Misterio del príncipe desaparecido (17 page)

BOOK: Misterio del príncipe desaparecido
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—¡Qué plan más estupendo! —exclamó Fatty, en tono de profundísima admiración—. El jefe Tallery es mucho más listo de lo que me figuraba. ¡Cáscaras, qué talento! La próxima vez que lo vea, le pediré que me permita intervenir en su próxima faena. ¡Debe de haber mucho dinero detrás de todo esto!

—Lo hay —corroboró Rollo, jactosamente—. Calculo que por lo menos cobrará cien libras, de las cuales ha prometido darme con seguridad diez por mi suplantación del príncipe.

—¡Sopla, vas a ser rico! —exclamó Fatty—. ¿Te gustaba hacer de príncipe? ¿No te olvidabas nunca de hacer comedia?

—No —repuso Rollo—. Era muy fácil. Soy tan moreno como el príncipe y más o menos de su misma edad y estatura. Recibí órdenes de no hablar inglés y decir sólo jerigonzas sin sentido. El único mal rato que pasé fue cuando uno de las maquinadores del plan acudió a verme para ver cómo iba la cosa e insistió en sostener sobre mí la Sombrilla de Ceremonial. Me sentí ridículo. Todos los chicos se burlaban de mí.

—¿Lo pasaste bien en tu papel de príncipe? —inquirió Fatty.

—Bastante —contestó Rollo—. Por primera vez en mi vida, dormí en pijama, un hermoso pijama de seda azul y dorada, con botones a juego. Mi tía tenía orden de quemarlo en cuanto llegase aquí y así lo hizo, para evitar que alguien lo reconociera. Pero guardó los botones y los cosió en un blusa. Eran tan buenos, que le dio lástima tirarlos.

Fatty no pudo menos de dar gracias al cielo de que la tía de Rollo hubiese sido tan conservadora en lo tocante a los botones. Si no los hubiese cosido en la blusa, si no hubiese lavado la prenda para tenderla luego en el tendedero, Pip no habría descubierto los botones y, a estas horas, él no estaría sobre aquella magnífica pista.

—Supongo que el jefe Tallery colaboró en la maquinación del plan —profirió Fatty—. ¿Debe de ser muy listo, ¿verdad?

—Es un as —ensalzó Rollo, orgullosamente—. Un tío como pocos. Me encantaba hacer de príncipe, pero cuando los chicos del campamento querían que me bañase, armaba un alboroto de espanto. Constantemente me echaban en cara el que no me asease ni lavase los dientes. Muchas veces tenía tentaciones de contestarlas adecuadamente y hasta dije unas pocas frases en inglés; pero temía traicionarme si pendía los estribos.

—Naturalmente —convino Fatty—. Al parecer, hiciste muy bien tu papel. No creo que nadie sospechase que no eras el verdadero príncipe. ¿Te pareces a él físicamente?

—Bastante —declaró Rollo—. Es un chico corriente como yo. Mi máxima preocupación era que algún conocido del príncipe acudiese a verme. Pero, afortunadamente, no fue así.

—¿Y dices que sabes a dónde llevaron al príncipe? —insistió Fatty—. ¿Sigue aún en el mismo sitio?

Una vez más, Rollo mostróse reservado.

—No pienso decirte eso —replicó—. No quiero que mi tío me desuelle vivo, ¿oyes? Ni siquiera sabe que oí a dónde pensaba ir.

Fatty llegó a la conclusión de que no podría sacarle una palabra más. Por fortuna, al presente conocía perfectamente todo el complot. ¡Qué sencillo, qué bien llevado a cabo! Gracias al hábil disimulo del verdadero secuestro con el falso, había sido posible embaucar a la policía y evitar que ésta procediera a la búsqueda del príncipe hasta varios días después de su «auténtico» secuestro.

¿Habríanse deshecho ya del verdadero príncipe sus secuestradores? ¿Volvería a saberse de él? Contando con que lo tuviesen aún escondido, no había tiempo que perder. Podía sucederle algo en cualquier momento.

