Misterio del príncipe desaparecido (13 page)

BOOK: Misterio del príncipe desaparecido
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Fatty, que, naturalmente, había tenido la precaución de anotar el nombre, respondió:

—Se llamaba «Panorama del río». Era muy pequeña.

El joven pasó el índice por la lista.

—Aquí está Señora Storm, Harris Road, 24, Maidenbridge. No cae muy lejos de aquí. Está a unas dos millas de distancia.

—Gracias —murmuró Fatty anotando las señas.

—¿Piensas ir a ver al señor Reg? —preguntó el joven ansiosamente, al ver que Fatty se disponía a marcharse.

—No —tranquilizóle Fatty.

Luego fue a reunirse con los demás.

—¡Ya está! —les dijo, mostrándoles las señas—. Señora Storm, Harris Road, 24, Maidenbridge. A unas dos millas de aquí. Vamos, no perdamos el tiempo.

Presa de gran excitación los Cinco Pesquisidores emprendieron rumbo a Maidenbridge. ¿Tendría la señora Storm al príncipe en su poder? ¿Les facilitaría alguna información relativa al caso?

A su llegada a Maidenbridge, preguntaron por la Harris Road. Era una calle estrecha y algo sucia, con varias casas adyacentes entre sí.

La correspondiente al número 24 aparecía aún más dejada que las demás. De las ventanas pendían deslucidos visillos, y la puerta anterior necesitaba una buena capa de pintura.

—Yo me encargaré de esto también —decidió Fatty—. Vosotros aguardadme al final de la calle. Llama la atención ver un grupo tan numeroso delante de una puerta.

Obedientemente, los otros alejáronse en sus bicicletas. Tras apoyar la suya en el bordillo, Fatty llamó a la puerta.

Una mujer desaliñada, con el pelo a media espalda, acudió a abrirla y, sin decir palabra, miró a Fatty en espera de que éste hablase.

—Dis... discúlpeme usted —farfulló Fatty, levantándose la gorra cortésmente—. ¿Es usted la señora Storm?

—No —repuso la mujer—. Te equivocas de casa. Esa señora no vive aquí.

Fatty tuvo un ligero sobresalto.

—¿Se ha mudado de domicilio?

—Que yo sepa, no ha vivido nunca aquí —replicó la mujer—. Llevo diecisiete años en esta casa, con mi marido y mi anciana madre, y no conozco a ninguna señora Storm en esta calle.

—¡Qué raro! —masculló Fatty, mirando el papel con el nombre y las señas—. Fíjese usted, dice: Señora Storm, Harris Road, 24, Maidenbridge.

—Esta es la casa, desde luego, pero aquí no vive ninguna señora Storm. Por otra parte, tampoco hay ninguna otra Harris Road en este pueblo. ¿Por qué no vas a la estafeta de correos? Allí te dirán dónde vive.

—Muchas gracias, señora. Ahora mismo voy. Siento haberla molestado por nada.

Y levantándose la gorra una vez más, Fatty alejóse en su bicicleta, desconcertado. Tras contar su fracaso a los demás, dirigióse en su compañía a la estafeta de correos.

—Desearía averiguar unas señas —dijo Fatty, demostrando una vez más que estaba muy en forma aquella mañana—. Creo que me las han dado equivocadas. ¿Podría usted decirme dónde vive una tal señora Storm?

El empleado tomó un anuario y, empujándolo hacia Fatty, masculló:

—Aquí tienes. Ahí encontrarás todos los Storms, granizos, truenos, rayos y centellas habidos y por haber
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.

—¡Ja, ja, ja! —rióse Fatty cortésmente.

Y tomando el anuario, buscó STORM. Había tres Storm en Maidenbridge.

—Lady Luisa Storm —leyó a los demás—, Oíd Manor Gate. No, no puede ser ella. Una dama así no alquilaría una caravana. Aquí hay otra, señorita Emilia Storm.

—Si es una señorita, no puede tener mellizos —observó Bets—. Necesitamos una señora.

—Señora Rene Storm —leyó Fatty—, Caldwell House. Esta parece la única probable.

Cuando salieron de la estafeta, Fatty dijo a Daisy:

—«Tú» puedes encargarte de esta gestión, Daisy. Consiste en averiguar si la señora Rene Storm tiene dos hijos gemelos.

