los ojos.

—¡Y no pienso aguantaros más impertinencias! —exclamó el señor Goon en tono majestuoso—. Sé más de lo que imagináis, y os aconsejo que andéis con cuidado. ¡Llamad a ese perro!

—«Buster», ven aquí —dijo Fatty en tono tan suave que el perro no le hizo caso y continuó dando vueltas alrededor de los tobillos de Goon.

—¡He dicho que le «llaméis»! —repitió el señor Goon comenzando a danzar para evitar los repentinos ataques de «Buster».

—Ven aquí, «Buster» —volvió a decir Fatty en el mismo tono de voz, y «Buster» lo ignoró por completo.

—¡Eso no es llamarle! —gritó el señor Goon comenzando a perder los estribos—. ¡Dile que se aparte! ¡Qué asco de perro!

Fatty hizo un guiño a los otros y de común acuerdo gritaron todos a una con todas sus fuerzas:

—¡«Buster», ven aquí!

El señor Goon pegó un respingo al oír el grito, lo mismo que «Buster», que acudió al lado de su amo.

—¿Tampoco ahora está satisfecho, señor Goon? —dijo Fatty en tono afable—. Oh, cielos... me temo que a usted no hay quien le complazca. Espere un momento... creo que tengo una pista muy superior y muy buena que darle... ¡oh, aquí está!

Y sacando una caja de fósforos se la entregó al policía, quien la abrió con recelo. Era una caja con truco y al abrirla el señor Goon liberó un muelle muy fuerte que había en su interior y que lanzó por el aire, proporcionándole un gran susto.

Se puso rojo como la grana y sus ojos estaban a punto de saltar de sus órbitas.

—Cuánto lo siento —se apresuró a decir Fatty—. Debo haberme equivocado de caja. Espere un poco... aquí tengo otra...

Si «Buster» no hubiera estado allí con los dientes preparados, es probable que el señor Goon hubiera dado un buen tirón de orejas a Fatty. Estaba a punto de estallar, y temiendo decir algo que no debiera, el pobre señor Goon se montó en su bicicleta y se alejó por la empinada avenida, respirando con tanta dificultad, que pudieron oírle hasta que llegó a la puerta de la cocina.

—Ha ido a hablar otra vez con la señora Luna —dijo Pip—. ¡Espero que se hagan pedazos! Sigamos. Oh, Fatty, pensé que iba explotar de risa cuando la caja de fósforos salió disparada por el aire. ¡La cara que puso Goon! ¡Qué graciosa!

Bajaron por el camino hasta el río. Allí se estaba muy bien, pues soplaba una brisa fresca procedente del agua. Los niños encontraron un lugar sombreado junto a un gran arbusto y se tendieron perezosamente. Pasó un cisne, y dos patos cruzaron el agua hundiendo sus cabezas en el río con movimientos mecánicos.

—Olvidémonos del misterio durante un rato —propuso Daisy—. Se está tan bien aquí. No dejo de pensar y pensar en esas cartas y en quién pudo escribirlas... pero cuanto más lo pienso menos lo sé.

—Lo mismo me pasa a mí —replicó Pip—. Tantos sospechosos... y ninguno parece haber sido el autor del hecho. Un misterio muy misterioso.

—¡Y que ni siquiera el gran detective Federico Sherlock Holmes Trotteville es capaz de resolver! —dijo Larry.

—¡Correcto! —exclamó Fatty con un suspiro—. ¡Casi... aunque no del todo... me doy por vencido!

A Larry se le había volado el sombrero y se levantó para ir a recogerlo.

—¡Maldición! —dijo—. Ahí está otra vez el viejo Ahuyentador... con su bicicleta por el camino. Él también me ha visto. Espero que no vuelva para reñirnos. Le gustaría poder comerte vivo, Fatty, ¡eres tan impertinente!

—Siéntate en seguida por si no te hubiera visto —dijo Daisy—. No le queremos por aquí.

Larry se sentó, y todos contemplaron el agua azul que transcurría mansamente. Los patos volvieron a acercarse y saltó un pez para cazar una mosca. Una golondrina temprana rozó la superficie con sus alas. Todo era paz.

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