Los Pantanos de Raylingham. Si el tío de Rollo, el jefe Tallery, estaba allí, probablemente también se hallaban en el lugar todos los componentes de la banda y el príncipe secuestrado. ¿Dónde estaban aquellos Pantanos? Fatty decidió buscarlos en el mapa en cuanto llegase a casa.

Con un suspiro, el muchacho se puso en pie para marcharse. Estaba anocheciendo ya y en el campo sólo quedaba el personal de la Feria. Fatty no había podido acudir a cenar. Afortunadamente, sus padres estaban ausentes y no se enterarían de su escapatoria.

—Bien —dijo a Rollo—, hasta otro rato. Debo marcharme.

—¿No esperas a que vuelva mi tía? —interrogó el gitanillo, que, por entonces, habíase encariñado ya un poco con Fatty—. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

—Jack Smith —repitió Fatty—. No, no puedo aguardar. Salúdala de mi parte y dile que ya volveré por aquí otro día, aunque es posible que ella no me recuerde.

Y mientras Fatty iba en busca de su bicicleta para regresar a casa, pensó para sus adentros:

«¡Qué va a recordarme! ¡Diantre! ¡Ahora resulta que no me he traído la luz! ¡No pensaba volver a casa tan tarde! ¡Confío en que no me pille el viejo Goon!»

Fatty alejóse velozmente, dándole vueltas al magín. ¡Qué complot! Ahora comprendía por qué aquel misterio habíales parecido tan peculiar. ¡De los dos secuestros perpetrados sólo uno, el falso, había sido dado a conocer!

Los Pantanos de Raylingham. ¿Habría una casa en los pantanos? ¿Estaría el príncipe allí escondido? ¿Habría Rollo oído bien el nombre, o se lo inventaba? Era un chico tan charlatán, fachendoso y presumido que, a lo mejor, parte de lo que había dicho era mentira. Fatty avanzaba por el camino tan ensimismado en estos pensamientos, que llegó a Peterswood casi sin darse cuenta.

Como no llevaba luces, extremó las precauciones a la entrada del pueblo. Pero he ahí que, de pronto, salióle al paso una oscura figura agazapada detrás de un árbol y le gritó autoritariamente:

—¡Eh, tú! ¡Detente! ¿Dónde vas sin luz? ¿No sabes que eso es faltar al reglamento?

«¡Goon! —pensó Fatty—. ¡Lo que faltaba!»

Y apeóse de la bicicleta, tratando de inventar algún pretexto para salir del paso.

Goon le enfocó con su linterna. Al ver a aquel andrajoso vagabundo con un zurrón a la espalda, el policía sospechó inmediatamente.

—¿Es tuya esta bicicleta? —inquirió, secamente.

—¡Tal vez! —respondió el buhonero con insolencia.

—Será mejor que me acompañes para acreditar tu personalidad —empezó Goon—. ¡Mira que conducir sin...!

—Sosténgame usted la bicicleta mientras me ato el zapato —instó el buhonero empujando el vehículo hacia el policía con tal fuerza, que éste tuvo que sujetarlo para evitar que le cayese encima.

¡Y mientras lo sujetaba, Fatty echó a correr como un gamo!

—¡Alto! —gritó Goon—. ¿Conque esas tenemos, eh? ¡Detente, ladrón!

Al tiempo que así se expresaba, el policía montó en la bicicleta para perseguir al fugitivo. Pero éste precipitóse a un sendero por el cual no podían circular los ciclistas y Goon tuvo que desistir de su empeño. ¡No podía circular sin luces por un sendero de circulación prohibida porque, si lo hacía, a buen seguro aparecería aquel gordinflón como por arte de encantamiento y le sorprendería en falta! En consecuencia, Goon optó por dar media vuelta y regresar a su casa. Aquella bicicleta resultábale vagamente familiar. Al llegar a su domicilio, metióla en el vestíbulo para examinarla. Luego, tomando su libreta, anotó una descripción completa del vehículo.

—Tamaño grande. Marca: Atlas. Color: negra con líneas encarnadas. Cesta delante. Sin luces. En buen estado.

Seguidamente, escribió una descripción del individuo que la llevaba.