—¡No puedo hacer eso! —protestó Daisy, asustada—. ¿Cómo quieres que vaya a preguntarle «¿Tiene usted los hijos gemelos?» ¡Pensaría que estoy loca!

—Y demostrarías estarlo si lo hicieras —gruñó Fatty—. ¿En qué quedamos, eres una Pesquisidora o has perdido ya las facultades por falta de práctica? Discurre algún medio de averiguar lo que nos interesa saber, y pon manos a la obra. Nosotros te aguardaremos en alguna heladería.

¡Pobre Daisy! ¡Cómo se devanó los sesos, frenéticamente, mientras pedaleando con sus compañeros en busca de Caldwell House! Ésta resultó ser una casita con un lindo jardín. En la esquina había una lechería, y Fatty y los demás instaláronse en ella a tomar unos helados en espera de Daisy.

—Cuando vuelvas con la noticia, te tomarás un helado doble, Daisy —prometió Fatty—. Mejor dicho, uno triple, si esa señora Storm resulta ser la que buscamos. Recuerda. Lo único que de veras nos interesa saber es si tiene mellizos.

Daisy se alejó en su bicicleta. Tras dar dos o tres vueltas a una manzana de casas, se le ocurrió una idea para averiguar lo que Fatty deseaba saber. ¡Qué sencillo era, en fin de cuentas!

La muchacha dirigióse a Caldwell House y, una vez allí, apoyó la bicicleta junto a la valla. Luego, encaminándose a la puerta, llamó al timbre. Una menuda y arrugada doncella acudió a abrir. Daisy se dijo que, por lo menos, tenía noventa años.

—Perdóneme, si me equivoco —Excusóse Daisy con una afable sonrisa—. Ando buscando a una tal señora Storm con dos hijos gemelos. ¿Podría decirme si vive en esta casa?

—¡Cielos! —exclamó la sirvienta—. No, muchacha. Mi señora, la señora Storm, tiene ochenta y tres años y ya es bisabuela. Nunca tuvo mellizos, ni tampoco los tiene entre sus nietos ni biznietos. Nunca ha habido mellizos en esta familia. Lo siento, jovencita.

—Lo mismo le digo —murmuró Daisy, sin saber qué decir—. Muchas... gracias. Temo que no es la señora Storm que estoy buscando.

Y alejándose con un suspiro de alivio, no tardó en regresar a la heladería. Los otros se animaron al verla entrar.

—¿Era la mujer que buscamos?

—No —repuso Daisy—. Estoy contenta porque salí bien del paso. Resulta que esa señora Storm tiene ochenta y tres años y ya es bisabuela. La sirvienta me ha asegurado que no hay mellizos en la familia.

—¡Demontre! —lamentóse Fatty, contrariado—. Eso significa que estamos perdiendo el tiempo. Aquella condenada mujer de la caravana dio unas señas falsas. ¡Deberíamos haberlo adivinado! ¡Aunque recorriésemos el país de punta a punta, no encontraríamos a ninguna señora Storm con gemelos!

—¿Dónde está mi helado? —preguntó Daisy.

—¡Es verdad! —exclamó Fatty— «Perdóname», Daisy. ¿En qué estoy pensando? ¡Camarera! ¡Haga el favor de traer un helado doble y cuatro corrientes!

Mientras saboreaban los helados, los chicos discutieron el partido a tomar.

—¿No podríamos indagar por ahí en busca de niños mellizos? —sugirió Bets.

—Es «posible hacer tal cosa» —respondió Fatty—, pero temo que nos llevaría mucho tiempo determinar el número de gemelos que hay en la comarca.

—¿Cómo empezarías, Bets? —preguntó Pip, con ánimo de fastidiar a su hermana—. Podrías poner un anuncio que dijera: «Se necesitan niños mellizos. Dirigirse a Bets Hilton.» ¡Qué bonito!

—No seas bobo —murmuró Bets—. Vamos a ver, tú que eres tan listo, ¿se te ocurre algo mejor? ¿Qué «haremos» ahora? Nos hemos quedado otra vez sin una mala pista.

—Excepto mi botón —objetó Pip, sacándose del bolsillo el botón azul y dorado.

Y lo puso encima de la mesa para que todos lo admirasen. Era, en verdad, un hermoso botón.

—Precioso, pero absolutamente inútil como pista —objetó Fatty—. De todos modos, guardarlo, si quieres, Pip. Si por casualidad ves un pijama azul y dorado tendido en un alambre, con un botón caído, ¡considérate afortunado!

—¡No está mal la idea! —bromeó Pip metiéndose de nuevo el botón en el bolsillo—. Miraré todos los tendederos con ropa puesta a secar que vea por ahí. ¡Quién sabe! ¡A lo mejor la cosa da resultado!

—¿Qué os parece si visitásemos alguna exhibición infantil? —propuso Daisy de improviso—. Si viéramos algún par de gemelos, podríamos averiguar dónde viven.

—¡Bah! —exclamó Pip, desdeñosamente—. No contéis conmigo para eso. ¿Por qué no lo hacéis entre Bets y tú?

Lanzando una pequeña exclamación, Bets señaló dramáticamente un anuncio fijado en la pared de la tienda. Todos lo miraron y, al leerlo, no pudieron reprimir un respingo de sorpresa. El cartel decía así:

«EXHIBICIÓN INFANTIL, 4 de septiembre en la Feria de Tiplington. Premios especiales para MELLIZOS.»

CAPÍTULO XVI
EN LA FERIA DE TIPLINGTON

—¡Curiosa coincidencia! —comentó Fatty, lanzando una carcajada—. Vamos a ver. ¿Dónde está Tiplington? ¿Al otro lado de Peterswood, no es eso?

—«Supongo» que no piensas poner en práctica la idea de Bets, ¿verdad? —exclamó Pip, sorprendido.

—¿Y por qué no? —sonrió Fatty—. No estaría de más hacer la prueba. Las ideas de Bets siempre han dado resultado. ¿Querrás ir allí con Daisy, Bets?

—Sí —apresuróse a contestar Bets, en tanto Daisy esbozaba un ademán de aprobación—. ¿Pero por qué no venís vosotros también? Al fin y al cabo, es una Feria. A lo mejor, resulta divertido. Podríamos llevarnos a Ern. Así, si los mellizos «estuviesen» allí, él podría reconocerlos.

—De acuerdo —convino Fatty—, le invitaremos. Pero no pienso llevar a Sid ni a Perce.

—Si viene Perce me da igual —declaró Bets—. Pero a Sid no puedo soportarle. ¡Parece un «rumiante»!

—Yo tampoco puedo con él —refunfuñó Larry.

—A todos nos pasa lo mismo —masculló Fatty, palpándose el bolsillo en busca de dinero—. Cambiemos de tema. Vamos a ver, ¿cuántos helados hemos tomado?

—¡Ah, Fatty! —exclamó Daisy—. ¡No los pagues todos tú, por favor! Larry y yo disponemos de mucho dinero hoy.

—Os he invitado yo —objetó Fatty—. No olvidéis que soy vuestro jefe y, como tal, debo pagar algunos de los gastos de la investigación.

—Gracias, Fatty —susurró Bets—. Eres un jefe muy obsequioso.

—El día cuatro de septiembre es mañana —recordó Daisy—. Confío en que haga buen tiempo. ¿Quién se encargará de avisar a Ern?

—Pip —apresuróse a contestar Fatty—. Hoy no ha hecho gran cosa y, en cambio, tú, Bets y yo nos hemos llevado la peor parte. Ya es hora de que Pip se mueva un poco.

—De acuerdo —accedió Pip—. Pero si Sid empieza con sus «a» soy capaz de echarle al río.

—Por mí, puedes hacerlo —convino Fatty—. Tal vez así se tragará todo el «toffee» de una vez y podrá hablar como es debido.

Los cinco amigos decidieron reunirse al día siguiente en casa de Larry para dirigirse juntos a Tiplington en sus respectivas bicicletas. Ern acudiría, asimismo, a casa de Larry, y éste se encargaría de proporcionarle una vieja bicicleta para la excursión.

—A las dos en punto —advirtió Fatty—. Y dile a Ern que se lave la cara, que se peine, se limpie las uñas y se ponga una camisa limpia, si la tiene. Añade que son órdenes del jefe.