—Vagabundo. Gorra de paño echada sobre la cara. Pañuelo rojo al cuello. Jersey mugriento. Pantalones de franela. Pendientes. Grosero e insolente. Tuve que obligarte a entregar la bicicleta, ya que en seguida me figuré que la había robado. Tras un tremendo forcejeo, logré arrebatársela, y entonces, el sujeto huyó, despavorido.

En aquel preciso instante, sonó el teléfono. El hombre dio un respingo.

—Aquí, la policía —dijo, tomando el receptor.

—¿Es usted, señor Goon? —inquirió la voz de Fatty al otro extremo del hilo—. Siento «muchísimo» molestarle, pero debo informarle que me han robado la bicicleta. Ha desaparecido. Temo que le resulte a usted imposible dar con el ladrón, pero he juzgado preferible dar parte.

—Características de esa bicicleta, por favor —solicitó Goon adoptando el tono más profesional posible.

—Sí, señor —accedió Fatty—. Tamaño grande. Marca: Atlas. En muy buen estado. Negra con una raya encarnada. Una cesta delante. Y...

Aclarándose la garganta, Goon declaró pomposamente:

—Aquí la tengo, Federico. Hace un cuarto de hora, sorprendí a un vagabundo conduciéndola. Un tipo insolente y duro de pelar. No quiso entregarme la bicicleta cuando se la requerí.

—En este caso, ¿cómo pudo usted recuperarla? —preguntó Fatty, con voz asustada.

—A fuerza de forcejeos —respondió Goon, recurriendo a la imaginación—. Fue un poco difícil, pero, al fin, se la arrebaté de las manos. El tipo se asustó tanto, que echó a correr coma alma que lleva el diablo. Entretanto, me traje la bicicleta aquí. Puedes pasar a recogerla, si quieres.

—¡Caramba! —exclamó Fatty, con admiración—. ¡Qué actuación más rápida la suya, señor Goon.

El policía se puso muy hueco al oír semejante elogio, tanto más cuanto que aquel gordinflón no solía prodigárselos.

—Yo nunca pierdo el tiempo —masculló el señor Goon, muy dignamente—. Bien, quedamos en que pasarás por aquí dentro de un par de minutos, ¿no es eso?

—¡Dentro de diez minutos me tendrá usted ahí! —prometió Fatty, alborozado.

Y colgó el receptor.

CAPÍTULO XXI
EL SEÑOR GOON PASA UN MAL RATO

A los diez minutos, Fatty presentóse en casa del policía, limpio, y pulido. Había tenido el tiempo justo de despojarse del disfraz y lavarse la cara y las manos, pero se reservó un minuto para reírse a mandíbula batiente de la historia del vagabundo en la versión del señor Goon.

Éste acudió a abrirle la puerta, conservando su pomposidad.

—Allí la tienes —dijo, señalando el rincón del vestíbulo donde estaba la bicicleta—. De la policía nadie se burla, Federico.

—Reconozco que ha hecho usted una faena magnífica —ensalzó Fatty con tal admiración que el señor Goon sintióse compelido a repetir la historia del vagabundo realzándola con nuevos y pintorescos aditamentos.

—Le estoy muy agradecido, señor Goon —declaró Fatty, encarecidamente—. A cambio de este gran favor, quiero informarle de cierta noticia. Hemos descubierto algo más con referencia al secuestro. Me consta que Ern le puso a usted en antecedentes de lo del príncipe escondido en un cochecito debajo de unos niños, ¿recuerda usted? Pues bien, ahora hemos averiguado que aquél no era el verdadero príncipe, sino un gitano que había suplantado su personalidad. «Parece» ser que el verdadero príncipe está en los Pantanos de Raylingham.

Durante el relato de Fatty, el señor Goon fue enfurruñándose gradualmente.

—Oye, chico —estalló al fin el policía—. ¿Por qué no inventas un cuento mejor? ¿Cuántos príncipes intervienen en esta historia?

—Le aseguro que no le engaño, señor Goon —afirmó Fatty—. Prometí ayudarle esta vez, y estoy intentándolo. Pero usted complica mucho las cosas con su actitud incrédula y pasiva.