Ern tomóselas muy bien. Viniendo de Fatty, nada le molestaba.

—Es un sabio —dijo a Pip—. Un verdadero genio. De acuerdo, estaré allí a la hora convenida lo más presentable posible. ¿Qué vamos a ir a hacer a la Feria? ¿Algún plan en perspectiva?

—Tal vez —respondió Pip—. No te retrases, Ern.

—Seré puntual —prometió el chico—. ¡«Hastora»!

Pip tardó unos instantes en comprender lo que significaba «Hastora». Por fin cayó en la cuenta de que se trataba de la expresión «¡Hasta ahora!» ¿Dónde habría aprendido Ern a contraer las palabras de aquel modo?

Al día siguiente, Ern partió gozosamente a casa de Larry, bregando por impedir que Sid y Perce le acompañasen.

—Ya os he dicho que no podéis —les dijo—. ¿Cómo vais a presentaros con ese pelo, esas caras, esas uñas y esas camisas?

—Pues tú tampoco te has cepillado el pelo ni limpiado las uñas hasta hoy —gruñó Perce.

Ern bajó al río y, tras atravesarlo en la pequeña barca de pasaje, encaminóse a casa de Larry. Por el camino, tuvo la desgracia de tropezar con su tío. El señor Goon acercóse a él con la cara más colorada a causa del calor.

—¡Vaya! —exclamó el policía—. ¡Ahí está otra vez mi sobrino Ern! ¿A dónde «vas», si se puede saber? ¿Tienes algún nuevo cuento que contarme sobre príncipes ocultos en cochecitos de niños gemelos?

—No, tío —replicó Ern—. Discúlpame. No puedo entretenerme. Tengo un poco de prisa.-

—¿A dónde vas? —repitió el señor Goon, posando una recia mano sobre el hombro de Ern.

—A casa de Larry —confesó éste.

El señor Goon miróle detenidamente.

—¿A qué se debe que vayas tan atildado y bien peinado? ¿Qué te propones?

—Nada, tío —repuso el pobre Ern—. Vamos a ir todos a la Feria de Tiplington.

—¿A... a esa feria «de tres al cuarto»? —exclamó el señor Goon, sorprendido—. ¿Con qué fin vais allí? ¿No será que ese gordinflón maquina algo?

—Es posible —insinuó Ern desasiéndose de la mano de su tío con su brusco ademán—. No se puede negar que es un chico listo. Él no pone en duda las cosas que le digo. ¡Todo lo contrario de ti! ¡Estamos investigando a fondo! ¡Y tarde o temprano daremos con algo!

Dicho esto, el muchacho echó a correr calle abajo, en tanto el señor Goon le miraba, resollando. ¿Sería verdad lo que acababa de decirle su sobrino? ¿Ocurriría algo en Tiplington digno de tenerse en cuenta? ¿Por qué aquel entrometido gordinflón había decidido llevar allí a toda su pandilla?

El policía regresó a su domicilio, cavilando sobre el asunto. De pronto tomó una determinación. ¡Él también iría a Tiplington! ¡Debía vigilar las idas y venidas de aquel chico! Sabía por experiencia que en el momento más inesperado Fatty era capaz de descubrir algo.

El señor Goon sacó su bicicleta a la calle y montó en ella, suspirando. No le gustaba hacerlo cuando apretaba el calor. No le sentaba bien. Pero el deber era el deber.

El hombre se puso en marcha antes que los chicos. Éstos se entretuvieron tomando un helado con Ern en la pastelería del pueblo. «Buster» iba en la cesta de Fatty, como de costumbre, con la lengua fuera de satisfacción. El perrito no cabía en sí de gozo cuando veía a todos los Pesquisidores reunidos.

Ern practicaba, asimismo, de esta alegría, tanto, que olvidóse por completo de su tío. Sentíase orgulloso de acompañar a los Pesquisidores y de que éstos requiriesen su compañía. Su rollizo semblante aparecía radiante de satisfacción.

—«Esnífico» —repetía el chico—. «Esupendo».

—¿Qué significa eso? —preguntó Daisy, tratando de descifrarlo.

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