—Lo mismo te digo —refunfuñó Goon—. Primero os disfrazáis de extranjeros y habláis como si lo fuerais. Luego encargas a Ern que me cuente una historia de príncipes y cochecitos de mellizos, y ahora me sales con que el pasajero de éste era un gitano y conque quieres que vaya a perder el tiempo a los Pantanos de Raylingham en busca de otro príncipe. ¡No pienso complacerte!

—No pretendo que pierda usted el tiempo —repuso Fatty—. Sólo le sugiero que telefonee al Inspector Jefe y se lo cuente todo. Él le dirá lo que hay que hacer.

—Atiende —farfulló el señor Goon, empezando a sofocarse—. Una vez telefoneé al jefe para informarle de lo sucedido con una tal princesa Bongawee, hermana del príncipe, y resultó ser todo una invención tuya para ponerme en ridículo. ¡No menees la cabeza! ¡Me consta que lo hiciste! Después, trataste de que le contara otra historia estúpida, y ahora quieres que le explique esta nueva patraña. ¡Píntatelo al óleo!

—Le aconsejo que lo haga —insistió Fatty—. ¿O prefiere que me encargue yo? En este caso, toda la gloria volverá a recaer sobre mí.

—Tú tampoco tienes que telefonear para nada —soltó el señor Goon—. ¿Por qué no te mantienes al margen de este asunto? ¡Yo me encargo de él! ¡Tú no haces más que entorpecer la acción de la Ley! Eres un incorregible entrometido, un...

—¡Calma, calma, señor Goon! —interrumpió Fatty, tomando la bicicleta por el manillar para sacarla del vestíbulo—. ¡No se entusiasme! ¿Qué sacará usted con perder los estribos?

Llevando la bicicleta a la calle, montó en ella, al tiempo que se volvía para decir:

—¡Ah, se me olvidaba preguntarle una cosa, señor Goon! ¿Sabe usted si aquel vagabundo con quien tuvo que habérselas logró atarse el zapato al fin?

Sin aguardar la respuesta, Fatty pedaleó, cloqueando, calle abajo. El señor Goon quedóselo mirando de hito en hito en la oscuridad, presa del máximo desconcierto. ¿Cómo sabía aquel chico que el vagabundo había dicho que quería atarse el zapato? Él no había mencionado para nada el incidente. ¿«Cómo» se explicaba, pues, que Fatty lo supiera?

De pronto se hizo luz en su cerebro. Como un autómata, dirigióse a su salita de estar y, sentándose pesadamente en su sillón, sepultó la cabeza entre las manos con un gemido. ¡El vagabundo era Fatty! Habíale arrebatado la bicicleta y, al darle cuenta el chico de su desaparición, invitóle a pasar a recogerla, dándose jabón y, para colmo, habíasela entregado sin aludir para nada el detalle de que el vehículo no llevaba la luz anterior reglamentaria.

¿Quién le mandaba inventar aquella fantástica historia? ¡Cómo debía de haberse reído Fatty para sus adentros! El señor Goon pasó al menos media hora pensando en todas las horribles venganzas de que ansiaba hacer objeto a Fatty, pero, ¡ay!, sabía perfectamente que jamás tendría ocasión de ponerlas en práctica. ¡Fatty era de los que sabían nadar y guardar la ropa!

Una vez más sonó el teléfono y, dando un respingo, el señor Goon tomó el receptor furiosamente. ¡Si el comunicante era aquel gordinflón le cantaría las cuarenta!

Pero no era Fatty. Era un mensaje del Inspector Jefe sucintamente transmitido por otro policía.

—¿El agente Goon? Ahí va un mensaje del jefe. Según informes de uno de nuestros hombres, parece ser que el muchacho del campamento no era el verdadero príncipe, sino un impostor. Al serles mostradas varias fotografías del príncipe en cuestión, los chicos del «camping» no le identificaron con el muchacho que estuvo con ellos unos días. El jefe dice que, si tiene usted algún indicio o sospecha respecto a esto se sirva enviar su informe.

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